El libro de Aisha (Mapa de las lenguas)

Sylvia Aguilar Zéleny

Fragmento

El Libro de Aisha

Lo que dicen mis hermanos:

Enciendo la grabadora y les pido que me cuenten un poco de Patricia, pero ni siquiera termino de hacer la pregunta.

—La verdad es que tenía un carácter de la chingada.

—Sí, de la CHIN-GA-DA.

—En cuanto tuvo oportunidad…

—Agarró maletas y pasaporte.

—Su partida dejó en silencio a los señores.

Así es como mis hermanos llaman a nuestros padres, “los señores”. A mamá le hace gracia, a papá ninguna. Que les guste o no es algo que a mis hermanos poco les importa. Los grabo y tomo nota, estamos en la barbería, el mismo lugar donde les han cortado el cabello desde niños.

—Yo digo que su partida hizo irreversible un silencio que ya conocíamos.

—De todos, ella había sido siempre la mejor portada, la estudiosa, la clásica hija…

—De la chingada.

—No, de maestra, la clásica hija de maestra.

—Y de la chingada.

—Es que siempre buscaba la perfección.

—Como que siempre esperaba una estrellita dorada en la frente por todas sus acciones.

—Nosotros nunca tuvimos ese síntoma.

—Tampoco tú, ¿o sí?

Les digo que no con la cabeza, pero sé bien que sí, que lo tuve, lo tengo. El síntoma, que yo llamo síndrome, no se va fácil. Esa constante búsqueda de validación.

—Hubo una época en que se ponía de malas por cualquier cosa.

—Era gritona, intolerante…

—Si se lo proponía podía ser buena onda. Acuérdate que nos enseñó a manejar.

—Tú acuérdate de cómo nos maltrató mientras lo intentaba.

—Ella nos enseñó a escuchar y pronunciar Emerson, Lake and Palmer

—A beber cerveza y a leer a Kundera.

—Se fue de casa a los veintidós años.

¿No fue a los veinticuatro?, pregunto. Sergio deja su lugar al lado de mí y se mueve al sillón contiguo al de Edgar, pasa un peine por su cabello, luego por sus pobladas cejas. Don Luis le pregunta, ¿quieres que mi mujer te depile las cejas? Para que te veas más guapo. Mi hermano le contesta muy seguro de sí: don Luis, si mis cejas son la clave de mi guapura. Todos reímos. Luego es Edgar quien retoma la conversación.

—Los primeros meses escribía mucho, en sus cartas platicaba que Europa era un terreno brillante y estupendo.

—Luego compró una cámara.

—Y poco a poco, sus fotos comenzaron a acompañar las postales.

—Decía que las fotos eran “una prolongación de la vida”.

—Ajá. Es que las imágenes son la frontera entre el sueño y la realidad, entre la palabra y el silencio, el todo desde el uno.

—¿Qué chingados quieres decir con eso?

—No sé, se me ocurrió.

Don Luis le entrega un espejo a Edgar y gira el sillón para que pueda revisar su corte, mi hermano asiente. Se quita la manta y se levanta. Sergio automáticamente toma el lugar.

—A papá le parecían absurdas sus fotos, decía: ¿quién saca ocho fotos de una banca vieja?

—Deben estar por ahí.

—Nel, seguro se deshizo de ellas.

—Es que, te digo, siempre le parecieron absurdas. Dinero tirado a la basura, repetía.

—Había periodos en que escribía poco.

—De pronto, una que otra llamada.

—Nosotros no hablábamos con ella, generalmente las llamadas eran para mamá. Ella era la que reportaba, tu hermana anda haciendo esto, tu hermana tiene que terminar aquello, tu hermana dice que…

—Pasamos tres semanas con ella, nos enviaron a pasar un verano allá.

—Fue la mejor época probablemente. Después de los paseos turísticos: parques-puentes-iglesias-­museos, nos metíamos en algún pub y tomábamos cerveza hasta morir.

—Un par de semanas después de nuestro regreso fue que conoció a Sayyib. Lo más raro es que nosotros pensábamos que ella se traía algo con un jamaiquino que vivía en su pensión.

—Se dice jamaicano.

—¿Cómo se va a decir jamaicano? El punto es que un día llamó y le dijo a mamá que se casó, así nomás. No dijo algo como, me voy a casar o me quiero casar, bueno, ni siquiera un conocí a alguien y me enamoré.

—Nada. Sólo así: me casé.

—Y pues mamá sólo lloraba y lloraba, no podía creerlo.

—Ah, pero luego a sus amigas les presumía que su hija se había casado en Europa. Bien acá.

—Estuvo mucho tiempo sin escribir. Cuando lo hacía, las cosas que decía… ¿cómo explicarte? Era como otra persona y no nuestra hermana. Ya no hablaba de sus paseos, de sus descubrimientos. Mucho menos de la cerveza inglesa. Hablaba del Ser Supremo y El poder máximo de la oración.

—Y de cómo la vida del mundo occidental deforma a la gente.

—Cuando la volvimos a ver era otra.

—Totalmente otra.

—¿Te acuerdas cuando mamá la sorprendió rompiendo las fotos familiares en las que ella aparecía?

—Sí, no mames, prácticamente acabó con su rastro. Quedaron algunas fotos. Es lo último de ella en casa.

Los escucho, toman turnos para contar detalles de ese día. Los oigo, veo todo de nuevo y, al mismo tiempo, es como si me enterara de esto por primera vez.

Don Luis también ha estado escuchando y, por el modo en que pone las manos en los hombros de Sergio, sé que entiende, incluso más que nosotros. Listo, dice eventualmente. Mientras mis hermanos pagan en la caja, yo veo a don Luis barrer los restos. Nuestros restos.

El Libro de Aisha

Lo que se cuenta por ahí:

Cuando tu mamá fue a hacer la cita para la operación de su vesícula preguntó si podía, al mismo tiempo, aprovechar la cirugía para hacerse otra y no tener más hijos.

Tu papá le reclamó: ¿y yo no tengo voto en esto? No imagino la cara que puso el doctor. Pero a ella la veo dándole una serie de argumentos para mostrar que ya no estaba en edad para la maternidad. Pobre doctor, testigo de tan incómoda conversación. Doctores, esposos, dioses, profetas…

Mira, yo creo que fue así: Edgar los escuchó hablar y le dijo a Sergio, Sergio le dijo a Patricia. El asunto se volvió algo familiar. Papá y tus tres hermanos casi adolescentes pasaron días tratando de convenc

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