Botánica sentimental

Mercedes Araujo

Fragmento

Botánica sentimental

La luna está colgada sobre el volcán, olvidada por la noche. A lo lejos, cinco o seis caballos se disparan al galope cuando el baqueano y su perro de pelo corto los corren de atrás. Un camión color guinda se acerca veloz, ruge, acelera y frena, finalmente la pasa cerca.

Antonia maneja concentrada. No tiene apuro.

Tras la curva, el inmenso corazón turquesa. Debajo del dique han quedado los restos fósiles, vegetales y marinos, que trajeron a Darwin desde Chile. Dicen que lo picó una vinchuca, que nada llamó su atención y que la gente del lugar le pareció insoportable.

De repente, el chirrido de un fierro sobre el asfalto. Se acerca a la banquina, apaga el motor, se arrodilla: el caño de escape cuelga. Abre el capó, señal de que está en problemas. Nadie a la vista a quien pedir ayuda, saca de la guantera el teléfono, no tiene conexión. Se abriga con la campera de plumas violeta, guarda en el baúl la bolsa de dormir, el piyama de algodón, las alpargatas negras, el sweater y el buzo, pantalones y medias; carga en la mochila solo el cuaderno y la billetera. Baja la cuesta por la orilla del río. Avanza erguida, con los borcegos rojos da pasos ágiles y firmes, las manos en los bolsillos, el pelo negro y largo flamea en mechones agitados, los ojos casi cerrados para protegerse de la polvareda, se acomoda el flequillo e improvisa un rodete que sujeta con un palito.

Perfume a tomillo, picante, alcanforado y terroso. Su flor preferida: la oreja de chancho. Arranca y sigue con la hoja carnosa entre los dedos, le acaricia los pelitos y la guarda en el bolsillo. Cada tanto algún rancho fantasma. Ahora un maitén atigrado sacude los bordes aserrados de su copa globosa en medio de la nada. Cuánto brío para crecer entre puras piedras.

A lo lejos aparecen algunas casas. Las ventanas están tapiadas. En una, se alzan aureolas de humo insignificante. Un viejo asoma la nariz entre las ranuras de la persiana de metal:

—Más abajo encuentra el taller. Y ande alerta por el puma.

Tres chuchos flacos como juncos ladran. Avanza con cautela. Se acercan y la husmean, ahí se queda. Golpea las manos. Nadie. Sobre el terreno hay herramientas tiradas, un balde con agua y una manguera de la que apenas corre un hilito. El caparazón de un auto se oxida.

Las paredes, alguna vez blanqueadas, están escritas por los viajeros, los mismos que rayan la montaña con sus nombres, amores, pijas y lenguas. Sus “aquí estuvo”, urgentes, el trazo empeñado del clavo o el aerosol contra diez millones de años de roca muda. ¿Será eso lo que los desespera?

Se sienta en un banco de madera. Media hora después un hombre se acerca. El pelo negro y grueso le crece como pasto, tiene la piel oscura y marcada. Estará en los cincuenta, unos cinco más que Antonia. Los perros echados a sus pies estiran las patas, ondulan lomos y se ponen en marcha lenta. El recién llegado saca una galleta del bolsillo de la camisa verde de grafa y se la entrega en trozos, se acuclilla y los palmea.

En una Ford vieja blanca el hombre carga las herramientas. Pone en marcha el motor. La caja tiembla, los cambios se resisten, un poco de maña sobre la palanca y entran. Antebrazo, brazo y bragueta tensados, toma el volante con ligereza. La izquierda sobre el muslo, tararea a golpecitos de dedos una canción que canta en su cabeza.

Al llegar, con unas maniobras cortas estaciona la camioneta y pega la caja al baúl del Renault azul. Bajan, el hombre rueda por el piso y desde ahí pregunta:

—¿Hasta dónde va?

—A Perdriel.

Mientras se sacude la tierra de los pantalones carga alambres y tenaza. Desaparece debajo del auto. Ata, tironea. Asoma la cabeza, silencioso y repentino como una lagartija, de un salto ya está de pie.

—Hasta Perdriel llega, si se lo toma con calma llega. Ahí hágalo ver.

Se va acercando hasta el borde del desfiladero y Antonia lo sigue. Le ofrece un cigarrillo y enciende un fósforo, ella cubre la llama con las manos, el rodete improvisado se le deshace, lo mira de reojo, ojos color nuez y la frente ancha. Fuman juntos.

—Acá cerca, ocho meses atrás, una yegua de cuatrocientos kilos murió de frío en medio de una intensa nevada. Tropezó, resbaló, yo pegué un salto y alcancé a desmontarme —le cuenta mientras pitan—, si me acompaña se la muestro. Mucha casualidad que justo se le haya roto en este lugar.

Dos metros más abajo, entre cantos rodados y arenilla, aparece visible y ordenado el esqueleto de la yegua al borde del cauce del río. El hombre patea algunas piedras con la punta de la zapatilla, delicadamente la cubre.

—En mi recuerdo —le cuenta— la yegua es un animal nervioso de crines grises y el pelo manchado. Diez años la tuve conmigo. —Él señala el cielo—. Mire, una agachona de collar y una monterita pecho gris, nunca andan juntas.

Los rondan con las alas abiertas.

—¿De dónde viene?

—Uf, un viaje larguísimo, salí esta mañana desde Chile. El que me vendió el auto me dijo: El motor tira, si se lo toma con calma llega. —Antonia se ríe.

El hombre abre los ojos, larga una carcajada, alza los dos brazos, junta las palmas de las manos y las levanta en forma de rezo.

—¿Va con apuro?

—Ninguno, estoy llegando muy tarde a dos funerales a los que falté. Hace medio año se murieron mi padre y mi abuela con unos meses de diferencia.

—¿Y para qué vuelve ahora?

—Para cerrar una casa.

Otra vez a la ruta. Los penachos danzantes reverencian la luz.

La primera vez que cruzó esa montaña manejaba su abuela Memé. Iban a veranear a la costa chilena.

Marga, su madre, escondida detrás de anteojos de sol con marco blanco, una camisa a rayas azul francia y rojo, era la copiloto. Atrás, Antonia y sus hermanos, Lucas y el Pancho. El Fiat 128 se apunó en los Caracoles.

—Acá, cuando se trata de caer en picada entre las cumbres gigantescas, hasta los cóndores tiemblan. Imaginen un piloto o pilota, en la soledad completa, en medio de las correntadas. Ahora imaginen volar un avioncito en esas turbulencias. Esas son proezas —dijo Memé.

Miró por el espejo retrovisor y sonrió. Unos minutos después retomó el cuento:

—Baronete, Finísimo, Marrasque, Pirapó, K Kobe, Limera y Malgastar. Además de los caballos iban cuatro hombres y varios maletines con dólares, joyas y monedas de oro de contrabando. A la altura del paso del Yeso, a las tres de la tarde, sacudón. El avión chocó contra el cerro. Los buscaron desde el Cristo Redentor hasta Neuquén. Ningún rastro. Siete meses después, un puestero encontró los restos. Cerca del volcán Overo, primero vio la rueda y, ahí nomás, el cadáver momificado de un hombre descalzo. Imaginen los relinchos, la desesperación de esos caballos, las cenizas petrificadas del volcán y la humareda polvorienta.

—Mamá, dejate de embromar, sabés que después sueñan. Te das cuenta por qué Marcel prefiere irse por las suyas, ¿no? Ni un minuto de silencio. —M

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