Ojo de gato

Margaret Atwood

Fragmento

1

El tiempo no es una línea, sino una dimensión, como las dimensiones del espacio. Si el espacio se puede curvar, también se puede curvar el tiempo, y si dispusiéramos de los conocimientos necesarios y pudiéramos desplazarnos a mayor velocidad que la luz, podríamos viajar hacia atrás en el tiempo y existir en dos lugares a la vez.

Fue mi hermano Stephen quien me dijo eso, en la época en que se ponía aquel jersey granate deshilachado para estudiar y pasaba muchas horas cabeza abajo a fin de que la sangre le fluyera hacia el cerebro y se lo irrigara. Yo no comprendí qué quería decir, pero quizá él tampoco lo explicó muy bien. Por aquel entonces ya había empezado a distanciarse de la imprecisión de las palabras.

Aun así, desde ese momento empecé a entender el tiempo como algo con forma, algo visible, como una serie de transparencias líquidas superpuestas. El tiempo no se observa volviendo la vista atrás, sino más bien buceando por él como si fuera agua. A veces sale a la superficie una cosa, a veces otra, a veces nada. Nada desaparece.

2

—Según Stephen el tiempo no es lineal —digo.

Cordelia levanta las cejas con un gesto de exasperación, como me imaginaba que haría.

—¿Y? —contesta.

La respuesta nos complace a ambas. Pone en su sitio al tiempo, así como a Stephen, que nos llama «las adolescentes», como si él mismo no fuera un adolescente también.

Cordelia y yo vamos de camino al centro en tranvía, como tenemos por costumbre cada sábado de invierno. El ambiente en el vagón es bochornoso, cargado de aire viciado y olor a lana. Cordelia, sentada con aire desenvuelto, me da un codazo de vez en cuando, mientras mira descaradamente a los demás viajeros con sus ojos gris verdoso, impenetrables y refulgentes como el metal. Es capaz de sostenerle la mirada a cualquiera, y yo no le voy a la zaga. Somos invulnerables, destellamos, tenemos trece años.

Vestimos con abrigos largos de lana atados a la cintura, las solapas del cuello levantadas a imagen de las estrellas de cine, botas de goma con el forro doblado por fuera y calcetines gruesos de hombre. En los bolsillos van embutidos los pañuelos con que nuestras madres nos obligan a cubrirnos la cabeza, pero de los que nos desprendemos en cuanto las perdemos de vista. A nosotras esos tocados nos parecen ridículos. Lucimos boquitas agresivas, pintadas de rojo carmín, brillante como esmalte de uñas. Cordelia y yo nos tenemos por amigas.

En el tranvía siempre viajan señoras mayores, o nosotras las vemos mayores. Las hay de diversos tipos. Algunas visten con aire respetable: abrigos sastre de espiguilla y guantes a juego, sombreros pulcros y recatados con garbosas plumitas que caen airosamente hacia un lado. Otras, más pobres y con aspecto de forasteras, se envuelven la cabeza y los hombros con pañoletas oscuras. Otras son corpulentas, regordetas, y llevan la boca prieta y altanera y bolsas de la compra colgando de los brazos como guirnaldas; a éstas las asociamos a saldos y sótanos de liquidaciones. Cordelia distingue a la legua el tejido de mala calidad.

—Tela de gabardina. Pobretona —dice.

Luego están las que no se han resignado, las que todavía tienen pretensiones de glamur. De éstas hay pocas, pero destacan. Lucen conjuntos de color escarlata o morado, pendientes largos y sombreros que parecen sacados del camerino de un teatro. Las combinaciones les asoman por debajo de la falda, combinaciones de tonos provocativos, inusuales. Todo lo que no sea blanco resulta provocativo. Se tiñen el pelo de rubio pajizo o azul pálido o, lo que aún contrasta más llamativamente con su cutis apergaminado, de un negro mate como el de los viejos abrigos de piel. Se pintarrajean labios excesivos, con el carmín emborronado, y se perfilan los ojos de cualquier manera, con trazos gruesos alrededor de las pestañas. Éstas son las más dadas a hablar solas. Hay una que repite una y otra vez «mona vestida de seda, mona vestida de seda», como una cantinela, y otra que nos hinca el paraguas en las piernas y dice «en cueros vivos».

Éste es el tipo que más nos gusta. Irradian cierta alegría, tienen capacidad de inventiva, no les importa el qué dirán. Esas señoras han escapado, aunque ni Cordelia ni yo tenemos muy claro de qué. Hemos dado en creer que su peculiar vestimenta, sus muletillas verbales, son fruto de una elección, y que llegado el momento también nosotras tendremos libertad para escoger.

—Yo seré así —dice Cordelia—. Pero tendré una de esas perritas pequinesas chillonas, y echaré a los niños que se cuelen en mi jardín. Y una vara de pastor tendré.

—Pues yo tendré una iguana como mascota —digo—, y siempre iré vestida de color guinda.

La palabra «guinda» ha entrado hace poco en mi vocabulario.

Ahora pienso: ¿y si resulta que llevaban esas fachas sólo porque no se veían bien? Puede que obedeciera simplemente a eso: a problemas de vista. Yo misma los sufro ahora: si me acerco demasiado al espejo me veo borrosa, si me alejo demasiado no puedo apreciar los detalles. Quién sabe qué caras estaré componiendo, qué obras abstractas me estaré pintando en la cara... Incluso cuando he conseguido ajustar debidamente la distancia, varío. Soy una mujer en transición; unos días parezco una treintañera extenuada; otros, una cincuentona vivaracha. Depende mucho de la luz, y de lo que fuerces la vista al mirarte.

Ahora frecuento restaurantes de color rosa, que resultan más favorecedores para la tez. En los amarillos una se ve amarilla. No lo digo en broma, son cosas que tengo en cuenta. Esto de la vanidad empieza a ser un engorro; no me extraña que las mujeres acaben por renunciar a ella. Pero yo todavía no he llegado a ese punto.

Últimamente me he pillado alguna vez tarareando en voz alta o andando por la calle con la boca entreabierta, babeando un poco. Sólo un poco; aunque puede que sea el principio del fin, la grieta que terminará abriéndose en la pared, más adelante, pero ¿abriéndose a qué? ¿A qué vistas de brillante excentricidad o de locura?

Yo estas cosas no se las contaría a nadie, Cordelia aparte. Pero ¿a qué Cordelia? ¿A la que he evocado, esa de las botas con forro polar y las solapas levantadas o a la Cordelia de antes, o a la de después? Nunca somos sólo una persona, nadie.

Si volviera a encontrarme con Cordelia, ¿qué le contaría de mí? ¿La verdad o lo que fuera que me hiciera quedar en buen lugar?

Probablemente lo segundo. Sigo teniendo esa necesidad.

Hace mucho tiempo que no la veo. No es que esperara hacerlo, pero, ahora que estoy aquí de vuelta, rara es la calle por la que paso sin atisbarla de refilón, doblando una esquina, entrando por una puerta. Huelga decir que esos fragmentos de su persona —un hombro, un rastro beige, pelo de camello, una cara de perfil, una pierna por detrás— corresponden a mujeres que, vistas de cuerpo entero, no son Cordelia.

Ignoro qué aspecto tendrá ahora. ¿Estará gorda, se le habrá descolgado el pecho, le habrán salido pelillos blancos en las comisuras de

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