El tiempo de las moscas

Claudia Piñeiro

Fragmento

El tiempo de las moscas

La muerte de una mosca: es la muerte (…).

Vemos morir a un perro, vemos morir a

un caballo, y decimos algo, por ejemplo,

pobre animal…

Pero por el hecho de que muera una mosca,

no decimos nada,

no damos constancia, nada.

MARGUERITE DURAS, Escribir

Tornar azeite o leite / Do peito que mirraste /

No chão que engatinhaste, salpicar /

Mil cacos de vidro / Pelo cordão perdido /

Te recolher pra sempre / À escuridão do ventre, curuminha / De onde não deverias /

Nunca ter saído.

CHICO BUARQUE, “Uma canção desnaturada”

Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento,

ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre.

Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres.

AUGUSTO MONTERROSO, “Las moscas”,

en Movimiento perpetuo

El tiempo de las moscas

1

Un pasillo la conduce a otro. Cada tanto, Inés escucha que alguien la saluda, pero ella no mira, no se da vuelta, sólo levanta la mano a la altura de su cabeza y luego la baja. Repite ese mínimo gesto cada vez que escucha su nombre, intentando ser amable. Sospecha que si mirara podría quebrarse y no quiere que la última imagen que quede de ella en ese lugar sea esa: la de una mujer que llora. Prefiere que la recuerden como una mujer amable. Temprano, por la mañana, ya se despidió de la Manca. Y en el almuerzo volvieron a estar juntas, pero en silencio, porque todo lo que tenían para decirse lo habían dicho en privado, o no lo dirían, al menos por el momento: Inés, porque para poder decir algo hay que atreverse a pensarlo; la Manca, porque sabe que hay temas que a su amiga le asustan, y si hay algo que ella no quiere es asustarla.

Inés avanza escoltada por una agente penitenciaria a la que apenas conoce. A ella le habría gustado que hoy la acompañara otra, alguna de aquellas con las que compartió tantos años ahí dentro. Quince. El bolso que carga no llega a pesarle en el hombro. Regaló la mayoría de las pocas cosas que tenía. Siente que está a punto de nacer por tercera vez: la primera, cuando la parió su madre; la segunda, cuando mató a Charo o Tuya; la tercera, en cuanto se abra la puerta y esté libre. Una nace desnuda, así que para qué llevar nada, eso pensó cuando le dijeron que preparara sus cosas, cuando supo que se iba. Eso piensa ahora, una nace desnuda.

La agente muestra los papeles de salida al llegar al punto que separa el adentro del afuera. Desde algún sitio, quien recibe la orden hace que el portón se abra automáticamente. Inés se queda contemplando la calle, que ya no recordaba, sin atreverse a reiniciar la marcha. Tiene la sensación de que el sol brilla más fuerte de ese otro lado, que para mirar —una vez que atraviese el portal— va a necesitar los anteojos oscuros que ya no usa. El sol adentro y afuera es el mismo, ella lo sabe, pero tampoco tiene dudas de que a partir de este momento le faltarán la sombra de los pabellones, el tumulto de las compañeras, el reparo de su propia celda a pesar de la humedad y del frío. Frunce el entrecejo, cierra apenas los ojos, a media asta, para enfrentar lo que viene. La agente que la acompaña le dice “¡Suerte!”; Inés sabe que no es un deseo sincero, sino que —ante su aparente actitud indecisa— la está invitando a salir de una vez. Por fin, da los tres pasos necesarios para pasar de un lado al otro. Detrás de ella, el portón se cierra. Inés no lo ve porque no quiere darse vuelta, pero lo oye: el motor que pone en marcha el sistema, el recorrido sobre el eje de metal, el golpe cuando la hoja de la puerta hace tope con el marco, el sonido de los engranajes de la cerradura en el movimiento que ejecutan hasta acoplarse. Ese portón ya no puede abrirse; si ella girara sobre sus pasos, asustada, lastimada por un sol más intenso y quisiera abrirlo para pedir refugio, no lograría que la dejaran pasar. Si quisiera volver a entrar, ella lo sabe, debería equivocarse otra vez. ¿Se equivocó? Quince años después, no tiene una respuesta que la satisfaga.

A su espalda, ahora sólo hay silencio. Entonces, respira hondo, mira a un lado y a otro, se acomoda el bolso en el hombro. La calle está desierta; daría lo mismo que estuviera llena de gente. Lo sabe: está sola. La circunstancia no la decepciona, no pretendía que nadie fuera a esperarla, pero le confirma de manera brutal aquello que pensó cuando supo que saldría de allí: una vez más, Inés nace desnuda.

El tiempo de las moscas

Un año después

El tiempo de las moscas

2

Veo una mosca.

Una mosca que no existe, delante de mi ojo izquierdo. Y me gusta decirlo así, casi como una declaración de principios:

Yo, Inés Experey, veo una mosca.

Experey viene de “ex Pereyra”, claro. Ex de Ernesto Pereyra. Porque Pereyra ya no soy. Y por el apellido de soltera, Lamas, me llamaban las guardias ahí adentro; escucharlo me lleva directo a un tiempo pasado del que no reniego pero que (c’est fini) terminó. No soy Inés Lamas, el nombre con el que fui anotada cuando nací. Al principio, cuando me llamaban de ese modo, ni me daba cuenta de que se referían a mí, si hacía tantos años que no usaba aquel apellido, desde nuestro casamiento que no lo usaba, cuando lo pronunció el juez en el Registro Civil (Inés Lamas, ¿acepta por esposo a Ernesto Pereyra?). Con el tiempo me acostumbré, si me llamaban tenía que responder, aunque nunca me gustó (Lamas, ¿sos sorda vos o te entró una mosca también en la oreja?). Así que cuando estuve afuera, abandoné el Pereyra y el Lamas para siempre. Vida nueva, nombre nuevo.

El apellido que llevo ahora, Experey, lo elegí yo, si de todos modos cuando alguien te pregunta cómo te llamás no hace falta mostrar el documento. Me autopercibo Inés Experey. ¿Acaso no lo dicen con esa palabra? Autopercibir, el verbo en infinitivo. Lo vi en la tele. Yo soy una esponja, absorbo todo, aprendo de ver. Lo que me sirve lo tomo; lo que no, lo dejo. Y autopercibirme me sirve, así que lo tomo. ¿Por qué no? Capaz, hasta consigo que lo pongan tal cual en mi documento (Inés Experey, DNI 13555555), porque motivos para merecerlo no me faltan. A mucha gente le cambiaron el nombre o el género en el DNI. Quisiera el mismo trato. Yo también soy otra, no soy la misma, pasaron dieciséis años: quince adentro, uno afuera. Ahora llevo el cabello blanco, ya no me importa como antes si la belleza luce más en una cabeza rubia o en una morocha. “Típica cabeza argentina”, dije alguna vez. Y salió mal. Porque pensé chiquito. Ahora quiero pensar grande, pensar universal (think big). En el mundo entero se liberaron las canas y allá fui. Con un buen matizador, porque las canas amarillas, duras como alambre, no me gustan nada. Matizador gris suave, el oscuro las vira al violeta y entonces son peores que en su versión original. Cambié de la coronilla a la punta de los pies. Quince años adentro y uno en mi nueva casa, pequeña, modesta, muy distinta a la que compartía con Ernesto, pero toda mía, nada de bien ganancial. Si yo hoy fuera la misma que era antes, sería una catástrofe, no habría aprendido nada. Y aprendí, ya lo creo que aprendí. Tuve que reinventarme y renombrarme. Inés Experey no está nada mal, me recuerda quién fui y a la vez lo expulsa (¡fuera de acá, Ernesto Pereyra!). Y a ella también (¡fuera Charo!).

Aunque Tuya, Tuya es otra cosa.

Debo confesar algo: en la intimidad, cuando estoy sola frente al espejo, cuando me digo cosas que no quiero que nadie sepa, no cosas chanchas sino cosas oscuras, densas (ejemplo: si tuviera a Charo delante de mí, creo, apuesto, estimo, que volvería a [¡PUM!] disparar), me llamo a mí misma Tuya. Como si el nombre Tuya pudiera ser de todas cuando hiciera falta y, por lo tanto, también fuera mío. Lo descubrí un día, ya libre, en el que me retocaba las cejas frente al espejo con una pincita de depilar. Tiré fuerte y me dolió. Me debo haber pellizcado la piel. “Pobre Tuya”, me dije, “que no te lastimen más”. Me asusté cuando me sentí nombrada así, aun en mis pensamientos. Miré mi imagen en el espejo: una gotita de sangre marcaba el punto exacto donde me había lastimado. Llené el pecho de aire y dejé salir un suspiro intenso, luego repetí en voz alta: “Tuya”. Sonó débil aún, pero bien, y eso me tranquilizó; acomodé la espalda, levanté los hombros y lo intenté con una semisonrisa en los labios, la mirada hacia arriba, el mentón levemente hacia adelante: “Tuya”. Entonces sí me sentí nombrada y me lo quedé. Aunque sólo lo uso para mí, nunca frente a terceros que no entenderían. Ni a la Manca se lo confesé, y eso que a la Manca le cuento todo. O casi todo. Tuya: la palabra con la que Charo, la mujer que yo maté, firmaba las cartas que le enviaba a mi exmarido. Algunos la llamaron “su amante”. Fea palabra para nombrarla, inadecuada, porque esa mujer no lo amaba más que yo. Yo también era una mujer amante. El mío era un amor no exagerado, es cierto, sin aspavientos, llevábamos muchos años de casados, poco sexo —eso siempre lo reconocí— (¿acaso todos cogen tanto después de muchos años de casados? Poco y rapidito, a no mentir). Pero sí amor incondicional, sólido, fuerte. Enfermizo, dice en el cuerpo de la causa por la muerte de Charo, y no me pidan que esté de acuerdo. Yo no estoy ni estuve enferma. Mucho menos enferma de amor. Dolida, sufrida, dañada, engañada, maltratada, violentada por ser considerada una idiota, sí. Enferma no. En vano discutirle a un juez. Lo que no está tipificado en el Código Penal, para su señoría no existe. Y si se lo tipifica después, tarde piaste: aunque ahora el delito exista, antes no existió. Ella, Charo, muerta y todo, se quedó con muchas cosas que me pertenecían; así que me pareció válido, por mi parte, quedarme con Tuya, su firma, sólo para un uso doméstico, privado (turbio). Así me nombro a solas, como Charo escribía con lápiz labial al pie de las cartas que le mandaba a Ernesto, mi marido. Mi exmarido, perdón.

Nadie puede decir que no es un trato justo.

El tiempo de las moscas

3

La llegada de Inés se anuncia con explosiones intermitentes, unos minutos antes de que estacione su furgoneta desvencijada frente a la casa que debe fumigar, según el recorrido establecido por ella misma para ese día. Un domicilio que, casual y lamentablemente, queda cerca, a unas quince cuadras, de donde Inés vivía en la infancia; aquella casa que su madre dispuso que quedara para Laura Pereyra, Lali, su hija, y donde puede ser que viva aún hoy. O no, cómo saberlo. Cuando recibió aquel mail solicitando el servicio, chequeó la dirección y dudó en aceptar, por lo que se tomó unos días para contestar. Finalmente, decidió que la inquietud que le podía provocar merodear por la zona de su infancia no era tan importante como para perderse un abono mensual de fumigación completa, la opción full, la más cara. Eso sí, cuando le toca la visita, como hoy, da un rodeo para no pasar frente al lugar donde vivió hasta que se casó con Ernesto.

El caño de escape de la furgoneta está roto y escupe humo a intervalos irregulares, como si el vehículo tosiera. Inés sabe que lo tiene que hacer reparar cuanto antes, pero detener la camioneta unos días para hacer ese arreglo significa suspender los trabajos comprometidos y que ingrese menos dinero en su ya magra billetera. Por el momento, no puede darse ese lujo y elige que la camioneta tosa. Aprendió a manejarse con lo justo, ella que siempre tuvo su ahorro. “Mi canuto”, como llamaba a esa pequeña porción de dinero familiar que retiraba de la cuenta que tenían con Ernesto y que escondía detrás de unos ladrillos flojos en el garaje. No está dispuesta a descender un solo escalón más, hace rato que se siente por debajo de su nueva línea de pobreza.

La furgoneta es una Renault Kangoo del año 2007. Lo mejor que pudo comprar con el dinero del plazo fijo que le depositó el juez, como saldo de su parte alícuota por la disolución conyugal. A pedido del abogado de su exmarido, más avispado que el defensor oficial que a ella le tocó en suerte, vendieron la casa donde habían vivido tantos años juntos, el auto —a precio de chatarra, cuando se pudo liberar como prueba en el expediente por el asesinato de Charo, o Tuya— y algunos pocos muebles y electrodomésticos de relativo valor. El juez repartió el dinero en partes iguales, como dice la ley. Para ese entonces, Ernesto ya había arreglado sus deudas con la Justicia: pronto quedó claro que él no había matado a nadie, al menos no intencionalmente; lo condenaron sólo por homicidio culposo y ocultamiento de pruebas. Una pena menor para tanto daño que causó, sigue creyendo Inés. Ella, en cambio, sí se siente a mano con la Justicia: mató y pagó lo que le dijeron que debía pagar. Como a la hora de repartir el dinero, proveniente de la disuelta sociedad conyugal, Inés estaba en prisión —y estaría allí varios años—, pidió que arbitraran los medios para que no se desvalorizara lo que le correspondía, y que se le comprara una vivienda mínima, de apenas un ambiente si no alcanzaba para más. Necesitaba tener la seguridad de que contaría con un techo para cuando recuperara su libertad. El resto del dinero, poco, fue al plazo fijo. Y del plazo fijo a la furgoneta. Lo que hizo Ernesto con su plata, Inés lo desconoce y trata de que no le importe. Pero le importa. Ya no son marido y mujer, no se pudo, no siempre se puede. Estaban destinados a serlo, ella cree. O creyó. O cree con la misma intermitencia con la que tose su caño de escape. “A veces, las cosas no resultan como una quisiera, por mucha voluntad que se ponga”, repite de tanto en tanto cuando recuerda aquellos años. Aunque cada vez menos.

MMM, CONTROL INOFENSIVO DE PLAGAS, pintó ella misma en una de las puertas de la furgoneta, y en los parabrisas pegó calcomanías que mandó a hacer especialmente según su diseño. Le hizo notar un vecino que “usted se jacta de cuidar el planeta con insecticidas no tóxicos y, mientras tanto, nos anda llenando de humo negro a todos nosotros con su camionetita”. Sabe que el hombre, por mucho que le parezca el más desagradable del barrio, tiene razón: las explosiones del caño de escape resultan una contradicción que atenta contra su propio negocio. La suya es, sin dudas, una observación válida. Por suerte, no todo el mundo está tan atento a esas ambivalencias como su desagradable vecino: clientas no le faltan, ninguna se quejó hasta el momento y, en cuanto pueda, Inés va a hacer reparar el desperfecto. Mientras tanto, que el quejoso no se queje tanto, porque MMM es una empresa con anverso y reverso: por un lado, fumiga; por el otro, investiga. “Quién está totalmente limpio si se busca a fondo”, como dice la Manca, y ella suscribe, convirtiendo la frase a su estilo: “Un bicho y su cría no se le niegan a nadie”. Inés no se ocupa de esa parte del trabajo, al menos no oficialmente. Sabe que tiene un don para investigar, le gusta, pero resiste a la tentación. Cada tanto ayuda a la Manca en algún caso, aunque se mantiene a distancia prudente —como un adicto recuperado se protege de la sustancia que sabe que lo sigue atrayendo, con la certeza de que volver a ella sería su perdición—. “La vida está armada sobre la suma de contradicciones que se anulan unas con otras para poder seguir adelante”, leyó Inés en alguna parte y lo recuerda cuando piensa en las quejas de su vecino, o cuando la Manca le pregunta por qué no se dedica a hacer lo que le gusta. O cuando se mira al espejo y se nombra a sí misma: Tuya. Esa, sospecha, es su mayor contradicción.

Con su amiga de los tiempos “adentro”, Inés comparte oficina, teléfono fijo, cafetera, escritorio y razón social de la empresa. A la Manca, el sobrenombre le queda holgado: no le falta una mano, pero la tiene muerta. De chica, explotó un sifón en la cocina de su casa. Ella jugaba cerca y salió lastimada. Hubo que llevarla a una sala de primeros auxilios; allí le limpiaron la herida, retiraron los vidrios y cosieron. Se fue a su casa y siguió su vida de niña, hasta que unos días después un dolor la hizo desvanecer: había quedado un vidrio dentro de su cuerpo que siguió su camino hasta cortarle el tendón, dejándole esa mano inmóvil para siempre y regalándole el apodo que usa. A pesar de que las amigas y socias tienen una estricta división del trabajo, se consultan cuando los casos lo requieren, aunque Inés sabe más de autopsias, huellas y perfiles criminales que la Manca de cucarachas. Sumar emprendimientos fue una manera de abaratar costos, pero sobre todo de acompañarse y sostenerse, cuando tuvieron que encontrar un modo de sobrevivir “afuera”.

El nombre, MMM, lo eligieron juntas. De las tres M hay dos que comparten: la de muerte, porque fumigación e investigaciones allí conducen o de allí vienen; la de mujeres, porque ellas lo son y prefieren que sus clientes lo sean, aunque cada tanto aparece un varón, a quien atienden ante el temor de que se las señale por discriminación de género en sentido inverso. En cuanto a la tercera eme, ésa fue una concesión que la Manca le hizo a Inés: la primera letra del nombre de su insecto preferido, mosca, la musa que la inspira en todo lo que hace. La que la acompaña delante de su ojo izquierdo. Pero, por más que ellas tienen muy en claro por qué su emprendimiento se llama como se llama, a nadie le dan tantas explicaciones, ni falta que hace. La tarjeta que porta Inés es de fondo blanco y sobre él, en letras negras, el nombre de la empresa, el lema, su nombre propio —el que se inventó, Inés Experey— y su cargo: directora adjunta. Agregó “adjunta” aunque no hay más directora que ella; le pareció mejor tener ese reaseguro, para que quien tuviera alguna queja pensara que la empresa cuenta con una estructura jerárquica por encima de su cabeza. También contrató a alguien para que diseñara una página web y un folleto explicativo —todo con los mismos colores y tipo de letra—, donde enumeró una serie de puntos que considera claves, lo que ella llama el “ideario” de su negocio: 1. Control de insectos no tóxico, el más efectivo del mercado. 2. Mejor prevenir que curar. 3. Métodos paliativos y de remoción de plagas. 4. Destrucción total del insecto y su cría sólo en casos extremos. 5. Manejo integral y a conciencia de plagas sinantrópicas en zonas urbanas. 6. El planeta es de todos, cuidémoslo. La Manca insistió en que pusiera “todes” o “de todos y todas”, pero ella no se siente tan a gusto con esos nuevos usos del lenguaje y está segura de que su clientela no se quejará por el universal masculino. Aunque tampoco descarta poner “todas” cuando tenga que reimprimir folletos.

La tarjeta de la Manca es lo contrario de la suya: sucinta, negra con letras blancas, “MMM agencia de detectives. 100% femenina, se garantiza confidencialidad”. La mayoría de los casos que le llegan son de infidelidad, maridos con doble vida o divorcios controversiales. Daría cualquier cosa por que le lleguen otros. La queja acerca de los hombres la aburre, ver a una mujer llorar por un crápula la irrita, preferiría invitarla a tomar una cerveza y ayudarla a que se olvide de ese señor que tanto daño le hizo o le hace. De todos los señores, de ser posible. Pero los casos de infidelidad y los divorcios vienen acompañados de dinero, bienes a repartir y buenos honorarios. Y si se trata de descubrir lo que el susodicho esconde, ahí está la Manca peleando como el mejor soldado, o la mejor guerrera, aunque se aburra o irrite. Sin dudas, a ella le atraen más las búsquedas de paradero, la localización de personas, será porque se pasó muchos años buscando a su padre; no lo buscó para un reencuentro amoroso sino para devolverle los golpes que durante tantos años le dio a ella, a alguna de sus hermanas y a su madre. En cuanto a su nombre, como hizo Inés Experey, se inventó uno: María Lamanca, haciendo uso a discreción de su apodo para eliminar el apellido paterno que no la representa. No puso cargo porque quería poner “dueña”, pero Inés le dijo que no quedaba bien, que sonaba a vieja telenovela latinoamericana. Y no mucho más, sin folleto explicativo, “quien quiera saber, que pregunte”.

Inés revisa la lista de fumigaciones de la jornada; sólo quedan dos trabajos pendientes, el que está por realizar y uno más. La planilla no tiene fecha, el espacio entre barras inclinadas que separa día, mes y año está en blanco. Siempre lo completa, pero hoy es un aniversario que Inés no nombra, no escribe, no menciona, como si así evitara una desgracia que le atribuye al karma de ese día en el pasado. Si pudiera, hoy no trabajaría, se quedaría en la cama, debajo de las sábanas. Pero como no se puede dar ese lujo porque si no fumiga no cobra, entonces sigue adelante, aunque sin dejar registro de la fecha que la abruma.

Abre las puertas traseras y saca sus elementos de trabajo. Dos pulverizadores de cinco litros, uno con lanza corta y otro con lanza larga. Todo con su logo: MMM. Compró los mejores pulverizadores que encontró en el mercado y les pegó los mismos calcos diseñados por ella para la furgoneta. Odia esos rociadores con gatillos que, cuando se los aprieta, escupen un hilo de líquido débil que no parece tener potencia suficiente para matar a nada. Ni a nadie. A ella le gustan los rociadores en los que hay que bombear manualmente para darles presión. Darle con fuerza al émbolo arriba y abajo, además, le ayuda a descargar tensiones. De vez en cuando, se le aparecen algunas caras al hacerlo. Rostros que conoce muy bien. O que conoció muy bien. Cuando se le aparecen, la bajada y subida es con más fuerza, como si les estuviera dando bomba a ellos: Ernesto, Charo, su madre, alguna compañera de los tiempos adentro, una agente penitenciaria, su quejoso vecino. Cuando no, el ritmo es menos violento. Usa máscara, quizás ésa sea otra contradicción teniendo en cuenta el lema de su empresa de fumigación: “Control inofensivo de plagas”. Sin embargo, Inés considera que usarla le da seriedad en su profesión, como el médico que se cuelga al cuello el estetoscopio aunque no piense usarlo. En cambio, no lleva guantes de goma; le traen malos recuerdos, imágenes de otro momento en que los usó intentando no dejar huellas, cuando revisaba un departamento para encontrar pruebas de la infidelidad de su marido. Recuerdos de aquel tiempo en que, a pesar de que no dejó huellas, nada salió como ella esperaba.

Toca el timbre. Agita la mano delante de su ojo izquierdo. Espera. No la atienden aún y la mosca, la suya, la mancha negra que la inquieta hace tiempo, sigue allí. Toca timbre otra vez; teme que la clienta la haya dejado plantada. Pero se equivoca, para su sorpresa, la señora de la casa, la señora Bonar, está en el domicilio y le abre la puerta. Las veces anteriores la atendió su empleada doméstica. “Sus” empleadas domésticas: en el poco tiempo que la tiene de clienta, Inés ya conoció por lo menos a tres. “Te atiendo yo porque le di franco extra a la chica”, dice Bonar. Y a ella le llama la atención, se pregunta por qué la mujer le da explicaciones. Además, la señora Bonar tiene el estilo de las que no le dan franco extra a nadie: mira desde arriba, saluda porque concede. Inés reconoce que esa mujer es, además, una de sus clientas más elegantes, ayudada por un evidente buen pasar económico, lo que acrecienta la diferencia entre ella y quienes la rodean. Ya lo había percibido en otras ocasiones, aunque hasta hoy casi siempre la había visto a la distancia, apurada, saliendo para su trabajo. No obstante, Inés había notado que llevaba ropa de marcas exclusivas, zapatos impecables, el cabello arreglado y que olía a perfumes que ella conocía de otros tiempos. Ahora que el presupuesto no le da para vivir como vivía antes, sentir esos aromas suele producirle una mezcla de admiración y envidia. Pero no hoy, no esta tarde en que la señora parece otra y huele distinto.

La mujer le dice que empiece por interiores y que, cuando termine, la espera en la galería para compartir una limonada. Esa invitación a Inés le llama aún más la atención que el franco de la empleada; en estos meses la señora Bonar no sólo nunca la invitó a compartir nada sino que no le dirigió la palabra. Que se haya mantenido distante no significa que no hubiera controlado el servicio que contrató, porque sí es cierto que en alguna oportunidad la descubrió detrás de una ventana, espiando mientras Inés hacía su trabajo. Hasta juraría que una de las primeras veces le tomó fotos, circunstancia que ella atribuyó a los temores relacionados con la inseguridad y el delito que hacen que tantas personas desconfíen de los otros, de cualquier otro. O cualquier otra.

Como sea, la perspectiva de tomar limonada con su clienta no la entusiasma en lo más mínimo, por muchos motivos, pero sobre todo porque Inés tiene la impresión de que la señora Bonar hoy ha bebido. Mucho ha bebido. Tal vez por eso, la mujer tardó en escuchar el timbre. En un primer momento, Inés confundió el aroma a pinot noir con la fragancia de un perfume diferente, raro, uno que ella nunca usó pero que no le es totalmente desconocido, masculino, con esencia de maderas; aunque ahora, después de verla caminar delante, levemente torcida hacia la derecha, se le impuso la certeza de que su clienta no huele a una nueva fragancia sino a vino.

Inés se calza la máscara y sube a la planta alta, apoya los pulverizadores en el piso y empieza a bombear para conseguir presión. Le da al émbolo varias veces mientras se pregunta cómo hacer para que la charla que le espera escaleras abajo sea breve: aún le queda por visitar otro domicilio y no quiere demorarse, una clienta que también vive en el barrio, pero del otro lado de la estación. La casa de la señora Bonar luce un poco más desordenada que veces anteriores, Inés supone que se debe a la ausencia de la empleada. La cama matrimonial está deshecha sólo de su lado, es evidente que la señora no duerme acompañada. Al menos anoche, durmió sola. No sabe si siempre será así, porque otras veces, con la empleada en la casa, cuando Inés subió a fumigar el dormitorio la cama ya estaba hecha. Pero es evidente que la señora Bonar hoy no tenderá sus sábanas y esperará a que termine el franco extra para que otra las tienda por ella.

Como en ocasiones anteriores, el segundo cuarto de esa planta está cerrado con llave y la llave está puesta en la cerradura. La indicación que le han dado desde el primer día es que la gire, entre, haga su trabajo, cierre y vuelva a echar llave. Es una habitación con una cama de una plaza, que nunca está tendida, apenas un colchón sobre el elástico, los placares vacíos, no hay cuadros, ni adornos, ninguna señal de vida. Parece un espacio que fue previsto para usar en algún momento, pero que no se terminó de amoblar. Como el cuarto que espera a un bebé que no llega, o un escritorio que finalmente no hace falta, o el lugar previsto para eventuales huéspedes que nunca son invitados. Las paredes recibieron una mano de pintura blanca no hace tanto, algunas manchas en el piso, pequeñas, casi imperceptibles, dan cuenta de ello. Sin dudas, ese cuarto es el sitio más fácil de fumigar de la casa: cuanto menos se acumule, menos bichos.

Inés avanza por los ambientes. Con la lanza larga, se estira para llegar detrás de cada mueble, hasta donde da el brazo extendido y un poco más aún. Se pone en puntas de pie para rociar arriba de los tirantes de madera que sostienen el techo a dos aguas. Echa líquido en los zócalos, repasa con la lanza corta los bordes de las ventanas, se ensaña con las rejillas en los dos baños de esa planta. El pasillo que une las habitaciones está forrado de cuadros con fotos, hombres y mujeres que miran a cámara, la mayoría de ellos abrazados a la dueña de casa. Inés rocía los marcos con el producto, por si detrás se esconden arañas. Pero no se atreve a moverlos porque en una ocasión, en otra casa, se le cayó un cuadro, se rompió el vidrio y, a pesar de que se hizo cargo del arreglo, perdió la clienta. Y ella no está como para perder nada más.

Repite el procedimiento en planta baja con el mismo cuidado. Es aún más puntillosa en la mesada de la cocina, debajo de la pileta, el lugar preferido de las pequeñas cucarachas que suben por la cañería. Cuando el interior de la casa está rociado a conciencia, como siempre, como pregona el quinto punto del ideario de su empresa —“5. Manejo integral y a conciencia de plagas sinantrópicas en zonas urbanas”—, sale a la galería. Otra vez agita su mano delante del ojo izquierdo, aunque no hay mosca y lo sabe.

—¿Hago el jardín y luego tomamos la limonada? —le pregunta a su clienta, que la espera sentada frente a una mesa de ratán, sobre la que está dispuesta una bandeja con una jarra y dos vasos, a pesar de que la señora Bonar sigue con su copa de pinot noir.

—Acá te espero.

Inés asume que eso es un sí, avanza hacia el parque y empieza a rociarlo con la lanza larga. Cuando le falta un tercio de la superficie el pulverizador deja de echar veneno; lo agita en el aire y comprueba que no tiene líquido, pero decide que ir a la furgoneta a recargarlo no es una buena idea, así que finge que sigue fumigando, moviendo la lanza a un lado y a otro como si esparciera un líquido inexistente. No es que sienta pereza, la pereza es algo que ella desconoce en absoluto. Tampoco es que pretenda relajarse con el “a conciencia”, sino que sopesa

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