La verdad de una noche

Sol Montero

Fragmento

La verdad de una noche

1
Deuda

Para ver, quiero ver lo que viene, quiero ver.

ÉL MATÓ A UN POLICÍA MOTORIZADO

La ciudad se encuentra en la punta más occidental de Francia, en una península rocosa que se incrusta como una flecha en el océano. En el camino desde la estación de tren hasta el departamento de la rue des Archives, arrastrando mi valija por las calles circulares y empedradas, inhalé el viento helado, me lamí los labios salados y pensé: no hay frontera entre el mar argentino y el mar de Iroise, la continuidad es infinita, el agua va y viene como una cinta transportadora, las olas atraviesan el océano, tocan la costa y después se sumergen y vuelven a aparecer entre las piedras de allá.

El mar me hizo sentir alivio, como si una bala me hubiera apenas rozado el cuerpo, la remera o el pelo casi sin hacerme daño. Ahora estoy perdida en esta ciudad proletaria y medieval, bombardeada y reconstruida, respirando el salitre transportado por las olas durante meses y meses desde el golfo San Jorge hasta las bahías del Finistère.

Yo hablo bien el francés, lo aprendí con mi mamá desde muy chica en la Alianza Francesa de mi pueblo. Recitábamos poemas y coplas tradicionales: C’était dans un tout petit bois / D’où venez-vous belle, d’où venez-vous donc? O esta, que me encantaba: Brave marin revient de guèrre / Tout doux / Tout mal chaussé, tout mal vêtu / Brave marin, d’où reviens-tu? Desde mi pueblo árido de la Patagonia creía conocer bien las esquinas emblemáticas de París, incluso más que las de Buenos Aires o cualquier otra ciudad argentina. Provinciana, veleidosa, arribista, tanto lo ambicioné y ahora no sé bien qué hacer acá. Así que voy casi todo el tiempo a la universidad.

Ubicado en la zona industrial de la ciudad, a doce estaciones de metro de la plaza central, el campus universitario tiene siete edificios modernos, blancos y vidriados, tan prolijos como las zonas verdes de esparcimiento y deportes. En la Facultad de Ciencias Sociales hay expendedoras de gaseosa y tiendas que venden cuadernos, bufandas y tazas con el logo de la universidad. Yo voy todos los días a la oficina del instituto a rezarle a la hoja en blanco de mi tesis, como una devota. Terminé el trabajo de campo en Argentina, pero la tesis es como un barco encallado, trabado entre las rocas, con la madera podrida y los hierros oxidados. Paso días enteros en mi escritorio con el cursor titilando, escribiendo y reescribiendo un título, una primera oración, un listado de ideas, borro y vuelvo a borrar. Y el cursor titila cada vez más rápido, como la rodilla de Gino en la mesa de paño, como la bola en la ruleta.

Últimamente solo puedo escribir en primera persona, me la paso anotando versos berretas sobre la pérdida o sobre la traición. Lo que me hiciste me convirtió en algo horrible, me redujo a nada, a lo mismo, a lo igual. Me revolcaste en el mismo barro, no dejaste que brille ni un matiz. No tengo claro a quién le dedico mis poemas resentidos, quién me hizo qué. Sí sé que Gino me sacó algo importante. Y así y todo sigo pensando que en el futuro podría ser distinto, que yo podría ser una excepción.

Pero ahora tengo que pasar urgente a la tercera, al impersonal, al nosotros académico. El plural de modestia es el más empleado en las ciencias sociales, sobre todo en el ambiente francés. En esta tesis sostenemos, nuestra hipótesis es, nos abocaremos a, hemos, vamos. No está bien visto hablar de yo, no se supone que un tesista tenga realmente algo propio para decir, siempre habla como si su voz debiera fundirse con la de otros.

Y yo, ¿qué sé yo? Qué sé del casino, de papá, del azar, de jugar, de Gino y de su gesto nervioso tan seductor, de su pierna larga saltando de arriba abajo, del ceño fruncido, de la mirada concentrada, de su camisa arremangada hasta los codos. Por un breve lapso, cuando la rodilla se apoyaba, cuando descansaba y levantaba los ojos de la mesa, me hacía sentir que podía quedarse acá, de mi lado, suspenderse y mirarme para después soltarme de nuevo y volverme a buscar. Como un pararrayos, esa pierna descargaba toda su corriente eléctrica, porque fuera del casino Gino era sereno: le gustaba comer, dormía de corrido, no tomaba medicamentos. En cambio Charly, mi papá, era superansioso, sobre todo cuando no jugaba, es decir, cuando estaba conmigo. Siempre estaba apurado. Comía poco. Se movía mucho. Fumaba demasiado. A veces me abrazaba rodeándome el cuello con el pucho en la mano, entre el dedo largo y el anular, en un gesto casi femenino. Los abrazos de papá eran cortos, nerviosos. Ese agarre era vital y también mortuorio.

Entre mis amigos argentinos está de moda decir que toda escritura es política, un lugar común que me suena demasiado optimista. Yo creo que escribir es funesto, se relaciona con la muerte y con el duelo. Lo que se puede escribir ya está muerto, ya es un resto, como piel seca o uñas cortadas desperdigadas por el piso y luego ordenadas de una forma muy precaria. Con respecto a mi tesis, quizás hay algo que todavía está vivo, algo que no logré enterrar o destruir por completo.

Dostoievski decía que su novela El jugador había funcionado como una lápida, porque al escribirla esperaba sepultar definitivamente su adicción al juego. Y al mismo tiempo, dice su mujer que la producción literaria de Dostoievski nunca andaba mejor que luego de haber perdido todo en la ruleta, cuando ya había empeñado lo último que le quedaba: ahí cedía su inhibición para el trabajo y se permitía dar algunos pasos hacia el éxito. No es novedad que hay una relación entre el juego y la muerte. Muerte del padre, duelo, onanismo, juego: así lo ve Freud. Al fin y al cabo, se trata de matar riqueza. El juego y el duelo son un gasto excesivo, desmedido. El juego y el duelo son algo sucio, como el mármol de las lápidas.

El casco histórico fue completamente destruido durante la guerra y ahora esta ciudad es toda de cemento: la llaman la ville de béton, porque casi no quedan restos de su pasado de realeza, ni de los burgos medievales ni de los grandes proyectos romanos. Los galos en esta región eran como vikingos, cruzaban el mar gélido y se desplazaban en embarcaciones inmensas envueltos en pieles y cueros. El cemento tapó esas memorias épicas y uniformizó el paisaje, aunque el mar sigue siendo distintivo e imponente, como seguramente lo era hace cinco, diez o veinte siglos.

Pocos días después de llegar fui a conocer el casino. Queda en las afueras, entre las autopistas que llevan al aeropuerto, al lado de los hoteles de ruta y de las grandes tiendas. Établissement de jeux. Cercle de jeux. Club de jeux. Es uno más, igual a los de la Patagonia, igual al flotante, a los de provincia, a los del centro y la periferia. Otra vez los espejos, los materiales innobles, el artificio. Francia es la cuna de la roulette, pero nada distingue a sus ruletas de todas las demás ruletas del mundo. Vistas desde afuera, las luces de neón parecen flotar en la niebla y la bruma del mar, como destellos apenas visibles. Cuando entré, el rui

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