Mi nombre es Estela, ¿me escuchan? Dije: Es-te-la-Gar-cí-a.
No sé si estarán grabando o tomando notas o si en realidad no hay nadie al otro lado, pero si me oyen, si están ahí, les quiero proponer un trato: voy a contarles una historia y cuando llegue al final, cuando me calle, ustedes me permiten salir de aquí.
¿Aló? ¿Nada?
Tomaré su silencio como un sí.
Esta historia tiene varios comienzos. Me atrevería incluso a decir que está hecha de comienzos. Pero díganme ustedes qué es un comienzo. Explíquenme, por ejemplo, si la noche viene antes o después que el día, si despertamos tras dormir o dormimos porque hemos despertado. O mejor, para no exasperarlos con mis rodeos, indíquenme dónde empieza un árbol: si en la semilla o en el fruto que antes envolvía a esa semilla. O tal vez en la rama de la que germinó la flor que más tarde fue ese fruto. O en la propia flor, ¿me siguen? Nada es tan sencillo como parece.
Algo similar ocurre con las causas, son tan confusas como los inicios. Las causas de mi sed, de mi hambre. Las causas de este encierro. Una causa empuja a la otra, un naipe se derrumba sobre el siguiente. Lo único cierto es el desenlace: al final nada queda en pie. Y el desenlace de esta historia es el siguiente, ¿de verdad quieren saber?
La niña muere.
¿Aló? ¿Ni una sola reacción?
Mejor lo repito, por si justo una mosca les zumbó al oído o los distrajo una idea más aguda o más estridente que mi voz:
La niña muere, ¿ahora escucharon? La niña muere y continúa muerta sin importar dónde yo empiece.
Pero la muerte tampoco es tan simple, en eso sí estaremos de acuerdo. Sucede con ella algo similar a lo que ocurre con el largo y ancho de una sombra. Cambia de persona en persona, de animal en animal, de árbol en árbol. No hay dos sombras idénticas sobre la superficie de la tierra y tampoco dos muertes iguales. Cada cordero, cada araña, cada chincol muere a su manera.
Tomemos el caso de los conejos... No se impacienten, es importante. ¿Han tenido alguna vez un conejo entre sus manos? Es como sostener una granada, una suave bomba de tiempo. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac. Es el único animal que con frecuencia muere de miedo. Basta el aroma de un zorro, la lejana sospecha de una culebra para que su corazón dé un respingo y sus pupilas se dilaten. La adrenalina, entonces, le da un martillazo al corazón y el conejo muere antes de que los colmillos se hundan en su pescuezo. Lo asesina el miedo, ¿entienden? Lo mata la pura anticipación. En una fracción de segundo el conejo intuye que va a morir, vislumbra cómo y cuándo. Y esa certeza, la de su propio fin, lo condena a muerte.
No ocurre lo mismo con los gatos o los gorriones o las abejas o los lagartos. Y qué decir de las plantas: la muerte de un sauce o de una hortensia, de un ulmo o de un canelo. O la muerte de una higuera, ese árbol robusto, con su tronco sólido y gris como el cemento. Para matarla haría falta una causa poderosa. Que invierno tras invierno, año tras año, un hongo letal penetrara en sus ramas y que finalmente, después de décadas, pudriera sus raíces. O que un serrucho la amputara y convirtiera su tronco en un saco de leña.
Lo mismo sucede con cada especie, cada ser que habita este planeta. Cada uno debe encontrar su justa causa de muerte. Una causa capaz de doblegar la vida, una razón suficiente. Y la vida, como ya saben, se prende con gran fuerza a algunos cuerpos. Se vuelve vigorosa, porfiada, y cuesta mucho desprenderla. Para lograrlo es preciso contar con la herramienta apropiada: el jabón para la mancha, la pinza para la espina. ¿Me oyen al otro lado? ¿Están prestándome atención? No es posible que un pez sucumba ahogado en el fondo del mar. Y un anzuelo apenas rasguñaría el paladar de una ballena. Tampoco se puede ir más allá, es imposible morir más de la cuenta.
No me distraigo, descuiden, este es el borde de la historia. Y es preciso merodearlo antes de encaminarse al interior. Que entiendan cómo llegué aquí, qué hechos me llevaron a este encierro. Y que se asomen, poco a poco, a la causa de muerte de la niña.
Yo he matado, es verdad. Prometo que no les mentiré. He matado moscas y polillas, gallinas, gusanos, un helecho y un rosal. Y hace mucho, por piedad, también maté a un lechón herido. Esa vez sí sentí pena, pero lo maté porque iba morir. Iba a morir lenta y dolorosamente, así que fui y me adelanté.
Pero esas muertes no les preocupan, no son lo que quieren escuchar. Descuiden, iré al grano, a la ansiada causa de muerte: un puñado de pastillas, la caída de un avión, una soga en torno al cuello... algunos, pese a todo, siempre sobreviven. Para esos pocos no es tan fácil la tarea de morir. Hombres que necesitan el golpe de un camión, un balazo en el pecho. Mujeres que se lanzan de un sexto piso porque el quinto no sería suficiente. Para otros, en cambio, basta una mera pulmonía, una corriente de aire frío, un cuesco atorado en la garganta. Y unos pocos, como la niña, necesitan solamente una idea. Una idea peligrosa, afilada, nacida en un instante de debilidad. Yo les hablaré de esa idea, les contaré cuándo surgió. Ahora dejen lo que estén haciendo y préstenme atención.
El anuncio decía así:
Se busca empleada, buena presencia, tiempo completo.
No especificaba más que un teléfono que pronto se transformó en una dirección y hacia allá me encaminé vestida con una blusa blanca y esta misma falda negra.
Me recibieron en la puerta, ambos. Hablo del señor y la señora, del patrón y la patrona, de los jefes, de los deudos, ustedes verán cómo los llaman. Ella estaba embarazada y al abrir la puerta, justo antes de estrechar mi mano, me examinó de arriba abajo: mi pelo, mi ropa, mis zapatillas todavía blancas. Fue una mirada minuciosa, como si eso le permitiera averiguar algo importante sobre mí. Él, en cambio, ni siquiera me miró. Escribía un mensaje en su celular y sin alzar la vista apuntó hacia la puerta que conducía a la cocina.
No podría reproducir las preguntas que me hicieron, pero sí algo muy curioso. Él se había afeitado y una brizna de espuma brillaba bajo su patilla derecha.
¿Aló? ¿Qué pasa? ¿La empleada no puede usar la palabra brizna?
Me pareció escuchar una carcajada, una risa no tan amistosa al otro lado de la pared.
Decía que me descolocó esa mancha, como si le hubieran arrancado un trocito de piel y debajo no hubiese sangre ni carne, sino algo blanco, artificial. La señora se dio cuenta de que yo no podía dejar de mirarlo y cuando finalmente notó la espuma, se humedeció el pulgar y le limpió la piel con un poquito de saliva.
Ustedes se preguntarán: qué importancia tiene eso. Ninguna, esa es la respuesta, aunque recuerdo bien el gesto del señor, el modo en que apartó la mano de su esposa reprochándole esa exhibición de intimidad frente a una perfecta extraña. Unas semanas después, yo hacía la cama matrimonial y él, de pronto, salió del baño. Yo pensaba que ya se había ido al trabajo pero ahí estaba, frente a mí, totalmente desnudo. Al verme no se sobresaltó, ni siquiera pareció descolocado. Con total tranquilidad buscó sus calzoncillos, regresó al baño y cerró la puerta a sus espaldas. Ustedes explíquenme a mí qué pasó entre el primer día y los siguientes.
Necesitaban a alguien lo antes posible. El señor dijo:
Ojalá el lunes.
La señora:
Ojalá hoy mismo.
En el refrigerador colgaba un papel con cada una de mis tareas. Así no sería necesario preguntar si la empleada sabía leer, si podría escribir la lista del supermercado, los recados en la libreta del teléfono. Me acerqué, leí el listado, desprendí el papel y lo guardé en mi bolsillo. Pulcra, asertiva, una empleada con suficiente educación.
Puedo empezar el lunes, dije.
Aceptaron de inmediato. Ni siquiera me pidieron referencias. Más tarde entendí que todo ocurría contra el tiempo en esa casa, aunque su apuro, tanto apuro, eso jamás lo entendí. El que se apura pierde el tiempo, eso decía mi mamá cuando yo salía atrasada rumbo a la escuela y acortaba camino por la huerta. Y al tiempo, me advertía, no se le puede ganar. Esa carrera está arreglada desde el día en que nacemos. Pero me fui por las ramas... Les hablaba de las horas que les faltaban a sus días y de los pocos días que faltaban para que naciera su primera hija.
Ya sé lo que me van a preguntar y la respuesta es no. Yo no tenía experiencia con niños y no les mentí. Mi mamá me había dicho por teléfono: no les mientas, Lita, nunca mientas el primer día. Así que yo dije, sin chistar:
No tengo hijos, no tengo sobrinos, nunca he cambiado un pañal.
Pero la decisión ya estaba tomada. A la señora le había gustado mi blusa blanca, mi trenza larga y prolija, mis dientes rectos y limpios, y que en ningún momento me hubiese atrevido a sostenerle la mirada.
En cuanto terminaron las preguntas, me mostraron el resto de la casa:
Aquí están los utensilios de aseo, Estela.
Los guantes de goma, el trapero.
Aquí el botiquín de primeros auxilios.
Las esponjas, el cloro, el detergente, las sábanas.
Aquí la tabla de planchar, el canasto de la ropa sucia.
El jabón, la lavadora, el costurero, las herramientas.
Que nada se pudra, Estela.
Que nada caduque.
Aseo a fondo los lunes.
Regar el jardín por las tardes.
Y no abrirle a nadie, nunca, bajo ninguna circunstancia.
No recuerdo mucho más salvo que ese día tuve un pensamiento y ese pensamiento sí se quedó conmigo. Mientras recorría el pasillo, los baños y me asomaba a cada una de las piezas, mientras observaba el living, el comedor, la gran terraza y la piscina, pensé, muy claramente: esta es una casa verdadera, con clavos hundidos en las paredes y cuadros colgando de esos clavos. Y ese pensamiento, no sé por qué, me dolió justo aquí, entre los ojos. Como si se desatara un fuego y ardiera exactamente aquí.
No me mostraron la pieza de atrás. Hablo del día de la entrevista. Esa que ellos llamaban «tu pieza» y que yo llamaré la pieza de atrás. Recién la vi el lunes siguiente, en mi primer día de trabajo. La señora me recibió, pálida, la piel de la cara cubierta en sudor.
Estás en tu casa, dijo, y se retiró a descansar.
Entré a la cocina, sola, y me extrañó no haber reparado antes en esa puerta tan extraña. Se confundía con las baldosas de las paredes, como una bóveda secreta. Me acerqué y la deslicé. ¿Ya sabían que se deslizaba? Para no perder espacio. Para no chocarse con la cama. No se empujaba como una puerta común y corriente, así que la deslicé hacia la izquierda y entré por primera vez.
Anoten por ahí lo que había dentro, a lo mejor tiene alguna importancia: una cama de una plaza, un pequeño velador, una lamparita, una cómoda, un viejo televisor. Dentro de la cómoda, seis delantales: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado. El domingo era mi día libre. No había cuadros, tampoco adornos, apenas una pequeña ventana. Sí un baño con una ducha, un antiguo tocador y unas manchas de humedad que parecían reírse a carcajadas.
Cerré la puerta a mis espaldas y me quedé de pie, con los labios repentinamente secos. Sentí que las piernas me flaqueaban y me senté al borde de la cama. Entonces tuve una sensación... cómo describirla. Sentí que todavía no entraba a esa habitación y que yo misma, desde fuera, miraba a la mujer que sería yo a partir de ese momento: los dedos entrelazados sobre la falda, los ojos secos, la boca seca, la respiración agitada. Noté que la puerta de la pieza estaba hecha de un vidrio opaco, acanalado. El señor ya debe haber pronunciado aquí mismo una de sus palabras preferidas: es-me-ri-la-do. Una puerta de vidrio esmerilado conectaba el dormitorio a la cocina. Y ahí viví yo durante siete años, aunque nunca, ni una vez, la llamé «mi pieza». Escriban eso en sus actas, vamos, no sean tímidos: «categóricamente se niega a referirse a la habitación como su pieza». Y agreguen, en el margen: «negación», «resentimiento», «posible móvil criminal».
Al poco rato escuché a alguien entrar a la cocina y esperarme afuera... o adentro. No lo sé. A lo mejor esa pieza estaba afuera y la cocina adentro. Son confusas algunas cosas, al menos para mí: adentro, afuera; presente, pasado; antes, después.
La señora carraspeó, yo tragué saliva y dije:
Ya voy.
O tal vez nadie carraspeó y tampoco yo hablé y esa mujer, la que sería yo durante los siguientes siete años, se desvistió y pasó un delantal por arriba de su cabeza. Me pareció muy ajustado en el cuello, demasiado angosto para mí, pero cuando quise desabrochar el primer botón noté que no tenía un ojal. Un botón de adorno en la garganta de la empleada doméstica. Los otros cinco uniformes tenían el mismo falso botón.
Es raro que recuerde ese detalle y no tenga la menor idea de lo que hice el resto de ese día. No sé si cociné. No sé si lavé. No sé si regué. No sé si planché. De esas semanas no recuerdo más que nuestra constante persecución. Si yo entraba al living la señora partía sigilosamente al comedor. Si yo entraba al comedor ella se escapaba en dirección al baño. Si yo quería limpiar el baño ella se encerraba en su escritorio. No sabía qué hacer, adónde ir. Le costaba moverse por el embarazo pero era preferible huir antes que quedarse sola y muda con una extraña. Porque eso era yo, una extraña. Ignoro en qué momento dejé de serlo. Cuándo comenzó a pedirme que le lavara a mano sus calzones, a decirme Estelita, la niña vomitó, échale cloro al piso, por favor. Pero pregúntenle la fecha de mi cumpleaños, pregúntenle cuántos años tengo yo.
Esa primera semana ni siquiera sabían cómo llamarme. Se les entrometía el nombre de la que había trabajado antes que yo en esa casa. Esa que les refregaba el fondo del guáter y les sacaba la basura los martes y viernes. La que les cocinaba ensalada rusa y los veía acostados en su cama. Nunca me lo dijeron, pero lo sé porque ninguno de los dos era capaz de pronunciar bien mi nombre.
Mmmestela, decían.
Todavía me pregunto por el nombre de pila de la anterior: María, Marisela, Mariela, Mónica. No tengo dudas sobre la inicial; tardó meses en esfumarse.
Yo, por mi parte, siempre la llamé «la señora». La señora no está. ¿La señora va a comer algo? ¿A qué hora vuelve, la señora? Pero se llama Mara, Doña Mara López. Seguramente, cuando la citaron y los miró como se mira una mancha, como se constata un error, le dijeron: «Señora Mara, tome asiento, por favor. ¿Quiere agüita? ¿Quiere un té? ¿Prefiere azúcar o endulzante?», mientras se preguntaban, como yo, quién en el mundo se llama así. Como llamarse Jula o Veronca. Como vivir con una ausencia.
Había algo en ella. Como un... déjenme pensarlo. Un desapego. O no. Esa no es la mejor palabra. Un desprecio, eso es. Como si todos le provocaran aburrimiento o le repugnara cualquier tipo de complicidad. Esa era su fachada al menos. La máscara que esmeradamente se ponía mañana tras mañana. Por debajo: se sonrojaba de rabia cuando su marido llegaba tarde del trabajo y cada vez que su hija escupía la comida ya masticada sobre el plato; y el párpado, el izquierdo, le latía sin parar, como si un pedacito de su propia cara quisiera fugarse y no volver.
Pero me he desviado, es verdad. Debe ser la falta de costumbre. La cara de la señora no tiene importancia, debo hablarles también sobre él.
A él, ya adivinaron, yo le decía «el señor», aunque a veces lo llamaba «tu papá». ¿Dónde está tu papá? ¿Ya llegó tu papá? Pero su nombre es Cristóbal. Don Juan Cristóbal Jensen. Un hombre algo tosco, con entradas de una calvicie precoz y ojos de un celeste parecido al de la llama del calefón. Cada mañana, antes de irse, mascullaba la misma frase: otro día de trabajo. Tal vez era una cábala o verdaderamente lo detestaba. Hablo de su trabajo, no se asusten. Odiaba a sus colegas, a las enfermeras, a cada uno de sus pacientes. Ya lo deben haber visto con su camisa bien planchada, sus zapatos bien lustrados, a la espera de que alguien le agradezca por salvarle la vida. O a lo mejor se