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Si el local estaba medio vacío, me sentaba en una mesa cerca de la ventana y desplegaba carpetas y cuadernos aprovechando el sol en la cara; de lo contrario, el jefe me mandaba a atender la caja. Me habían contratado principalmente para tareas administrativas, pero era tan tentador el mundo restaurante que limitarme a lo contable hubiera sido una pena. Aprendí a hacer café con leche de máquina, a hacer pedidos en la panadería, a lavar los platos y las copas muy rápido. En realidad, el café con leche me lo enseñó a hacer El Rubio.
Durante la primera semana de trabajo, alrededor de las dos de la tarde, El Rubio se me acercaba, como en un ritual sentencioso, y me preguntaba: “¿Quiere café, señorita?”, y yo le respondía: “Sí, sí quiero”, directo a los ojos. Salía disparado a buscarlo y me lo traía, nervioso, como si ya lo tuviera preparado. Lo apoyaba en mi mesa con la mirada baja y se volvía a la bacha en una cuidadosa coreografía. A partir de ese intercambio de gestos y miradas yo no podía volver a concentrarme en las cuentas. Lo que empezó como un agasajo, se convirtió en una rutina.
Arturo tenía diecinueve años, era paraguayo y lo apodaban El Rubio. Me contó que en Paraguay, al norte, hay una colonia alemana y que su familia es de ahí. En El Cortejo cumplía con tareas generales como bachero, también cargaba las heladeras apenas llegaba y antes de irse. Revisaba que los baños tuvieran papel y que el piso no estuviera mojado y pisoteado. Desde que me mandaron a atender la caja, estaba más cerca de la bacha y lo veía lavar los platos.
Erótido tenía unos sesenta años, también era paraguayo y muy simpático aunque exigente. Al poco tiempo de contratarme me dijo que era igual a sus hijos: una vaga, pero que él iba a sacarme buena. Para eso me sometió a entrenamientos de resistencia: “Ordene los recibos, ahora atienda la caja, vaya a pagar el alquiler, busque cambio en el banco, reciba a los proveedores, sería agradable que semanalmente brindara charlas motivacionales a los empleados, ¿puede ir a transferir plata por Western Union a su nombre?”. Generalmente me hacía transferirle quince mil pesos por semana a una de sus exesposas en Paraguay. Mientras tanto sacaba cuentas en uno de sus cuadernos y al mismo tiempo hablaba a los gritos —en guaraní— en medio del salón principal. Me contó que era la única de las seis mujeres con las que había estado casado, y con quien se llevaba mal. Pero acababan de tener un hijo y tenía que cumplir con la manutención. Mirian tenía veintiséis años y la historia de cómo se conocieron no la supe, pero al parecer Erótido seguía enamorado de ella —o al menos no la quería olvidar— y entonces el fondo de pantalla de su celular llevaba la cara de Mirian. Además estaba construyéndole una casa a ella y al niño en Paraguay con plata que retiraba diariamente de El Cortejo.
En realidad no gritaba, se desplazaba como una foca por los salones con la cara contraída, y hacía fuerza desde el estómago, pero la voz no le salía; aunque por sus ademanes creía entenderlo, quería gritar, quería que alguien lo respetara, pero ya estaba viejo y, sobre todo, gastado. Revoloteaba las manos en el aire como un niñito en medio del salón.
Desde que empecé a trabajar fui adquiriendo nuevos conocimientos: cómo hablar con los proveedores (soy buena persuadiendo a la gente), la fecha de pago del alquiler (Roberto, el dueño del local, “está más tranquilo” porque es la primera vez que “el negocio” tiene una “empleada administrativa”), tener al día la habilitación del local (la arquitecta me pasó tips para distraer a los de la municipalidad), mantener a los empleados en regla (hablé con el contador y le pasé los datos de todos, ahora hay que ver si Erótido deposita lo correspondiente de la obra social y las cargas sociales), controlar el pago de los servicios e impuestos (hay mucha deuda de luz y gas, pedimos prórroga, el susodicho prometió pagar), controlar las libretas sanitarias (saqué turno para todos por internet, la mayoría están yendo a hacerse los chequeos de salud), etc. Era mucho y me preguntaba quién hacía esto antes.
Mientras cumplía las órdenes de Erótido, una tras otra, y escuchaba las explicaciones del contador por teléfono de línea y de la arquitecta por celular, veía pasar por delante de mí a El Rubio con bolsas de consorcio al hombro. Tantos músculos para un solo cuerpo, jamás pensé en interesarme en una llanura tan montañosa.
A la tercera semana, hacía cuentas cuando oí un chistido. Levanté la vista y era Erótido que me llamaba desde una mesa en la otra punta del salón. Le sonreí con una mueca falsa y él, agitando el dedo índice, me pedía que me acercara, mientras comía un postre blanco y grasoso. Tardé en reaccionar porque no estaba acostumbrada a que me llamaran como si fuera un perrito que se alejó de su dueño en una plaza.
Me acerqué y al sentarme apoyé los codos con fuerza sobre la mesa.
Estuvimos unos segundos callados.
—Con usted quería hablar, señorita —fue lo primero que me dijo. Sostuve el silencio como si no lo hubiera oído e interrumpió—: ¿Oye? ¿En qué planeta vive?
Me pareció un halago su presuposición; lo menos que quería yo era compartir el mismo planeta con él, pero respondí rápido y alzando la voz:
—Acá estoy, ¿qué pasa, señor?
Volvió a agitar el dedo y me pidió que me acercara todavía más. Me susurró algo al oído, que no entendí del todo, aunque la frase terminaba con “Rubio”.
Me alejé de golpe, como si me hubiera dado electricidad. Lo miré y con otro gesto me señaló la bacha:
—¿A Arturo? —le pregunté.
—¿Conoce a algún otro rubio acá? —dijo, seco.
—¿Pero qué pasa, por qué? —insistí.
—Es lento, se distrae y se olvida de poner papel en los baños.
Intenté convencerlo para que cambiara de opinión, y le dije que yo hablaría seriamente con él. Me sostuvo unos minutos la mirada, pero en absoluto silencio continuó hincando el postre con un cucharón de metal, y con cada cucharada que daba yo perdía poco a poco su atención. El que no se encontraba en este mundo ahora era él, volaba perdido en el paraíso de los triglicéridos. Blandengue, blandengue. Babeado hasta la pera con la mirada anclada en un ángulo del salón, no volvió a acotar ni una palabra, como un descerebrado terminal.
Volví a la caja, abatida, no podía con la idea de tener que echarlo, acercarme y decirle: “Desde mañana no vengas más, estás despedido, o dice el Führer que agarres tus cosas y te largues”. Imaginé, incluso, que si yo renunciaba primero no tendría que cargar con esa desoladora tarea. ¡No puedo quedarme sin trabajo! ¡Además tengo que pagar el alquiler! ¡No puedo volver a la casa de mis padres! ¡Menos pedir un préstamo! ¡Mucho menos exponerme de nuevo a la humillante tarea de buscar trabajo! ¡Justo ahora que recién empiezo a saborear mi independencia!