Comí

Martín Caparrós

Fragmento

Capítulo 1

1

Me preguntó si me sentía bien y le dije que sí, dentro de lo que cabe. Me preguntó si me había costado mantener el ayuno y le dije que sí, que para mí nunca fue fácil. Me preguntó cuál era mi plato favorito y empecé a explicarle que no podía decidir uno porque la elección dependía de tantas cosas, del lugar, de la persona con quien fuera a comerlo, del fondo de mi hambre, de quién fuera yo en ese momento, de las memorias que estuviera sufriendo pero me di cuenta de que no se lo decía o le decía algo cercano pero distinto, incontrolable, que las palabras no se ordenaban como yo habría querido y, sobre todo, entendí que a ella no le importaba lo que le dijera —que a ella tampoco le importaba lo que le dijera—, que me lo había preguntado para distraerme mientras me dormía y pensé que me dormiría antes de terminar y le dije o traté de decirle que bueno, que de todas formas se podía decir que así, en general, si había que decir uno le diría que revuelto gramajo, el plato que elegía comer el día de mi cumpleaños, el día en que, cuando era chico, me daban la posibilidad de elegir qué comería, y ella me miró casi extrañada: se notaba que creía que su pregunta no iba a tener tanta respuesta, que para entonces yo ya iba a estar dormido pero no estaba y me preguntó si pensaba comerlo esta noche, para celebrar. Y entonces yo quise decirle, pensé decirle celebrar qué pero no llegué a tiempo. El tiempo, como siempre, había llegado antes que yo.

Dicen que ahora uno se muere así: sobre una mesa ajena, arropadito, rodeado de sonrisas desconocidas, amables, profesionales, manejado por manos que actúan sobre su cuerpo como si fuera una máquina fallada, tratando de pensar en otra cosa, tratando de encontrar la palabra o el chiste que relaje y distraiga y disimule la tensión de entregarse. Que trate de disimular que el que habla —uno, yo— ha perdido toda autonomía: que ya no tiene nada que decir.

que ya no tiene nada

que decir.

Capítulo 2

2

El doctor Bellone me dice que es urgente:

—Vamos a tener que poner en marcha la máquina médica.

Me dice el doctor, y suena al mismo tiempo como un humorista torpe y un comandante de panzerdivision: la máquina médica. Después me ofrece un silencio para que le pregunte. Yo me quedo callado: no porque no quiera jugar su juego —estoy aquí para que él me diga qué juego jugar o peor: qué juego estoy jugando—, sino porque, de pronto, me resulta muy difícil decir algo. No sé si es miedo, horror o susto y tampoco estoy seguro de las diferencias, aunque pienso que si intentara definirlas me distraería y quizás me sentiría mejor, o sea: al definir —tratar de definir— lo que me pasa conseguiría que dejara de pasarme o me pasara un poco menos. Es un truco viejo, pero a veces funciona todavía. Así que aplicadamente pienso que miedo es una sensación demasiado compleja —que miedo supone la elección más o menos precisa de un objeto que temer, la imaginación del futuro posible donde ese objeto podría causarme un daño significativo, la construcción de una idea temible de yo mismo tras ese daño, si es que tras ese daño queda yo mismo o alguna idea de yo mismo. Y que horror en cambio es menos calculado, menos sensato, no el producto de una operación de la razón consciente sino más bien la desazón extrema que se produce cuando alguien se encuentra —se descubre de pronto— sumergido en un mar de argamasa: bruscamente incluido en una situación de la que no consigue ver salidas, un espacio cerrado y amenazador por todos sus costados: la inmovilidad que deriva de saber que cualquier movimiento será inútil, que cualquier esfuerzo propio será inútil porque, como se dice, ya no hay nada que hacer. Y que susto puede llegar a ser más pertinente porque remite al primer sobresalto frente a algo que parece amenazador pero podría no serlo: un estrépito súbito, una voz en la espalda, un patinazo o movimiento bronco producen susto más allá de que el asustado, en el momento de asustarse, todavía no ha podido elaborar ninguna hipótesis sobre las consecuencias del estrépito, voz o patinazo: confusamente asocia esa irrupción con algún trance desagradable o destructivo pero no ha tenido tiempo de pensarlo y quizá, cuando lo piense, descubra que no era nada grave, pienso, y el estómago se me descontractura levemente, el zumbido chillón en mis oídos y el peso del cerebro en mis párpados decrecen y oigo que el doctor Bellone me pregunta si lo oí, si escuché lo que dijo.

—Sí, doctor, lo escuché, lo oí, la máquina.

Le digo, y el truco de la definición deja de funcionar, barrido por esa frase leve. Vuelven el zumbido y el peso del cerebro y me ataca la imagen de la máquina médica, camillas y barbijos, jeringas, más jeringas, guantes de forrolátex, caños de transfusiones, algodones con sus manchas rojas marrones amarillas, colinas de pastillas verdes, una cara muy cerca demasiado cerca —diga treinta y tres, otra vez, treinta y tres le digo diga—, electrodos enchufados en tetas tetillas genitales, enemas como géiseres sin turistas, trepanaciones egipcias con cincel y martillo, dos ventosas, una doctora impecable altanera malteñida recuéstese ahí quédese quietito por favor que ahora vamos a mirarle el riñoncito, un doctor cuarentón dedos de nicotina dale date vuelta no me tengas miedo, forenses con bufanda en un cuarto de autopsias invernal muy pobremente iluminado, una sala de esperas. La máquina avanza y no me deja hablar; el doctor Bellone carraspea y yo recuerdo cuando mi madre Marta me llevaba al médico, un doctor gordo y sin aliento que parecía siempre a punto de terminar de correr una maratón que, por supuesto, no habría podido siquiera mirar por televisión sin agotarse. El doctor olía a tabaco y sudor y era una eminencia en su especialidad, la pediatría desesperada. El doctor Urcovich me trató durante años y, según supe después, tuvo aciertos memorables —que, por razones que nadie me contó, yo precisaba. Entonces, cada vez que salíamos de verlo, mi madre se creía obligada a decirme que debía tener cuidado —que yo debía tener cuidado, me decía, cuando yo estaba acostumbrado a que ella tuviera los cuidados que yo necesitaba— de no volverme nunca como el doctor Urcovich, obeso y fumador empedernido. Yo le preguntaba por qué y ella me decía que eran enfermedades graves.

—Pero ma, si él está enfermo cómo va a hacer para curarme.

Quizá lo que mi madre me estuviera diciendo era que nunca me volviera como el doctor Urcovich: uno que dice una cosa y hace lo contrario. Quizá quisiera darme un ejemplo de coherencia en la incoherencia del doctor Urcovich, pero mi objeción la obligaba a tomar otra postura:

—No tiene nada que ver. Una cosa es que él esté enfermo, otra que no pueda ver si vos estás enfermo y, si estás, qué tiene que hacer para curarte. Son dos cosas distintas.

Me decía.

Yo, ahora, sospecho que ésas fueron mis primeras lecciones sobre la diferencia —la distancia extrema— entre el cuerpo y la mente y sobre una de sus consecuencias más benignas: la posibilidad de la mente de actuar sobre otros cuerpos de maneras en que no puede actuar sobre el propio o, dicho de otro modo, la capacidad de ciertos seres humanos para infligir a otros formas del bien que no son capaces de ofrecerse a sí mismos. El doctor Bellone carraspea otra vez y yo me sobresalto: sin pensarlo le digo cómo, qué —¿cómo, qué?— y entonces sí se siente oído: me explica que dentro de tres días tengo que hacerme un examen complicado.

—¿Complicado?

—Bueno, en realidad no. La palabra precisa sería molesto. Pero vio que uno nunca consigue decir exactamente lo que piensa, ¿no?

Dice, y se queda en pose de pensar: el codo derecho sobre el escritorio de madera lustrada, el mentón sobre la mano de ese brazo, el otro brazo y la otra mano olvidados sobre el mismo escritorio, las uñas tan cuidadas. El escritorio está casi vacío: un recetario, un vaso con dos parker, un portarretratos con una foto que no veo porque lo mira a él, un vademécum y otro libro forrado, el codo derecho y el brazo izquierdo del doctor. La cara de doctor está casi vacía: vaciada por el esfuerzo de empatizar con su paciente, los ojos entrecerrados detrás de los anteojos de marco de metal, la piel bien afeitada levemente irritada, las canas repeinadas con gomina. Yo no le digo que uno —yo, por lo menos— suele esperar de los médicos cierta precisión en las palabras: uno —yo— acepta que los vanos nunca dicen lo que piensan porque tienen miedo de saber qué piensan, que los enamorados nunca dicen lo que piensan porque suponen su deber simular que no piensan, que los políticos nunca dicen lo que piensan porque saben que nadie les creería, que los poetas nunca dicen lo que piensan porque lo que hacen es decir, que la mayoría nunca dice lo que piensa porque habla de otras cosas, pero que los médicos, los programadores y los relojeros diplomados deben ser capaces de la exactitud: que hablan de tópicos que no sólo requieren sino que también aceptan la exactitud. Que esos tópicos no son tantos y en general son de temer —que casi todo lo que uno podría decir se vuelve temible con la exactitud—, pero que hay ciertos hombres que deben atreverse: ellos, sin ir más lejos.

—Sí, doctor, eso sí que no es fácil.

Le digo, tratando de seguirle la corriente —de congraciarme con quien me va a decir qué juego juego—, pero la máquina me ataca y me impide decirle algo más agradable, que nos acerque más. Querría —sin querer, sin proponérmelo— chuparle las medias: arrimarme al poder. Sería bueno saber qué hay en la foto del portarretratos: una de esas imágenes irritantes de familia feliz, supongo, porque no consigo imaginar otra cosa; imágenes de una procreación eficaz, supongo, vergüenza para mí, que sólo conseguí hacer una hija que, escarmentada, ha decidido no perpetuar —no perpetrar— nuestro linaje. Estiro la cabeza, trato de ver la foto, no la veo; el doctor Bellone me mira como si fuera a preguntarme si estoy bien. El doctor Bellone es un hombre de modales demasiado calmos: yo siempre sospeché de los modales demasiado. Mucho más si son calmos. No sé cómo seguir, lo miro. La idea de congraciarme con él es una estupidez: sería tonto, pienso, pensar que hace lo que hace —lo que hizo, lo que está por hacer— en función de su distancia o cercanía conmigo, del agrado o desagrado que pueda producirle. El doctor hace un silencio calmo, como accediendo a que le diga más. Yo no consigo decirle más nada: en el preciso momento —dos minutos después del preciso momento— en que me anuncia la puesta en marcha de la máquina médica no tengo forma —no tengo el coraje— de discutir las posibilidades de precisión de la palabra.

—No se preocupe, amigo, es molesto pero no más que eso.

Me dice, y me sonríe de costado. Que me haya dicho amigo es un mal signo. El silencio se extiende, hasta que me resigno: el doctor debe ser de esas personas a quienes tranquiliza que sus palabras sean una respuesta, así que le pregunto qué me tiene que hacer.

—No, yo nada. Primero tiene que hacer usted: va a tener que limpiar bien su aparato digestivo, ya le voy a explicar cómo. Y entonces sí se lo van a mirar de cabo a rabo, con perdón.

Dice el doctor Bellone, y me mira para ver el efecto de su módico chiste. Quizá sea una encuesta o una forma de catalogar a la humanidad: el doctor debe pensar que si les suelta el mismo chiste a cientos o miles de personas puede establecer cierta clasificación a partir de la reacción de cada una a su chiste repetido. Después incluso podrá hacerse invitar a un congreso internacional en un resort de montaña en Nebraska o Hikaduvu con un paper sobre “Efectos psicosomatofisiológicos del humor infantojuvenil en pacientes prequirúrgicos de pronóstico incierto: un Estudio Estadístico”. Yo me esfuerzo en la cara de póker.

—... de cabo a rabo, ¿me entendió?

—Sí, claro, le entendí. ¿Qué quiere decir? Digo: ¿qué me tienen que hacer?

Le pregunto, y trato de no parecer asustado o ni siquiera preocupado y, para desviar mi atención de los focos del susto, me pregunto qué tipo de placer conseguirá el doctor al poner en marcha la máquina médica. Es, sin duda, me digo, un placer delegado: al entregarme a ella entrega mi cuerpo —el cuerpo de su paciente, cuerpo que controla— a otros, cuerpo que se le escapa, que resigna, que deja en manos de máquinas y utensilios manejados por otros. Es un placer sofisticado. Al entregarme, se convierte en un dios prescindente, el más altivo: el que ha decretado que todo eso suceda y no precisa hacerlo él mismo para que sea hecho y ni siquiera se molesta en presenciarlo: el dueño de un poder verdadero.

Todo lo que yo haga —todo lo que me hagan— en los próximos días será por su poder. Y él me habrá olvidado o, si me recuerda, me recordará de a ratos desvaídos, una, dos, cuatro veces en estos días de la máquina y serán recuerdos, de todas formas, que se referirán a él: espero que esté haciendo todo lo que le dije, ¿habrá cumplido con mis indicaciones?, ya veremos qué decirle cuando vuelva con todos los estudios —y ni siquiera eso es muy probable. Yo, en cambio, seré el esclavo de sus palabras descuidadas: viviré al ritmo de lo que ahora me anuncia:

—Lo que le digo, una videocolonoscopía. Nada grave, le insertan un tubito con una cámara de video y le miran los intestinos al detalle. Y si hay algo que no tiene que estar, ahí mismo se lo cortan. Parece pero no es, no se preocupe.

Parece pero no es, dice, y remata:

—De todas formas, son tres días.

Capítulo 3

3

No es cierto. Lo último que me dijo no fue que de todas formas sólo eran tres días. Sospecho que lo de los tres días me resonó con fuerza porque retomaba una frase hedonista de mi abuelo Antonio: a vivir que son tres días. De un hedonismo, es cierto, mesurado; mucho más hedonista, en tal caso, sería la canción del supuesto compositor de aquella marcha peronista, Sciammarella: por cuatro días locos que vamos a vivir.

La idea es la misma —dejemos de lado la referencia a la locura, mero oportunismo— pero incluye un día más: cuatro contra tres, un tercio más, un treinta y tres por ciento más de indulgencia u optimismo, una diferencia sustanciosa y sustancial. Aunque quién sabe no lo sea: me pregunto —de verdad me pregunto— si la calidad del goce hedonista no es inversamente proporcional a su cantidad, si el goce no se disuelve en el tiempo como se disuelven en el agua el gusto y el olor de un saquito de té o, dicho de otro modo, si la intensidad no es, según la noción consagrada, lo opuesto de la duración. Pero esa idea supondría la existencia de una dosis o quantum de goce que cada cual tendría adjudicado —¿por quién, adjudicado?— para utilizar a lo largo de su vida, que por lo tanto sería menos intenso cuanto más larga fuera, como quien recibe una herencia y duda entre reventarla en una fiesta o administrarla en una renta vitalicia, y la idea me repugna: detesto pensar que hay un quantum de tal o cual adjudicado a priori, una predeterminación, un destino que me transformaría en un administrador —un distribuidor de dosis—, así que rápidamente tengo que admitir el corolario lógico: sí, Sciammarella resulta más hedonista que mi abuelo, por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir. Sí, Sciammarella le lleva una ventaja del treinta y tres por ciento pero, al fin y al cabo: ¿cuándo acepté que ser más hedonista fuera mejor que serlo menos? Me aterra mi incapacidad para pensar: mi sumisión a ideas que doy por evidentes y —peor— por mías cuando no son lo uno ni, menos aún, lo otro. O sea: que me aterra mi incapacidad para saber qué estoy pensando cuando pienso, mal que les pese a Sciammarella y a mi abuelo.

Decía: que lo último que el doctor Bellone me dijo no fue que de todas formas sólo eran tres días, sino, justo después, con una sonrisa que quería ser cómplice, como quien busca subrayar un chiste —¿sería el remate de aquel de cabo a rabo?—, que yo ya había comido mucho:

—Bueno, usted ha comido mucho en su vida. La verdad, le ha sacado bien el jugo a su aparato digestivo. Ahora su aparato le pide que le devuelva los favores.

—Doctor, ¿por qué dice que yo he comido mucho?

Quise decirle pero no le dije, no porque pensara que si se lo decía su frase ya no iba a ser lo último que me había dicho —no tengo, por desgracia, tanta conciencia de mi vida como relato; aunque a veces sospeche, no consigo construirla tan claramente como una narración— sino porque ya estábamos parados en la puerta de su consultorio y allí, bajo el dintel, no quedaba lugar para ningún diálogo. Pero me sorprendió: su frase debía ser, en efecto, un chiste repetido, porque no se me nota. No soy gordo, no soy especialmente fofo: nadie pensaría, al verme, que soy alguien que “ha comido mucho”. A menos que esté, otra vez, juzgando apresurado: cuando digo nadie digo nadie que me vea, que me mire, pero es obvio que no puedo incluir en ese nadie a una de las personas que más saben de mi cuerpo —o que, por lo menos, más han visitado su interior a través de placas, ecografías, estudios, síntomas variados—: el doctor Bellone. El doctor es un espía de mi cuerpo: el que lo ha visto veces y más veces por adentro.

La medicina solía operar por inferencia: de los efectos deducía causas que no podía mirar, que siempre estaban más allá, dentro del cuerpo. Un médico veía un ojo amarillento y colegía un hígado en problemas; palpaba un pulso acelerado y suponía el corazón; oía un ronquido rauco rococó y temía por los bronquios. Ahora ya no deducen: quieren ver, suponen que saber es observar. Ahora, en culturas en que los cuerpos se muestran como nunca, los médicos quieren mirarlos por adentro. La técnica médica se desvive por inventar más y más modos de mirar los adentros —un intento acorde con la época: la exploración suplantó a la reflexión en tiempos que no piensan sino que experimentan, que no creen en las ideas sino en los ejercicios.

El doctor Bellone me ha visto por adentro. El doctor conoce con detalle —con más detalle que ninguna otra persona— eso que no le interesa sino una vez cada seis meses, ocho meses, diecisiete meses durante media hora, tres cuartos de hora, para olvidarlo o relegarlo de inmediato ante la presencia, en la siguiente media hora, de otro objeto que también conoce más que su usuario o habitante o propiamente eso. Quizá —pienso, descarto— la condición del conocimiento sea el desinterés, o una forma del interés que no incluye la angustia. En cualquier caso, no debería ponerme paranoico: él conoce mi cuerpo —¿me conoce?— con detalles mugrientos y por eso no puedo incluirlo en ese nadie y debo aceptar que si él dice que he comido mucho es porque, de algún modo, sí lo sabe. O quizá cuando dijo ya ha comido mucho se refiera, genérico, a que, a mis cincuenta y pico, llevo muchos años de comidas y, por lo tanto, en cualquier caso, aunque nunca haya comido tanto, he comido bastante: otra vez el recurso a la generalización; de nuevo el tiempo complicando.

A cambio de su conocimiento desinteresado, yo me entrego: creo que nunca me he entregado a nadie como a él. Hace muchos años que tomo una pastilla todos los días dos veces por día sólo porque él me dijo que lo hiciera. Son tantos años —quince, veinte—: si esa pastilla fue una equivocación, si el doctor Bellone ha cometido un pequeño error de juicio —de atribución, de dosis—, su confusión puede costarme mucha muerte innecesaria, adicional. Lo sé —una vez lo pensé, mil veces me empeñé en olvidarlo—, y sin embargo me entrego, porque sí, por pura investidura, sin más datos. Su ventaja es que nunca nadie lo sabrá: su error, si lo hay, quedará impune, porque nunca nadie sabrá qué habría pasado —qué habría sido de mí— sin su pastilla tantos años. Es la ventaja de trabajar con hombres.

La ventaja de trabajar con el gran espantajo de estos tiempos. Ahora, cuando el mundo exterior parece tener cada vez menos límites, cuando las comunicaciones y transportes y demás empresas de conquista del espacio hacen que ya no queden tierras incógnitas, la última frontera es la piel, el misterio mayor es el que acecha detrás de ella. El cuerpo —propio— es ese espacio desconocido del que llegan todos los peligros. En estas sociedades bobas, sin historia ni promesa de futuro, la verdadera aventura, la verdadera amenaza es la enfermedad: qué tengo sin saber, qué voy a saber que tengo, qué podré dejar de tener y qué podrá conmigo. Una enfermedad se tiene; también ahí la posesión es un peso insostenible. La enfermedad es la amenaza, y el médico su heraldo y nuestro defensor. Es, al mismo tiempo, el que llega con la noticia insoportable —el que crea, con sus experimentos y teorías, la noticia insoportable— y, a partir de ese momento, el que intenta convertirla en noticia del pasado. Es un agente doble, un traidor a la causa por la causa. Quizá sería mejor que hubiera médicos para diagnosticar y médicos para tratar; que de un lado estuvieran los heraldos de la muerte, del otro los trabajadores de la vida —en lugar de ser todo uno solo.

Pero no hay y el doctor Bellone dice que comí mucho. Es verdad que comí. Si tuviera que definirme de algún modo —¿por qué tendría, quién podría molestarse en pedírmelo, quién podría interesarse lo suficiente como para pedírmelo?, y, si nadie me lo pidiera, ¿por qué podría querer definirme de algún modo?— me definiría como comí: aunque me aterre, en esa definición escueta, parcial, aparentemente precisa y sin embargo tan amplia y tan confusa, su pasado.

Comí, que son tres días.

Capítulo 4

4

O, si no, saber qué significa mucho. Saber cuánto he comido. Saber cómo es que soy comí.

Las piernitas no le llegan al suelo. Si la mesa tuviera un mantel largo, de esos manteles que solían tener las confiterías pretenciosas —cuando había confiterías, cuando eran pretenciosas— de los barrios porteños, sus piernitas no se verían colgando de la silla, con los piecitos a veinte centímetros del suelo. La piedad está siempre en el pasado. Los manteles largos —los dos manteles, uno más oscuro y otro, más claro, colocado en forma de diamante, por encima— ya no están de moda, y los bares presentes tienen, si acaso, como mucho, individuales. Son un dato, los individuales: mi amigo Arnaldo, aficionado a la interpretación intempestiva, podría hablar un rato sobre el paso del mantel —de la fraternidad de ese trapo compartido, diría, de esa cuasi bandera, de ese estandarte sin gloriola— a los individuales. Diría que representan cierta idea del mundo, el reino de taifas en que nos hemos convertido, donde cada cual entiende su vida como un coto cerrado donde el placer individual —individual, placer individual, diría, postulando un placer colectivo— ha reemplazado cualquier idea de responsabilidad común social, y que además habría que analizar sus formas y colores porque en cada se esconden más datos fascinantes y, cuando empezara a notar cierto desinterés del resto de la concurrencia, empezaría a pensar —y quizá, según las veces, a decir— que eran todos una manga de ignaros hundidos en el fango de la tontería. Y yo no habría sabido cómo hacer para sacarlo de su propio fango, porque detesto esas situaci

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