La mujer del malón

Daniel Guebel

Fragmento

La mujer del malón

1

Apenas cumplió los quince años, a María de las Mercedes del Rosario de Jesús Zambrano sus padres la casaron con Víctor Santa Colonia, miembro de una de las familias que más se enriqueció durante el Virreinato. Los trámites fueron tan apresurados que hasta la novia advirtió que los suyos la encadenaban a ese opaco hombre mayor para conseguir un beneficio o desligarse de un problema.

En la inminencia, su madre eligió figuras un tanto abstractas para explicarle el asunto. Pero María ya se había hecho una idea del procedimiento cuando, camino de la misa de maitines, observó a un perro y una perra abrochándose entre ladridos. Entendió que se trataba de algo propio de bestias, una experiencia de sufrimiento que sus negras convertían en promesa de deleites. La noche de bodas dejó que la desvistieran y se acostó en la cama y esperó lo inevitable: el sofoco y la opresión del cuerpo fofo de su marido temblando y gimiendo sobre ella. Aquello se repitió cada noche o noche por medio y no podía rechazarse por más que un sentimiento de repugnancia la invadiera cada vez que Víctor desparramaba saliva sobre sus pechos mientras le decía “mamita”, invocación que parecía apostar al futuro, a la descendencia.

Cuando María tuvo al recién nacido en sus manos, lo vio tan bello que pidió llamarlo Narciso, como la flor, pero Víctor eligió José Manuel en recuerdo de un antepasado.

El chico fue la dicha y el consuelo de su madre, que en los momentos de ternura le susurraba el nombre secreto al oído. Su Narciso estaba destinado a llegar a lo más alto: explorador, militar, obispo o cardenal, presidente de la República.

Pasaron algunos años. El vientre de María no albergó otro hijo y Víctor dejó de visitar su cuarto. Prefería desaparecer un par de días en excursiones a los establecimientos de tolerancia esparcidos en los suburbios de una ciudad que crecía a buen ritmo. Era una ciudad baja y demasiado cálida y húmeda, y en el verano la provisión de agua resultaba insuficiente para las necesidades de sus habitantes, excepto que las casas contaran con un aljibe. Pero en la mayoría se usaba la que traían los aguateros, que la tomaban de fuentes poco limpias, de excavaciones hechas en napas contaminadas por las filtraciones de los pozos ciegos o por el desperdicio de los animales que los matarifes y los trabajadores de los saladeros arrojaban en un riachuelo.

Por las noches, durante la cena, Víctor adormecía al hijo con sus dos temas favoritos: las fabulosas riquezas familiares, provenientes de la explotación de minas de plata en Potosí, y la insoportable decadencia del país, afectado por la plaga de la inmigración.

Una mañana el niño despertó con temperatura. María le pidió a Víctor que mandara a buscar al médico, pedido que su marido desoyó: las fiebres eran parte de un proceso natural, ayudaban al crecimiento. Pero pasaron las horas y como el enfermo no se recuperaba, Víctor dio el brazo a torcer. Al médico se lo tenía por un sabio. Observó al paciente, tomó su pulso, le alzó los párpados y contempló la esclerótica, extrajo de su maletín un frasco que contenía un líquido denso, se lo entregó a la madre y dijo que volvería a la mañana siguiente.

El médico no había precisado la cantidad de cucharadas de cada suministro; tampoco si debían usar cucharas soperas o de té. Como la abundancia conviene más que la escasez, María pidió que le trajeran la cuchara más grande y fue volcando gota a gota el remedio sobre la cóncava superficie de plata. Si ese líquido gomoso y de olor fuerte regresaba la salud a su hijo, entonces se trataba de una pócima preciosa. Pero al tratar de introducir la cuchara en la boca, su Narciso apretó los dientes, negándose. De nada valieron los ruegos de María y el fastidio de Víctor, que le decía: “Sea hombre, m’hijo, tome lo que le dan y santo remedio. ¿O se cree que el médico vino de broma?”.

Por una vez, María impuso su criterio y apartó al padre del lado de la cama y esperó a que Narciso durmiera para deslizar esas gotas entre la cerrazón de los labios. Pero la mayoría se derramaba por las mejillas trazando un surco, una mueca ocre.

A la mañana siguiente el niño volaba de fiebre, ya no abría los ojos y torcía la cabeza a uno y otro lado. En su segunda visita, el médico cabeceó y alzó la cara como si buscara una respuesta divina, pero solo se encontró con las molduras del cielorraso y con el crucifijo de madera que custodiaba el cuarto. Al concluir el recorrido volvió la vista sobre el enfermo, escuchó el silbido de sus pulmones, dijo: “Los síntomas son engañosos. Una enfermedad enmascara a otra. Ocurre. No hay que dejarse… Según Lagrange y Venier, en su famoso… En fin. Puede ser crup. O no”. Y se despidió diciendo que volvería a su despacho a consultar ese tratado y algún otro. María se plantó al costado de la cama y decidió no apartarse de allí. “Puede ser. O no”, se repetía. Crup. Crup. Crup. Cada tanto Narciso abría los ojos, decía “mamá” sin verla. La habitación se llenó de velas encendidas, de dioses de trapo a los que las negras rezaban en la lengua de sus ancestros.

En la tiniebla de su desesperación, María no escuchó nada acerca de la situación de Víctor, que permanecía en su propio cuarto, asediado por algo que en el curso de pocas horas le volvió amarillos los ojos, lo hizo temblar y arrasó con su hígado. Tanto vomitaba y tan poca agua podía beber que la piel comenzó a colgarle del cuerpo. Víctor llamaba a su mujer pero María permanecía pegada a la cama de Narciso y apenas movió la cabeza a un lado cuando un pájaro que soltaba humo por la nariz se inclinó y le susurró que su marido acababa de fallecer en medio de vómitos negros y que el carro de recolección de infectados pasaría a buscarlo y los sanitaristas arrojarían el cadáver a una fosa común y lo taparían con cal, porque se había declarado una epidemia. En cuanto a José Manuel, dijo el médico, debía ser sometido a una palabra que María no conocía: traqueotomía.

Lo levantaron de la cama y lo pusieron sobre la mesa y le volcaron la cabeza hacia atrás, dejando su cuello expuesto, le tajearon la garganta y le introdujeron una cánula por donde salió chorreando sangre y flema infectada y entró el aire. Narciso abrió los ojos y respiró, pero no podía hablar y la mejoría ya era cosa de otro mundo, salvo para la esperanza de la madre, que se opuso a que el sacerdote lo ungiera con los santos óleos. Muerto su marido se inclinaba a seguir las creencias de las negras que la criaron y que a ese aceite lo llamaban “agua de muerte”, porque apenas pasaban minutos entre la extremaunción y el fallecimiento. El cura insistió, dijo que la ceremonia era un bálsamo y que era necesario conceder al niño esa gracia especial y eficaz, fortalecerlo y reconfortarlo en su enfermedad y prepararlo para el encuentro con Dios. “Que te rodee la multitud de los creyentes, como lirios rutilantes; que te acoja gozoso el coro de los ángeles”, empezó. Pero María le ordenó que se fuera y no volviera. “Con tu negativa condenas a José Manuel al fuego eterno, hija mía”, le dijo el cura. “Yo no soy su hija y Narciso es inocente. El condenado es Dios, si se lo lleva”, contestó ella.

2

María permaneció horas acomodando y desacomodando los rulos de Narciso desparramados sobre la almohada, besando los párpados que palidecían, rozando con sus dedos la herida en la garganta. No podía llorar, no tenía fuerzas. Dejó que las negras prepararan el cuerpo y se ocuparan de las invitaciones para el velorio del angelito. Los Santa Colonia tenían un panteón en el cementerio situado en la zona alta de la ciudad, pero ella se resistía a entregar los restos de su hijo a un destino ajeno. Iba a tenerlo cerca, a su lado. Lo enterraría en el patio de la casa y a su alrededor crearía un jardín: para Narciso, narcisos.

Lo vistieron con una camisa de lino blanco traída de Inglaterra, un ambo de marinerito con antorchas de teniente de navío en las hombreras, y unos zapatitos de cuero abotinados. Como el ataúd se demoraría y hubiese sido de mal gusto exhibir a la criatura sobre una mesa, lo acomodaron en una silla de respaldo alto. Pusieron un almohadón en la nuca, acomodándole la cabeza para que no se inclinara hacia un costado. Narciso parecía dormido.

Las relaciones sociales de la familia se excusaron de asistir al velorio, usando como argumento que los Santa Colonia habían sido tocados por la desgracia, ¡fiebre amarilla y crup! Lo mejor era un entierro rápido. Pero las negras no querían que el niño partiese sin nadie para despedirlo. Habían amado su dulzura y su bondad y sentían su pérdida como si hubiese sido hijo de ellas. Así que fracasados los intentos con los contactos de los patrones, buscaron entre los amigos y la parentela propia, dando licencia para que trajeran a su vez a sus amigos y conocidos.

María estaba sentada al lado de su hijo, en una silla más baja, con la diestra sobre la falda para que pudieran tomarla y estrecharla los que venían a darle el pésame. Había empezado a llover, una lluvia que se colaba en ráfagas cruzadas y amenazaba con mojar la mecha de los candiles. El chaparrón no detuvo la afluencia de visitantes. Uno de los primeros en llegar fue un gaucho viejo que cargaba un bulto envuelto en un poncho de vicuña. Al desenvolverlo sacó una guitarra y comenzó a cantar con voz gruesa y despareja. La habitación se fue llenando. Los presentes hablaban en voz alta, tapando la música, y en prevención del olor fumaban unos charutos pestíferos. Pero Narciso tenía la frescura del muerto reciente, aunque su expresión se había vuelto rígida y los labios se le estiraban dejando entrever el brillo de los dientes. Lo que soltaba un tufo fuerte eran las velas, hechas con sebo mal curado. O por lo menos así fue en el curso de la primera noche. Ya durante la tarde, al son del gaucho que seguía tocando y cantando y que apenas paraba para refrescarse el garguero, se habían formado parejas de baile; uno por uno los hombres iban hacia las mozas, les hablaban al oído y ellas lanzaban la carcajada, mientras los viejos conversaban de política y pelajes. María se ocupaba de que el cabello de Narciso no le cayera sobre las orejas. Una ligera sombra verdosa asomaba como

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