Prólogo
Este libro es una colección de cartas cuidadosamente apócrifas de aquellos autores que, para tantos niños y jóvenes argentinos, constituyeron la primera biblioteca. Esos autores, se recordará, venían encuadernados en tapas amarillas —la famosa colección Robin Hood— y los leíamos con avidez, fascinados por las aventuras de sus múltiples pequeños huérfanos. Allí estaban, entre otros, Herman Melville, Emilio Salgari, Hans Christian Andersen, Louisa May Alcott, J. M. Barrie, Charles Dickens, R. L. Stevenson, Carlo Collodi, Lewis Carroll, Jean Webster, Johanna Spyri, Jonathan Swift, los hermanos Grimm, Jules Verne, Mark Twain, Charlotte Brontë, Rudyard Kipling, Jack London y Daniel Defoe. ¡Qué maravilla de ADN literario!
Me he permitido, como corresponde, ser arbitraria: entre todos los autores de la colección, elegí solo a los que más me impactaron, dejando de lado a otros que no leí, o no me interesaron en su momento. También incluí a tres que, sin figurar en ella, fueron fundamentales en mi adolescencia: Mary Shelley, Edgar Allan Poe y J. D. Salinger.
Las cartas en sí, aunque inventan con descaro, no descartan la cita escondida ni intentan disimular un vínculo estrecho con las circunstancias biográficas, históricas y sociales que las rodearon. Tampoco los destinatarios se restringen a un único rol: a veces, son personas de la vida real; otras, figuras que tal vez podrían haberse conocido pero no lo hicieron (como Louisa May Alcott y Emily Dickinson); otras, por fin, corresponsales imposibles por anacrónicos. Incluso, escribí cartas del autor a su personaje o del personaje a su autor.
Hay, sin embargo, un hilo común y ese hilo es, sin duda, la empedernida reflexión que cada carta emprende, casi con saña, en torno a los costos de la actividad literaria. El resto son las formas más o menos ruidosas de esa reflexión, los temas que la exacerban o enmascaran: el deplazamiento como gestualidad épica, la pregunta por la calidad del dolor, los espejismos de la ambición, la gran anomalía del amor, las sombras de la noche mental y, en general, el desconcierto frente a los “tiempos difíciles”.
Escribirlas fue para mí, por eso, un doble premio: no solo me pasé un año sumergida entre los libros que me marcaron como pequeña lectora, sino que pude acercarme, por interpósitas voces, a las aristas más vertiginosas de esas mismas preguntas que me formulo hace tiempo, cada vez con más urgencia.
Perderse, escribió Clarice Lispector, es un encontrarse peligroso. Me gustaría pensar que estas cartas no son reacias ni inmunes a esa promesa, que no la ignoran ni la temen, que son capaces de acatar, en su mobiliario mínimo de escenas, el milagro furtivo de esa gracia.
Yo soy una mentira que dice una verdad.
JEAN COCTEAU
EMILIO SALGARI
Turín, 25 de abril de 1911
Queridos hijos:
Esta carta no la escribí nunca, pero sé que ustedes la leerán infinitas veces, cada vez que intenten entender quién fui o quise ser. A ese enigma me he enfrentado yo mismo muchas veces, sin encontrar más respuesta que el dibujo que agregan las rayas de un tigre a una jungla negra. A esas horas de enfrentamiento con el misterio las he llamado escribir. También: confiar en el diseño inexplicable (pero no incomprensible) de la vida.
Tres ideas me han sostenido siempre: l’altrove, l’acqua, il disenso. Combinadas, son todo lo que tuve. Si no fuera por ellas, habría sucumbido al miedo, ese fuego que se encendió, para no apagarse más, con el suicidio de mi padre. El agua, en cambio, fue cuna de muchos viajes, apertura a un lejos que se alejaba con mi acercamiento, distancia que se interponía entre mi corazón y mis ojos para que yo pudiera inventar lo inexistente. La insubordinación no es otra cosa. Hay que romper el contrato con lo cotidiano para poder ser quien se es, vale decir, un desconocido para los demás y, sobre todo, para uno mismo.
Estas reflexiones me tomaban tiempo. Las hacía a orillas del Po, saliendo de la ciudad y adentrándome como hoy por los vecinos bosques para pensar algún nuevo episodio de mi corazón. ¡Cuántas aventuras me dieron esos paseos! Turín, engalanada para la Exposición Universal, se me antojaba una nave esplé