Loca

Fragmento

Loca

2

Abro los ojos de golpe. No sé dónde estoy.

Lo único que veo es una pared descascarada y sucia que en algún momento debió ser blanca. Hay olor a frío. Es un frío anímico. Un frío metálico. Escucho a lo lejos el ruido de una puerta oxidada haciendo esfuerzo para abrirse. Me doy vuelta y no entiendo por qué mi hermana Julia está sentada atrás de un escritorio. Parece estar cansada. Intento focalizar la imagen y me doy cuenta de que está llorando. Me devuelve la mirada como si supiera que hace unos minutos la estoy investigando. Hay odio en sus ojos. Puedo ver humo salir de su nariz como si fuera una chimenea. Inés, mi amiga, la abraza por la espalda. Le dice algo al oído. No sé por dónde entra mi hermano Agustín. Me ofrece una taza que me llevo a la boca con desesperación. Saboreo en voz alta.

Gracias, Agus. No sabés cómo necesitaba este caféle digo con una voz que sale de mi boca, pero que no reconozco.

De nada, gorda. Qué bueno que te despertaste. Me da un beso en la cabeza—. Pero no te traje nada, el bar cerró hace rato responde relajado mientras se dirige hacia el escritorio.

Me dice que Milagros, mi hermana menor, me manda un beso y que lamenta no poder estar acá porque la están operando otra vez del pie. Respondo que no hay problema, que en un rato voy a verla. Agustín no contesta.

Observo la palma de mi mano moverse en cámara lenta. No comprendo qué es lo que acaba de pasar. Me quiero sentar, pero no puedo. Siento cuchillos en el brazo izquierdo que me clavan a la cama. No encuentro el otro brazo. Lo busco desesperada. Una mujer que no conozco me dice que tenga cuidado. Se te va a salir el suero, querida. La miro y le hago una mueca de gratitud por la advertencia. Tengo un suero y no lo sabía. El líquido que hay adentro es azul verdoso. Acabo de encontrar la mano derecha, la uso para rascarme la nariz y toco una manguera. Una cinta. Una aguja. Algo me molesta en la garganta. Intento sacarlo. Hago una arcada. Se acerca la mujer que no conozco y me pregunta si me acuerdo por qué estoy ahí. Me coloca una frazada y me sostiene las manos para que deje de tocar todo lo que voy encontrando en mi cuerpo. Le digo que sí, pero después, le digo la verdad.

No, no sé.

Estás es un hospital. Ingresaste sin signos vitales. Hiciste un intento de suicidio. Todavía estamos haciendo el lavaje de estómago. El psiquiatra está viniendo para hacerte la derivación correspondiente para mañana. Hoy te quedás acá. Tenemos que seguir desintoxicando y chequearte clínicamente.

No me gusta el modo en que se dirige hacia mí. Su frialdad es un arma. La observo como si estuviera mirando una película que no comprendo de qué se trata. Inclino la cabeza hacia un lado y hacia el otro mientras ella me sigue hablando. No puedo precisar la cara de la mujer. Tiene las facciones desordenadas. Quiero pellizcarle la boca para ver si es de verdad, pero la mano no me responde. Intento decirle algo, no sé bien qué, cualquier cosa, pero no sé si no se me ocurre nada o si no me acuerdo cómo se habla. Siento un cariño incoherente por ella. Sé que no me quiere, pero me está cuidando. Le sonrío.

Mi hermana ya no me mira. Está haciendo una contorsión extraña con todo el cuerpo para dejar claro su enojo: me da la espalda a pesar de que sigue sentada frente a mí. No sé si es peor el odio o el desprecio. Por las dudas, me está demostrando las dos cosas. Inés se acerca despacio y me toma de la mano. Hace puchero. Le tiembla toda la cara. La miro y observo cómo unas gotas en los ojos, que intenta frenar con esfuerzo, desbordan hasta construir un balcón debajo de cada uno. Las lágrimas se estacionan ahí. Me resulta una imagen hermosa. Sublime. Pienso que si apoyo una semilla en cada balcón y le pongo un poco de tierra podría crecer una flor. De repente veo un jardín en sus ojos y me siento extasiada. Quiero contarle la imagen que tengo, pero me interrumpe.

Carola… amiguita…Me acaricia la frente y sonríe tristemente. Es un gesto muy de Inés. Lo reconozco y me da ternura. Te adoro, Caro, acá estoy. Sabés eso, ¿no? Te amo. Sabés que te amo, ¿no? Sos mi hermana del alma.

Termina la frase y le corre, por fin, una lágrima solitaria por la mejilla. Es tan grande que parece una burbuja. Desaparece de repente la imagen del jardín y nace en mí el deseo de pinchársela con una aguja. Me quedo mirando el recorrido de esa lágrima hasta que llega a la comisura de la boca. La lengua de Inés la arrastra como si fuera un sapo y la lleva hacia el interior de su boca, donde la explota y la hace desaparecer.

Quiero consolarla, pero no puedo. Estoy paralizada de una forma poética. La lentitud de los movimientos me resulta algo bello. Asombroso. Siento mi cuerpo extraño, ajeno a mí. Me gusta.

Inés. No sé si entendí bien.

¿Qué cosa?

¿Estoy resucitada?

Entra Nicolás, el papá de mis hijos. Al lado de él hay un doctor. Percibo que está apurado por irse, como siempre. Al doctor no lo conozco, pero se nota que también está apurado.

Los dos se paran frente a la cama. Nicolás habla y el doctor anota.

Te tienen que llevar a la clínica San Rafael, Carola.Me lo dice con la misma conmoción con la que yo le habría avisado que afuera está lloviendo.

Su indiferencia emocional es tan violenta que me saca bruscamente del paisaje que estaba disfrutando.

¿A la San Rafael, Nicolás? Pero es una neuropsiquiátricale contesto sin dejar de mirar el color del suero que llevo puesto.

Y sí, ya lo sé. ¿Qué querés que haga, Carolita?ironiza—. Te tomaste cuatro blísteres de antidepresivos y dos de rivotril me dice mientras se mete las manos en los bolsillos del pantalón y se balancea hacia adelante. Bueno, gente, yo me tengo que ir. Tomi y Manu están en la casa de Sonia y en un rato tengo que pasar a buscar a Lola por la facultad. Todavía no sé qué les voy a decir. Bueh, ya veré. Sacude la cabeza.

Mandales un beso de mi parte. No sé quién es Sonia. ¿Cambiaste de novia?

Sonia es mi hermana, boluda. La misma de siemprecontesta sonriendo—. ¿Estás bien?

A juzgar por lo que acaba de decir la enfermera parece que no. Lo pienso, pero no se lo digo. No quiero entretenerlo con nimiedades.

Carol. Apoya las dos manos sobre la cama como si fuera una mesada y me clava la mirada—. Tuve un día de mierda, necesito pegarme un baño y acostarme. ¿Podés creer que mientras estaba firmando tu ingreso me afanaron todo lo que tenía en el auto? Celulares, raquetas de tenis, la billetera, y encima me rompieron el vidrio. Qué hijos de puta. ¡En la puerta de un hospital! Me quiero matar. Me pasan todas. Me voy. Chau. Chau. Saluda con la mano.

Mira a Julia y le dice que cualquier cosa le avise. Julia afirma con la cabeza. Deja la boca semiabierta y veo cómo se lleva la lengua a la muela derecha. Confirmo que está indignada. Su bronca me está agotando. La miro desafiante, pero en el lugar donde deberían estar sus ojos de repente está su nuca.

Yo tampoco te banco, Julia, estoy cansada de que me maltrates con tu soberbia. Por lo menos hoy merezco una tregua. Inicio una pelea con ella mentalmente mientras le sonrío a nadie. Tengo miedo de que me roben el pensamiento.

Quisiera decirle a Nicolás antes de que se escape que yo tuve un día peor, pero en lugar de eso la miro a Inés y le digo que Nicolás no me quiere.

Este tipo no me quiere. Me odia, no sé para qué vino.

Nicolás escucha y retrocede. Se acerca a darme un beso mientras la mira a Inés y esboza una sonrisa ladeada. Sigue utilizando a Inés como mensajera de información.

Decile a tu amiga que si no la quisiera probablemente ella no estaría hablandodice muy cerca de mi mejilla mientras me da un beso golpeándome la cara con el pómulo, como suele hacerlo desde que lo conozco.

Me quejo del golpe, como siempre.

Carol, fue Nico el que te fue a buscar a tu casa. Se ve que Gladys estaba en un grito porque te encontró tirada en tu habitación. Me llamó y en menos de tres minutos estaba en la puerta de mi casa. Te bajó por las escaleras como si fueras un bebé. Dos segundos más tarde y no estás contando el cuentodice Inés mientras me acaricia la mano. No sabés cómo estaba. Sacó un trapo, un pañuelo, algo blanco por la ventanilla del auto y apretó el acelerador para nunca más frenar. Una película de terror. Nunca lo había visto así.

No la miro mientras me habla. La escena que me relata no me conmueve. Pienso que me fue a rescatar porque si me muero le complico la vida.

¿Hoy qué día es?

Jueves 1 de junio contesta Inés, con el mismo respeto que se les tiene a las fechas patrias. Jueves 1 de junio repite y acompaña la frase afirmando con la cabeza. Se cierra el saquito color beige que tiene puesto y mira el piso con cara de lamento. Me hace acordar a mi abuela.

¿Jueves? ¿Me estás jodiendo? río irónicamente. ¿No te digo? Es increíble. Dejame de joder. Justo su día libre, ¿te pensás que me iba a regalar este? Ni el día de mi muerte puedo elegir.

—Carola, por favor. Intenta taparme la boca con la mirada.

—Nico —le digo, mientras arrastro la cola como un lagarto intentando incorporar la espalda a la almohada—. Gracias por todo, lamento haberte cagado justo un jueves, pero no quería contar el cuento. Si pensás que me hiciste un favor, quedate tranquilo porque seguís invicto. No entiendo por qué me están obligando a vivir. No quiero vivir. Creo que fui clara.

Nicolás gira sobre sus propios pasos, inhala profundo, infla la cara como un globo y larga un suspiro exagerado. Se muerde el labio de arriba y cierra los ojos. Me doy cuenta de que toda esa coreografía facial es la antesala para mandarme a la mierda. Hago fuerza con la cara para taparme los oídos.

Ah, ¿no? ¿Sabés qué, Carolita? Levanta el tono de voz—. Hagamos una cosa, ¿querés? Mañana traigo a los nenes, así les explicás a un chico de ocho años y a otro de diez que mamita no quiere vivir más, ¿te parece? ¿Y Lola? ¿No se te ocurrió pensar en Lola con todo lo que vivió? ¿Cómo carajos no pudiste pensar en Lola? ¡Justo vos! No lo puedo entender, te juro.

¿Para estar así? Les hacía un favor, Nicolás. ¿De qué les sirve tener una madre como esta?

¿Entonces? ¿Tomás el camino más fácil para vos y decidís desaparecer? ¿Así? ¿Cagándoles la vida a tus propios hijos? ¡Hacé frente y peleala desde acá, loca! ¿Qué culpa tienen ellos? Yo también a veces me quiero ir a la mierda, ¿sabés? No sos la única que tiene quilombos. Se interrumpe para tomar aliento. Carraspea y sigue gritando: ¡Pero me acuerdo de que soy padre, de que hay tres personas que dependen de mí y se me pasa rapidísimo!

Me separo de la imagen y pienso que Nicolás debería haber esperado un poco para tener esta conversación, no lo sé. Al menos como para estar en igualdad de condiciones. Me avergüenza que nadie me defienda. Siento pudor de mí.

Vuelvo al presente enseguida. Antes de irse me dice que soy una egoísta de mierda. Por un segundo lo pierdo de vista, pero de repente lo veo parado frente a mí. Se tapa la cara con las dos manos y empieza a hacer fuerza para contenerse. Se está poniendo bordó. Quiero advertirle que si se sigue presionando la piel es probable que se la arranque, pero prefiero guardarme el consejo. Es la primera vez que lo veo llorar en toda mi vida. Llora de bronca. Me muestra los dientes.

Sos una hija de puta. Una-hija-de-puta.

Sé que dio un portazo sin ruido. Nada funciona. Las puertas tampoco. Pero lo conozco.

Sus palabras no me hieren esta vez. No tengo nada adentro.

Probablemente con el lavaje de estómago se llevaron mis sentimientos y me hicieron un gran favor. Quizá fue el milagro que estaba esperando. Me siento poderosa al pensar que estoy reencarnando en alguien sin alma. No voy a permitir que nadie arrugue este momento. Mientras trato de empatizar con el mal día que tuvo Nicolás, escucho a la enfermera decirle a mi hermana que ya están tramitando la internación en la San Rafael.

Es una pena que con nenes chiquitos y siendo tan joven…

En otro momento me hubiera puesto a llorar de manera inmediata, pero en este no tengo emociones. Deseo mandarla a la mierda con la decencia que a ella le falta. La interrumpo en medio de su discurso ético destinado a instalarme un puñal de culpa adentro de un corazón que hoy no funciona y le digo que no voy a ir a ningún lado.

La nueva ley de salud mental prohíbe la internación involuntaria la patoteo con decoro.

Me doy cuenta de que mi voz sale mareada. No tiene fuerza. Intento que siga una dirección recta, pero se zigzaguea de un lado al otro. Parece que hubiera inhalado helio. No sé por qué la señalo con el dedo cuando hablo. Parezco borracha y eso es algo que molesta más a mi hermana, quien ahora además me mira con asco. La enfermera sigue parada en la punta de la cama, pero no se acerca. Su distancia es la forma en la que me ataca. El doctor que entró con Nicolás tiene unos papeles que mira mientras me habla. Anota cosas. No sé lo que dijo. Me quedé dormida.

Carola. Escucho la voz de Inés adentro del tímpano. El doctor se va.

Ah, sí. Perdón. Gracias, doctor.Intento meter un bocado antes de que cruce la puerta—. No sé lo que dijo, perdón, me quedo dormida. De todas maneras, quiero que sepa que soy psicóloga. Sé cómo funciona esto. Llamen a mi psiquiatra. Se llama Analía Suárez. Ella me atiende hace más de veinte años, puede decidir qué es lo mejor para mí, me conoce como nadie.

Tu hermana ya la llamó.Se adelanta la enfermera—. Pero la doctora le dijo que hacía un año que habías dejado de ir. No nos quiso pasar ni la historia clínica. Dice que ya no es su responsabilidad.

Noto un aire de triunfo en la cara de la enfermera. La muy estúpida está pensando que ganó una batalla. Sé que los pacientes psiquiátricos y, peor aún, los suicidas son (somos) tratados con indignación y desprecio por estar haciéndoles perder tiempo a un doctor de verdad. Estoy quitándole una cama a un enfermo real. Pienso en Analía, aquella profesora de excelencia que tanto admiré cuando me formé en psicofarmacología, mi psiquiatra, la que tiene en una computadora mi vida entera… La persona a la que le entregué mi confianza absoluta, mi mundo interno, y el diez por ciento de mi sueldo durante años. La necesito.

Sorete. Estás haciendo abandono de paciente.

Me doy cuenta de que lo dije en voz alta cuando Inés me dice que no lo puede creer. Que es para denunciarla. Mi amiga sigue siendo mi aliada.

Si entro en una neuropsiquiátrica, pierdo la carrera. Inés, por favor, la mitad de mis pacientes están ahí adentro. Mi último libro habla sobre la recuperación de pacientes con trastornos del estado de ánimo. Es un mal chiste. Soy una impostora. Me salvaron la vida para cagármela mejor.

Amiga, yo te entiendo, pero sola no te podés quedar. Conocés el protocolo mejor que yo. Nadie te va a tomar en un ambulatorio con un intento de suicidio encima. En la casa de tu mamá no podés quedarte. Ya viste... Yo te llevaría de mil amores a mi casa, pero esto implica una responsabilidad tremenda, Carol. No puedo. ¿Te llega a pasar algo y qué hago?

Me quedo pensando en la frase de Inés… Un intento de suicidio encima… Me observo mentalmente. A partir de ahora soy una casi muerta. Llevo conmigo una bomba en la mano. Es lógico que dé miedo. En rigor de verdad, puedo terminar de morirme mucho más rápido que aquel que todavía no empezó con el proceso.

¿Mi mamá dónde está?

Nadie contesta.

¿Por qué el agua del suero es verde, señora?

Pero la señora no responde. Ignorarme forma parte del protocolo del castigo. Inés, que ya había averiguado, me recuerda que es el color de la fluoxetina. Me pregunta por qué tenía tantos paquetes de medicación. Le contesto que debe ser porque hace meses que la dejé de tomar. Se tapa la boca y se pone a llorar otra vez.

La miro con entusiasmo. Le cuento que hace un tiempo venía pensando en armar un negocio con ella.

Es momento de darles rienda suelta a los sueños, Inés. ¿Si no es ahora, cuándo? A vos te va a encantar. ¿Te cuento? Quiero tener un negocio virtual en el cual se conjuguen todas las cosas que me gustan: café, libros, flores, tazas…

Inés me interrumpe para decirme que va al baño. Se escapa. Sigue llorando. No entiendo por qué están complicando tanto las cosas.

Todo mi entorno está a flor de piel. Menos yo, que siento una serenidad indescriptible. Estoy seca. Desconectada, por fin, de la realidad. Nada me perturba. Nada me moviliza. Deseo tanto que el lavaje de estómago haya extirpado la depresión de los genes. No sé hasta dónde llegan estas mangueras. Pero probablemente algo mágico me esté sucediendo. Lo deseo tanto que me lo creo. Me asumo sana.

El psiquiatra que venía en camino para convencerme de que me interne acaba de llegar. Lo veo triste. Ausente. Reconozco esa emoción perfectamente. Quiero decirle que se acueste al lado mío, preguntarle qué le pasa, pero hay mucha gente en esta sala y no quiero dejarlo expuesto.

Arrima una silla y se acerca. Según las letras bordadas en el bolsillo de su guardapolvo se llama Gustavo. Pone cara de compasión y me toma de la mano. Está actuando para llevarme adonde no voy a ir.

Le quito la mano de encima y me siento en la cama con un soplo que denota agotamiento. La manguera, el suero, y las sondas se me enredan en el cuello.

Bueno, basta. Me pronuncio determinante—. Terminemos con este circo. Les agradezco a todos, pero no me pueden internar contra mi voluntad. Me voy a mi casa, me cuido sola.

Intento pararme, pero me desarmo en la cama como una gelatina a la que le falta una hora de heladera.

Pero te pueden judicializar. Me enfrenta con saña la enfermera que dejó de ignorarme.

Pensé que se había ido, señora. No se preocupe que eso no va a pasar. No tengo familia disponiblele respondo con sarcasmo. Le pierdo el cariño que le tenía en un segundo.

El psiquiatra les pide a todos que se retiren, así charla conmigo. Le digo que no hace falta. Que tengo sueño.

Mañana lo llamo, doctor Gustavo. Hoy le juro que no entiendo nada.

Pero, Carola, tenemos que hablar. Te prometo que será una conversación cortita.Se acerca al oído y me dice que le dé una posibilidad. Que él me entiende más de lo que me imagino.

Lo sabía… Este tipo es de los míos. Me apena. Tiene la mirada cansada, vacía. Estoy segura de que algo le pasa. No quiero dejar de verlo, pero pienso que ahora no puedo escucharlo. Así diga lo que me tenga que decir, no es momento.

Hoy no, doctor. Gracias. Déjeme una tarjetita con sus datos y yo lo llamo.

El doctor percibe una tensión en la sala que intenta suavizar. Traza una línea imaginaria entre ellos y yo. Puertas adentro, me sonríe con cariño. Puertas afuera, se acomoda el guardapolvo y defiende mi comportamiento con la rigurosidad del saber en sus palabras.

Es normal que luego de un episodio tan traumático, la paciente se muestre disociada. En este caso, la disociación es un mecanismo adaptativo que desconecta la mente de la realidad. No es para asustarse. Es como si la persona se separara de quien es. Una pequeña distancia de seguridad que reduce el impacto emocional, del dolor, del miedo, del momento. Lo que Carola está transitando no es ni más ni menos que un estado de shock postraumático. Por eso la ven actuando así, totalmente desajustada a la realidad. Es importante que lo sepan, porque veo un poco de asombro en sus caras. Sonríe tímidamente—. Puede permanecer así varios días. No es para preocuparse, pero sí es importante que esté controlada por especialistas.

Lo miro orgullosa de saber que está haciendo su trabajo a la perfección.

—La tarjetita, doctor —le recuerdo sonriente antes que se vaya.

Pero Julia, que no se asusta ni se preocupa, se levanta con la fuerza de un tsunami de la silla en la que estaba amurallada. Se coloca al lado de la enfermera. Son dos pumas al acecho. Cruza los brazos y se los apoya en las tetas. El psiquiatra libera su espacio, no sé si por respeto o por miedo. Es la primera vez que Julia se me acerca. Tiene toda la cara colorada. Los cachetes están a punto de estallar. Creció a pasos agigantados desde la última vez que la vi. Por un momento creo que mide dos metros y que pesa 160 kilos. Me queda muy claro de qué bando no está. La miro con la boca cerrada, pero sonriendo de punta a punta. No es mi intención. Es un gesto que salió de manera involuntaria y que hubiera querido evitar a toda costa.

Qué tarjetita ni tarjetita. No estás en un boliche, querida. El doctor vino a verte y lo vas a escuchar. Mirá… Carola… Conmigo no te hagas la loquita. Te internás por las buenas o la denuncia te la hago yo, que todavía soy tu familia. Te mandaste una cagada, ahora bancátela. Mueve la cabeza como un balero intentando encajar en el palo que lo sostiene.

La señalo con el dedo índice marcando distancia. La miro hondo sin dejar de sonreír. Soy una hiena. Es la primera vez que estoy por enfrentar a mi hermana y juro que no quiero hacerlo. Una palabra que no forma parte de mi vocabulario sale de mi boca a la velocidad de una bala.

Bruja.

Julia revienta en llanto. Inés le dice que se tranquilice, mientras veo perfectamente que se traga una carcajada.

No sabe lo que dice, Juli. Lo acaba de explicar el psiquiatra. Me mira elevando las cejas, mientras consuela a mi hermana.

Sí que sabe, ¿qué no va a saber? Es cínica. Todo sabe. Sos una mierda, nena. Hace ocho horas que estoy acá sentada. Todavía no volví a mi casa. No vi a mis hijos. Me duele todo el cuerpo. No te importa nada ni nadie. Nicolás tiene razón. Pero vos a mí no me conmovés. No me vas a manipular, no te creo nada. Ya mismo voy a buscar ropa a tu casa porque te vas a internar. Tenés un minuto para decirme qué mierda querés que ponga en la valija.

En mi mesita de luz hay rivotril. Solo eso, necesito dormir.

Julia me comió el hígado con la mirada. Juro no comprender la gravedad de mis palabras, pero quiero reparar el daño que estoy generando. Rescato algunas líneas del informe del psiquiatra que me llegan por arte de magia a la cabeza.

Perdoname si te lastimé, Julia. Es la disociación.

Pero se lo digo sonriendo. Mi buena intención pierde valor y mi hermana desaparece.

3

Siento un apagón inesperado. Como una obra de teatro que está finalizando, percibo cómo se está por cerrar el telón. Algo, que no sé precisar qué es, se está terminando allá afuera. O adentro. No sé cuál es la diferencia. Me siento extraña, pero de una manera diferente de la que me estaba sintiendo hace un rato. No tengo noción del tiempo. Les quiero pedir perdón a todos por haberme suicidado justo hoy. Realmente siento haber generado todo este caos en la rutina de mis seres queridos. Pero me callo. Guardo silencio. Miro toda la escena como si no me perteneciera. Soy yo y no soy yo al mismo tiempo. Empiezo a recordar cosas que no quiero. Las sacudo con la cabeza en un intento de provocar su caída antes de que ingresen a mi cuerpo. No puedo decidir qué imágenes pasan y cuáles no. La memoria le gana la batalla a la represión, y los recuerdos van cayendo a mi pesar.

La desesperación por meterme las pastillas. El agua chorreando por mis mejillas y bajando hasta el cuello. Mis gritos cargados de impotencia. Un impulso animal gobernando mi comportamiento. El vaso vacío. La remera mojada. La canilla del baño de mi habitación como un bebedero que me ayuda a empujar lo que ya no entra. La taquicardia descontrolada. El desorden violento arriba de mi cama como espejo de mi caos interior. La agenda interminable. Mi idea errónea de dejar de vivir mientras duermo como la bella durmiente. Más pastillas. Mis dedos arqueándose de a poco haciendo una fuerza descomunal que nunca tuve. Podría romper un muro. Mis hijos en la escuela. La preocupación por que alguien los retire. La falta de cordura. El miedo a morir con dolor. La sensación de sentirme un monstruo. La seguridad de estar salvando a mis hijos con mi ausencia. Que nadie les diga cómo me morí. Más taquicardia. El mareo. La desesperación por despedirme. Mis mensajes a Julia. A Nicolás. A Sofía. Sus respuestas cargadas de egoísmo. El golpe de mi cabeza en el piso. Mi voz en algún lugar impreciso pidiéndole a Inés que me deje morir. La esperanza de reencontrarme con mi papá. La falta de aire en el pecho. El sabor repugnante de la fluoxetina que se derrite en mi lengua. No puedo tragar. La ira en el lugar donde va la sangre. El agotamiento mental. El límite. La incapacidad de seguir así. El odio. El final del dolor. La paz. La libertad. La muerte.

Veo mi cara reflejada en un espejo que no existe. Quiero que alguien me masajee mis pensamientos para que se calmen. Recorro lentamente la manguera que sale de mi boca con el dedo índice. Huelo mal. Me toco la cabeza. Alguien me recogió el pelo y escondió el vómito que recién ahora estoy inhalando. Miro el suero un largo rato. Suspiro de manera interrumpida. Observo el techo y lo transformo en un cielo. La cabeza nunca me para.

Pienso en mi papá. En mis abuelos. Extraño a mis muertos. Les tengo miedo a mis vivos. Cabeceo. Escucho el ruido de unos tacos que se acercan a la cama y me despiertan.

¿Mami? ¿Viniste?

Soy Inés, acá estoy, amiga.

¿Alguien le avisó a mi mamá?

La mano de Inés abraza fuerte la mía. Apoya su boca en mi frente y responde susurrando que sí.

Sí, Carol. No bien te ingresaron al hospital, tu hermana se encargó de avisarle.

Abro la mano y me saco a Inés de encima. Cierro los ojos y trago saliva. El gusto salado de una lágrima acaba de tocar mi boca. Estoy temblando. No sé si de frío o de miedo. Se está rompiendo el hechizo.

Me quedo dormida.

4

Desde mis seis años, fui adquiriendo un repertorio espantoso de síntomas físicos y psicológicos. Una batería interminable que nunca se agotaba. La desaparición espontánea de uno anunciaba la llegada del siguiente. Eran todos diferentes entre sí, pero como todo síntoma psicológico tenía un gran beneficio, un beneficio secundario: calmar un daño mayor que en ese momento no podía reconocer. Lo cierto es que, con cada despliegue, la ansiedad que evidentemente sentía lograba descomprimirse y salir por diferentes medios, inapropiados, sí, pero los únicos que mi inconsciente era capaz de fabricar.

Al principio de m

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