Argentina es un país hecho de historias colectivas, eventos, desigualdades y felicidades que se codifican en símbolos que compartimos y nos disputamos a través de la cultura. La cultura es en sí misma una definición difícil y se impone en este libro como un espacio más o menos abierto, más o menos accesible, cambiante por sobre todas las cosas. Pensarla como territorio nos ayuda a entender que todos contribuimos con el armado de ese tejido invisible pero palpable y que la relación entre el centro y sus márgenes está en permanente mutación. Como si la luz se moviera y fuéramos capaces de iluminar distintas zonas.
Aquí vamos a conjurar ciertas producciones artísticas y discursivas que componen nuestra identidad. Son más constelaciones que series organizadas, ya que sus partes son díscolas y su composición es asimétrica, desordenada, imprevisible; pero terminan formando algo con entidad propia, algo a lo que le damos un nombre, algo que cuando lo vemos decimos: ahí está. Acá está. Nuestra cultura está compuesta por escenas superpuestas, invocaciones espontáneas en la vida cotidiana. Por ejemplo, pensemos en los miles de stickers de WhatsApp que se han convertido en otra manera de materializar nuestras frases célebres, que son las de nuestras películas, nuestras divas, nuestros chistes más longevos; sonidos, canciones e imágenes que dejaron recuerdos familiares, íntimos, pero compartidos con otros. A veces, incluso, con personas que no conoceremos jamás. Podríamos decir que la cultura es un entramado que sostiene algunas acciones en el tiempo; y la patria, una serie de gestos que se repiten. Grandes relatos o historias mínimas conforman una región imprecisa pero cierta del acá. Todo lo que no verbalizamos porque no hace falta, porque lo conocemos, porque lo compartimos es nuestro. Cuando decimos, por ejemplo, una que sepamos todos, aquello que no reponemos explica el contexto, el referente, la intención. Y los símbolos que vehiculizan los sentidos de nuestras convicciones están hoy en el centro de la escena política.
En diciembre de 2023 asumió la conducción de Argentina un gobierno inédito: encabezado por un presidente casi sin carrera política, conocido popularmente por sus intervenciones televisivas, y —esto es fundamental— por su presencia en redes sociales y plataformas digitales. Se autoproclama representante de una corriente económica teórica nunca puesta en práctica en ningún lugar del mundo: el anarcocapitalismo. Más allá de la singularidad que lo separa de la clase política tradicional, este presidente encuentra cruces inesperados con corrientes liberales del siglo XIX, con el pensamiento de Juan Bautista Alberdi, y reivindica a figuras como Carlos Saúl Menem; al mismo tiempo que muestra simpatía por los procesos dictatoriales y forma gobierno con viejos representantes de lo más rancio del neoliberalismo ya transitado en nuestro país. La complicidad de los medios de comunicación tradicionales con dirigentes de centroderecha permitió la expansión de discursos de odio hacia ciertos sectores de la sociedad, eliminando desde las mismas instituciones democráticas cualquier imaginario de solidaridad, cooperativismo o tolerancia a las ideas. La encrucijada económica y social de Argentina es muy grande, pero sobre ella además se despliega una disputa cultural por los símbolos que identifican al país, tironeados desde un lado por conservadores nacionalistas, liberales, anarquistas procapital, y una gran cantidad de trabajadores informales decepcionados de los mecanismos democráticos tradicionales del siglo XX. Aquí, Argentina es un ejercicio de pensamiento abierto al diálogo que parte de algunos hitos que constituyen eso que llamamos idiosincrasia y cultura argentina.
La explícita decisión del gobierno argentino de encarar una batalla cultural se reitera en acciones y declaraciones públicas. En una de sus intervenciones frente a un auditorio de militantes de ultraderecha en España en junio de 2024, el presidente afirmó: “Yo no solo pienso en la política desde lo que es la batalla política sino que pienso también en la batalla cultural”, y agregó: “Dar la batalla cultural no solo es moralmente correcto sino necesario para cualquier éxito de un programa de gobierno libertario”. Acordemos en la metáfora, pero preguntémonos cuáles son los botines, cuáles los rehenes y con quiénes disputamos el control de qué recursos. En fin, ¿qué significa disputarse la cultura de un país?
Para el mileísmo esta batalla cultural se despliega sobre algunas zonas bien definidas: movimientos emancipatorios como el antirracismo o la reemergencia indígena, expresiones artísticas o institucionales ligadas al movimiento feminista y ambientalista, los medios de comunicación y el Estado. El presidente entiende que ahí se cocinan los enemigos del éxito de su proyecto económico y político. “La raíz del problema argentino no es político o económico. Es moral”, explicó en febrero pasado, en uno de sus cuantiosos posteos en la red X (ex Twitter). Esta batalla cultural implica algunos quiebres de grandes acuerdos sobre la democracia, la solidaridad, la forma de relacionarnos; quiebres que suceden en la misma lengua, sobre las mismas palabras, en una cultura tironeada.
Trampear al mercado
La obra de teatro documental de la actriz y directora Lorena Vega, Imprenteros, reconstruye un lugar perdido: la imprenta del conurbano bonaerense en la que se criaron tres hermanos, rodeados de papeles, tintas y guillotinas, y que les fue arrebatada por sus medios hermanos. La obra es un biodrama que, a través de fotos y charlas entre los protagonistas, va contando la historia. Es emocionante en muchos aspectos, pero el final se vuelve especialmente simbólico. Lorena Vega le pide a uno de sus hermanos que haga los gestos de los pasos de una impresión, como si las máquinas que participan del proceso estuvieran ahí. El hermano comienza a hacer los gestos, a los que les agrega la imitación del sonido de la máquina inexistente. A ese movimiento se suma Lorena, y luego el resto del elenco. Juntos, forman una danza que se repite y que los une, un ritmo sin objeto de referencia. Una coreografía que comparten y en la que cada uno, más que repetir, agranda ese movimiento para convertirlo en un símbolo autónomo. Crean el recuerdo individual pero compartido de aquello que ya no está, que fue arrebatado o perdido. Una serie de gestos para recordar. Veo ahí una metáfora de aquello que llamamos “patria”, más allá de su territorio geopolítico. Los gestos que repetimos están atravesados por una cantidad de referencias que llevamos silenciosamente y que ponemos en práctica solo en conjunto.
¿Qué es lo que hace una obra de arte en una persona: una canción, un poema, un cuadro? En ese encuentro personal pero colectivo se crea un talismán. El poder del talismán se asem