Hasta que empieza a brillar

Andrés Neuman

Fragmento

brillar-4

María se acomodó el pelo: vivía despeinada. Alisó los almohadones del sofá, se ajustó el último botón del chaleco y juntó las manos, como rogándoles que se quedaran quietas.

Tenía pocas ganas de que su invitado llegase y, al mismo tiempo, estaba ansiosa por escucharlo. Se había repetido tantas veces que en realidad no importaba, que la idea ni siquiera había sido suya. Pero ahí seguía, asomada a la ventana.

Las ramas de enfrente ondulaban despacio. A lo lejos, las frondas se encogían de hombros.

Cuando sonó por fin el timbre de abajo, pulsó fuerte el interruptor sin preguntar quién era. Los mecanismos del ascensor crujieron. Enseguida llamaron a la puerta.

María vio el cráneo pulido de Dámaso Alonso, sus anteojos de pasta descolgándose de las orejas, su bigote a medio evaporar, todo el estudio acumulado en el ceño. Esas ojeras de insomnio histórico.

—Buenas tardes, María.

—Adelante, adelante.

—Me encanta este lugar.

—Ah, ¿no lo conocías?

—Mi última visita fue en la calle Don Quijote.

—Aquí estamos mejor.

—No puede haber nada mejor que Don Quijote.

Ella se abstuvo de festejarle la broma. Lo miró con severidad.

—Me alegra verte contento.

Dámaso parpadeó rápido. Rectificó su sonrisa. Atravesó el comedor haciéndose el sorprendido.

—¡Y qué luz, qué amplitud!

María no se molestó en contestar. Le quitó el abrigo de las manos y le indicó que tomara asiento.

—¿Una taza de té?

—Café, si no es molestia.

Puso la cafetera en el fuego. Llenó enfáticamente las tazas, derramó un poco y resopló. Limpió con brusquedad los platitos. Agregó unas galletas, plegó un par de servilletas de hilo y volvió concentrada en la bandeja: se sentía muy capaz de volcarla.

Se quedó de pie, inmóvil, junto a su invitado. Tuvo la impresión de que contemplaba sin entusiasmo lo que le había traído.

—Mil gracias, querida. ¿Y Fernando?

—De paseo con Carmina, para que podamos charlar tranquilos. Cada vez le cuesta

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