Corona de medianoche (Trono de cristal 2)

Sarah J. Maas

Fragmento

Corona de medianoche

CAPÍTULO 2

Celaena Sardothien avanzaba a grandes pasos por los pasillos del castillo de cristal de Rifthold. Un pesado bulto, que se balanceaba con su caminar y que le golpeaba las rodillas , pendía de su mano. Si bien la capucha de la capa le ocultaba casi por completo el rostro, los guardias no la detuviero cuando se dirigió a la sala del consejo del rey. Sabían perfectamente quién era. Y para quién trabajaba. Como campeona del rey, los superaba en rango. En realidad, muy pocos habitantes del castillo presumían un rango superior al de ella. Y eran aún menos los que no le temían.

Con su capa se acercó a las puertas de cristal. Los guardias, parados a ambos lados de la entrada, se irguieron cuando Celaena los saludó con un gesto justo antes de cruzar el umbral de la cámara real. Sus botas apenas resonaban contra el rojizo mármol.

En el centro de la cámara, sentado en su trono de cristal, el rey de Adarlan la esperaba. En cuanto la vio llegar, el soberano clavó la mirada en el saco que colgaba de su mano. Igual que había hecho en las tres ocasiones anteriores, Celaena posó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza.

Plantado junto al trono, Dorian Havilliard también la esperaba. Celaena notó sus ojos color zafiro fijos en ella. Al pie del estrado, siempre a un paso de la familia real, se encontraba Chaol Westfall, capitán de la guardia. La asesina alzó la vista hacia él desde las sombras de la capucha y reparó en los angulosos contornos de su rostro. Viendo su impasible semblante, nadie habría adivinado que conocía a Celaena. No obstante, así debía ser. Formaba parte del juego que llevaban realizando desde hacía varios meses. Tal vez Chaol fuera su amigo, o incluso alguien en quien podría llegar a confiar, pero seguía siendo capitán. Por encima de todo, el hombre era leal a la familia real. El rey se dirigió a ella.

—Levántate.

Con la barbilla en alto, la asesina se incorporó y se retiró la capucha.

El monarca agitó la mano y la sortija de obsidiana que lucía en el dedo capturó la luz de la tarde.

—¿Misión cumplida?

Con una mano enguantada, Celaena hurgó en el saco y arrojó la cabeza a los pies del rey. Nadie pronunció palabra alguna cuando la carne dura y putrefacta rebotó en el mármol con un golpe sordo. La cabeza rodó hasta la tarima. Cuando se detuvo, los lechosos ojos se clavaron en la recargada araña de cristal que colgaba del techo.

Dorian se irguió y desvió la mirada. Chaol no apartaba los ojos de Celaena.

—Opuso resistencia —declaró ella.

El rey se echó al frente para examinar de cerca el maltrecho rostro y los cortes irregulares del cuello.

—Apenas lo reconozco.

Aunque estaba nerviosa, Celaena se las arregló para esbozar una sonrisa cruel.

—Me temo que las cabezas humanas no son mercancía fácil de transportar —Hurgando de nuevo en la bolsa, sacó una mano—. Esta es su sortija.

Intentó no prestar atención a la carne pútrida del miembro, ni tampoco al hedor que emanaba, cada día peor. Le tendió la mano muerta a Chaol, quien, ensimismadamente, la tomó para entregársela al rey. El soberano hizo una mueca, pero extrajo de todos modos el anillo del rígido dedo. Tiró la mano a los pies de Celaena y procedió a examinar la joya.

Dorian parecía horrorizado. Durante los duelos, nunca había dado muestras de que le afectara el trabajo de Celaena. ¿Qué esperaba? ¿Acaso no sabía cuál era la finalidad de la campeona del rey? Por otra parte, cualquiera se sentiría asqueado ante una mano y una cabeza cercenadas, incluso aquellos que llevaban toda una década viviendo a la sombra de Adarlan. Y Dorian, que jamás había luchado cuerpo a cuerpo, que nunca había visto filas y filas de presos avanzar cabizbajos hacia el tajo del carnicero con los pies encadenados… Bueno, quizá lo raro era que no hubiera vomitado todavía.

—¿Y qué me dices de su esposa? —quiso saber el rey, que observaba el anillo al derecho y al revés.

—Encadenada al resto de su esposo en el fondo del mar —replicó Celaena con una siniestra sonrisa.

Extrajo una segunda mano del saco, más pálida y esbelta. Aún llevaba la alianza de oro en el dedo, con la fecha de la boda grabada en su interior. Celaena le ofreció el segundo miembro al rey, pero este lo rehusó con un movimiento de cabeza. Ella devolvió la mano al grueso costal de lona. Evitó mirar tanto a Dorian como a Chaol.

—Muy bien —musitó el rey. Celaena esperó mientras el soberano pasaba la vista de la asesina al saco, y de este a la cabeza. Después de un instante, que se le hizo eterno, el monarca prosiguió—. Se está fraguando una rebelión aquí en Rifthold, alentada por un puñado de individuos que harán lo que haga falta con tal de destronarme… y que pretenden interferir en mis planes. Tu próxima misión consiste en sofocar la revuelta y ejecutarlos antes de que se conviertan en una verdadera amenaza para mi imperio.

Celaena apretaba el saco con tanta fuerza que le dolían los dedos. Chaol y Dorian miraban fijamente al rey, como si jamás hubieran oído hablar de una revuelta.

Antes de su partida a Endovier, Celaena había oído rumores sobre la existencia de fuerzas rebeldes. De hecho, había conocido a varios rebeldes en las minas de sal, presos como ella. Pero de eso a que se estuviera tramando una revolución en el corazón de la capital… ¿Qué pretendía el rey? ¿Que liquidara a los presos uno a uno? Además, ¿de qué planes hablaba? ¿Qué sabían los rebeldes de los planes del soberano? Se guardó las preguntas muy dentro de sí, para que nadie pudiera leerlas en su cara.

El rey tamborileó los dedos en el brazo del trono. Con la otra mano jugaba con el anillo de Nirall.

—Hay muchos nombres en mi lista de sospechosos, pero te los iré diciendo uno a uno; el castillo está lleno de espías.

Chaol se irritó al oírlo, pero el rey hizo un gesto en su dirección y el capitán se acercó a Celaena con un pergamino. Con expresión inescrutable, se lo tendió.

Celaena reprimió el impulso de mirar a Chaol a los ojos. Él, en cambio, le rozó ligeramente los dedos al entregarle la hoja. Imperturbable, la asesina tomó el documento. Llevaba escrito un solo nombre: “Archer Finn”.

Tuvo que recurrir a todo su autocontrol y sentido de supervivencia para disimular la sorpresa. Conocía a Archer… Lo conocía desde los trece años. En aquellos años, él había acudido a la guarida de los asesinos a recibir entrenamiento. Archer era varios años mayor que ella. Ya entonces era un cortesano muy solicitado, tanto que era ne

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