El piso mil 3 - Cielo infinito

Katharine McGee

Fragmento

AVERY

Tres meses antes

Avery tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre el reposabrazos del helicóptero de la familia. Al notar que su novio la observaba, levantó la vista.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó, burlona.

—¿Así cómo? ¿Como si quisiera besarte? —Max respondió a su propia pregunta inclinándose para plantarle un beso en los labios—. Puede que no te hayas dado cuenta, Avery, pero siempre tengo ganas de besarte.

—Por favor, prepárense para aterrizar en Nueva York —intervino el piloto automático del helicóptero, que proyectó el aviso por medio de unos altavoces ocultos. Tampoco era que Avery necesitase esa información; llevaba todo el viaje pendiente del trayecto.

—¿Estás bien? —Max la estudió con una mirada cálida.

Avery se agitó, sin saber muy bien qué explicación darle. Lo último que quería era que Max pensara que estaba angustiada por él.

—Es solo que... han sucedido muchas cosas mientras he estado fuera. —Había transcurrido mucho tiempo. Siete meses, el período más largo que había pasado fuera de Nueva York en sus dieciocho años de vida.

—Incluido yo. —Max desplegó una sonrisa cómplice.

—Sobre todo tú —confirmó Avery, que imitó su expresión.

La Torre no tardó en agrandarse hasta dominar las vistas que ofrecían las ventanillas de flexiglás. Avery la había contemplado desde esta perspectiva en infinidad de ocasiones (durante los años que había pasado viajando con su familia, o con su amiga Eris y sus padres), aunque nunca había reparado en lo mucho que se parecía a una inmensa lápida de cromo. Como la lápida de Eris.

Avery apartó esa idea de su cabeza. En su lugar, se centró en la luz otoñal que bailaba sobre las aguas agitadas del río, bruñendo la antorcha dorada de la Estatua de la Libertad, antaño tan alta y hoy empequeñecida de forma ridícula por su colosal vecina, la megatorre de mil pisos que brotaba de la superficie de hormigón de Manhattan. La Torre que la empresa de su padre había ayudado a construir, en la que los Fuller ocupaban la planta superior, el ático más espacioso del mundo entero.

Avery dejó caer la mirada hasta los barcos y los autocares que ronroneaban abajo, los monorraíles suspendidos en el aire como delicadas hebras de tela de araña.

Había dejado Nueva York en febrero, poco después de la inauguración del nuevo complejo residencial vertical que su padre había levantado en Dubái. Aquella fue la noche en que Atlas y ella decidieron que no podían estar juntos, por mucho que se amaran. Porque, aunque no fueran parientes consanguíneos, Atlas era el hermano adoptivo de Avery.

En aquel momento Avery creyó que su mundo se caía a pedazos. O tal vez ella se quedó hecha pedazos, tan infinitesimalmente diminutos que terminó por convertirse en la protagonista de aquella canción infantil, la que después ya no tenía manera de recomponerse. Estaba segura de que moriría de pena.

Había sido una ingenua al pensar que aquella herida en el corazón acabaría con su vida, pero así era como lo sentía entonces.

Pese a todo, el corazón es un pequeño órgano extraño, obstinado, elástico. Al darse cuenta de que sobreviviría, comprendió que quería marcharse, alejarse de Nueva York, de los recuerdos dolorosos y de las caras conocidas. Igual que había hecho Atlas.

Ya había solicitado entrar en el programa de verano de Oxford; después solo había tenido que ponerse en contacto con la oficina de admisión y preguntar si podría trasladarse pronto, a tiempo para el semestre de primavera. Se había reunido con el decano de la Berkeley Academy a fin de pedir los créditos del instituto que necesitaba para los cursos académicos de Oxford. Por supuesto, en todo momento se le allanó el camino. Como si alguien fuera a negarle algo a la hija de Pierson Fuller.

No obstante, la única persona que se oponía a ella era el propio Pierson.

—¿Qué es todo esto, Avery? —le preguntó cuando ella le mostró la documentación del traslado.

—Necesito marcharme. Irme lejos de aquí, a algún lugar que no me traiga ningún recuerdo.

La mirada de su padre se ensombreció.

—Sé que la echas de menos, pero esto me parece excesivo.

Cómo no. Su padre daba por hecho que esto se debía a la muerte de Eris. Y así era, en parte, pero además Avery estaba triste por Atlas.

—Solo necesito pasar una temporada fuera de Berkeley. Todos me miran por los pasillos, cuchichean a mis espaldas —insistió, y decía la verdad—. Solo quiero alejarme de esto. Ir a algún lugar donde nadie me conozca, y donde yo no conozca a nadie.

—Te conocen en todo el mundo, Avery. Y quien no te conozca aún, te conocerá pronto —le recordó su padre en un tono comprensivo—. Iba a decírtelo... Este año voy a presentarme a la alcaldía de Nueva York.

Avery se lo quedó mirando por un instante, muda de puro asombro. Aunque no tendría que haberse sorprendido tanto. A su padre nunca le bastaba con lo que tenía. Cómo no, ahora que era el hombre más rico de la ciudad, querría ser también el más destacado.

—Volverás el próximo otoño, para las elecciones —le dijo Pierson. No era una pregunta.

—Entonces ¿puedo ir? —inquirió Avery, y notó un profundo alivio en el pecho, casi mareante.

Su padre suspiró y empezó a firmar los papeles de la autorización.

—Algún día, Avery, entenderás que no sirve de mucho huir de las cosas si al final vas a tener que volver y enfrentarte a ellas.

La semana siguiente, Avery y una esforzada banda de bots de traslado avanzaban por las calles estrechas de Oxford. Las residencias estaban completas en pleno semestre, pero Avery había publicado un anuncio anónimo en los tablones de anuncios de la escuela y había encontrado una habitación en una cabaña situada fuera del campus con un espléndido jardín descuidado en la parte de atrás. Hasta incluía una compañera de cuarto, una estudiante de Poesía que se llamaba Neha. Y, también, una casa llena de chicos en la puerta de al lado.

Avery se integró muy bien en la vida de Oxford. Le encantaba lo antiguo que parecía todo: que sus profesores escribieran en tableros verdes con unos curiosos lápices blancos; que los demás la mirasen a la cara cuando le hablaban, en lugar de llevar los ojos en todas direcciones constantemente para consultar los agregadores. Aquí casi nadie tenía las lentes de contacto digitales que Avery llevaba usando toda la vida. En Oxford las conexiones eran tan inestables que había terminado quitándoselas y viviendo como una humana premoderna, sin más ayuda que la de una tableta para comunicarse. Le agradaba lo pura y despejada que notaba ahora la vista.

Una tarde, mientras trabajaba en un ensayo para la clase de Arte de Asia Oriental, se distrajo con los ruidos que procedían de la puerta c

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