El corazón de piedra verde

Salvador de Madariaga

Fragmento

Capítulo I
EL REY NEZAHUALPILLI TIENE UNA HIJA

1

Cuando vinieron a decir al rey Nezahualpilli que su mujer Xochotzincatzin o Pezón-de-Fruta le había dado una hija, su rostro permaneció inmóvil ocultando con su impasibilidad la profunda alegría que inundaba su corazón. En su otra mujer, hermana mayor de Pezón-de-Fruta, así como en las cuarenta y tantas mujeres que entre sus dos mil concubinas solía frecuentar, Nezahualpilli había sembrado y recogido ya más de cien hijos e hijas. Pero Pezón-de-Fruta no era sólo una de sus mujeres legítimas, hijas de Tizoc, emperador de Méjico, sino también la primera y única mujer que había amado de verdad.

Su primer impulso fue ir a consultar las estrellas para indagar cómo estaban dispuestas a acoger a aquella nueva alma que comenzaba su peregrinación en nuestro oscuro y cenagoso planeta. El rey Nezahualpilli era gran estrellero, y hasta los sacerdotes que regían el calendario astrológico, distinto del calendario cívico entre los aztecas, respetaban su ciencia. Entre el pueblo, la familiaridad en que vivía con los misterios celestes le había valido fama de mago y hechicero, muy contraria, por cierto, a su espíritu racionalista; de modo que el más humano de los aztecas pasaba entre el vulgo por capaz de encarnar a voluntad en el cuerpo de un tigre, de un león o de un águila.

La hija del rey había nacido en 1500 de la era cristiana, año 3-Cuchillos de la era azteca, signo nada tranquilizador, pues los cuchillos tenían relación con el norte, de donde solían venir los enemigos que atacaban el imperio, y además con el color rojo, con la sangre y con el fuego. El signo del mes mágico era ceacatl o 1-Cañas, generalmente considerado como de mal agüero en la astrología mejicana por estar sometido al capricho de Quetzalcoatl o Serpiente de Plumas, dios del viento; los nacidos bajo este signo eran personas de mala suerte condenadas a que el viento se llevase en sus ráfagas locas todo aquello en que ponían su empeño y su deseo. Pero el rey sabía que esta tendencia maligna del mes 1-Cañas no era absoluta y que tenía días faustos. Los sacerdotes recomendaban que los niños nacidos en una de las primeras seis “casas” del mes no se “bautizasen” hasta el séptimo día o, mejor todavía, el octavo, llamado “Chicuexuchitl” (Ocho Flores). Ahora bien, la hija del rey había nacido precisamente en este octavo día de Ocho Flores, y además, en el calendario cívico, el día resultaba ser el vigésimo del mes, y llevaba por lo tanto el nombre de Xuchitl o Flor. El rey mandó pues que se bautizase a la niña sin tardanza llamándola Xuchitl.

El rey echó su acayetl o cigarro sobre las ascuas de un pebetero que ardía en un rincón de su cámara y se dirigió a las habitaciones de su mujer favorita. Iba cruzando salas ricamente decoradas con toda suerte de animales reales e imaginarios, cuyas siluetas doradas caracoleaban sobre un fondo de estuco bruñido; pisando con pie ligero, calzado con zapatos de piel de tigre teñidos de verde y suela de oro, sobre pisos de madera primorosamente decorados y tan brillantes que reflejaban su figura como un agua quieta. Al acercarse a las habitaciones de la reina, tuvo que hacerse paso a través de olas y olas de mujeres —casi todas concubinas suyas, algunas hijas ya mayores o concubinas de sus numerosos hijos— que iban y venían como una marea, movidas por la curiosidad y la tradición, para echar una primera ojeada a la recién nacida. Algunas traían de la mano a sus niños, con las rodillas frotadas con ceniza para que no se les dislocasen, como era sabido que solía ocurrir a cualquier niño que entrase en la habitación de una parturienta sin haber tomado precaución tan elemental.

Tras la espesa cortina vistosamente bordada de obra de plumería, que separaba la cámara de la reina de la sala atestada de gente, la comadrona o ticitl trabajaba sin descanso. Lo primero que había hecho al recibir a la criatura en un parto fácil había sido cortar un mechón del pelo de la coronilla, que, según costumbre religiosa, apartó para que, al lado de otro mechón cortado de semejante lugar el día de su muerte, fuese presentado en una caja consagrada como ofrenda a la imagen de la difunta, una vez consumido su cuerpo por las llamas de la pira funeraria. Ya cumplido este primer deber piadoso, la ticitl se preparó para cortar el cordón umbilical. Mientras la reina, pálida y feliz, descansaba sobre su lecho de mantas de algodón, la comadrona, de rodillas y sentada sobre los talones, sostenía en una mano la muñeca de cobre vivo, blandiendo con la otra una navaja de obsidiana. Era una operación religiosa y mágica durante la cual la comadrona recitaba a la recién nacida palabras consagradas por la tradición:

—Hija mía y señora mía —comenzaba la ticitl, alzando en el aire como una amenaza siniestra la navaja de obsidiana—, ya habéis venido a este mundo. Acá os ha enviado nuestro señor. Habéis venido al lugar de cansancios, de trabajos y congojas, donde hace frío y viento. Notad, hija mía, que del medio del cuerpo... —y al llegar aquí, con rápido movimiento de la navaja cortaba el cordón— corté y tomé tu ombligo, porque así lo mandó y ordenó tu padre Youaltecutli, que es el señor de la noche, y tu madre Youalticitl, que es la diosa de la noche. Habéis de estar dentro de casa como el corazón dentro del cuerpo; no habéis de andar fuera de ella; no habéis de tener costumbre de ir a ninguna parte; habéis de ser la ceniza con que se cubre el fuego en el hogar; habéis de ser las traudes donde se pone la olla. En este lugar os entierra nuestro señor; aquí habéis de trabajar, y vuestro oficio ha de ser traer agua y moler el maíz en el metate... —la reina se sonreía al oírlo—, allí habéis de andar junto a la ceniza y el hogar.

La comadrona recostó a la niña al lado de su madre, envolvió el cordón umbilical en un pañizuelo de algodón blanco y se puso a mirar a derecha e izquierda, sin saber qué hacer. El rito requería que en el caso de una niña recién nacida se enterrase “el ombligo” cerca de las cenizas del hogar, en señal de que la niña se quedaría en casa ligada a sus deberes familiares. Rito fácil de cumplir en una casa azteca corriente, cuyo suelo era de tierra, pero no en aquel palacio suntuoso, donde no había hogar y los suelos eran de madera pulida. Si hubiera sido un infante, no habría dificultad. Se entregaba el cordón a un capitán cualquiera para que lo enterrase en un campo de batalla, pero con una niña... La comadrona miraba a la reina, que, indiferente ante el problema, sonreía a la recién nacida. Con el envoltorio todavía en la mano, la ticitl salió a la sala llena de mujeres, sin saber qué hacer, con la vaga esperanza de encontrar entre ellas alguna solución. Por lo menos, no le faltaron consejos.

—Y sobre todo no dejes nunca apagar el fuego, porque si lo dejases morir aunque no fuera más que un instante durante estos primeros cuatro años, se apagaría la suerte de la niña al apagarse el fuego y ya no volvería a arder.

—Y el ombligo, el ombligo —insistía con la cabeza temblando una vieja desdentada que todavía andaba por el harén desde los tiempos del rey Nezahualcoyotl—, no te olvides del ombligo. Hay que enterrarlo junto al hogar, bajo la piedra del metate, porque si no, la chica andará por las calles como una perdida.

—Eso cualquiera lo dice —replicó la comadrona—, pero ¿dónde está el hogar en esta casa? ¿Quieres que lo entierre en la cocina?

La llegada del rey levantó una oleada de murmullos en aquel mar de mujeres. Alto y esbelto, lo cruzó como una de sus finas canoas labradas y doradas cortando majestuosamente las aguas de la laguna, y desapareció tras la pesada cortina que protegía la soledad y el descanso de la reina. Hubo un momento de silencio. Muchas de aquellas mujeres, hasta entonces tan animadas y habladoras, se habían hundido en el secreto de sus recuerdos íntimos al ver pasar a su señor. Era una gran figura, a la vez armoniosa y fuerte. El rostro, de una tez moreno-rojiza que a veces parecía iluminada por dentro, daba, tanto por su expresión como por su clara y bien tallada arquitectura, cierta impresión de rigidez cristalina que atraía por su belleza y sin embargo repelía por su inexorable perfección.

Una doncella asomó por detrás de la cortina y llamó a la comadrona.

—Eso debe ser para el bautizo —dijo una mujer, y al punto corrió el rumor.

Poco después, como al conjuro de una especie de magia, comenzó a volar de aquí y de allá entre las mujeres un nombre, el nombre:

—Xochitl, Xochitl —decían y comentaban en su acento mejicano las concubinas oriundas de las otras orillas del lago y de la ciudad-isla de Tenochtitlán; mientras que las tetzcucanas, con su lengua más suave y para ellas más distinguida, repetían—: Xuchitl, Xuchitl.

Tres muchachillos llegaron entonces a escena, hijos o sobrinos —ni él mismo lo sabía— del propio rey. Llevaban frazadas blancas de algodón a guisa de manto o capa. Al instante comprendieron las mujeres que en efecto se preparaba la ceremonia bautismal para aquel mismo día, y todas se precipitaron hacia el patio principal a fin de procurarse un buen sitio.

Era uno de los numerosos patios del palacio real, de muros de adobe sobre una armazón de granito tallado en formas extrañas, como aplastadas, que representaban imágenes simbólicas de los dioses. A cada uno de los cuatro lados del cuadrado, doce robustos pilares de piedra sostenían la galería alta, dejando un claustro fresco y sombrío en torno al patio pavimentado de piedra, en cuyo centro, sobre una taza de piedra cuadrada, el agua de un surtidor se elevaba hacia el cielo en una línea transparente y delgada, siempre murmurante. Esta fuente sustituiría para la princesa recién nacida la artesa de barro en que se bautizaba a los niños humildes. Los tres muchachos se sentaron en fila a un lado de la fuente, con el cuerpo plegado como un paquete, las rodillas sobre el mentón. Tres doncellas vestidas de huipillis blancos (unas como camisas sin mangas), con el pelo negro ligeramente teñido de morado, suelto por la espalda, se acercaron lentamente y, con ademanes de tanta gracia como sencillez, pusieron ante cada uno de ellos un plato de barro con una torta de maíz asado y frijoles. Los muchachos se miraron uno a otro sin saber qué hacer y, por tácito acuerdo, decidieron no hacer nada y aguardar. No tuvieron que aguardar mucho. Bajo el arco del patio que tenían enfrente salía de las sombras del claustro a la luz central la comitiva de la princesa recién nacida.

Venía primero una doncella que llevaba sobre una bandeja de madera una escoba diminuta de hojas secas de maguey; luego, otra que llevaba sobre un paño de algodón doblado en cuatro un husillo también diminuto; por último, otra que traía en la mano un castillo de labor a escala en su pequeñez con la escoba y el husillo. Eran los tres símbolos de la mujer hacendosa. Detrás de las tres doncellas venía la comadrona con la recién nacida en una cesta, la cabeza hacia adelante. Detrás, el rey, sonriente y feliz, a quien seguía Yeicatl o Tres-Cañas, su mayordomo mayor, y un séquito brillante de palaciegos ataviados con sus mejores mantas de color, con collares, brazaletes y adornos de oro y piedras para la nariz y el labio, pero todos descalzos menos el rey, cuyos zapatos de piel de tigre estaban cubiertos de constelaciones de chalchivitls o piedra-hijada.

Las tres doncellas se formaron en fila al borde de la taza cuadrada de la fuente, ofreciendo sus dones a la recién nacida, que yacía en su cestillo-cuna. La comadrona, dejando el cestillo en el suelo, tomó primero la escoba, luego el husillo, luego la canastilla de trabajo, y tocó con ellos las manos diminutas que descansaban como pétalos de rosa sobre el huipil de juguete que llevaba la niña, devolviéndoselos después a las doncellas.

Hecho esto, la comadrona desnudó a la niña, y salpicándole los labios con agua, le dijo:

—Hija, abre la boca y recibe a la diosa Resplandor de Jade (Chalchiuitlycue), que da vida para vivir en el mundo.

Roció después con agua el pecho de la niña, diciendo:

—Toma el agua clara, que limpia y refresca el corazón y lo despierta.

La niña se echó a llorar, y en torno a los tres lados del patio, por la galería baja en sombra corrió un murmullo: la niña había llorado; su llanto agradaría a Tlaloc, el dios de la lluvia, y por lo tanto su vida sería rica en maíz, próspera y llena de bienestar. Mientras tanto, la comadrona, sin dejarse distraer, rociaba la cabecita con agua lustral, diciendo:

—Toma y recibe el agua Chalchiuitlycue, que te hará vigilante, para que nunca seas tocada del demasiado sueño; ella te abrace y te avise para que seas vigilante y no dormilona en este mundo. —Después se lavó las manos, diciendo—: Apártate, hurto, de la niña. —Y le lavó las ingles, diciendo—: ¿Dónde estás, mala fortuna? Apártate de la niña por la virtud del agua clara.

Acostando después a la muñeca de cobre vivo en la canastilla, la comadrona oficiante recitó en voz baja la oración a la Señora y al Señor de la Noche:

—Señora Youalticitl, Diosa de las cunas y Madre General de los niños, el dios de los Cielos crió a esta criatura y la envió a este mundo en el cual te está cometida su guarda, y así te la ofrezco para que la defiendas y guardes en tu seno, la calientes y ampares. Y también suplico al Señor de la Noche, Youaltecutli, que le dé buen sueño.

Alzó entonces la canastilla hacia el cielo y en alta voz exclamó:

—Madre de las criaturas, defensora de los niños, recibe éste y guárdalo como tuyo.

I. Arte decorativo azteca. Por medio de moldes llamados “estampas”, generalmente de barro cocido, alfareros, tejedores y otros artesanos decoraban sus productos con diseños muy característicos. Diseño de flores acuáticas. Procede del estado de Méjico.

Había llegado el turno de los tres muchachos. La comadrona les requirió que nombrasen a la niña. Ellos, al ver que se les estaban enfriando los apetitosos platos de frijoles y maíz que tenían delante, se habían decidido a entamarlos; y cuando el primero de los interpelados, el que estaba sentado al este, se vio obligado a contestar a la comadrona, tuvo que hacer inauditos esfuerzos para tragarse los frijoles que tenía en la boca a fin de que saliera intacto el esperado nombre. Un silencio mortal se cernió sobre la asamblea mientras el pobre muchacho luchaba heroicamente por ocultar la situación con rostro imperturbable. En la galería oscura brillaban los ojos de las mujeres con destellos significativos. No era menester palabra alguna. Todas sabían lo que aquello significaba: Xuchitl no sería por mucho tiempo el nombre de aquella niña, ni aquel país su tierra, y tendría que desterrarse y cambiar de nombre. Mientras así pensaban, el muchacho pudo al fin pronunciarlo con voz clara y resonante: —¡Xuchitl! ¡Xuchitl! ¡Xuchitl!

Requerido por la comadrona, el segundo muchacho vociferó al instante: —¡Xuchitl! ¡Xuchitl! ¡Xuchitl!

A sus voces, una de las tres doncellas, que acaso se había medio dormido, volvió súbitamente en sí y con gran estrépito dejó caer al suelo la escobilla de maguey y la bandeja de madera, que repiqueteó sobre las losas. En la galería en sombra volvieron las mujeres a cruzar miradas de inteligencia, pues la señal no podía ser más clara: el primer hogar que aquella niña fundase se vendría abajo con estrépito y violencia. Mas ya voceaba el tercer muchacho: —¡Xuchitl! ¡Xuchitl! ¡Xuchitl!

Y todos vieron que mientras sus voces se diluían en el aire, un águila cruzaba el espacio azul volando rápidamente del oeste al este. La profecía era completa. Las mujeres tenían ya por seguro que la niña Xuchitl abandonaría su tierra natal porque se la llevaría hacia oriente Quetzalcoatl, Señor de los Vientos.

Todo lo había visto y observado Nezahualpilli. Su rostro seguía grave, remoto e imperturbable.

2

Después de la ceremonia, el rey llamó a su mayordomo Yeicatl o Tres-Cañas.

—Manda que a cada uno de esos tres muchachos se le dé una rica manta de algodón, de lo mejor que haya en los almacenes. Y en cuanto a ese primero que se dejó sorprender... ¿quién es?

—Se llama Ixcauatzin —explicó el mayordomo.

—¿De dónde le viene ese tzin? —preguntó el rey, pues el sufijo tzin implicaba realeza, o por lo menos muy alta alcurnia.

—Es nieto de vuestro real padre, que lo tuvo de una de sus mujeres mejicanas. No me acuerdo el nombre de ella.

—Bueno —sentenció el rey—, castígalo como se merece. 

Tres-Cañas preguntó:

—¿Le haremos respirar humo de ají?

—No —contestó el rey—, es todavía demasiado pequeño. Púnzale los brazos y las piernas con punzones de maguey... Cuatro en cada miembro bastarán.

Yeicatl no perdió tiempo en administrar la sentencia real al joven Ixcauatzin. Vivía entonces todavía el muchacho en una especie de casa comunal para los niños y niñas de las concubinas del rey. El mayordomo hizo que le trajesen al muchacho del río que fluía por delante de la casa y donde a la sazón se estaba bañando. Venía Tres-Cañas bien provisto de espinas de maguey. Sentóse sobre la estera en el centro de la estancia del maestro e hizo a Ixcauatzin tenderse sobre la estera en frente de él, con las manos y los pies atados. Explicóle entonces, en unas palabras didácticas y sin asomo de pasión, las razones por las que se le castigaba, y hecho esto, le clavó cuatro espinas de maguey en cada brazo y pierna con un movimiento rápido y frío como de cirujano. Era entonces Ixcauatzin un muchacho esbelto y agraciado, de ojos negros, hondos y fogosos. Aguantó el castigo sin una lágrima, sin una palabra, sin un movimiento. Tres-Cañas aguardaba en silencio. Pasó un instante y el mayordomo, ya cumplida su misión, fue arrancando una a una las dieciséis espinas del cuerpo del muchacho.

—Puesto que te hemos sacado sangre —propuso a Ixcauatzin, al soltarle manos y pies—, ¿por qué no se la ofreces al Sol?

Sin una palabra, Ixcauatzin se puso en pie de un brinco, salió a la puerta, y recogiendo sangre de sus heridas en la punta de los dedos, la salpicó en dirección a los cuatro puntos cardinales, murmurando cuatro veces el nombre tres veces repetido de:

—¡Xuchitl! ¡Xuchitl! ¡Xuchitl!

Terminada esta extraña ceremonia de su invención, el muchacho volvió a donde Tres-Cañas le observaba atónito, y sin rastro de resentimiento o temor, con un respeto franco y viril, le dijo:

—Tengo siete años. ¿Cuándo podré entrar en el Calmecac?

Tres-Cañas le clavó una larga mirada de asombro. No era usual que un muchacho de su edad dirigiese la palabra a un superior sin ser ello solicitado. Tres-Cañas no contestó, a fin de manifestarle su disgusto, y, volviéndole la espalda, se alejó con paso digno.

Pero aunque en apariencia disgustado, se sentía orgulloso del carácter de aquel muchacho que acababa de castigar. Ixcauatzin había aguantado el castigo como un hombre, y además se consideraba ya maduro para el Calmecac, el austero colegio en el que, bajo la disciplina dura y severa de los sacerdotes, se educaban los jóvenes destinados al ejército y a la iglesia. Tres-Cañas fue al palacio para informar al rey. Nezahualpilli estaba en lo alto de la torre del noroeste que había hecho construir para observar los cielos, su ocupación favorita. Era un cuadrado estrecho, de unos tres pies de lado, que un toldo protegía de la luz directa del sol. En aquel lugar, solía pasar largas horas de soledad observando en la naturaleza todo aquello que para un espíritu abierto y curioso como el suyo adquiría significación y misterio: nubes y pájaros y el movimiento regular de las sombras durante el día; estrellas y planetas durante la noche. Sólo su fiel Tres-Cañas estaba facultado para distraerle de aquella ocupación, y aun el mismo mayordomo vacilaba antes de hacerlo. Pero esta vez subió sin vacilación alguna, pues sabía que lo que tenía que contar al rey llevaba una palabra mágica para darle acceso a su atención: ¡Xuchitl!

El rey sintió gran satisfacción al enterarse del ánimo del muchacho, disgusto al oír su falta de modales y asombro cuando el mayordomo le contó la escena de la ofrenda al Sol, con aquel murmurar del nombre de la niña tres veces repetido hacia cada uno de los puntos cardinales.

—Tráeme al muchacho —dijo a Tres-Cañas.

Iba cayendo la noche y las primeras estrellas comenzaban a brillar en los lugares del cielo que el rey conocía bien, cuando, con una última mirada hacia toda aquella certidumbre, se dispuso a bajar las escaleras hacia la tierra de los errores, las incertidumbres y las desilusiones. Llegado a su cámara, se sentó en un ycpalli o taburete primorosamente labrado y enriquecido con incrustaciones de oro, tras del cual pendía del techo una pesada cortina que el arte del tejedor había transfigurado en un bosque negro y verde poblado de tigres de oro. Dos teas de pino, altas y espesas, que ardían sobre dos pilares de cobre, iluminaban la escena con una luz siempre vibrante que parecía animar a los tigres de oro con vida y movimiento.

Tres-Cañas, descalzo, entró con pie suave y paso sordo, seguido de Ixcauatzin. El muchacho venía desnudo, llevando tan sólo a la cintura el maxtlatl o panete, todavía blanco, sin adorno, señal, símbolo o diseño alguno, por no pertenecer todavía Ixcauatzin a ninguna escuela, orden o profesión. En su rostro se leían la gravedad y el respeto, mas no temor ni desmayo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el rey.

—Ixcauatzin —contestó el muchacho con voz clara y segura.

—¿Sabes lo que quiere decir tu nombre?

—Sí, señor. Quiere decir el desdeñado.

—¿Quién te puso este nombre?

—El sacerdote, señor. Lo vio en las estrellas. 

El rey se sonrió con sonrisa triste y pensativa.

—¿Quién es tu madre?

—Fue, señor. Se llamaba Cuiacatlmolotl.

—¡Canto-de-Jilguero! —exclamó el rey—. ¡Qué bonito nombre! ¿Y quién era?

—Una hija del rey Nezahualcoyotl, vuestro padre —dijo el muchacho con altivez.

—¿Quién es tu padre?

—Era —contestó el muchacho—. Se llamaba Iciuhtomitl.

—¡Daga-de-Hueso-Rápida! ¿Quién lo mató?

—Murió en una batalla, en las guerras de Quautla que hizo el emperador Auitzotzin.

—¿Y por qué —preguntó el rey al fin— dijiste Xuchitl tres veces cuatro veces al ofrecer tu sangre en sacrificio?

El muchacho se quedó entrecortado por la sorpresa y no supo qué decir, pues, en realidad, no conocía la respuesta. Finalmente, contestó:

—Yo no fui quien dijo Xuchitl.

El rey, con la frente sombría y fruncido el entrecejo, volvió la vista a Tres-Cañas encendido en cólera. Yeicatl también escuchó al muchacho con la mayor severidad:

—¡Él fue, señor!

Mentir, sobre todo para un muchacho de la alcurnia de Ixcauatzin, era cosa que no cabía ni imaginar siquiera. Volviéndose a su sobrino, Nezahualpilli se limitó a decir:

—¿Bueno? 

El muchacho explicó:

—Xuchitl salió solo. Yo no lo dije. Me salió el nombre de dentro.

Hubo un silencio. No menos observador del firmamento interno que del que cubre los destinos de los hombres, Nezahualpilli meditaba sobre la revelación que su sobrino acababa de hacerle. El nombre reprimido por el azar trivial, el castigo, el nombre que rebrota. Durante un breve instante Nezahualpilli echó una ojeada profética al lazo que aquellos sucesos fortuitos venían a anudar entre los dos niños... Mas pronto dejó caer el tema, demasiado vago y distante para dejarse apresar por las tenazas de la razón, y, ya aliviado de las dudas sobre la integridad del muchacho, continuó su interrogatorio:

—Me dicen que quieres entrar en el Calmecac.

—Sí, señor —contestó el muchacho con sencillez.

—¿Qué quieres ser, soldado o sacerdote?

—Las dos cosas —contestó Ixcauatzin.

—Muy bien. —El rey se volvió hacia Tres-Cañas.— Llévale al Calmecac. Sus ofrendas de entrada para los dioses saldrán de mi casa. Y quiero que sean dignas de su abuelo.

3

La ceremonia tuvo lugar al día siguiente. Yeicatl Tres-Cañas, precedido de varios esclavos que llevaban las ofrendas y seguido del neófito, llegó a hora temprana a las puertas del Calmecac, donde lo esperaban los dos Sumos Sacerdotes, el Totectlamacazqui y el Tlaloclamacazqui. Eran ambos hombres de unos cincuenta años que llevaban en la piel numerosas cicatrices de espinas de maguey, sobre todo en los brazos y piernas y en las orejas, de donde todavía les colgaban gotas de sangre fresca. Vestían mantas negras de algodón abrochadas sobre el hombro derecho con un broche de bronce, dejando abierto todo el lado derecho, por donde se veía el pañete negro. Colgadas a la espalda llevaban bolsas de tabaco, la yerba sagrada en que los sacerdotes hallaban auxilio y refrigerio en sus ayunos y en sus noches de vela y oración y sacrificio. La cabellera negra y espesa, jamás expuesta al agua, al peine o al cepillo desde su entrada al servicio divino, se les apelotonaba en masa sólida cimentada por la sangre de años enteros de sacrificios humanos. Los dos sacerdotes recibieron a la comitiva con sonrisas de bienvenida, pues el nuevo educando traía al Calmecac prestigio y riqueza. Las ofrendas a Quetzalcoatl, dios del Viento, eran espléndidas, y además de los papeles sagrados y de las bolsas de incienso de copal, los esclavos traían numerosas cargas de mantas de algodón primorosamente labradas, collares de camarones de oro, de lagartos de oro, de mariposas de oro, de piedras chalchivitls o jade, de plumas de valor inestimable. Los dos Sumos Sacerdotes condujeron a sus huéspedes al patio interior, donde los monjes y los muchachos se hallaban congregados en dos filas, la negra de los monjes a un lado, y al otro la bronceada de los muchachos desnudos salvo el pañete a la cintura, y cuando Ixcauatzin desembocó en el cuadrado luminoso del patio, sus nuevos compañeros y maestros le recibieron al son más rítmico que armonioso de trompetas de caracol y tambores de madera.

Tres-Cañas avanzó solemnemente entre la fila negra de los monjes a la derecha y la masa bronceada de los muchachos a la izquierda, hasta el pie del altar de Quetzalcoatl, dios de los Vientos o Serpiente de Plumas Preciosas. Estaba representado en figura de hombre, todo teñido de negro, con una camisa blanca bordada y calada, y tocado con una mitra de piel de tigre que coronaba un vistoso penacho de plumas. Colgábanle de las orejas largos y pesados pendientes de un mosaico color turquesa, y del cuello una cadena de oro de que pendían varios camarones de oro de un jeme de largo. Llevaba calzas de piel de tigre hasta la rodilla (de cuyo borde superior colgaban también camarones de oro) y sandalias negras. En la siniestra mano, una rodela con un diseño en forma de estrella de cinco puntas; en la diestra, un cetro de oro y pedrería que recordaba el báculo de los obispos cristianos en su forma, pero mucho más corto.

Tres-Cañas, con Ixcauatzin a su lado, se agachó ante el dios, en postura de adoración, y fue presentando una a una las ofrendas que traía al dios a quien venían destinadas. Los sacerdotes las recibían de sus manos y, después de una presentación de respeto ante la imagen, mantas, collares de oro, piedras preciosas y plumas de valor desaparecían en la cámara del Tesoro, a espaldas del camarín de Quetzalcoatl. Salieron entonces a escena de uno y otro lado del altar dos acólitos que, después de quitar al educando el pañete que le cubría la cintura, le pintaron el cuerpo de negro de la cabeza a los pies, poniéndole luego al cuello el tlacopatli o rosario de cuentas de madera. Ya estaba Ixcauatzin listo para la ofrenda de su propia persona. Tres-Cañas alzó la voz:

—En nombre del rey Nezahualpilli, que representa al padre de este muchacho, el caballero Daga-de-Hueso-Rápida, que por haber muerto en el campo de batalla está ahora en los reinos del Sol, chupando flores como un colibrí, yo, Tres-Cañas, lo ofrezco a nuestro Señor Quetzalcoatl, por otro nombre Tilpotonqui, para entrar en la casa del Calmecac. Desde ahora, pues, lo ofrecemos para que, llegando a edad convenible, entre y viva en casa de Nuestro Señor, para que este nuestro hijo tenga cargo de barrer y limpiar la casa de Nuestro Señor. Por tanto, humildemente rogamos que le recibáis y toméis por hijo para entrar y vivir con los otros ministros de nuestros dioses, en esta casa donde hacéis todos ejercicios de penitencia de día y de noche, andando de rodillas y de codos, orando, rogando y llorando y suspirando ante Nuestro señor.

Uno de los dos Sumos Sacerdotes contestó:

—Hemos oído vuestra plática, aunque somos indignos de oírla, sobre que deseáis que vuestro amado hijo y vuestra piedra preciosa o pluma rica entre y viva en la casa del Calmecac. No somos nosotros a quien se hace esta oración. Haced al Señor Quetzalcoatl, o por otro nombre Tilpotonqui, en cuya persona la oímos. A él es a quien habláis. Él sabe lo que tiene por bien de hacer de vuestra piedra preciosa y pluma rica y de vosotros que hacéis oficio de padres. Nosotros, indignos siervos con dudosa esperanza, esperaremos lo que será. No sabemos por cierto cosa cierta, pues lo es decir “esto será, o “esto no será” de vuestro hijo. Esperamos en Nuestro Señor todopoderoso lo que tendrá por bien hacer a este mozo.

La ceremonia había terminado, lo que anunció a todo el barrio un nuevo estrépito de trompetas de caracol y tambores de madera.

4

En el año 10-Conejos de la era mejicana, 1502 de la cristiana, Auitzotzin, emperador de Méjico, murió en su capital Tenochtitlán, donde la ciudad que hoy llamamos Méjico se halla situada. Nezahualpilli, cuya capital, Tetzcuco, se hallaba al borde de la laguna en cuyo centro surgía la isla de Tenochtitlán, se trasladó a la capital del monarca difunto para asistir a los funerales y tomar parte en la elección del nuevo emperador. No solían las mujeres tomar parte en tales ceremonias, de modo que aunque sus dos mujeres legítimas eran sobrinas del emperador difunto, no le acompañaron en su piadoso viaje a Tenochtitlán. Nezahualpilli era el monarca más respetado del Imperio y dominaba el colegio electoral. Por consejo suyo se eligió emperador a Moctezuma, hijo de Axayacatl, que había sido uno de los predecesores del emperador difunto.

Cuando Nezahualpilli se embarcó de regreso para Tetzcuco, en el mismo momento en que los remeros de la canoa real herían el agua con el primer golpe de remo, se oyó un crujido seco, saltó la pala de un remo, y el remero que la servía, perdiendo el equilibrio, dio con la nuca en el compañero de atrás. Recobrado el equilibrio, la grácil embarcación se deslizó, suave y ligera, sobre las aguas de la laguna, pero a medida que avanzaba, el rey se dio cuenta de que la tripulación iba cabizbaja y abatida.

—Ya sé lo que estáis pensando —les dijo desde la popa, con tono paternal, casi afectuoso—. Ese remo roto que por poco hace caer al agua a Cara-Larga os ha hecho perder el equilibrio a todos. Todos creéis que es de mal agüero. Pero Cara-Larga no mereció nunca su nombre más que ahora.

El remero del remo roto se llamaba Ixtlicoyu, que quiere decir cara larga, pero los marineros no estaban entonces para juegos de palabras. El rey aguardó un momento en silencio, y luego, como suponía, Cara-Larga habló por todos:

—Uno de nosotros va a morir, o se le va a morir alguien.

—No sé por qué, ni qué tiene que ver con vuestra vida un remo roto, que cualquier cosa puede causar.

—No había razón ninguna para que se rompiera —arguyó Cara-Larga alzando el mango roto—. Hay bastante fondo donde se rompió y yo sé que no di en nada duro.

—Dame acá ese astil —mandó el rey, y con ojos observadores se puso a escudriñarlo—. ¿Veis? —les preguntó, enseñándoles el corte—. Aquí está la rotura de hoy; pero todo esto estaba ya roto hace tiempo sin que lo hubieseis observado. ¿No veis la diferencia de color y también en el grano de la madera? Parece mentira que seáis tan simples. Parecéis mercaderes de esos que tiemblan de miedo cuando al ir de camino oyen las carcajadas del oactli salir del fondo del bosque, como si no estuviéramos todos hartos de saber que el oactli es un pájaro que se ríe.

—Pues yo prefiero no oírle la risa —replicó el remero receloso, recobrando de manos del rey el astil del remo, coreado tácitamente por todos sus compañeros, que, sobrecogidos de espanto, seguían remando en silencio, cabizbajos.

Más cabizbajo todavía encontraron a Tres-Cañas aguardando al rey en el desembarcadero. El mayordomo ayudó a Nezahualpilli a desembarcar sin decir una palabra, y en el mismo silencio le acompañó hasta la litera donde aguardaban cuatro caballeros de la casa real, ricamente ataviados pero descalzos, para llevarlo a hombros a palacio. Se instaló el rey sobre un asiento bajo de hojas secas de maguey que descansaba sobre un suelo de plata, bajo un toldo de algodón y tejido de plumería que sostenían cuatro pilares de plata y oro.

—¿Qué hay? —preguntó al mayordomo, cuyo silencio y humor grave había observado.

—Señor —contestó el mayordomo—, ha muerto la reina.

El rey entendió al punto que se trataba de Pezón-de-Fruta. La otra reina importaba poco. Hubo un largo silencio. Nezahualpilli seguía sentado sin movimiento alguno, polo y centro de una tormenta humana, mientras en torno a su litera se dispersaban los remeros murmurando oraciones a Mictlantecutli, dios de la muerte y del infierno, y hechizos para rechazar el poder de los malos agüeros.

—¿Cómo y cuándo? —preguntó Nezahualpilli con voz ecuánime, sin mirar a su mayordomo.

—Esta mañana. La reina había salido para ir al templo de Tetzcatlipuca. Todos en palacio le aconsejamos que no fuera, porque habíamos oído el canto del tocolotl tres veces durante la noche y no hay señal más segura de muerte; pero se empeñó en ir por ser el primer día del mes de Toxcatl, y por temor a que el rey de los dioses se enfadase con ella si no iba y se vengase en la princesa Xuchitl.

—Menos detalles —dijo el rey.

—Calzaba unos cactlis nuevos, que su doncella dice que le estaban pequeños. Se empeñó en subir a pie los ciento veinte escalones del templo, negándose a aceptar la oferta que le hacían los sacerdotes para que subiese a cuestas de uno de ellos. Cuando ya estaba cerca de la cumbre, resbaló y cayó. No fue posible pararla, y fue rodando de escalón en escalón hasta quedarse inmóvil en un baño de sangre tendida sobre el patio. Hicimos todo lo que pudimos por curarla, lavándole las heridas con orina caliente y apretándoselas con hojas de maguey asadas, pero Mictlantecutli tiraba de ella tan fuerte que no pudimos salvarla.

—¿Dónde está el cuerpo?

—En las habitaciones de la reina, en el ala sur.

—¿Dónde está Xuchitl?

—Con sus niñeras, en el ala norte.

—Vamos a casa.

5

La noticia de la muerte de la reina Pezón-de-Fruta se extendió como fuego al viento por todo el harén, haciendo revivir olas de esperanza en el pecho de no pocas de las concubinas que deseaban ardientemente volver a gozar de los favores del rey, y olas de terror en algunas de ellas que, por su condición de esclavas, venían obligadas a acompañar a la reina muerta en su larga peregrinación a las regiones sombrías. Lo que era honor a los ojos de las doncellas de la reina, era para las concubinas del rey mero sacrificio de la vida fácil que llevaban en su situación ociosa y privilegiada, a cambio de las ventajas más que dudosas de un más allá desconocido. El mayordomo mayor tuvo que hacer uso de toda su autoridad para encontrar entre ellas bastantes mujeres dispuestas a cooperar en los ritos funerarios, pues todas temían que al ofrecerse para tal servicio vinieran a designarse a sí mismas como víctimas para la pira funeral. Cuando el rey Nezahualpilli llegó al palacio ya estaba lavado el cuerpo de la reina, y sus heridas todas primorosamente cosidas con agujas de maguey y cabello humano. El cuerpo estaba sentado con las rodillas cerca del mentón, cubierto de papel blanco funerario y con una diadema de papel blanco sobre el pelo. Tenía los ojos cerrados y la boca inmóvil en la curva delicada de aquella sonrisa tan fina que tanta gracia le había dado en vida. El humo aromático del incienso de copal se elevaba hacia el techo en cuatro hilos azulados de cuatro braseros de cobre situados en las esquinas de la sala. En torno a la sala, junto a la pared, dos docenas de mujeres, sentadas sobre petates de maguey, cortaban papeles funerarios siguiendo instrucciones del cortador oficial. Era el silencio tan completo que el roce del papel bajo las manos que lo plegaban y el leve crujido de la hoja que cedía a los cuchillos de obsidiana ofendían el oído por su intensidad, y las mujeres procuraban amortiguarlo con los codos y la falda de los huipillis.

El rey entró en la sala seguido del Sumo Sacerdote, que traía atado a una correa un perro de color pardo que había pertenecido a la reina y que estaba destinado a acompañarla en su último viaje. (Tenía que ser pardo, porque al llegar al río que ambos tenían que atravesar, si hubiera sido blanco se habría excusado diciendo a su ama: “A mí ya me han lavado”, mientras que si hubiera sido negro habría argüido: “No hay agua que me lave a mí”.) El rey llevaba una manta de algodón blanco con cenefa de piel de conejo negro, abrochada sobre el hombro derecho con un broche de oro, lo que permitía a las mujeres ver el vigoroso cuerpo cobrizo por todo el lado derecho abierto al aire. El sacerdote iba también de blanco y sobre su larga túnica llevaba una como sobrepelliz. La cabellera era una masa de pelo negro solidificada por la sangre seca. Rey y sacerdote se pararon en silencio durante unos minutos ante el cuerpo, y después el sacerdote dirigió a la muerta el discurso ritual:

—Oh hija, ya habéis pasado y padecido los trabajos de esta vida; ya ha querido Nuestro Señor llevaros, porque no tenemos vida permanente en este mundo, y breve, como quien se calienta al sol, es nuestra vida. Y ahora ya os llevan Mictlantecutli y Mictacaciotl, porque todos nosotros iremos allá, y aquel lugar es para todos, y es muy ancho, y no habrá más memoria de vos. Y ya os fuisteis al lugar oscurísimo que no tiene luz ni ventanas, ni habéis más de volver ni salir de allá.

Con la ayuda del cortador de papel, el sacerdote entonces amortajó al cuerpo con papel atado con cintas también de papel. Con la mano derecha, salpicó el cuerpo con agua, y prosiguió luego:

—Ésta es el agua de que gozaste viviendo en el mundo —ofrecióle después un jarrillo de agua, diciendo—: Veis aquí con qué habéis de caminar —ofrecióle después un envoltorio de papeles y mantas de algodón, con estas palabras—: Veis aquí con qué habéis de pasar en medio de las dos tierras —después otro envoltorio igual, diciendo—: Veis aquí con qué habéis de pasar el camino que guarda una culebra —y otros envoltorios iguales más, diciéndole sucesivamente—: Veis aquí con qué habéis de pasar donde está la lagartija verde Xochitonal. Veis aquí con qué habéis de pasar los ocho páramos. Veis aquí con qué habéis de pasar los ocho collados. —Finalmente, ofreciendo al cuerpo un envoltorio de mantas de algodón mucho más grande, le dijo—: Veis aquí con qué habéis de pasar el viento de navajas Ytzehecaya.

El sacerdote ofreció entonces al cuerpo el perro de color pardo: —Veis aquí vuestro perro pardo para que os lleve a nado a través del río Chicunoapa, camino del infierno.

Al pronunciar estas palabras el sacerdote, el cortador de papel asestó al animal a boca de jarro una flecha que le atravesó la garganta, y puso su cuerpo todavía palpitante a los pies de la reina muerta, al lado de los envoltorios de mantas y papeles y del jarrillo de agua para el camino.

Nezahualpilli había observado y escuchado en silencio toda aquella ceremonia. Los ritos religiosos y funerarios de su pueblo le dejaban frío y escéptico, y sólo los respetaba por razones políticas. Por el momento, habían terminado las ceremonias. Los funerales oficiales tendrían lugar al día siguiente, cuando hubiesen llegado los dignatarios de la corte mejicana y los príncipes que venían en representación de los reyes de Méjico y de Tlacopan.

Moctezuma había designado como su representante a su hermano Cuitlahuac. El rey de Tlacopan vino en persona. Ambos traían gran copia de ricas mantas de algodón para vestir el cuerpo o para quemarlas con él (a fin de que la difunta las tuviese a su disposición en el otro mundo), y numerosos esclavos de ambos sexos para sacrificar durante la ceremonia y quemarlos después sobre una pira especial, a fin de que sirviesen a la reina en su tránsito por las regiones sombrías. Pero Nezahualpilli les anunció que era su propósito romper con la tradición y no sacrificar esclavo alguno en los funerales de la reina Pezón-de-Fruta.

—¡Qué! —exclamó Cuitlahuac con las cejas en alto y los ojos llameando de cólera—. ¿Una reina camino de los dominios de Mictlantecutli como una esclava, ni siquiera como una esclava, como un perro, sin un séquito de esclavos que hasta las mujeres de los mercaderes se llevan con ellas?

El rey de Tlacopan no estaba menos asombrado e indignado. Cuitlahuac añadió que Moctezuma no se tragaría el insulto, pues la reina era mejicana. Algo desconcertó al rey de Tetzcuco la actitud airada de sus dos huéspedes, y más todavía al darse cuenta de que al intentar explicar sus objeciones, su profundo escepticismo ante la pueril cosmogonía en que tal costumbre se apoyaba, se sintió tan lejos de aquellos dos seres, con un fondo de convicciones tan vasto, tan complejo y tan inexplicable para ellos, que no le era ni posible discutir la cuestión. Sentado en su asiento bajo de estera, con la espalda apoyada en un respaldo también de estera, escuchaba la fogosa argumentación de los dos príncipes con aire meditativo, como de hombre que no sabe qué hacer.

6

Entretanto, Cara-Larga, el remero, había ido a ver al tonalpouhque. Vivía este hechicero en las afueras de la ciudad, a orilla del bosque, demasiado cerca para los que creían de mal agüero oír el rugido de las fieras o el ruido del leñador fantasmático cuyos hachazos presagiaban la muerte del que los escuchaba. Era el tonalpouhque un viejo de ojos penetrantes y agudos como barrenas, situados muy cerca de la nariz y muy hondo bajo las cejas. Tenía los dedos largos y en gancho, bien armados con uñas largas, afiladas y tan duras como si fueran de cuerno.

—La señal no tiene duda —decía a Cara-Larga moviendo la cabeza—. Alguien tiene que morirse en tu familia. Alguien muy cerca de ti. No tú, pero una persona que sueles asir con las manos como haces con el remo. ¿Eres casado?

El romero contestó afirmativamente con un gesto de la cabeza, pues apenas le quedaba resuello en el cuerpo, y el tonalpouhque le preguntó:

—¿Vive tu mujer en casa o tiene otra ocupación?

—Sirve en casa de la reina.

—¡Ah, mira esta señal!

El tonalpouhque enseñó a Cara-Larga una hoja de papel espeso de henequén cubierta de toscos dibujos: palos ardiendo en llamas y humo, una serpiente, un envoltorio de mantas y otros objetos familiares y convencionales que en su combinación, dado el sistema de escritura pictórica de los aztecas, podían significar cualquier cosa; y dijo al desdichado remero:

—¿Ves qué claro está? Era evidente que la reina tenía que morir hoy. Yo bien lo sabía por las señales. Mañana la enterrarán. Mañana sacrificarán a tu mujer sobre la pira funeraria.

—¿Cómo se puede evitar? —preguntó Cara-Larga, sacudido por el miedo.

—Vé al gran teocalli, sácate sangre tres veces de la lengua, de los brazos y de las piernas. No toques a tu mujer. Compra incienso de copal y papel santo. Pide a tu mujer que se corte una mecha de pelo de la coronilla.

—¿La mecha funeraria? —preguntó el remero con espanto.

—Sí. No hace falta que la corte toda. Bastaran unos cuantos pelos. No los toques. Tráeme el pelo y el incienso envueltos juntos en el papel santo. Esta misma noche.

El desdichado Cara-Larga salió a toda prisa para el palacio. Su mujer Citlali o Estrella era una de las criadas que preparaban las comidas de la reina. Era muy agraciada, de ojos radiantes como estrellas, y por su belleza solía también servir a la mesa de la reina. Cuando llegó su marido, Citlali estaba escuchando con rostro colérico y ojos ardientes un discurso que dirigía al personal femenino de las cocinas y comedores una vieja sirvienta del palacio real. Oradora y auditorio vestían todas los huipillis de algodón, camisas sin mangas de varios colores, y alguna que otra llevaba también una falda ligera. El pelo negro les pendía suelto sobre la espalda. Algunas tenían en la mano utensilios de cocina o limpieza.

—Es una vergüenza para todas nosotras —gritaba airada la vieja—. ¿Se cree el rey que somos un montón de estiércol y que no hay entre nosotras treinta mujeres dignas de acompañar a la reina a casa de Mictlantecutli? Y es más que una vergüenza; es también un peligro. —Mientras vociferaba blandía en la diestra mano una larga cuchara de madera, tostada por el uso en todo el borde. Tenía los dientes pintados de rojo, según era entonces la moda entre las damas ricas, lo que daba cierto brillo siniestro a sus frases inflamadas. —¿Cómo tomará la ofensa el señor de la región oscura? ¿Y la buena señora Mictacacioatl, su mujer, que no gasta bromas con su dignidad? ¡Que nos diga el rey qué va a pasar si se incomodan! Ya que es capaz de volverse león o águila, ¿por qué no echa a volar y se va a Mictlan, donde no hay puertas ni ventanas, y les pregunta lo que piensan antes de decidirse? Nosotras ya lo hemos decidido. No dejaremos que la reina se vaya sola, y si el rey no nombra a las que han de ir con ella, lo haremos nosotras.

Hubo un murmullo general de asentimiento en que tomó parte Citlali con ánimo y gesto vigorosos.

7

Todavía seguía Nezahualpilli escuchando en silencio a los dos príncipes que procuraban disuadirle de su propósito sobre el sacrificio funerario, cuando Tres-Cañas pidió venia para comunicarle una noticia urgente: la conmoción producida en la domesticidad de la reina cuando se supo que la difunta haría su camino sin esclavos.

—Ya empieza a extenderse la agitación más allá de los muros del palacio —dijo al rey a modo de conclusión de su informe.

—¡Pero si yo no he hablado a nadie una palabra, y nadie, ni siquiera tú, conoce mis intenciones, cualesquiera que sean!

—Señor —explicó Tres-Cañas—, el pueblo sabe que tenéis vuestro modo de hacer las cosas, muy distinto del común; y ha observado que todavía no se ha tomado ninguna de las medidas necesarias para que acompañen a la reina los esclavos y las esclavas de costumbre.

Nezahualpilli meditaba en silencio. Poco a poco se iba dando cuenta, no sin melancolía, de que en las circunstancias en que se hallaba lo razonable era ceder a lo absurdo, escoger cincuenta mujeres de la casa de Pezón-de-Fruta, sacrificarlas y quemar después los cuerpos en una pira funeral cercana a la que consumiría el cuerpo de la reina, con sus mantas y joyas, para que el pueblo siguiera imaginando que Pezón-de-Fruta se lo llevaba todo, cosas y gentes, para su servicio en el otro mundo.

8

Cara-Larga estaba debatiendo la situación con su mujer Citlali. Él agitado, ella en calma.

—Ya lo ves —decía él—. El hechicero no puede equivocarse. Me ha dicho que tu muerte es segura.

—Eso ya me lo sé yo. Para nada necesito que me lo diga el tonalpouhque.

Con sus ojos como estrellas irradiando tranquilidad, lo miraba serenamente.

—Pero... pero... —El pobre Cara-Larga no tenía palabras para expresar su asombro ante la indiferencia y la frialdad de su mujer.

—No hay pero que valga. Yo pertenezco a la casa de la reina, ¿no? Pues entonces, me tengo que ir con ella. ¿Con qué cara iba yo a mirar a la gente si la dejara ir sin mí? Y al fin y al cabo, demasiado sabía que tenía que ser así cuando entré a servirla.

—Pero... yo... me dejas sin ti...

—Tú también lo sabías cuando te casaste. ¿No? Y además... —Citlali vacilaba en terminar la frase.

—¿Además qué?

—¿Por qué no te vienes tú también? Tres-Cañas te dejaría venir con nosotras.

A Cara-Larga no le gustaba nada esta proposición.

—Ya sabes que no es costumbre. Yo no soy criado de la reina, sino del rey.

—Pues no nos vendrías mal para cruzar el río Chicunoapa si el perro viniese a faltarnos —apuntó Citlali con sentido práctico muy femenino.

—Estoy seguro de que se me rompería el remo, porque debe haber sobre eso una maldición...

Cara-Larga se absorbió en la contemplación mental de aquellas regiones que ambos sentían como lugares reales, materiales y cercanos a ellos, adonde se llegaba a través de una muerte que venía a ser apenas algo más que una operación dolorosa pero rápida.

—¿Cómo será todo aquello? —preguntaba—. Sin puertas... Sin ventanas... No creo que sea muy alegre. ¿Crees tú que habrá pulque o alguna bebida así? ¿Y maguey? ¿Y flores?... ¿Y agua, y lagos y la luz tan hermosa que tiene la laguna al anochecer?... ¿Quién sabe?... Nadie ha ido allá que haya vuelto, y los sacerdotes sólo hablan de oídas...

Cara-Larga miraba a su mujer, que parecía soñar despierta. ¿Era ilusión o se le habían vuelto las facciones más suaves que cuando, minutos antes, le hablaba con tanta frialdad de su muerte segura y próxima? El remero se sintió atraído hacia ella, y ya la iba a abrazar cuando le paralizó el recuerdo del tonalpouhque, que le había prohibido tocarla.

—¿Es seguro que te tienes que ir? —le preguntó.

Con gran sorpresa suya, Citlali contestó con otra pregunta, la que él menos esperaba:

—¿Cómo impedirlo?

Al punto, percibió el cambio en la situación y se dispuso a aprovecharlo:

—Eso es bien sencillo. El tonalpouhque no tiene la menor duda. Si me das una mecha del pelo funerario...

—No me atrevo.

Marido y mujer guardaron silencio durante un rato, al cabo del cual, con voz en que vacilaba la vergüenza, Citlali, ofreciéndole la cabeza, dijo a su marido:

—Córtalo tú. 

Con rápido movimiento Cara-Larga se echó atrás:

—No puedo tocarte.

Citlali le miró a los ojos, y luego recorrió con la mirada todo su cuerpo joven, vigoroso, desnudo; luego se quedó contemplando largamente el jardín que la luz inundaba de color: ¡qué hermosa estaba la ventana! “No hay puertas ni ventanas”, le dijo una voz interior. Echó mano de un cuchillo de obsidiana que brillaba sobre el hogar y se cortó un mechón del pelo funerario. Cara-Larga había dejado el papel santo extendido en el suelo sobre el hogar. Citlali-Estrella puso el mechón de pelo sobre el papel, con un hondo suspiro. Cara-Larga cubrió el pelo al punto con incienso de copal, lo envolvió todo en el papel santo y salió corriendo sin mirar atrás.

9

Tres-Cañas trajo al rey la lista de las cincuenta mujeres elegidas para el sacrificio. Nezahualpilli echó sobre el papel una ojeada indiferente, y ya se disponía a devolvérselo a su mayordomo cuando le llamó la atención un curioso jeroglífico constituido por una estrella, una cara larga y un remo roto.

—¿Quién es ella? —preguntó.

—Estrella, una de las doncellas de la reina. La mujer del remero supersticioso.

Nezahualpilli se puso a rumiar el asunto en silencio. Si Citlali moría quedaba confirmado el agüero del remo roto. Si Citlali vivía, quedaba desmentido el agüero.

—Borra ese nombre de la lista.

Tres-Cañas se alejó preguntándose, intrigado, a qué se debería el disgusto del rey para con el remero y su mujer, a quienes tal ofensa infería.

10

Los funerales tuvieron lugar al día siguiente. Las doncellas cubrieron el cuerpo de la reina con veinte mantas de algodón tejidas y bordadas con primoroso artificio. Ya dispuesto el cuerpo para la ceremonia, llegó el rey, con rico manto escarlata y en la cabeza la diadema azul de la realeza azteca. Le seguían sus cortesanos, ricamente vestidos pero descalzos. Venía, según el ritual, para meter en la boca de la reina difunta la chalchivitl funeraria, piedra jade labrada que simbolizaba el corazón de la difunta. Observaron los presentes que antes de meter en la boca de la reina la piedra jade de ritual, Nezahualpilli extrajo de ella otro objeto. Nadie vio exactamente lo que era; algunos hubieran podido asegurar que llevaba atada una cadenilla de oro, y otros que parecía como un trozo de piedra jade tallado en forma de corazón.

El Sumo Sacerdote, que se había mantenido a prudente distancia mientras el rey cumplía con aquel piadoso deber, se adelantó entonces, cortó de la cabeza de la reina muerta la mecha funeraria y la depositó en una cajita de madera, al lado de otra mecha de pelo cortado en el mismo lugar el día en que la reina había nacido. Luego cubrió el rostro de la reina con la máscara fúnebre. Ya estaba el cuerpo listo para la cremación. Precedido de las cincuenta esclavas que iban a ser sacrificadas y seguido del rey, de los príncipes y cortesanos y de un grupo nutrido de sacerdotes, vestidos de mantas negras, que iban cantando un responso, el cuerpo salió de la sala en rica litera que cuatro caballeros de Tetzcuco llevaban a hombros. La comitiva se dirigió a paso lento hacia el gran teocalli. En el amplio patio al pie de los escalones que habían causado su muerte, se alzaba una pira de pino resinoso cubierta de una espesa capa de incienso de copal. Más atrás y al lado derecho, otra pira de mayores dimensiones ardía ya esperando al perro pardo y a las esclavas.

Sobre el copal que cubría la primera pira colocaron sentado y bien empaquetado en papel funerario el cuerpo de la reina, rígido, constelado de joyas, sobrecargado de mantas de color, enmascarado de rojo y negro. Mientras ardía elevándose en humo y decayendo en cenizas, una a una iban sacrificándose las cincuenta víctimas sobre la piedra sangrienta del altar en la cúspide del teocalli. Y uno a uno iban cayendo sus cuerpos inanimados, para alimentar el fuego de la pira humilde y seguir en la otra vida ofreciendo a su dulce ama los mismos servicios que en ésta.

Nezahualpilli contemplaba la escena con el cuerpo inmóvil y el ánimo ausente. En lo alto de los ciento once escalones, Tetzcatlipuca y Uitzilópochtli lo miraban todo con su impasible mueca de dientes cuadrados y ojos redondos, bajo sus máscaras de mosaico turquesa. Más alto, mucho más alto, el sol inundaba a dioses, rey, súbditos y víctimas ensangrentadas con su luminosa indiferencia.

11

Nezahualpilli anhelaba hallarse otra vez en su cámara y bañar su espíritu en olvido, para limpiarlo de todo aquel espectáculo. Bravo guerrero, pues de otro modo no hubiera podido llegar al trono en una nación de valientes, lo que le afligía no era la vista de la sangre, sino la vista de la trágica insensatez de su pueblo. En todo ello iba meditando, balanceado al paso de sus cuatro portadores en su litera de plata y oro camino de palacio.

—¡Yeicatl!

El fiel mayordomo, que marchaba a pie al lado de la litera, se acercó a su amo:

—Manda que venga Cara-Larga, el remero. Quiero verle en seguida.

Una sonrisa de satisfacción maliciosa vino a animar el rostro del rey, por vez primera desde la muerte de su reina favorita.

Cara-Larga entró en la cámara del rey insinuándose de lado, como lo requerían a la vez la etiqueta mejicana y el miedo que poseía su alma al saberse llamado por el rey.

—Vamos a ver, Cara-Larga. ¿Quién se ha muerto en tu familia?

—Nadie, señor —respondió el remero, no poco desconcertado.

—De modo que el mal agüero del remo roto no resultó cierto —dijo el rey con aire de victoria.

—Por poco pierdo a mi mujer —arguyó el remero.

—Pero no la perdiste.

—No, señor.

—¿Sabes por qué? —preguntó el rey con su respuesta racionalista ya preparada.

—Sí, señor.

Sorprendido ante el aplomo de Cara-Larga, Nezahualpilli aguardó en silencio a que el remero explicase el milagro.

—Me fui a ver al tonalpouhque y le conté todo. Entonces, yo le llevé lo que me pedía y él hizo un hechizo y rompió el agüero... ayer noche.

En el pecho de Nezahualpilli luchaban la compasión y la indignación. Con voz severa, explicó:

—Yo di órdenes ayer para que se borrase a tu mujer de la lista.

—Sí, señor. Así es como se operó el hechizo del tonalpouhque.

El rey guardó silencio un instante.

—Véte —exclamó.

Tres-Cañas vino a consultar al rey sobre las ceremonias de los segundos funerales, que solían tener lugar a los cuatro días de la cremación del cuerpo. Ya se había erigido en el atrio del templo la imagen de talla de la difunta reina aparatosamente vestida en toda su majestad real. El estuche mágico con los mechones cortados en su primero y en su último día en la tierra, estaba ya dispuesto al pie de la imagen, rodeado de otras ofrendas que se renovaban día a día, frutas y flores para el camino. En aquel cuarto día, era menester hacerle una ofrenda especial compuesta sobre todo de diez a quince esclavas sacrificadas, por suponerse que ya las primeras estarían cansadas. Tres-Cañas vino a proponer al rey la lista de las esclavas designadas para el sacrificio.

Nezahualpilli meditó un momento. Si sacrificaba a Citlali, desacreditaría al tonalpouhque.

—Añade a Citlali a la lista. —Tres-Cañas le miraba sorprendido. El rey insistió: —Sí. La mujer de Cara-Larga, el remero.

Tres-Cañas se fue a cumplir la orden del rey, preguntándose, intrigado, cómo se las habría arreglado aquella familia tan oscura para volver a gozar del favor del rey en tan poco tiempo.

12

Citlali estaba viva. Algo era algo. Pero estaba triste y deprimida. Las mejores mujeres de la casa de la reina se habían ido con su señora en la primera tanda. Todas las que ella estimaba y con quienes deseaba alternar. Su espíritu anímico se gozaba en respirar el aire y ver la luz del sol; pero sufría en su orgullo. Se había encerrado en su casa, no veía a nadie y menos a la gente del palacio.

Una tarde estaba así cabizbaja, sentada cabe el hogar de su casa, no lejana al patio del palacio. El metate aguardaba delante de ella, como había aguardado delante de su madre y de su abuela, a que el ánimo de trabajar viniese a moverle los brazos. “Estar viva —pensaba—. Sí, estar viva es cosa buena. Pero, ¿para qué sirve estar viva si vive una despreciada y sola?” De pronto sus ojos radiantes se abrieron más y más y su rostro se puso más y más pálido, y toda ella se quedó como fascinada y paralizada con la vista clavada en la puerta de la calle. Sobre la piedra del umbral había venido a instalarse con la mayor familiaridad un epatl o zorrillo, que se había quedado mirándola con sus ojuelos agudos, en toda paz y amistad. En sí, y como tal animal, es el zorrillo el ser menos agresivo de la tierra (como no sea por su olor intolerable); pero Citlali sabía que la visita del zorrillo era señal de muerte cierta o para ella o para su marido. Detrás del animalejo surgió una sombra en la calle en cuesta. Citlali alzó los ojos y vio a Cara-Larga, clavado en el suelo por el terror, con la vista puesta en el zorrillo que le cerraba el paso hacia su casa. La escena pudo haberse prolongado hasta el fin del mundo (que, según la creencia azteca, era de esperar a la vuelta de cinco años), cuando apareció un tercer personaje, nada menos que el propio Tres-Cañas, mayordomo del rey.

Sea por lo que fuere, el zorrillo decidió desaparecer, como si le fuera imposible aguantar a más de tres seres humanos al mismo tiempo, y Tres-Cañas no advirtió lo que ocurría por haberse acercado al lugar del drama sumido en el estudio de una tela de algodón cubierta de jeroglíficos en que venían figurados los nombres de las dieciséis esclavas designadas para el sacrificio.

—¿Citlali? —preguntó, acercándose al umbral que acababa de evacuar el zorrillo.

—Sí, señor —contestó la doncella, sin moverse del petate en que estaba sentada junto al hogar.

—Vengo a buscar tu mechón funerario.

Demasiado sabían marido y mujer lo que aquellas palabras significaban. La nueva no les causó el menor asombro, pues ya les había anunciado la noticia el zorrillo con su mera presencia, signo infalible. El zorrillo no podía equivocarse jamás. No había nada que hacer. Las lágrimas se agolparon a los ojos de Citlali; lágrimas que el orgullo no le permitía verter en presencia del mayordomo mayor. Lloraba, no por su vida, sino por su orgullo. Pensaba que debió haberse ido con la primera tanda, la de las mujeres de más viso en la casa real, en vez de quedarse para ir con las fregonas. Tres-Cañas se había inclinado sobre la cabeza de Citlali observándola con atención.

—¿Quién ha metido la navaja en tu mecha funeraria? —preguntó con severidad. Marido y mujer se quedaron suspensos ante tan inesperada complicación. Hubo un silencio.

—Me estaba peinando y se me enmarañó tanto el pelo... Tenía prisa y me arranqué mucho pelo con el peine.

Tres-Cañas frunció el entrecejo con gran disgusto. Dudaba mucho de que los sacerdotes aceptasen aquella víctima que ya no tenía casi ni un pelo bastante largo en el lugar consagrado por el ritual. Después de vacilar un momento, cortó lo que quedaba del lugar prescrito, lo envolvió en una hoja de papel santo y se alejó diciendo:

—Ten todo listo. Ya volveré. La ceremonia será mañana al rayar el día.

13

Cara-Larga y Citlali se quedaron mirándose uno a otro en un silencio sombrío y huraño. Ella seguía pensando en su orgullo herido; él, en la persistencia del mal agüero en torno a su mujer. Le tenía verdadero cariño, es decir que su mujer era para él la hembra familiar a cuya forma, calor y aroma estaba acostumbrado. Pero comenzaba a preguntarse si sería posible salvarla de la mala estrella que la perseguía. Ya se había gastado la mitad de sus reservas de almendras de cacao, que eran todo su capital, en los honorarios del tonalpouhque, para deshacer el hechizo del remo roto, y ahora se encontraba otra vez igual que antes por culpa de aquel maldito zorrillo. ¿Para qué seguir luchando contra la suerte? Sin saber qué contestarse a sí mismo, se puso a pensar en el Tianquizco o plaza del mercado. Había un rincón en la plaza, bien oculto a la sombra de las arcadas, con una pulquería que conocía bien, y que tenía un jardín donde uno podía beber tranquilo echando una partida de patolli sin que vinieran a molestarle agüeros ni mayordomos. El temor de la desgracia inminente le hacía indispensable, casi imperioso, un momento de distracción. Su mujer, absorta en la contemplación del petate, ni siquiera lo veía. Cara-Larga se levantó sin ruido y se dirigió en puntillas hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—Hoy me toca limpiar la canoa —explicó—. Pronto vuelvo.

14

Se daba perfecta cuenta el fugitivo de que iba huyendo de las cosas reales a las cosas sin sustancia, de las cosas que significan algo y obligan y hacen daño, a una estera cuadrada cruzada y recruzada de líneas de goma donde se echaban unas piedrecillas azules y unos dados de color, nadas que se tiraban sobre nadas para pasar el tiempo sin hacer nada, mientras la mujer se preparaba para la pira funeral. Y había en todo ello un olorcillo de pulque que le atraía tanto como le repelía lo otro y que le hacía correr con paso más ligero camino de la pulquería.

Se iba poniendo el sol. Sobre una azotea, un pregonero anunciaba a los transeúntes —en especial a los sacerdotes— que el Señor (es decir, el Sol) estaba ya en el lugar del cielo que marcaba la hora de los sacrificios vespertinos. Cara-Larga fingió no haberse enterado, y dos o tres pasos más adelante se paró a escuchar a un músico y cantador público que, instalado en una esquina, estaba cantando las glorias de los emperadores pasados, al son de un tambor de madera que tañía con gran maestría. Después de haber escuchado bastante tiempo para ahogar en el ruido del tamboril el requerimiento del pregonero religioso, siguió hacia el mercado. Ya los mercaderes, hombres y mujeres, habían hecho envoltorios de sus mercaderías, hasta entonces expuestas en el suelo, sobre esteras de hoja de maguey o de palma. Los más se habían marchado, y sólo quedaban algunos contando las mantas de algodón y las almendras de cacao que representaban la ganancia de aquel día. Alguno que otro se metía cuidadosamente en el pecho una pluma de ánade llena de polvo de oro. Cara-Larga echó ojeadas de envidia a toda aquella riqueza y con la mano derecha acarició bajo el pañete la bolsa de cuero en que llevaba sus almendras de cacao —todo su ahorro—. Apretó el paso, se metió bajo los soportales que conocía bien, fue derecho a la puerta ansiada, levantó una cortina grasienta y entró en la pulquería.

No había nadie en la tienda, pero en el jardín sonaban voces que significaban de seguro un partido de patolli. A juzgar por lo que divisaba desde su punto de observación, los jugadores eran dos: un soldado y un mercader. No era gran cosa el soldado, pensó tras de mirarlo un rato: uno de esos matlatzincos u honderos que inician la batalla en la vanguardia dando aullidos e insultando al enemigo, echándole incluso alguna piedra o dos antes de empezar el combate en serio. “Sí. Eso es —confirmó mentalmente—. Eso que lleva arrollado a la cabeza es la honda”. Tampoco le causó gran impresión el mercader. “Desde luego —pensó—, no es un pochteca; debe de ser uno de esos miserables naoaloztomecas que tan pronto son mercaderes como espías. Y debe de estar a punto de marchar con la caravana porque lleva la cabeza recién afeitada.”

Entretanto, los jugadores habían observado la llegada de Cara-Larga y se habían adelantado a ofrecerle sus jarros de barro llenos de pulque.

—Sólo un trago —dijo Cara-Larga vaciando de un golpe el jarrillo del soldado, sin pararse a tomar aliento.

—¡Buen bebedor, voto a Yzquitecatl, dios de todo lo que se bebe! —exclamó el soldado sin asomo de mal humor en los ojos alegres y en el rostro sencillo, claro y campechano.

El mercader, hombre de menor talla y de más edad, con ojuelos rasgados, casi invisibles bajo párpados espesos, se creyó con derecho a retirar su jarrillo ya ofrecido, pero Ixtlicoyu había echado ya mano al asa, y antes que el mercader se diese cuenta de lo que ocurría, lo había dejado tan vacío como el primero.

II. Estampas planas que representan lagartos. Proceden de Tetzcuco, Veracruz y Teotihuacan.

—Bueno, vamos a jugar —exclamó libre al fin, al menos por el momento, de aquella ansiedad que venía tirándole de la boca del estómago, y recogiendo del suelo tres piedrecillas azules y tres dados de color, los vertió sobre la estera cuadriculada con un gesto de decisión varonil.

—¡Doce!

El soldado y el mercader se miraron, algo desconcertados. Los ojillos ladinos del mercader no hacían más que mirar al remero y al juego, al juego y a los jarrillos vacíos, tumbados sobre la tierra al pie de una planta de nopal.

—¡Tzocaca! —llamó con voz autoritaria.

El tabernero surgió en escena como por encanto. El nombre no era muy armonioso, pero, aunque significaba Berruga, no dejaba de ser ilustre entre el gremio taberneril, ya que Tzocaca era el nombre de uno de los tres inventores del pulque, bebida divina llamada en su original mejicano teometl.

—Más teometl. ¿No ves que están los jarros vacíos?

Entretanto, había recogido los dados y, echándolos otra vez sobre la estera, exclamó:

—¡Trece!

Después de pensarlo un breve instante, el soldado se encogió de hombros y, agarrando el brazo de Ixtlicoyu, que ya se había apoderado de los dados, dijo:

—¡Eh! ¿Y yo? 

Luego, arrojando los dados sobre la estera, anunció:

—¡Diez!

Cara-Larga estaba vaciando su tercer jarrillo de ardiente teometl. En el paisaje interior, su mujer se iba esfumando en un horizonte gris cada vez más lejano e irreal, mientras que en el paisaje exterior subía cada vez más el color y el calor de la vida sonsacándole una a una las almendras de la bolsa. Siguió jugando el remero malaventurado con aquel buen mercader y con aquel buen soldado que con tanta generosidad le convidaban a beber. Había caído la noche. Sus dos compañeros de juego hablaban, sin gran convicción, de terminar el partido. No estaba ya Ixtlicoyu para darse cuenta de la sinceridad o falta de ella con que lo decían, y agarrándose a los dados como si fueran su salvación hizo que el Berruga les trajese una tea de pino, que plantó en el suelo de un mazazo, pagando al instante por la luz con un puñado de almendras, más del doble de lo que valía.

Súbitamente, por entre los vapores de la bebida que le anublaban el ser, surgió una idea, una idea rara, que parecía atravesársele en sus planes, aunque no se daba cuenta exacta de por qué: su bolsa de almendras estaba vacía. No quedaba ni una. Comenzó a decirse a sí mismo que esto era una cosa muy seria que tenía que apurarle mucho; pensó luego que quizá fuese este apuro el mismo que no quería sentir y del que había venido huyendo de su casa hasta la taberna. En su cabeza luchaba con denuedo para aclarar este problema que no lograba resolver, y sin embargo, también se decía que no era precisamente en la cabeza donde aquellas dos ansiedades se disputaban el campo, sino en la boca del estómago.

—Ya sé lo que es —dijo a sus compañeros de juego, que le observaban con curiosidad, preguntándose qué era lo que le bullía por el magín mientras se había quedado parado frente a la estera del patolli, con los dados en una mano y el jarrillo de teometl en la otra—. Ya sé lo que es. Estoy lleno de conejos.

Los dos compinches soltaron la carcajada. Centzonototonztli o, en romance, cuatrocientos-conejos, era el nombre popular que se daba entre el pueblo al espíritu que se supone habitar en el cuerpo del hombre borracho.

—Cuatrocientos-conejos por lo menos, de seguro —dijo el soldado con regocijo.

—¿Vas a servir a la guerra? —preguntó Cara-Larga mirándole de arriba abajo con un esfuerzo tan empeñoso como malogrado para asumir una actitud digna.

—Mañana por la mañana —contestó el soldado—. Nos reunimos en Chalco con la tropa del nuevo emperador, a ver si les sacamos bastantes prisioneros a los tlaxcatecas para los sacrificios de la coronación.

—Un trago por la victoria —exclamó Ixtlicoyu-Cara-Larga alzando el jarro hacia el soldado—. A ver si atrapas pronto un prisionero vivo para que puedas quitarte ese tematatl que llevas liado a la cabeza, que pareces una vieja.

El soldado le echó una mirada de cólera. Cara-Larga se había burlado no sólo de su aspecto exterior, sino también de su valor personal, porque el soldado que había tomado un prisionero vivo en la batalla se distinguía por llevar el pelo peinado de un modo especial, y eso que aun así sólo figuraba en el escalón más bajo del heroísmo.

—Dentro de poco no darán por tu piel ni tres almendras de cacao —explicó despectivamente con una furia no por fría menos temible.

Pero el mercader abrigaba planes muy distintos no sólo sobre la piel de Cara-Larga, sino sobre su magnífica espalda, que ya hacía un buen rato venía observando con gran satisfacción.

—Vamos, vamos —dijo paternalmente para calmar las pasiones—; al juego, al juego. Hay que terminar este partido.

Y con un guiño al soldado, asestó a Cara-Larga una mentira rotunda:

—Ixtlicoyu, o sigues jugando o tienes que pagar las ochenta almendras que debes a cada uno de nosotros.

Por la cabellera de Cara-Larga y por debajo de ella iban y venían a todo correr demasiados conejos para que el pobre remero pudiera darse cuenta de lo que ocurría. Berruga, el tabernero, lo observaba todo con una sonrisa de beatitud. El soldado terminó por calmarse al darse cuenta de lo que se trataba y el patolli continuó cada vez más animado, estimulado por frecuentes libaciones que iban sumiendo el sentido de Cara-Larga en una confusión cada vez mayor. De pronto, el mercader paró el juego e informó a Ixtlicoyu que como ya debía doscientas almendras no era cosa de seguir jugando hasta que las pagase.

Sin dejarse anonadar por aquel notición, que de haberle sido comunicado en plena cordura le hubiera hecho precipitarse con furia al gañote del mercader, Cara-Larga dijo con suma dignidad:

—Bueno, ¿y qué? 

Hubo un silencio.

—Yo soy un hombre libre, ¿sí o no?

“No por mucho tiempo”, pensó el ladino mercader, observando cómo su víctima iba cayendo en la trampa.

—Yo soy un hombre libre —vociferaba Cara-Larga desafiando a cualquier contrincante imaginario que se lo negase—, y un hombre libre vale más de trescientas almendras de cacao.

—¿Cuánto vales tú? —preguntó el mercader, con la vista, como siempre, en la mercancía.

—Me juego por trescientas almendras —anunció Ixtlicoyu con tono decidido que surgía por entre su ánimo inestable, como el mástil de un barco zozobrado por encima de las olas.

—Para que quede claro —explicó el mercader—, si ganas, te damos doscientas almendras.

—Trescientas he dicho —dijo imperiosamente Ixtlicoyu.

—Menos cien que debes, son doscientas.

Cara-Larga lo pensó un buen rato, apoyándose sobre la pared para no perder el equilibrio, y asintió con un ruido entre regüeldo e hipo.

—... Y si pierdes —prosiguió el mercader— serás mi esclavo y lo jurarás ante dos testigos.

—Perfectamente, perfectamente. ¿Por qué no? La palabra es la palabra.

Siguió el juego de patolli, pero ya nada más que por pura forma. El borracho no podía darse cuenta de que le estaban engañando y perdió su libertad. Berruga, ya hecho a tales procedimientos, de donde sacaba no poca ganancia, trajo papel, pinceles y colores, y los cuatro hombres pintaron en regla todo lo ocurrido. Aún no habían terminado y ya roncaba sonoramente Ixtlicoyu junto a los jarros vacíos, al pie del nopal. El mercader se alejó, dejando las almendras de cacao al soldado y al tabernero, al que confío durante unas horas la guarda de su esclavo borracho.

15

Llevaba prisa, porque la caravana iba a ponerse en camino al rayar el alba y tenía que asistir a las ceremonias tradicionales en casa de uno de los más ricos del gremio, un pochteca próspero que vivía cerca del palacio viejo de Nezahualcoyotl. A paso ligero atravesó el tianquizco; era ya tarde y un naoaloztomeca o mercader de clase humilde no tenía derecho a tomarse libertades con la etiqueta. Tenía que ir lentamente por las partes de la ciudad, pero apretaba el paso por las calles que la luna iluminaba, sin prestar atención a las rameras que en las esquinas aguardaban al transeúnte mascando tzictl entre los dientes teñidos de rosa, no tanto para limpiarlos como para atraer al transeúnte con el castañeteo del mascar. Cuando al fin llegó a casa del rico mercader, ya estaban todos sus compañeros, ricos y pobres, cortando papel santo y vertiendo encima gotas de goma derretida para dibujar signos y figuras en honor a sus varios dioses. Ya se había ofrecido a Xiuhtecutli, dios del fuego, la bandera de papel sacramental, atada a un asta roja y al llegar el mercader estaban sus compañeros haciéndole a Tlatecutli, dios de la abundancia, la ofrenda de papeles santos que luego cada uno se llevaba pegados al pecho como protección para el camino. Llegó el momento de preparar los bastones de caña negra decorados con papeles recortados, para consagrar al dios de los mercaderes, Yacatecutli, y después el gremio ofreció mariposas de papel cortado a Zacatzontli y a Tlacotzontli, dioses del camino.

Terminadas estas ceremonias, el anfitrión hizo pasar a sus invitados al interior de la casa, donde todos se pusieron en círculo de pie en torno al fuego, que iluminaba con resplandores rojizos sus rostros tensos. Ante el fuego, y en su honor, se sacrificaron unas cuantas codornices, y los mercaderes además se sacaron sangre de las orejas y la lengua con punzones de maguey. Después de salpicar la sangre hacia el fuego, salieron otra vez al patio, echando también gotas de sangre hacia el cielo con la uña del pulgar. Salpicaron después con su sangre los cuatro puntos cardinales, con gesto de ofrenda cuatro veces repetido en cada dirección; y después volvieron al interior de la casa a ofrendar al fuego papeles santos espolvoreados con sangre mezclada con incienso de copal, mientras que el anfitrión se dirigía al fuego con las palabras de ritual:

—Vivid muchos años, noble señor Tlalxicteuticatl Nauhiotecatle. Ruégoos que recibáis pacíficamente esta nuestra ofrenda, y perdonadme si en algo os he ofendido.

Todos tenían los ojos clavados en los papeles que estaban ardiendo, pues si daban humo y la llama no era clara, era señal segura de mal agüero para la caravana. Así ocurrió precisamente aquella noche, y Tozan, el mercader que había adquirido a Ixtlicoyu, se preguntaba si aquel humo que salía de los papeles santos no le haría perder su nueva adquisición. Dominado por el temor, pensaba con desmayo en las ceremonias que quedaban todavía por hacer antes que le fuera posible escabullirse para ver lo que pasaba en la pulquería. ¡Qué mal había hecho en fiarse del pulque y de Berruga para que le guardasen al esclavo hasta su vuelta! Cuando ya estaba a punto de ceder a la tentación de escaparse, por lo menos para ponerle una collera al esclavo, vio en el patio a un hombre que, a la luz temblona de las llamas del fuego que ardía fuera, reconoció al instante. Disimuladamente se salió a hablar con él. Berruga se le acercó y a media voz le dijo:

—Va mal la cosa. Se ha despertado y está llorando. Dice que es un remero del rey.

Tozan se quedó parado. ¡Un criado del rey! ¿Quién sabe lo que les pasaría a todos ellos? ¿Soltaría su presa? Le repugnaba la idea. Siguió dándole vueltas a la situación, y a poco, sus ojillos sonreían otra vez a través de la rendija de los párpados, con una mezquina satisfacción.

—Estamos en regla. El hombre estaba borracho. Tenemos testigos. Como tal borracho, merece la pena de muerte. Que yo sepa, no tiene todavía setenta años, ¿eh? —preguntó con intención.

El Berruga sabía perfectamente que nadie tenía derecho a emborracharse, so pena de muerte, como no hubiera cumplido los setenta.

—Demasiado lo sé —replicó—, pero, ¿qué tiene que ver eso con él? La cuestión no es que estuviera borracho, sino que es criado del rey.

16

Citlali pasaba su última noche en este mundo. Citlali se disponía sencillamente a una especie de emigración desde un mundo material poblado de mujeres y hombres, animales y plantas, duendes y apariciones, a otro no menos material poblado de las mismas criaturas de la naturaleza y de la fantasía. Iba a reunirse con las cincuenta compañeras que habían salido para aquel otro mundo cuatro días antes que ella, y con la reina y con el perro pardo. El momento mismo de emprender el viaje no tendría nada de agradable, pero Citlali hacía lo posible por borrar de su ánimo el pensamiento cada vez que volvía a presentársele, para lo cual no descansaba en su actividad. Tenía mucho que hacer para prepararse. Había puesto a calentar agua al fuego en un gran caldero de cobre, pues era menester que el cuerpo que iba a sacrificarse llegase limpio ante el ara. Se lavó escrupulosamente en una artesa de barro y se frotó el cuerpo con plantas olorosas. Mientras así cuidaba de su persona, los pensamientos le volaban hacia su marido. ¿Dónde andaría? Al marchar, le había dicho: “Pronto vuelvo.” “Sin duda —pensaba Citlali—, no se atreve a acercarse a mí porque estoy a la sombra de la muerte. O quizá habrá ido a consultar al tonalpouhque.” Estaba desnuda, secándose con una toalla tosca de henequén que le hacía casi brotar chispas de la piel seca y joven. Tenía un cuerpo esbelto y muy bien formado, de piel tersa y plenos volúmenes que realzaban la calidad metálica de su color.

Ya seca, se sentó sobre la toalla y cayó en una especie de trance, con los ojos perdidos en la aparente contemplación de una imagen chiquita tallada en madera, que se erguía entre otras dos parecidas sobre un anaquel en la pared. Era una estatuilla de Tlaculteutl, la Venus azteca, diosa del amor carnal, negra y ensimismada entre “Siete-Serpientes” o Chicomecoatl, diosa de los alimentos, y Viztocicuatl, diosa de la sal, sus compañeras del Olimpo azteca a quienes tanto debía y debe siempre en todos los Olimpos la diosa de los amores. Citlali era muy devota de la tríada sabrosa, y las tres imágenes, negra la primera, roja la segunda, azul-verde la tercera, ocupaban lugar preferente en su casa sencilla y humilde pero limpia y primorosa.

Estaba soñando despierta en lo mucho que debía a las tres diosas: los platos sabrosos, tan ricamente condimentados, y los abrazos no menos sabrosos y ardientes de Ixtlicoyu. Todo perdido. Todo perdido ya. Si al menos volviera a tiempo su marido, quizá pudiera ofrendar todavía a Tlaculteutl su última ofrenda, allí mismo, sobre el petate familiar, cerca del metate que simbolizaba el hogar fecundado por el amor. Quizá... Pero el tiempo iba pasando y Cara-Larga no volvía. Por la ventana abierta veía Citlali al mamalhoaztli, la constelación familiar, que ya pasaba el rincón del tejado del palacio. Ya era tarde. ¿Dónde andaría Cara-Larga? Citlali no se apiadaba de sí. Sensata y modelada por la tradición, por generaciones enteras de hábitos que fluían en su sangre paciente, estaba dispuesta a marchar para ir a servir a la reina como quien cambia de morada sin cambiar de servicio. Dentro de un rato, se levantaría, iría a recoger todas sus cosas sagradas y simbólicas precisamente por humildes y cotidianas, y las arrojaría a la laguna, ya dispuesta a cruzar a aquel más allá donde la aguardaban la reina y las demás criadas.

Sobre el umbral se alzó la sombra del mayordomo Tres-Cañas.

—Citlali. 

Sacudida de su ensueño, Citlali volvió en sí, contestando:

—Sí, señor.

—No te aceptan. Hice lo que pude. Pero el sacerdote no te acepta con esa mecha mutilada que te has dejado.

Citlali abrió los ojos con asombro, procurando absorber la plena sustancia de aquellas palabras que acababa de oír. Pero ya Tres-Cañas, para quien Citlali había perdido todo interés, había desaparecido. “Ixtlicoyu —pensó Citlali— ha debido ir otra vez a casa del tonalpouhque. ¡Pobrecillo! Le habrá costado lo menos todas las almendras de cacao que le quedaban.” Y echó una larga mirada de duda, de ansiedad y de asombro a Siete-Serpientes, diosa de los abastos.

17

Cara-Larga dormía a pierna suelta en el jardín de la pulquería. El aire fresco cargado de los vapores húmedos que surgían de la laguna iba poco a poco ahuyentando los cuatrocientos conejos que lo habían abrumado, y los primeros albores del día mental vinieron a quebrar en su noche interna antes que lo hicieran los de la aurora natural, de modo que todavía brillaban las estrellas en el hondo azul del cielo cuando, medio dormido, medio despierto, dio un gruñido, quiso desperezarse y se dio cuenta de que no podía moverse. Una mano de piel tan ruda y rugosa como una cuerda de hoja de maguey le tenía asida la garganta, y otra tan rígida como un mástil le tenía la cabeza pegada al suelo. Se quedó quieto, moviendo tan sólo los ojos, casi lo único libre que le quedaba. Estaba solo. Se echó la mano al cuello y al colodrillo y al fin cayó en que estaba atado a una collera. “¿Qué habré hecho yo?”, se preguntó, relacionando la collera con el castigo de algún crimen. Entonces recordó la realidad: no era un criminal, pero era un esclavo.

“Bueno, ¿y qué? Esclavo y todo, sigo siendo un hombre libre”, pensó con lo único que le quedaba libre, que era la ilusión. Con todo, aquel ufano pensamiento no bastó para aliviarle la ansiedad que le tiraba de las entrañas cada vez con más fuerza desde su despertar. ¿Qué hora sería? Echó una mirada al cielo. No le era bastante familiar la situación del jardín, de sus árboles y las esquinas de las casas y tejados circundantes, para poder darse cuenta de la hora que era observando la situación de las estrellas con relación al lugar; pero a juzgar por los algodones de neblina que flotaban en el espacio sobre el lago, debía andar ya muy cerca el alba. Era la hora de los duendes, pensó, y sobre todo de los que vienen a anunciar muertes recientes o muertes próximas. Por este camino fue a dar su pensamiento en Citlali, y así volvió a caer en aquella ansiedad que le roía la boca del estómago dándole un horrible mareo.

Siguió inmóvil, tumbado en el suelo, mirando con los ojos a las estrellas y con el alma a la muerte de Citlali. ¿Para qué ser libre sin ella? Ya estaría a aquellas horas haciendo cola en el atrio del teocalli para subir los escalones hacia la piedra del sacrificio, limpia y bañada ya, vestida de papel funerario. ¡Perdida para él! Ya no volvería a acariciar y a estrujar en sus brazos aquel cuerpo tan joven, grácil como una ola de la laguna y ardiente como una llama de hogar. ¡Perdida! Ixtlicoyu se alegraba de ser esclavo y más todavía de que a las pocas horas saldría para siempre de aquella tierra donde quedarían las cenizas de su mujer. ¿Quién sabe? Si moría pronto, quizá se encontrase todavía con su fantasma por el camino... Era precisamente la hora de los duendes.

Un duende se alzó ante él. Maquinalmente hizo ademán de incorporarse, pero se quedó rígido sobre el suelo, atado al palo de la collera.

—Nada cómodo, ¿eh? —preguntó el Berruga con una sonrisa abierta—. Hay que prepararse, porque tengo que llevarte a Tozan, tu amo.

—¿Tozan? ¿Es así como se llama?

—Sí. Topo. Es gran zapador, pero sabe ocultar su montoncillo.

Con la ayuda de Tzocaca el esclavo se puso en pie, y poco después ambos iban camino de la casa del rico pochteca, a través de las calles quietas de la ciudad. Las mujeres nocturnas habían desaparecido, abandonando las esquinas oscuras a los duendes del alba.

18

Citlali se despertó con la espalda y el cuello doloridos. Se había dormido sentada sobre la estera del hogar, con las rodillas pegadas al mentón y los brazos cruzados sobre los tobillos. Sentía escalofríos. Respiró el aire fresco y húmedo de la mañana que entraba por la puerta abierta. Pero afuera estaba todavía oscuro. Salió al umbral y se puso a mirar las estrellas. “Ya está el alba a la vuelta de la esquina —pensó—. ¿Dónde estará mi hombre?”. Sólo se le ocurría una idea: el tonalpouhque; y a pesar de que, de haber ido allá Ixtlicoyu, tenía que haber sido al principio de la noche, Citlali decidió ir allá también aunque no fuera más que por saber a qué atenerse. A lo mejor se había apoderado de él un duende agresivo. ¡Estaba tan cerca del bosque!... Citlali veía ya a su hombre tendido en el monte bajo aguardando a que viniera alguien a romper el hechizo que le tenía inmóvil. Entonces recordó que a tiro de piedra de la cabaña del tonalpouhque, al borde del bosque, había una fuente de agua fresca que le gustaba mucho a Cara-Larga. Al pasar, se llevaría una cántara para traerle agua de aquella fuente. Si estaba vivo, esto bastaría para volverle a traer a casa. Si estaba muerto, no dejaría de encontrarse con su fantasma, porque era la hora de los duendes.

Una luz cenicienta iluminaba el aire débilmente, como desde dentro. Cara-Larga iba andando con paso rígido, poco hecho todavía al palo de la collera que llevaba atado al pescuezo y a la cintura. A su lado iba el Berruga, en silencio. Al volver una esquina de la plaza del mercado, adentrándose en la calle principal que iba a palacio, Cara-Larga se paró en seco. Citlali venía hacia él con una cántara de barro en la cabeza, la cántara que tan bien conocía él con el diseño del nopal y la serpiente. La aparición siguió andando tres pasos hacia él como si le estuviera mirando en sueños, se paró, se quedó inmóvil un instante y echó a correr por una travesía. “¡Pobre Citlali! —pensó Cara-Larga—. ¡Ya muerta!” Miró a las estrellas. “Deben de haber adelantado la hora del sacrificio”—se dijo.

—¿Qué te pasa? —preguntó el Berruga al verle parado y temblando de pies a cabeza, murmurándose hechizos y palabras mágicas contra los malos agüeros.

—¡Citlali!

El Berruga creyó que se refería a alguna estrella del cielo y miró hacia arriba. Pero Ixtlicoyu le explicó

—Mi mujer. Estrella. Muerta... He visto su fantasma...

—Vámonos aprisa —gruñó el Berruga, pues como muchos cínicos tenía un miedo espantoso a las apariciones ultraterrenas.

Citlali se paró para resollar, dejó el cántaro en el suelo y se apretó el pecho con las dos manos intentando parar las palpitaciones locas de su corazón. Echó una mirada en derredor por ver si había algún asiento, pues no se creía capaz de seguir en pie un minuto más. A corta distancia, vio un muro de piedra bastante bajo en aquella calle oscura de casas ricas en que se había escondido huyendo del fantasma de su marido. No sin dificultad consiguió arrastrarse hasta allá, se sentó y se puso a mirar la situación con toda la calma que le fue posible. “Era su fantasma. Seguro. De pronto, no me lo pareció por la manera tan rara de andar que traía, con la cabeza tiesa como si viniera atado a un palo. Pero era él, de seguro, con aquella cara larga y el pecho ancho y los brazos fuertes y la mirada... ¡Muerto!... ¿Y por qué habrá sido?... ¡Muerto!... Ahora que iba yo a vivir...” Esta idea le era insoportable en aquella hora temprana, después de una noche de tantas emociones. “A lo mejor no está muerto. Es posible que me haya equivocado yo. También puede haber fantasmas que se parecen a personas que no han muerto pero que están hechizadas por ellos. Me voy en seguida a ver al tonalpouhque.” Aguardó todavía unos instantes, recogió el cántaro del suelo y siguió andando, pero por otro camino.

19

Los mercaderes habían terminado ya sus ceremonias. Habían echado al fuego del patio sus ofrendas a los diversos dioses que iban a proteger sus caravanas, reuniendo cuidadosamente las cenizas sin mezclarlas ni con otras cenizas vulgares ni con la tierra del suelo, y enterrándolas después solemnemente en un hoyo hecho especialmente en el patio. A requerimiento del anfitrión, pasaron después a otro patio interior donde estaban alineados a la derecha veinte jarros de cobre con sus jofainas, para los pochteca, y a la izquierda veinte jarros de barro con sus jofainas para los naoaloztomeca, donde unos y otros se lavaron manos y boca antes de entrar en el comedor. El banquete de ritual consistía en gallinas guisadas con chile y cacao espumoso frío. Terminada la comida se sirvió a los huéspedes tabaco para fumar en cañas.

Todo ya dispuesto, los mercaderes se pusieron en marcha, después de haber cargado sus esclavos y portadores con la mercancía primorosamente empaquetada en cacaxtl, marcos de madera que los hombres llevaban sobre la espalda colgados de la frente por cuerdas ligadas a una banda de cuero. Ixtlicoyu iba cargado en fila con otros veinte tlamemes que llevaban las mercancías de Tozan. Al salir, cada cual, pobre o rico, tlameme o mercader, tomaba de una copa verde situada sobre un pilar de piedra junto a la puerta un puñado de granos de incienso de copal y los arrojaba sobre un enorme fuego que ardía ante la casa. Era aquella su última ceremonia. Después todos sabían que nadie podría volver a dirigir una mirada hacia atrás o hablar una palabra con los que atrás quedaban, so pena de causar desastre seguro a la expedición.

20

Citlali iba andando con cautela sendero arriba hacia la cabaña del tonalpouhque. No había razón alguna para que el hechicero estuviera despierto a aquella hora tan tardía —o tan temprana—, pero ni un instante se lo imaginó de otro modo que despierto y activo. La puerta estaba abierta. Citlali se paró en el umbral. Flotaba en el aire de la cabaña un olor acre de goma quemada, con algo de aroma de incienso de copal. En el hogar vacilaba una llama mortecina y el aire se había llevado a un rincón de la cabaña una hoja de papel a medio arder.

—¿Qué quieres? —preguntó una voz perentoria.

Citlali no vio a nadie, pero claro está que un hechicero era capaz de ver sin ser visto...

—Vine... Es por mi marido —dijo Citlali con su voz clara, como cantando.

—¿Qué le pasa a tu marido?

Le pareció que la voz venía de un cuarto interior (y así era en efecto), pero rechazó esta explicación impía y contestó al espacio:

—¿No ha venido aquí hoy?

—No.

—Pues vino ayer.

Ya sabía el tonalpouhque todo lo que tenía que saber para ser omnisciente.

—Sí, y te salvó la vida.

—¿Dónde está ahora?

—En peligro de muerte —contestó el tonalpouhque, sabiendo perfectamente que todo el mundo lo está en todo momento.

—Pero, ¿no ha muerto todavía? —preguntó con voz ansiosa.

—Eso no se puede contestar sin consultar a los dioses, y hay que darles una ofrenda.

Citlali no tenía a mano ofrenda que dar. Deseaba ardientemente saber algo más, pero por lo menos ya sabía que su marido no había venido a ver al tonalpouhque durante la noche. Esto la intrigaba profundamente, pues ya no tenía explicación de cómo había podido ella rehuir la muerte. Era evidente que el mal agüero de la visita del zorrillo no lo había levantado el tonalpouhque. Y sin embargo, estaba viva. Por tanto, concluía su lucido cerebro, el mal agüero no venía contra ella; pero el zorrillo se había parado en el umbral de su casa y por lo tanto el mal agüero se refería a los de su casa. Como no era para ella, era para su marido. Por consiguiente, no cabía duda, Cara-Larga había muerto y era el fantasma suyo el que se había aparecido aquella mañana.

Lentamente, subió la cuesta hasta la fuente. Llenó el cántaro de agua fresca que salía de las sombrías reconditeces de la tierra a la luz del alba. Se sentó, quedándose unos instantes escuchando el murmullo del agua. “¡Qué dulce es tu voz —se decía—, oh Chalchivitlycue, Resplandor de Jade, diosa del agua!” Con paso lento, se volvió poco a poco hacia su hogar vacío. Por el camino que serpenteaba a sus pies, vio desfilar la caravana de mercaderes hacia el puerto y los volcanes. Se paró, con el cántaro sobre la cadera, contemplando a los mercaderes que iban, bastón negro en mano, vigilando a sus cargadores que, con los fardos a cuestas, subían, jadeantes.

De pronto, sobre el teocalli al oeste, se elevó una columna de humo blanco hacia el cielo azul, que el sol, atravesando el fino velo gris que todavía se cernía sobre los montes, vino a irisar con sus rayos de oro. Inmóvil sobre un montículo que dominaba la ruta, Citlali contemplaba aquel humo en que sus compañeras subían al cielo sin ella, para unirse camino de las regiones oscuras con su reina difunta. Ixtlicoyu, avanzando pesadamente en la fila de los tlamemes de la caravana, vio súbitamente el sol iluminar los dos volcanes, y se acordó de las palabras de Yeicatl: “La ceremonia tendrá lugar al rayar el día.” Maquinalmente, echó la vista atrás.

—¡Mala bestia! —rugió Tozan, descargándole el bastón negro sobre la cabeza.

Cara-Larga se acordó entonces de la maldición que pesaba sobre los que miraban atrás el primer día de marcha de una caravana; y, a una vuelta del camino, vio de repente el fantasma de su mujer, que se perfilaba sobre el azul del cielo, mientras él, todavía en la tierra, seguía triste y solo y lento con su fardo a la espalda, por el sendero de su largo destino.

Capítulo II
DON RODRIGO MANRIQUE TIENE UN HIJO

1

Cuando Suárez, su viejo mayordomo, vino a anunciar a don Rodrigo Manrique que su mujer le había dado un hijo, el señor de Torremala cayó de rodillas dando gracias a Dios por favor tan inmerecido. Los Manriques fueron siempre una de las familias más nobles de España, entrelazada con la casa real de Castilla así como con las casas de Guzmán, Mendoza y otras que, con ella, habían dado a España hombres de los más famosos en sus artes, letras, armas y servicio real. No dejaba don Rodrigo de poner su orgullo en tan alta alcurnia, pero su individualismo, fiero como el de todo español, le vedaba manifestarlo, y así vivía una vida harto retirada, aunque cómoda y fácil, en su villa de Torremala, por no poder tomar parte en las guerras que el rey Fernando hacía pertinazmente a los moros, desde que a la vista del mismo rey le habían quebrado una pierna en una escaramuza en la vega de Granada. No una, sino dos piernas, y un caballo y una lanza encima, hubiera dado por hallarse presente durante el sitio de Granada, que Fernando el Católico sostenía cada vez más estrecho contra la hermosa ciudad, todavía en poder de los moros; pero cuando así pensaba don Rodrigo, ya había caído Granada en poder del rey, precisamente el mismo día en que venía al mundo su hijo primogénito, el primero de enero de 1492.

—Le llamaremos Manuel, en honor del Señor que nos lo ha dado —exclamó al ponerse en pie después de breve oración, y el veterano Suárez también herido en las guerras moras, aprobó con un ademán de la cabeza—. ¿Cómo está la señora? —preguntó Manrique.

—Deseando mucho ver a vuestra merced.

Era Manrique hombre alto, esbelto y vigoroso, cuyo aspecto era el convencional que nos hacemos de un moro: ojos negros, brillantes, dientes de resplandeciente blancura, barba negra, nariz aguileña y frente ancha y huesuda. Su origen visigodo sólo se traslucía en la arrogancia de su actitud. Un abuelo suyo, Rodrigo como él, enviado por el rey de Castilla en misión diplomática a Granada, había vuelto con una hija del Gran Visir, convertida a la ley de Cristo a fin de casarse con el apuesto cristiano, como se hubiera convertido a la de Buda de haber sido él budista. A la muerte de su padre, víctima de las guerras moras, don Rodrigo se encontró a la cabeza de una fortuna suficiente, señor de Torremala, con un buen caballo y una buena lanza y un buen puñado de hombres suyos para servir al rey, todo ello bajo la vigilancia de una madre austera y enérgica, dispuesta a guiar sus primeros pasos en la vida. Don Rodrigo luchó contra los moros bajo las banderas del rey años enteros, hasta que tuvieron que sacarlo en pleno combate de debajo de su caballo con una pierna rota, inválido para mucho tiempo. Se volvió a Torremala, y entonces apareció Salomé.

Era Salomé la hija del rabino de Torremala, Samuel ha-Levy, dedicado a la dirección espiritual de una colonia pequeña pero próspera de judíos, cuya principal fuente de ingreso era el comercio de lana cruda de los ricos merinos de la vecindad y de seda de los telares de Torremala, que se enviaban a Flandes a cambio de mercancías de varias clases, en particular de tejidos de lana y de lienzo para las casas de los españoles acomodados. Samuel ha-Levy vivía en la aljama con su hija Salomé, pelo de oro, ojos azules, lozana como una rosa. Era tan lista como bella y su padre se había complacido en enseñarle personalmente la historia, tanto de su pueblo original como de su patria adoptiva, y los dos lenguajes, hebreo y latino, en que había que estudiarla. Salomé solía asistir a las controversias amistosas que sostenían con frecuencia su padre, el rabino, y el padre Guzmán, sabio prior del Monasterio de los frailes de San Jerónimo, cuya mole de piedra dominaba el Cerro del Moro; y su presencia, su gracia, su tacto y su fina penetración del asunto que se debatía (y que solía ser el de los méritos respectivos y valor permanente de sus respectivas religiones) eran de tanto estímulo y agrado para uno y otro que, cuando la discusión tenía lugar en la celda del prior en lugar de la judería, el padre Guzmán la invitaba siempre a que acompañase a su padre. Era el prior persona de no menor atractivo que el rabino, de rostro, figura y ademanes tan fina y delicadamente modelados por el espíritu, y de voz, mirada y gesto que revelaban al hombre para quien sólo la verdad y la caridad son dignas del aliento humano. Todo ello vino a parar en que Salomé se convenció de que el Nuevo Testamento manifestaba el espíritu divino mejor que el Antiguo y se hizo cristiana, recibiendo el bautismo de manos del padre Guzmán.

Samuel ha-Levy se inclinó ante el destino, con lágrimas en los ojos. Salomé abandonó la aljama transfigurándose en Isabel Santamaría. Fue su madrina la madre de Rodrigo Manrique, quien alojó en su casa a la neófita tratándola como de la familia, y prometió al padre Guzmán que sería una madre para ella hasta que le encontrase un marido.

Todo esto ocurría mientras el joven Rodrigo guerreaba contra los moros durante las campañas de verano y seguía la Corte ambulante de los reyes durante el invierno. Cuando al fin, herido e inválido llegó acostado sobre una carreta de bueyes con su pierna rota, la beldad de pelo de oro y ojos azules se erguía como una flor lozana de primavera a la puerta del castillo, al lado de la castellana. A Rodrigo se le fueron los ojos tras de ella, y el mismo día de su llegada anunció a su madre que estaba decidido a casarse con Isabel Santamaría. Todos los Manriques se alzaron contra su resolución, pues pese al Papa y a sus cardenales, una judía seguía siendo judía por muy bautizada que estuviera. Rodrigo aguantó la tormenta de pie firme y se casó con Isabel, no porque disintiese de su familia —al contrario—, sino porque estaba enamorado, tanto más precisamente por el hecho de que Isabel tuviera atractivo bastante para hacerle romper con tantos ilustres parientes. “¡Qué admirable persona tiene que ser!”—pensaba con orgullo.

Era, en efecto, admirable. Tan prudente como hermosa, tan seria como alegre. Su conversión procedía de lo más hondo de su alma y era devotísima en su nueva fe. Cuando Rodrigo entró en su cuarto, se hallaba en pleno goce del momento más feliz de la vida femenina, aquel en que la nueva madre comienza a trabar conocimiento con el ser tan suyo y sin embargo tan otro que acaba de traer al mundo.

—Le llamaré Manuel —exclamó Don Rodrigo con una voz forzada en su acento varonil, por temor a dejar ver la emoción que sentía. Y añadió—: Será buen caballero.

—Ya veremos —dijo Isabel, enigmática, apreciando toda la intención bélica que su marido había puesto en sus palabras, y al expresar así sus dudas sobre el porvenir de aquel niño, lo rodeaba y bañaba del resplandor de su cabello de oro como de una aureola de luz religiosa en torno a un Niño Jesús.

2

Apenas cumplía dos semanas el recién nacido cuando llegó a Torremala la noticia de la rendición de Granada. Las campanas de iglesias y conventos enloquecieron de gozo haciendo vibrar el aire con oleadas de alegría que removían los ánimos en todo el pueblo. Hacía tanto tiempo que se esperaba la noticia, tanto tiempo que se deseaba, que ya nadie hablaba del asunto, confiando tan sólo en que el Señor concedería un día a todos la satisfacción de tan ferviente deseo. Al fin había llegado aquel día. Las gentes se abrazaban en la calle, daban voces, vertían lágrimas. La iglesia se llenó de fieles. El párroco hizo un sermón apasionado, con evidentes señales de improvisación. Después de dar las gracias al Señor, recordó a sus feligreses que hacía siete siglos que los infieles habían invadido a España. Siete siglos habían sido necesarios para que la Cruz se alzase al fin sobre las torres de la Alhambra.

—Sólo nuestros pecados —añadió con voz sombría y solemne—, sólo nuestros pecados explican que el Señor haya permitido tan larga ocupación de la cristiandad por el infiel. Pero la obra no ha terminado todavía. Todavía quedan infieles entre nosotros. Y también a estos otros infieles habrá que echarlos de nuestra tierra cristiana si no se convierten a nuestra fe.

En primera fila, escuchaba este sermón Isabel Santamaría, la que pocos años antes se llamaba aún Salomé ha-Levy. Al oír aquellas palabras del párroco, sus pensamientos volaron hacia su padre, hacia la casa tan risueña en que había crecido en el rincón más florido de la aljama, el pórtico de piedra en arco, los patios frescos florecidos, la huerta en pendiente suave hacia el río, la terraza tan espaciosa y oreada en las noches estrelladas del verano —aquel mundo en que el rabino había vivido y crecido como su padre y sus abuelos, generaciones y generaciones de hombres estudiosos, maestros del saber hebreo, empapados de cultura hebraica al punto de que todos ellos, de padres a hijos, tomaban aspecto de patriarcas del Antiguo Testamento, rostros macerados por las vigilias, nariz bien cortada, frente alta y pensativa, barba fluida que parecía prolongar las líneas de sus mejillas cóncavas...

Isabel se daba cuenta de que el movimiento contra su pueblo iba tomando cada vez más volumen en el país y que, tarde o temprano, la tormenta rompería sobre la cabeza de los infelices judíos. Aquellas palabras del párroco vinieron a recordarle la diferencia imborrable que la separaba de los cristianos viejos, a pesar de su conversión, a pesar de su matrimonio. Cuando salió de la iglesia del brazo de su marido, iba triste y cabizbaja. Ella, señora del lugar, iba andando entre sus convecinos con la sensación de ser una paria. Mientras iban subiendo la cuesta hacia el castillo donde vivían, en lo alto del cerro que dominaba la avenida donde se alineaban las casas de los hidalgos y campesinos ricos del pueblo, marido y mujer oyeron una voz ronca y hostil que decía en un grupo:

—Y a los conversos también. También a ésos hay que echarlos.

No oyeron más. Isabel se dio cuenta en seguida de que el acento agresivo de aquella voz iba dirigido a ella para que lo oyese y se enterase. No dijo nada a don Rodrigo, que seguía andando a su lado, rumiando análogos pensamientos, y tan absorto en ellos que a veces dejaba de corresponder a los saludos de deferencia que le hacían sus convecinos. Isabel sintió la angustia de aquel insulto y de aquella amenaza, junto con la curiosidad de averiguar quién había pronunciado las palabras ofensivas. “Yo conozco esa voz”, se decía, pero su orgullo le impedía mirar atrás. Entonces hirió su oído otra voz más agradable, voz que conocía bien, y que iba diciendo:

—No harás nada de eso, porque sería indigno de un buen cristiano —afirmaba con autoridad el padre Guzmán, prior del Monasterio de San Jerónimo, y otra vez, la primera voz, la injuriosa, contestaba:

—Yo haré lo qu

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