El jinete de bronce (El jinete de bronce 1)

Paullina Simons

Fragmento

El campo de Marte

EL CAMPO DE MARTE

1

La luz entró a través de la ventana, desparramando la mañana por toda la habitación. Tatiana Metanova dormía el sueño de los inocentes, el sueño de la alegría, de las cálidas y blancas noches de Leningrado, de los jazmines en junio. Pero sobre todo, rebosante de vida, dormía el sueño exuberante de la intrépida juventud.

No durmió mucho más.

Cuando los rayos del sol cruzaron la habitación hasta los pies de la cama, Tatiana se tapó la cabeza con la sábana, en un intento de mantener apartada la luz del día. Se abrió la puerta del dormitorio y oyó crujir una vez una de las tablas del suelo. Era Dasha, su hermana mayor.

Daria, Dasha, Dashenka, Dashka.

Representaba todo lo que era querido para Tatiana.

Sin embargo, en ese momento, Tatiana quería estrangularla. Dasha intentaba despertarla y desgraciadamente lo estaba consiguiendo. Las fuertes manos de Dasha sacudían vigorosamente a Tatiana, mientras que su voz, por lo general armoniosa, sonaba de una forma muy extraña.

–¡Eh! ¡Tania! ¡Despierta! ¡Vamos, despierta!

Tatiana gimió. Dasha apartó la sábana.

Nunca la diferencia de siete años que se llevaban se hizo más evidente que ahora que Tatiana quería seguir durmiendo y Dasha estaba…

–¡Para ya! –protestó Tatiana, mientras buscaba a tientas la sábana y volvía a taparse la cabeza–. ¿No ves que estoy durmiendo? ¿Quién eres tú? ¿Mi madre?

La puerta del dormitorio se abrió una vez más. Las tablas del suelo crujieron dos veces. Era su madre.

–¿Tania? ¿Estás despierta? Levántate ahora mismo.

Tatiana jamás hubiera dicho que la voz de su madre fuera armoniosa. No había nada suave en Irina Metanova. Era baja, bulliciosa y derrochaba energía. Llevaba un pañuelo en la cabeza para sujetarse el pelo, porque probablemente había estado con su bata azul de verano de rodillas limpiando el baño comunal.

–¿Qué, mamá? –replicó Tatiana, sin levantar la cabeza de la almohada.

El pelo de Dasha rozó la espalda de Tatiana. Dasha mantenía una mano sobre una de las piernas de Tatiana y se inclinó sobre ella como si fuera a besarla. Tatiana sintió una ternura momentánea, pero antes de que Dasha pudiera decir nada, sonó la voz chirriante de la madre.

–Levántate ahora mismo. Dentro de unos minutos transmitirán un anuncio muy importante por la radio.

–¿Dónde estuviste anoche? –le susurró Tatiana a Dasha–. Ya había amanecido cuando regresaste.

–¿Qué culpa tengo yo de que amaneciera a medianoche? Regresé a una hora absolutamente respetable. –Sonrió–. Estabais todos dormidos.

–Amaneció a las tres y tú no estabas en casa.

–Le diré a papá que estaba al otro lado del río cuando levantaron los puentes a las tres –manifestó Dasha después de una pausa.

–Sí, hazlo. Explícale qué estabas haciendo al otro lado del río a las tres de la mañana.

Tatiana se volvió. Dasha estaba especialmente bonita esta mañana. Tenía el pelo castaño oscuro revuelto, ojos oscuros, y un rostro con expresiones para todo. Ahora mismo su reacción era de divertido enojo. El enfado de Tatiana no era tan alegre. Quería continuar durmiendo. Espió de reojo la expresión tensa de su madre.

–¿Qué anuncio?

Su madre comenzó a quitar las sábanas y las mantas del sofá.

–¡Mamá! ¿Qué anuncio? –repitió Tatiana.

–Transmitirán un anuncio del gobierno dentro de unos minutos. ¡Eso es todo lo que sé! –insistió la madre, que meneó la cabeza como si quisiera decir: «¿Qué más hay que saber?».

Tatiana se despertó a su pesar. Un anuncio. No era algo frecuente que interrumpieran los programas musicales para transmitir un anuncio del gobierno.

–Quizás hemos invadido Finlandia otra vez. –Se frotó los ojos.

–Calla –dijo la madre.

–O quizás ellos nos han invadido. Están dispuestos a recuperar las viejas fronteras desde que las perdieron el año pasado.

–Nosotros no los invadimos –señaló Dasha–. El año pasado fuimos allí para recuperar nuestras fronteras. Las que perdimos en la Gran Guerra, y tú no tendrías que escuchar las conversaciones de los adultos.

–No perdimos nuestras fronteras –afirmó Tatiana–. El camarada Lenin se las dio libre y voluntariamente. Aquello no cuenta.

–Tania, no estamos en guerra con Finlandia. Levántate.

Tatiana no se levantó.

–Entonces, ¿Letonia? ¿Lituania? ¿Bielorrusia? ¿No nos quedamos con ellos después del pacto entre Hitler y Stalin del año pasado?

–¡Tatiana Georgievna! ¡Basta! –Su madre siempre la llamaba por el nombre y el apellido cada vez que quería demostrarla a Tatiana que no estaba de humor para bromas.

–¿Qué más queda? –replicó Tatiana, con una seriedad fingida–. Ya tenemos la mitad de Polonia.

–He dicho basta –exclamó la madre–. Basta de juegos. Sal de la cama. Daria Georgievna, ¡saca a tu hermana de la cama!

Dasha no se movió.

La madre dejó la habitación, rezongando.

Tatiana puso los ojos en blanco y volvió a tenderse en la cama.

–¡Basta! –dijo Dasha, y se echó sobre Tatiana–. Esto es serio, Tania.

–Sí, de acuerdo. ¿Le conociste ayer cuando levantaron los puentes? –Sonrió.

–Ayer fue la tercera vez.

Tatiana meneó la cabeza, con la mirada puesta en Dasha, cuya alegría era contagiosa.

–¿Quieres hacer el favor de quitarte de encima?

–No, no quiero –respondió Dasha, y le hizo cosquillas–. No hasta que me digas: «Soy feliz, Dasha».

–¿Por qué tengo que decirlo? –exclamó Tatiana, riéndose–. No soy feliz. ¡Basta! ¿Por qué debo ser feliz? No estoy enamorada. ¡Para!

La madre volvió a entrar en la habitación. Traía una bandeja con seis tazas y un samovar de plata.

–¡Basta de juegos! ¿Me habéis oído?

–Sí, mamá –dijo Dasha, mientras le hacía cosquillas por última vez con mucha fuerza.

–¡Ay! –gritó Tatiana–. Mamá, creo que me ha roto las costillas.

–Te romperé algo más dentro de un instante. Ambas sois mayorcitas para estos juegos.

Dasha le sacó la lengua a Tatiana.

–Muy mayor –dijo Tatiana–. Nuestra mamochka no sabe que sólo tienes dos añitos.

Dasha mantuvo la lengua afuera. Tatiana tendió una mano y le sujetó la lengua con los dedos. Dasha chilló. Tatiana le soltó la lengua.

–¿Qué os he dicho? –vociferó la madre.

–Espera hasta haberle conocido –le susurró Dasha a su hermana–. Nunca has visto a nadie tan guapo.

–¿Quieres decir que es más guapo que aquel Sergei con el que me dabas la lata? ¿No decías que era guapísimo?

–Cállate –murmuró Dasha. Le dio una palmada en la pierna.

–Por supuesto. –Tatiana sonrió–. ¿No fue la semana pasada?

–Nunca lo entenderás porque todavía eres una chiquilla incorregible.

Sonó otra palmada. La madre gritó. Las chicas abandonaron los juegos.

Georgi Vasilievich Metanov, el padre de Tatiana, entró en el dormitorio. Era un hombre bajo, cuarentón, con el pelo negro rizado en el que se veían las primeras canas. Dasha había heredado los rizos de su padre. Él pasó junto a la cama y miró con expresión ausente a Tatiana, que tenía las piernas tapadas con la sábana.

–Tania, es mediodía. Levántate o tendremos problemas. Necesito que estés vestida en dos minutos.

–Eso es muy sencillo –replicó Tatiana.

Se puso de pie en la cama y le mostró a su familia que aún llevaba puestas la falda y la camisa del día anterior.

Dasha y la madre menearon la cabeza; la madre casi sonrió. El padre miró hacia la ventana.

–¿Qué vamos a hacer con ella, Irina?

«Nada –pensó Tatiana–, nada mientras papá mire en la otra dirección.»

–Necesito casarme –dijo Dasha, sentada en la cama–. Así podré tener finalmente mi habitación donde poder vestirme.

–Dices tonterías –proclamó Tatiana, mientras saltaba en la cama–. Te instalarás aquí con tu marido. Yo, tú, él, todos durmiendo en una cama, con Pasha a nuestros pies. ¡Qué romántico!

–No te cases, Dashenka –le recomendó la madre, distraída–. Por una vez, Tania tiene razón. No tenemos sitio para uno más.

El padre no dijo nada, ocupado en encender la radio.

La habitación rectangular tenía una cama de matrimonio donde dormían Tatiana y Dasha, un sofá donde dormían los padres y un catre metálico donde dormía Pasha, el hermano gemelo de Tatiana. El catre estaba a los pies de la cama de las chicas, así que Pasha decía que era su perrito faldero.

Los abuelos de Tatiana, babushka y deda, vivían en la habitación contigua separada de la de ellos por un pequeño recibidor. De vez en cuando, Dasha dormía en el sofá instalado en el recibidor si llegaba tarde para no molestar a los padres. De esta manera, se evitaba problemas al día siguiente. El sofá del recibidor sólo medía un metro cincuenta de largo y era más adecuado para Tatiana, que medía un metro cincuenta. Pero Tatiana no tenía que dormir en el recibidor porque casi nunca llegaba tarde, mientras que Dasha era otra historia.

–¿Dónde está Pasha? –preguntó Tatiana.

–Está acabando de desayunar –respondió la madre.

No podía dejar de moverse. Mientras su padre permanecía sentado en el viejo sofá, inmóvil como una roca, su madre iba de aquí para allá: recogía paquetes de cigarrillos vacíos, acomodaba los libros en la estantería, pasaba la mano por la mesa de centro. Tatiana continuaba de pie en la cama. Dasha seguía sentada.

Los Metanov eran afortunados: disponían de dos habitaciones y una parte del vestíbulo comunal. Seis años antes habían instalado una puerta en un tabique al final del pasillo. Era casi como disponer de un apartamento propio. Los Iglenko, al otro lado del vestíbulo, dormían seis en una sola habitación. Eso sí era tener mala suerte.

El sol se filtraba por las vaporosas cortinas blancas.

Tatiana sabía que sólo duraría un momento, una brevísima fracción de tiempo que la bañaría con las posibilidades del día. Al cabo de un momento se habría ido. Un momento y nada más. Sin embargo, el sol que entraba en la habitación, el lejano retumbar de los autobuses, la brisa que entraba por la ventana…

Ésta era la parte del domingo que más le gustaba a Tatiana: el comienzo.

Pasha entró con deda y babushka. A pesar de ser mellizos, no se parecía en nada a la muchacha. Un muchacho fornido, y de pelo oscuro, que era una versión en pequeño de su padre. Saludó a Tatiana con un gesto mientras le decía:

–Bonito pelo.

Tatiana le sacó la lengua. Aún no había tenido tiempo de arreglarse.

Pasha se sentó en el catre y babushka se acomodó a su lado. Por ser la más alta de los Metanov, toda la familia consultaba con ella todos los temas excepto las cuestiones de moralidad, que eran competencia exclusiva de deda. Babushka era imponente, poco amiga de las tonterías y tenía el pelo blanco. Deda era moreno, sumiso y bondadoso. Se sentó juntó al padre.

–Es algo grande, hijo –opinó, en voz baja.

El padre asintió, preocupado.

La madre continuó con la limpieza, cada vez más inquieta.

Tatiana miró a babushka, que acariciaba la espalda de Pasha.

–Pasha –susurró Tatiana, gateando hasta el borde de la cama hasta situarse junto a su hermano–. ¿Querrás ir más tarde al parque de Táuride? Te ganaré si jugamos a la guerra.

–Ni lo sueñes. Nunca me ganarás.

Sonaron unas descargas estáticas en la radio. Eran las doce y media del 22 de junio de 1941.

–Tania, siéntate y no abras la boca –le ordenó su padre–. Está a punto de comenzar. Irina, tú también. Siéntate.

El camarada Viacheslav Molotov, ministro de Relaciones Exteriores de José Stalin, comenzó la lectura del comunicado:

Hombres y mujeres, ciudadanos de la Unión Soviética, el gobierno soviético y su dirigente, el camarada Stalin, me han encomendado la lectura del siguiente comunicado. A las cuatro de la mañana, sin una declaración de guerra y sin que se planteara ninguna reclamación a la Unión Soviética, las tropas alemanas han atacado nuestro país, han atacado nuestra frontera en muchos lugares y han efectuado bombardeos aéreos sobre Zitomir, Kiev, Sebastopol, Kaunas y otras ciudades. Este ataque se ha hecho a pesar de la existencia de un pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania, un pacto cuyas cláusulas han sido escrupulosamente respetadas por la Unión Soviética. Hemos sido atacados a pesar de que, durante la vigencia del pacto, el gobierno alemán no ha presentado la más mínima queja sobre el incumplimiento de sus obligaciones por parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

El gobierno os llama, ciudadanos y ciudadanas de la Unión Soviética, para que os agrupéis todavía más estrechamente alrededor de nuestro glorioso partido bolchevique, alrededor del gobierno soviético, y alrededor de nuestro gran líder, el camarada Stalin. Nuestra causa es justa. El enemigo será aplastado. La victoria será nuestra.

Acabó la transmisión y la familia permaneció sentada, muda por la sorpresa. El padre fue el primero en romper el silencio.

–Oh, Dios mío –exclamó, y desde el sofá miró a Pasha.

–Tenemos que ir inmediatamente y sacar nuestro dinero del banco –decidió la madre.

–Por favor, otra evacuación no –dijo babushka Anna–. ¿Sobreviviremos a otra evacuación? Lo mejor sería quedarse en la ciudad.

–¿Creéis que me darán otra plaza de maestro entre los evacuados? –preguntó deda–. Tengo casi sesenta y cuatro años. Ya es tiempo de morir, no de moverse.

–La guarnición de Leningrado no va a la guerra, ¿verdad? –intervino Dasha–. La guerra viene a la guarnición de Leningrado.

–¡La guerra! –gritó Pasha–. ¿Lo has escuchado, Tania? Me voy a alistar. Lucharé por la Madre Rusia.

Antes de que Tatiana pudiese decir lo que estaba pensando –que era un «¡Guau!» de entusiasmo–, su padre se levantó del sofá para responderle a Pasha.

–¿En qué estás pensando? ¿Quién crees que te llevará?

–Venga, papochka –replicó Pasha con una sonrisa–. La guerra siempre necesita hombres buenos.

–Hombres buenos, sí. No chiquillos –ladró su padre mientras se arrodillaba en el suelo para mirar debajo de la cama de las chicas.

–La guerra, no, no es posible –manifestó Tatiana lentamente–. ¿El camarada Stalin no firmó un tratado de paz?

–Tania, esta vez es cierto. Es algo real –señaló su madre. Sirvió el té.

–¿Tendremos que… evacuar? –preguntó Tatiana, que hizo todo lo posible por suprimir el entusiasmo de su voz.

El padre sacó una maleta vieja y estropeada de debajo de la cama.

–¿Tan pronto? –preguntó Tatiana.

Sabía qué era una evacuación por las historias que le habían contado deda y babushka de los disturbios durante la revolución de 1917, cuando se fueron al oeste de los Urales para vivir en una aldea cuyo nombre Tatiana nunca conseguía recordar. Las esperas en las estaciones cargados con todas sus pertenencias, el cruce del Volga en barcazas…

Era el cambio lo que emocionaba a Tatiana. Era lo desconocido. Había estado en Moscú durante un minuto cuando tenía ocho años. ¿Aquello se contaba? Moscú no tenía nada de exótico. No era África o Estados Unidos. Ni siquiera los Urales. Sólo era Moscú. Más allá de la Plaza Roja, no había nada, ni una sola cosa mínimamente bonita.

Los Metanov, como familia, habían efectuado un par de excursiones a Tsarskoie Selo y Peterhof. Los palacios de verano de los zares habían sido convertidos por los bolcheviques en lujosos museos rodeados de jardines. Cuando Tatiana recorrió los salones de Peterhof, sin casi atreverse a pisar el blanco mármol helado, no podía creer que hubiera existido un tiempo en que la gente tenía todo aquello para vivir.

Pero cuando la familia regresó a Leningrado, a sus dos habitaciones en la calle Quinto Soviet, y antes de que Tatiana pudiera llegar a su habitación, tuvo que pasar por delante de los seis Iglenko que vivían con la puerta abierta.

Tatiana tenía tres años cuando la familia se fue de vacaciones a la misma Crimea que aquella mañana había sido atacada por los alemanes. La muchacha recordaba de aquel viaje que fue la primera vez que comió una patata cruda. También fue la última. Vio renacuajos en una charca y durmió en una tienda, acostada en el suelo y cubierta con una manta. Recordaba vagamente el olor del agua salada. Fue en las frías aguas del mar Negro, en abril, donde Tatiana sintió el roce de su primera y última medusa, que flotó junto a su pequeño cuerpo desnudo y la hizo chillar con un terror delicioso.

La idea de la evacuación emocionaba a Tatiana. Nacida en 1924, el año de la muerte de Lenin, después de la revolución, después de la hambruna, después de la guerra civil, Tatiana nació después de lo peor, pero también antes de lo bueno. Nació en el intermedio.

–Taneshka, ¿en qué estás pensando? –le preguntó deda, mientras la miraba con sus ojos negros como si quisiera medir sus emociones.

–En nada –respondió ella, que hizo todo lo posible por mantener una expresión tranquila.

–¿Qué está pasando por tu cabeza? Es la guerra. ¿Lo comprendes?

–Lo comprendo.

–No sé por qué, pero me parece que no. –Deda hizo una pausa–. Tania, la vida que conoces se acabó. Escucha lo que digo. A partir de hoy, nada será como habías imaginado.

–¡Sí! –exclamó Pasha–. Mandaremos a los alemanes de regreso al infierno de donde han venido. –Le sonrió a Tatiana, y la muchacha le devolvió la sonrisa.

Sus padres los miraban.

–De acuerdo. ¿Y después qué?

Babushka fue a sentarse en el sofá junto a deda. Colocó una de sus manos grandes sobre la suya, frunció los labios y asintió, de una manera que le advirtió a Tatiana que babushka sabía cosas y que se las guardaba. Deda también sabía, pero aquello que sabían no podía compararse con la excitación de Tatiana. «Está bien –pensó–. Ellos no lo entienden. No son jóvenes.»

La madre rompió el silencio de siete personas.

–¿Qué haces, Georgi Vasilievich?

–Demasiados niños, Irina Fedorovna. Demasiados niños de los que preocuparse –le respondió apesadumbrado, mientras forcejeaba con la maleta de Pasha.

–¿De veras, papá? –replicó Tatiana–. ¿De cuál de tus hijos no querrías preocuparte?

El padre no respondió. Se acercó al armario común, abrió los cajones de Pasha y comenzó a sacar prendas al azar, que arrojaba en la maleta.

–Lo enviaré lejos, Irina. Lo enviaré al campamento de Tolmashevo. De todas maneras, tenía que ir allí la semana que viene con Volodia Iglenko. Sólo que irá un poco antes. Volodia irá con él. Nina se alegrará de verles marchar una semana antes. Ya lo verás. Todo irá perfectamente.

La madre abrió la boca y meneó la cabeza.

–¿Tolmashevo? ¿No estaría mejor aquí? ¿Estás seguro?

–Absolutamente –afirmó el padre.

–¡Absolutamente no! –protestó Pasha–. ¡Papá, estamos en guerra! No iré al campamento. Voy a alistarme.

«Bien por ti», pensó Tatiana, pero el padre se volvió violentamente a mirar furioso a su hermano, y Tatiana contuvo el aliento cuando de pronto lo comprendió todo.

El padre sujetó a Pasha por los hombros y comenzó a sacudirlo.

–¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿Alistarte?

Pasha forcejeó para librarse. Su padre no lo soltó.

–Papá, suéltame.

–Pavel, eres mi hijo, y me escucharás. Lo primero que harás es salir de Leningrado. Después discutiremos el alistamiento. Ahora mismo tenemos que coger un tren.

Había algo embarazoso en aquella escena que se desarrollaba en una habitación pequeña y con tantos espectadores. Tatiana quería apartarse, pero no había donde ir. Se miró las manos y después cerró los ojos. Se imaginó tendida boca arriba en medio de un campo florido mordisqueando un trébol de olor. No había nadie a su alrededor.

¿Tanto cambiaban las cosas en cuestión de segundos?

Abrió los ojos y parpadeó. Un segundo. Volvió a parpadear. Otro segundo.

Hacía unos segundos estaba durmiendo.

Hacía unos segundos había hablado Molotov.

Hacía unos segundos estaba entusiasmada.

Hacía unos segundos había hablado su padre.

Ahora Pasha se marchaba. Parpadeo, parpadeo, parpadeo.

Deda y babushka mantenían un silencio diplomático, como siempre. Deda, Dios le bendiga, nunca desperdiciaba la oportunidad de estar callado. Babushka era todo lo contrario en ese aspecto, pero en esta ocasión en particular era evidente que había decidido seguir su ejemplo. Quizás era porque la mano de deda le apretaba la pierna cada vez que ella abría la boca, pero cualquiera que fuera la razón, no hablaba.

Dasha, que no tenía miedo a su padre y no se sentía descorazonada por la distante perspectiva de la guerra, se puso de pie.

–Papá, esto es una locura. ¿Por qué le haces irse? Los alemanes no están cerca de Leningrado. Has escuchado al camarada Molotov. Están en Crimea. Están a miles de kilómetros de aquí.

–Cállate, Dashenka –ordenó el padre–. No sabes nada de los alemanes.

–No están aquí, papá –repitió Dasha con su voz fuerte que no daba lugar a la discusión.

Tatiana deseaba poder hablar tan persuasivamente como Dasha. Su voz tenía un eco suave, como si todavía le faltara alguna hormona femenina. En muchas cosas apenas si las tenía. Hacía sólo un año que había comenzado a menstruar, y así y todo apenas si tenía menstruaciones. Muchas veces le venían cada cuatro meses. Vinieron en invierno, decidieron que no les gustaba y desaparecieron hasta el otoño. Pero en el otoño vinieron y se quedaron como si no quisieran marcharse nunca más. Desde entonces, Tatiana las había visto dos veces. Quizá si vinieran con más frecuencia, Tatiana tendría una voz sonora como la de Dasha. Podías poner el reloj en hora con la puntualidad de las menstruaciones de Dasha.

–¡Daria! ¡No voy a discutir este asunto contigo! –exclamó el padre–. Tu hermano no se quedará en Leningrado. Pasha, vístete. Ponte unos pantalones y una camisa bonita.

–Papá, por favor.

–Pasha, he dicho que te vistas. No podemos perder más tiempo. Te garantizo que todos los campamentos estarán llenos de chicos dentro de una hora, y entonces no conseguiré que te admitan.

Quizá fue un error decirle eso a Pasha, porque Tatiana nunca había visto a su hermano moverse con tanta lentitud. Debió tardar sus buenos diez minutos en encontrar la única camisa de vestir que tenía. Todo el mundo desvió la mirada mientras Pasha se cambiaba. Tatiana volvió a cerrar los ojos y buscó su prado, el agradable olor de las fresas salvajes y las ortigas. Le apetecían unos arándanos. Comprendió que tenía un poco de hambre. Abrió los ojos y miró en derredor.

–No quiero ir –protestó Pasha.

–Será sólo por poco tiempo, hijo. Es por precaución. Estarás seguro en el campamento, libre de cualquier riesgo. Te quedarás allí durante un mes, hasta que veamos cómo va la guerra. Entonces regresarás, y si hay una evacuación, os sacaremos a ti y a tus hermanas.

¡Sí! Eso era lo que Tatiana quería oír.

–Georg –dijo deda, en voz baja–. Georg.

–¿Sí, papochka? –respondió el padre de Tatiana respetuosamente. Nadie quería a deda más que papá, ni siquiera Tatiana.

–Georg. No puedes evitar que llamen al muchacho. No puedes.

–Claro que puedo. Sólo tiene diecisiete años.

–Eso es, diecisiete. –Deda sacudió la cabeza canosa–. Se lo llevarán.

El miedo apareció por una fracción de segundo en la expresión del padre.

–No se lo llevarán, papochka –afirmó el padre, con voz ronca–. Ni siquiera sé de qué estás hablando.

Era evidente que no podía manifestar lo que en realidad deseaba decir: «Callaos todos de una buena vez y dejadme que salve a mi hijo de la única manera que sé hacerlo». Deda se recostó en los cojines del sofá.

Tatiana, que se sentía mal por su padre y quería ayudar, comenzó a decir:

–Todavía no…

Pero su madre la interrumpió.

–Pashechka, llévate un suéter, cariño.

–No quiero llevarme un suéter, mamá –replicó–. ¡Es verano!

–Heló hace dos semanas.

–Pero ahora hace calor. No lo llevaré.

–Escucha a tu madre, Pavel –dijo su padre–. Las noches serán frescas en Tolmashevo. Llévate el suéter. –Pasha exhaló un fuerte suspiro de rebeldía, pero cogió el suéter y lo metió en la maleta. Su padre cerró la maleta con llave–. Ahora, escuchadme todos. Éste es mi plan…

–¿Qué plan? –exclamó Tatiana, un tanto molesta–. Espero que el plan incluya algo de comida porque…

–Ya lo sé –exclamó el padre–. Ahora calla y escucha. Esto te concierne a ti también. –Comenzó a decirles lo que debían hacer.

Tatiana se dejó caer en la cama. Si no iban a salir de la ciudad en ese instante, no quería escuchar nada más.

Pasha iba a los campamentos de chicos todos los veranos, en Tolmashevo, Luga, o Gatchina. Pasha prefería Luga porque tenía el mejor río para bañarse. Tatiana prefería que Pasha fuera a Luga porque estaba más cerca de su dacha y ella podía ir a visitarlo. El campamento de Luga estaba a sólo cinco kilómetros de la dacha, en línea recta a través del bosque. Tolmashevo, en cambio, estaba a veinte kilómetros de Luga, y allí los monitores eran estrictos y querían que todos se levantaran con el alba. Pasha decía que era un poco como estar en el ejército. Ahora sería casi como alistarse, se dijo Tatiana, sin prestar atención a las palabras de su padre.

Sintió el fuerte pellizco que Dasha le dio en la pierna. Se quejó a viva voz, con la esperanza de que su hermana tuviera problemas por hacerle daño. Nadie le hizo caso. Ni siquiera la miraron. Todas las miradas estaban puestas en Pasha, que permanecía –larguirucho y desmañado con los pantalones marrones y la camisa beige, raída en el cuello y los puños– en el centro de la habitación, con su estampa de adolescente al que todos adoraban. Él lo sabía.

Era el hijo favorito, el nieto favorito, el hermano favorito.

Porque él era el único hijo.

Tatiana abandonó la cama y fue junto a su hermano. Le rodeó la cintura con un brazo.

–Alégrate. Tienes mucha suerte –le dijo–. Te marchas al campamento. Yo no voy a ninguna parte.

El muchacho se apartó un poco, pero sólo un poco, no porque ella le molestara, sino porque no se sentía afortunado. Tatiana sabía que su hermano quería ser soldado por encima de cualquier otra cosa. No quería ir a un campamento para chicos.

–Pasha –añadió alegremente–, primero tendrás que vencerme en la guerra. Después podrás alistarte e ir a pelear contra los alemanes.

–Cállate, Tania –le ordenó Pasha.

–Cállate, Tania –repitió su padre, como un eco.

–Papá, ¿puedo hacer mi maleta? Yo también quiero ir al campamento.

–Pasha, ¿estás listo? Vamos –dijo el padre, sin siquiera responderle a Tatiana. No había campamentos para chicas.

–Tengo un chiste para ti, querido Pasha –anunció Tatiana, poco dispuesta a dejarse vencer por el malhumor de su hermano.

–No quiero escuchar ninguno de tus chistes estúpidos, querida Tania.

–Éste te gustará.

–¿Por qué? Lo pongo en duda

–¡Tatiana! –intervino el padre, con voz firme–. Éste no es momento para chistes.

Deda intervino en favor de Tatiana.

–Georg, deja hablar a la chica.

–A un soldado lo llevan al paredón. «Vaya tiempo de perros», le dice a la escolta. «Mira quién va a quejarse», replican los otros. «Imagínate para nosotros, que tenemos que volver.»

Nadie se movió. Nadie siquiera se sonrió.

Pasha enarcó las cejas, pellizcó a su hermana y susurró:

–Buen chiste, Tania.

Tatiana exhaló un suspiro. Algún día su espíritu relumbraría, pensó, pero hoy no era el momento más adecuado.

2

–Tatiana, nada de despedidas largas. Verás a tu hermano dentro de un mes. Baja y ábrenos la puerta. A tu madre le duele la espalda –le dijo su padre, mientras se preparaban para llevar las cosas de Pasha junto con unas bolsas de comida para el campamento.

–Muy bien, papá.

El apartamento tenía la disposición de un vagón de tren: un pasillo largo al que daban nueve habitaciones. Había dos cocinas, una en la entrada y otra al final. Los baños y los aseos estaban adosados a las cocinas. En las nueve habitaciones vivían veinticinco personas. Cinco años atrás, eran treinta y tres, pero ocho se habían marchado, muerto o…

La familia de Tatiana vivía al final del pasillo. La cocina de atrás era la más grande de las dos, y tenía escaleras que subían a la azotea y bajaban al patio. Tatiana prefería usar las escaleras de atrás porque podía escabullirse sin pasar por delante de la habitación del loco Slavin.

La cocina de atrás tenía los fogones más grandes que la de delante y el baño también era más grande. Sólo otras tres familias compartían la cocina y el baño con los Metanov: los Petrov, los Sarkov y el loco Slavin, que nunca cocinaba ni se bañaba.

Slavin no estaba en ese momento en el pasillo. Bien.

Tatiana pasó por delante del teléfono compartido en su camino hacia la puerta. Petr Petrov lo estaba usando, y Tatiana se dijo que tenía mucha suerte de que su teléfono funcionara. Marina, la prima de Tatiana, vivía en un apartamento donde el teléfono siempre estaba averiado: líneas en mal estado. Era difícil comunicarse con ella, a menos que Tatiana le escribiera o fuera a verla personalmente, cosa que no hacía a menudo porque Marina vivía en el otro extremo de la ciudad, al otro lado del río.

Cuando Tatiana se acercó a Petr, vio que estaba muy agitado. Era evidente que esperaba que la operadora le pasara la comunicación, y aunque el cordón del teléfono era demasiado corto para permitirle caminar de aquí para allá, él lo hacía con todo el cuerpo sin moverse del sitio. Petr consiguió la comunicación en el momento en que Tatiana pasaba a su lado. La muchacha lo supo porque él gritó:

–¡Luba! ¿Eres tú? ¿Eres tú, Luba?

El grito fue tan inesperado y agudo que Tatiana se apartó de un salto, y se golpeó contra la pared. Se recuperó del golpe y pasó rápidamente pero después acortó el paso para escuchar la conversación.

–Luba, ¿me escuchas? Falla la conexión. Todo el mundo está llamando. ¡Luba, vuelve a Leningrado! ¿Me escuchas? Ha comenzado la guerra. Recoge lo que puedas, deja el resto y coge el primer tren. ¡Luba! No, no dentro de una hora, ni mañana, ahora, ¿me comprendes? ¡Regresa inmediatamente! –Una breve pausa–. Olvídate de nuestras cosas. ¿Me estás escuchando, mujer?

Tatiana se volvió para mirar la espalda rígida de Petr.

–¡Tatiana! –Su padre la miraba con una expresión que decía «Si no vienes aquí ahora mismo…».

Pero Tatiana se demoró para escuchar un poco más.

–¡Tatiana Georgievna! ¡Ven aquí y ayuda!

Lo mismo que su madre, su padre sólo utilizaba su nombre completo cuando quería que Tatiana supiera que hablaba muy en serio. Tatiana se dio prisa, intrigada por la conversación de Petr Petrov mientras se preguntaba por qué su hermano no podía abrir la puerta él mismo.

Volodia Iglenko, que tenía la misma edad de Pasha y que iba al campamento de Tolmashevo con él, bajó las escaleras con los Metanov, cargado con su maleta, y abrió la puerta por sus propios medios. Eran tres hermanos. Él tenía que ocuparse de hacer sus cosas.

–Pasha, deja que te enseñe –dijo Tatiana en voz baja–. Se hace así. Sujetas el pomo con una mano y tiras. La puerta se abre. Sales y la puerta se cierra sola. A ver si lo puedes hacer.

–Abre la puerta, Tania –le ordenó Pasha–. ¿No ves que voy cargado con la maleta?

Cuando salieron a la calle, se detuvieron por un instante.

–Tania, coge los ciento cincuenta rublos que te di y ve a comprar algo de comida. Pero no tardes, como siempre. Ve ahora mismo. ¿Me oyes?

–Sí, papá. Iré inmediatamente.

–Volverás a acostarte –le susurró Pasha.

–Venga, no perdamos tiempo –afirmó la madre.

–Sí –dijo el padre–. Vamos, Pasha.

–Hasta la vista. –Tatiana le dio una palmada en el brazo a su hermano.

Pasha gruñó un saludo y le tiró del pelo.

–Será mejor que te peines antes de salir. Asustarás a la gente.

–Cállate, o me afeitaré la cabeza.

Tatiana le dijo adiós a Volodia, saludó a su madre, miró por última vez a su hermano que se alejaba y subió las escaleras.

Deda y babushka salieron del apartamento en compañía de Dasha. Iban al banco para sacar sus ahorros.

Tatiana se quedó sola.

Exhaló un suspiró y se tumbó en la cama.

Tatiana era consciente de que había nacido demasiado tarde. Ella y Pasha. Tendría que haber nacido en 1917, como Dasha. Después de ella nacieron otros hijos, pero no vivieron mucho: dos hermanos, uno nacido en 1919 y el otro en 1921, que murieron de tifus. Una niña, nacida en 1922, murió de escarlatina en 1923. Luego, en 1924, mientras Lenin agonizaba, la Nueva Política Económica –aquel breve retorno a la libre empresa– se aproximaba a un brusco final y Stalin iba aumentando su poder en el presidium a través de los pelotones de fusilamiento, Irina Fedorovna, de treinta y dos años, agotada por lo laborioso del parto, dio a luz a Pasha y Tatiana con una diferencia de siete minutos. La familia deseaba a Pasha, el varón, pero Tatiana fue una sorpresa que los dejó a todos boquiabiertos. Nadie tiene mellizos. ¿Quién tiene mellizos? Los mellizos eran una cosa de la que nadie oía hablar. Además, no tenían espacio para ella. Pasha y ella tuvieron que compartir la cuna durante los tres primeros años de vida. Desde entonces, Tatiana dormía con Dasha.

Pero el problema continuaba: ella ocupaba una plaza muy valiosa. Dasha no podía casarse porque Tania ocupaba el espacio donde tendría que dormir el futuro marido de Dasha. La hermana mayor se lo decía a menudo a Tatiana. Le decía: «Por tu culpa moriré solterona». Un comentario al que Tatiana replicaba inmediatamente con: «Espero que sea pronto. Así podré casarme y mi marido dormirá a mi lado».

Tatiana, en cuanto acabó el instituto, se había buscado un empleo para no tener que pasar otro verano en Luga sin hacer nada más que leer, remar y participar en juegos estúpidos con los chicos en la carretera polvorienta. Había pasado todos los veranos de su infancia en la dacha de Luga y en el lago Ilmen, en Vovgorod, donde los padres de su prima Marina tenían una dacha.

En el pasado, Tatiana había esperado con ansia los pepinos en junio, los tomates en julio y quizás algunas frambuesas en agosto; había esperado con ansia ir a buscar setas y arándanos, a pescar en el río; todo un montón de pequeños placeres. Pero este verano sería diferente.

Tatiana era consciente de que se había cansado de ser una chiquilla. Al mismo tiempo, no sabía qué otra cosa podía ser, así que se buscó un trabajo en la fábrica Kirov, en la parte sur de Leningrado. Esto equivalía casi a ser adulto. Ahora trabajaba, leía el periódico y meneaba la cabeza al ver los titulares que hablaban de Francia, el mariscal Pétain, Dunquerque y Neville Chamberlain. Intentaba ser muy seria, asentía con decisión mientras seguía las alternativas de la crisis en el bosque de las Ardenas y el Extremo Oriente. Esta era la concesión de Tatiana a la edad adulta: la Kirov y el Pravda.

Le gustaba el trabajo en la Kirov, el mayor complejo industrial de Leningrado y probablemente de toda la Unión Soviética. Había escuchado rumores de que en algún lugar de la fábrica se construían tanques. Pero lo ponía en duda. No había visto ninguno.

Ella trabajaba en la sección de cubertería. Su trabajo consistía en meter los cuchillos, los tenedores y las cucharas en las cajas. Era la penúltima de la cadena. La última cerraba las cajas. Tatiana sentía pena por ella; cerrar cajas era muy aburrido. Al menos, ella manejaba tres tipos diferentes de cubiertos.

Trabajar en la Kirov durante el verano sería divertido, pensó Tatiana, cómodamente acostada en la cama, pero no tan divertido como hubiese sido la evacuación.

A Tatiana le hubiese gustado ahora disfrutar de unas pocas horas de lectura. Acaba de comenzar a leer los divertidos y sádicos cuentos cortos de Mijail Zoshchenko sobre las irónicas realidades de la vida soviética, pero las órdenes de su padre habían sido muy claras. Miró el libro con expresión nostálgica. En cualquier caso, ¿a qué venía tanta prisa? Los adultos se comportaban como si hubiera un incendio. Los alemanes se encontraban a dos mil kilómetros de distancia. El camarada Stalin no permitiría que el traidor de Hitler se adentrara en el país. Además, Tatiana nunca tenía ocasión de estar sola en casa.

Tan pronto como comprendió que no ordenarían una evacuación inmediata, perdió parte de su entusiasmo por la guerra. ¿Era interesante? Sí, pero Banya, el cuento de Zoshchenko sobre un hombre que va a una casa de baños, donde además de bañarse, aprovecha para hacer la colada, pero pierde el resguardo, era divertidísimo. ¿Dónde puede dejar el resguardo un hombre desnudo? El resguardo se deshizo con el agua durante el baño. Sólo queda el cordón. Le ofrezco el cordón al encargado del guardarropa. No lo acepta. Cualquier ciudadano puede aparecer con un trozo de cordón, afirma. No habría bastantes abrigos para todos. Espere a que se marchen los demás clientes. Entonces le daré el abrigo que quede.

Como no habría evacuación, Tatiana leyó el cuento dos veces, tendida en la cama, con los pies en alto apoyados en la pared, agotada de tanto reírse.

Sin embargo, órdenes eran órdenes. Tenía que salir a comprar comida.

Pero hoy era domingo y a Tatiana no le gustaba salir los domingos sin vestirse de gala. Sin pensárselo dos veces, cogió los zapatos rojos de tacón alto de Dasha, aunque parecía un pato mareado cuando caminaba con ellos. Dasha sí que sabía usarlos; estaba mucho más acostumbrada.

Tatiana se cepilló la larga cabellera muy rubia, mientras lamentaba no tener los rizos negros como el resto de la familia. Su pelo era lacio y rubio como el trigo. Siempre lo llevaba recogido en una cola de caballo, o trenzado. Ese día se lo recogió en una cola de caballo. Que tuviera el pelo tan lacio y tan rubio era algo inexplicable. En defensa de su hija, la madre decía que ella también había tenido el pelo rubio y lacio cuando era una niña. Sí, y babushka decía que cuando ella se casó sólo pesaba cuarenta y siete kilos.

Tatiana se puso el único vestido de domingo que tenía, se aseguró de que tenía el rostro, los dientes y las manos limpios y salió del apartamento.

Ciento cincuenta rublos representaban una fortuna. Tatiana no sabía de dónde había sacado su padre tanto dinero, pero había aparecido en sus manos como por arte de magia, y no era cosa suya preguntar. Tenía que comprar… ¿Qué había dicho su padre? ¿Arroz? ¿Vodka? Ya se había olvidado.

Su madre se lo había advertido: «Georg, no la mandes a ella. No traerá nada».

Tatiana estuvo de acuerdo: «Mamá tiene razón. Dile a Dasha que vaya, papá».

«¡No! –había exclamado el padre–. Sé lo que hago. No tienes más que ir a la tienda. Lleva una bolsa y trae…»

¿Qué le había dicho que trajera? ¿Patatas? ¿Harina?

Tatiana pasó por delante de la puerta abierta de la habitación de los Sarkov, y vio a Zhanna y Zhenia Sarkov sentados en sendas butacas, con un aspecto realmente plácido, dedicados a tomar té y a leer, como si fuera un domingo cualquiera. Qué afortunados eran al disponer de una habitación tan grande para ellos solos, pensó Tatiana. Slavin el loco no estaba en el vestíbulo. Perfecto.

Parecía como si el anuncio de Molotov hecho tan sólo dos horas antes fuera una aberración en un día que por lo demás era absolutamente normal. Tatiana casi dudaba de haber escuchado correctamente al camarada Molotov hasta que salió a la calle y llegó a la esquina de Gresheski Prospekt, donde vio a las multitudes que corrían hacia Nevski Prospekt, la calle donde se encontraban la mayoría de las grandes tiendas y bancos de Leningrado.

Tatiana no recordaba cuándo fue la última vez que había visto tanta gente en las calles de la ciudad. Decidió en el acto dar media vuelta y dirigirse hacia Suvorovski Prospekt. Pretendía adelantarse a las multitudes. Si todos iban a las tiendas de Nevski Prospekt, ella iría en la dirección opuesta, hacia la plaza de Táuride donde los comercios, como tenían menos surtido, no tenían tantos clientes. Un hombre y una mujer pasaron a su lado, miraron a Tatiana, tan bonita con su vestido de domingo, y sonrieron. Ella bajó la mirada pero también sonrió.

Tatiana llevaba su precioso vestido blanco bordado con rosas rojas. Tenía el vestido desde 1938, cuando cumplió los catorce años. Su padre lo había comprado en una tienda de una ciudad llamada Swietokrist en Polonia, donde había ido mandado por la compañía de aguas de Leningrado. Había estado en Swietokrist, Varsovia y Lublín. Tatiana creía que su padre era un trotamundos cuando regresó. Dasha y su madre habían sido obsequiadas con bombones de Varsovia, pero los bombones se habían acabado hacía mucho: exactamente dos años y trescientos sesenta y tres días. Pero aquí estaba Tatiana, con su vestido con las rosas rojas bordadas en la gruesa tela de algodón blanco como la nieve. Las rosas no eran pimpollos, sino que estaban abiertas. Era el vestido de verano ideal, sin mangas y con tirantes. Muy entallado de cintura, la falda con mucho vuelo le llegaba justo por encima de las rodillas. Si Tatiana daba vueltas muy rápido, la falda se desplegaba como un paracaídas.

En junio de 1941 sólo había un problema con el vestido: se le había quedado pequeño. Los cordones cruzados de satén de la espalda del vestido, que antes se podían ajustar del todo, ahora tenía que aflojarlos cada vez más.

Le molestaba que su cuerpo, con el que se sentía cada vez más incómoda, pudiera superar los límites impuestos por su vestido favorito. No era que su cuerpo se desarrollara como el de Dasha, que tenía las caderas, los muslos, los brazos y los pechos de una mujer hecha y derecha. No, en absoluto. Las caderas de Tatiana seguían siendo pequeñas aunque más redondeadas, y las piernas y los brazos seguían siendo delgados, pero los pechos aumentaban de tamaño, y aquí estaba el problema. Si los pechos no hubiesen aumentado de tamaño, ahora Tatiana no tendría que aflojar los cordones hasta el punto de dejar a la vista de todo el mundo su espalda desnuda desde los omóplatos hasta la rabadilla.

A Tatiana le encantaba el vestido, le gustaba la sensación que le producía el roce del algodón contra la piel y el tacto de las rosas bordadas cuando las tocaba con los dedos, pero no le gustaba en absoluto sentirse encerrada en algo que le oprimía los pulmones. Con lo que sí disfrutaba era con el recuerdo de cuando, con catorce años y el cuerpo delgaducho de la adolescencia, se había puesto el vestido por primera vez y había salido a pasear por Nevski, una mañana de domingo. Para recordar aquella sensación se había puesto el vestido precisamente en este domingo, el día que Alemania acababa de invadir la Unión Soviética.

A otro nivel, pero muy consciente, había otro detalle del vestido que le encantaba. La etiqueta cosida en el forro que decía: Fabriqué en France.

¡Fabriqué en France! Resultaba gratificante ser dueña de algo que no estuviese mal hecho por los soviéticos, sino producido bien y románticamente por los franceses; porque ¿quiénes eran más románticos que los franceses? Los franceses eran los maestros del amor. Todas las naciones eran diferentes. Los rusos no tenían rivales en el sufrimiento, los ingleses en su reserva, los norteamericanos en su amor por la vida, los italianos en su amor por Cristo y los franceses en sus esperanzas de amor. Por lo tanto, cuando hicieron el vestido para Tatiana, lo hicieron cargado de promesas. Lo hicieron como si quisieran decirle: Póntelo, cherie, y con este vestido tú también serás amada como nosotros amamos; póntelo y el amor será tuyo. Así que Tatiana nunca desesperaba con su vestido blanco con las rosas rojas. Si lo hubiesen hecho los norteamericanos, estaría feliz. Si lo hubiesen hecho los italianos, hubiese comenzado a rezar, si lo hubiesen hecho los británicos, cuadraría los hombros, pero como lo habían hecho los franceses, nunca perdía las esperanzas.

Sin embargo, en este momento, Tatiana caminaba por Suvorovski con los pechos apretados por el vestido.

El aire era cálido y puro, y era una sorpresa desagradable recordar que en este día lleno de promesas, Hitler estaba en la Unión Soviética. Tatiana meneó la cabeza mientras caminaba. Deda nunca había confiado en Hitler y lo había dicho claramente desde el principio: cuando el camarada Stalin firmó el pacto de no agresión con Hitler en 1939, deda afirmó que Stalin se había ido a la cama con el demonio. Ahora el demonio había traicionado a Stalin. ¿Por qué era una sorpresa? ¿Por qué habíamos esperado algo más? ¿Por qué habíamos esperado que el diablo se comportara honorablemente?

Tatiana se dijo que deda era el hombre más listo del mundo. Desde que Polonia había sido pisoteada en 1939, deda no había dejado de proclamar que Hitler vendría a por la Unión Soviética. Unos meses antes, en primavera, había comenzado de pronto a traer alimentos envasados. Demasiadas latas, en opinión de babushka. No le hacía ninguna gracia ver que parte de la paga de deda se gastaba por un intangible por si acaso. Babushka lo reñía. «¿De qué hablas? ¿Una guerra? –decía mientras miraba furiosa las latas de jamón–. ¿Quién se va a comer todo eso? Jamás comeré esta basura. ¿Por qué gastas dinero en basura? ¿Por qué no compras setas marinadas, o tomates?» Deda, que amaba a babushka más de lo que cualquier mujer merece ser amada por un hombre, agachaba la cabeza, dejaba que ella se desahogara, no decía nada, pero al mes siguiente volvía cargado con más latas de jamón. También compraba azúcar, café, tabaco y vodka. Sin embargo no tenía tanta suerte a la hora de conservar todos estos productos porque cada cumpleaños se abría el vodka, se fumaba el tabaco, se bebía el café y el azúcar se ponía en el pan, el bizcocho y el té. Deda era un hombre incapaz de negarle nada a su familia, pero se lo negaba a sí mismo. Así que el día de su cumpleaños, se negaba a abrir el vodka. Pero babushka abría un paquete de azúcar para prepararle una tarta de arándanos. La única provisión que se mantenía constante e incluso aumentaba todos los meses en un par de latas era el jamón, que todos detestaban y nadie se comía.

La tarea de Tatiana, comprar todo el arroz y el vodka que pudiera cargar, estaba demostrando ser mucho más difícil de lo que había imaginado.

No quedaba ni una sola botella de vodka en todas las tiendas de la calle Suvorovski. Tenían queso. Pero el queso no se conservaba. Tenían pan, pero el pan no se conservaba. Había desaparecido todo el salchichón. Tampoco quedaban conservas ni harina.

Tatiana aceleró el paso y recorrió toda la calle, once manzanas en total, más de un kilómetro, y todas las tiendas habían vendido hasta la última lata de conservas. Sólo eran las tres de la tarde.

Pasó por delante de dos bancos. Ambos estaban cerrados. Unos carteles, escritos apresuradamente a mano, anunciaban: «Cerramos más temprano». Esto la sorprendió. ¿Por qué los bancos habían cerrado antes de la hora? No era posible que se quedaran sin dinero. Eran bancos. Se rió para sus adentros.

Comprendió que los Metanov habían esperado demasiado, al entretenerse como habían hecho discutiendo entre ellos, mirándose desconsolados los unos a los otros, y ayudando a preparar el equipaje de Pasha. Tendrían que haberse lanzado a la calle en el acto, pero en cambio se habían preocupado en enviar a Pasha al campamento. Y Tatiana se había entretenido con la lectura de los cuentos de Zoshchenko. Tendría que haber salido una hora antes. Si se hubiera dirigido directamente a Nevski Prospekt, ahora mismo estaría en la cola con el resto de la multitud.

Sin embargo, mientras paseaba por Suvorovski, desilusionada por no haber podido comprar ni una caja de cerillas, Tatiana sentía el cálido aire del verano cargado con un extraño olor de un orden de cosas por venir que no sabía ni entendía. Inspiró con fuerza, al tiempo que se preguntaba: «¿Recordaré siempre este día? He dicho lo mismo en el pasado: oh, recordaré este día, pero he olvidado todos los días que creía que no olvidaría. Recuerdo haber visto mi primer renacuajo. ¿Quién lo hubiese dicho? Recuerdo el sabor del agua salobre del mar Negro cuando la probé por primera vez. Recuerdo cuando me perdí en el bosque por primera vez. Quizá sean las primeras veces lo que recuerdas. Nunca he estado antes en una guerra real. Quizá recuerde ésta».

Dirigió sus pasos hacia las tiendas cercanas al parque de Táuride. Le gustaba esta parte de la ciudad, apartada del bullicio de Nevski Prospekt. Los árboles eran altos y con unas copas muy verdes. El público era escaso. Le gustó disfrutar de un poco de soledad.

Después de entrar en tres o cuatro tiendas, Tatiana estaba dispuesta a dejarlo correr. Consideró seriamente la posibilidad de regresar a casa y decirle a su padre que no había sido capaz de encontrar nada, pero la idea de decirle que había fracasado en la pequeña tarea que le había encargado la llenaba de ansiedad. Siguió caminando. Cerca de la esquina de Suvorovski y Ulitsa Saltikov-Schedrin, había una tienda donde se había formado una cola que se extendía por la calle, por lo demás desierta.

Tatiana fue y se colocó en el último lugar de la cola.

Esperó y esperó, preguntó la hora, y esperó y esperó. La cola avanzó un metro. Exhaló un suspiro y le preguntó a la mujer que tenía delante para qué era la cola. La mujer encogió los hombros agresivamente y se apartó de Tatiana.

–¿Qué? ¿Qué? –gruñó, con el bolso apretado contra el pecho como si la muchacha fuera a robárselo–. Haz la cola como todo el mundo y no hagas preguntas estúpidas.

Tatiana esperó. La cola avanzó otro metro. Volvió a preguntar la hora.

–¡Diez minutos más que la última vez que preguntaste! –le respondió la mujer, furiosa.

Tatiana se animó cuando escuchó a la joven que precedía a la mujer gruñona pronunciar la palabra: «Bancos».

–No hay más dinero –le decía la joven a una mujer mayor que la acompañaba en la cola–. ¿Lo sabía? Las cajas de ahorro se han quedado sin dinero. No sé qué harán ahora. Espero que usted tenga algún dinero guardado debajo del colchón.

La mujer mayor meneó la cabeza con una expresión preocupada.

–Tengo doscientos rublos, los ahorros de toda la vida. Eso es lo que tengo ahora conmigo.

–Entonces, compre, compre. Compre todo lo que pueda. Latas de conservas…

La mujer volvió a menear la cabeza.

–No me gustan las conservas.

–Pues compre caviar. Alguien me comentó que una mujer había comprado diez kilos de caviar en Elisei, que está en Nevski. ¿Qué hará con tanto caviar? Que haga lo que quiera. No es asunto mío. Compraré aceite y cerillas.

–Compre sal –le aconsejó la mujer mayor prudentemente–. Se puede tomar el té sin azúcar pero no se pueden comer gachas sin sal.

–No me gustan las gachas –replicó la joven–. Nunca me han gustado. No las comeré.

–Entonces compre caviar. El caviar le gusta, ¿no?

–No. Quizá compre salchichón –dijo la joven pensativa–. Un buen chorizo ahumado. Escuche, hace más de veinte años que el proletariado es el zar. Ahora sé muy bien qué esperar.

La mujer que se encontraba delante de Tatiana soltó un bufido. Las dos que mantenían la conversación se volvieron para mirarla.

–¡Usted no sabe lo que le espera! –afirmó la mujer con un tono enérgico–. Es la fuerza. –Se echó a reír con una risa que sonaba como un cacareo.

–¿Quién le ha pedido su opinión?

–¡La guerra, camaradas! Bienvenidas a la realidad que les trae Hitler. Compre caviar y mantequilla, y cómaselo esta noche. Porque, y escuche bien lo que le digo, cuando llegue el próximo enero, sus doscientos rublos no le alcanzarán para comprar una barra de pan.

–¡Cállese!

Tatiana agachó la cabeza. No le gustaban las discusiones. Ni en su casa, ni en la calle con extraños.

Dos hombres salieron de la tienda, cargados con grandes bolsas de papel.

–¿Qué han comprado? –les preguntó Tatiana cortésmente.

–Salchichón ahumado –le contestó uno de los hombres con un tono brusco, mientras se alejaba.

Parecía tener miedo de que Tatiana le fuera a perseguir para quitarle por la fuerza su maldito salchichón ahumado. Tatiana no se movió de la cola. No le gustaba el salchichón.

Después de esperar media hora más, se marchó.

Como no quería decepcionar a su padre, fue a toda prisa a la parada del autobús. Cogería el autobús 22 para ir a Elisei, en Nevski Prospekt, porque al menos sabía que allí vendían caviar.

Pero entonces se dijo: ¿Caviar? Tendrían que comérselo durante la semana. El caviar no aguantaría hasta el invierno. ¿Esa era la meta? ¿Tener comida para el invierno? Decidió que no podía ser; faltaba mucho para la llegada del invierno. El Ejército Rojo era invencible; lo había dicho el camarada Stalin. Echarían a los cerdos alemanes en septiembre.

Cuando llegó a la esquina de Ulitsa Saltikov-Schedrin, se rompió la goma elástica que le sujetaba la cola de caballo y la brisa hizo que el pelo le volara sobre el rostro.

La parada del autobús estaba al otro lado de la calle, el que daba al parque de Táuride. Allí era donde tomaba el autobús 136 para ir a la casa de su prima Marina en el otro extremo de la ciudad. El 22 la llevaría a Elisei, pero tenía que darse prisa. Por lo que habían dicho aquellas mujeres, era posible que incluso se terminara el caviar.

Tatiana vio un poco más allá un quiosco que vendía helados.

¡Helados!

Bruscamente el día se llenó de posibilidades. Un hombre sentado en un taburete leía el periódico debajo de una sombrilla para protegerse del sol.

Tatiana aceleró el paso.

Detrás de ella escuchó el ruido de un autobús. Se volvió. El autobús se encontraba a unos cincuenta metros. No tenía más que correr unos metros para llegar a la parada. Se dispuso a cruzar la calle, luego miró el quiosco, miró el autobús, volvió a mirar el quiosco y se detuvo.

Se moría de ganas de tomar un helado.

Se mordió el labio inferior, mientras dejaba pasar el autobús. «No pasa nada –pensó–. Pasará otro dentro de unos minutos, y mientras tanto, me comeré mi helado.»

Se acercó al quiosco.

–¿Tiene helados? –le preguntó, ansiosa.

–El cartel pone helados, ¿no? Estoy sentado aquí, ¿verdad? ¿Qué quiere? –El hombre apartó la mirada del periódico y miró a Tatiana. Su expresión agria se esfumó–. ¿Qué quieres, bonita?

–¿Tiene…? –Se estremeció–. ¿Tiene crême brulée?

–Sí. –Levantó la tapa del carrito–. ¿Quieres vaso o cucurucho?

–Un cucurucho, por favor. –Tatiana dio un saltito.

Le pagó el helado; le hubiera pagado el doble. Mientras se relamía por anticipado, cruzó la calle corriendo, para ir a sentarse en el banco a la sombra de los árboles y así comerse el helado en paz, mientras esperaba el autobús que la llevaría a comprar caviar porque había comenzado la guerra.

No había nadie más esperando el autobús, y agradeció la oportunidad de disfrutar del banquete en solitario. Quitó el envoltorio de papel blanco, lo arrojó en la papelera junto al banco, olió el helado y lamió la dulce crema de caramelo helada. Cerró los ojos con una expresión de éxtasis, sonrió e hizo rodar el helado en la boca, para que se disolviera en la lengua.

«Está muy bueno. Buenísimo.»

El viento le alborotó el pelo, y lo retuvo con una mano mientras lamía el helado en círculos alrededor de la cremosa bola. Cruzó y descruzó las piernas, echó la cabeza hacia atrás, para que el helado le llegara a la garganta, y tarareó la canción de moda que todo el mundo cantaba: «Algún día nos encontraremos en Lvov, mi amor y yo».

Era un día perfecto. Durante cinco minutos no hubo guerra, y sólo fue un precioso domingo de junio en Leningrado.

Tatiana desvió la mirada del helado por un momento y vio a un soldado que la miraba desde el otro lado de la calle.

Ver a un soldado en una ciudad de guarnición como Leningrado no tenía nada de particular. Leningrado estaba llena de soldados. Ver soldados en la calle era lo mismo que ver ancianas cargadas con la bolsa de la compra, colas o bares. En cualquier otro momento, Tatiana no le habría prestado la menor atención, pero ese soldado estaba al otro lado de la calle y la miraba con una expresión que nunca había visto antes. Dejó de lamer el helado durante un segundo.

Su lado de la calle ya estaba en sombra, pero el opuesto donde estaba él seguía iluminado por el sol de la tarde. Tatiana le devolvió la mirada sólo por un instante, y en el momento de mirarle a la cara, algo se movió en su interior: le hubiese gustado decir que se había movido imperceptiblemente, pero no era este el caso. Era como si su corazón hubiera comenzado a bombear sangre por las cuatro válvulas al mismo tiempo, le anegara los pulmones y todo el cuerpo. Parpadeó al tiempo que comenzaba a jadear. El soldado se estaba derritiendo en la acera iluminada por el sol.

Llegó el autobús y Tatiana perdió de vista al soldado. Casi gritó de rabia y se levantó de un salto, no para subir al autobús, sino para adelantarse, hacia la calzada, y así volver a verle. Se abrieron las puertas del autobús y el conductor la miró, expectante. Tatiana, que era muy educada y discreta, esta vez casi le gritó que se apartara de su camino.

–¿Subes o no, jovencita? No puedo esperar todo el día.

–¿Subir? No, no voy a subir.

–Entonces, ¿qué demonios haces en la parada? –protestó el conductor, y cerró las puertas.

Tatiana retrocedió hasta el banco. De pronto, el soldado apareció por detrás del autobús.

El soldado se detuvo.

Ella se detuvo.

Las puertas del autobús se abrieron una vez más.

–¿Sube? –preguntó el conductor.

El soldado miró a Tatiana, después al conductor.

–¡Por Lenin y Stalin! –gritó el conductor, que volvió a cerrar las puertas.

Tatiana se quedó de pie, junto al banco. Dio un paso atrás, tropezó y se sentó rápidamente.

–Creía que era mi autobús –comentó el soldado, con un tono informal que acompañó con un encogimiento de hombros.

–Sí, yo también –afirmó Tatiana, con voz ronca.

–Se le está derritiendo el helado.

Así era: las gotas de helado caían por la punta del cono sobre su vestido.

–¡Oh, no!

–Se quitará.

Tatiana intentó quitar el helado con el borde de la mano, pero sólo consiguió que la mancha se hiciera más grande.

–Fantástico –murmuró, mientras advertía que le temblaba la mano.

–¿Hacía mucho que esperaba el autobús? –preguntó el soldado.

Su voz era fuerte, profunda, y tenía un deje que no terminaba de identificar. No era de por aquí, pensó, sin alzar la mirada.

–Sólo unos minutos –respondió en voz baja.

Contuvo el aliento mientras alzaba la mirada para contemplar mejor al soldado y siguió alzándola. Era alto.

Vestía el uniforme de gala, y en la gorra llevaba la estrella roja. Los entorchados de color gris en las hombreras tenían un aspecto impresionante, pero Tatiana no sabía si correspondía a un grado. ¿Era un soldado raso? Cargaba un fusil. ¿Los soldados rasos llevaban fusil? En el bolsillo superior izquierdo de la guerrera llevaba una medalla de plata con el borde dorado.

Tenía el pelo oscuro. La juventud y el pelo oscuro le favorecían, se dijo Tatiana, mientras se fijaba con expresión tímida en sus ojos, que eran de color caramelo, apenas un poco más oscuro que su helado de crême brulée. ¿Eran los ojos de un soldado? ¿Eran los ojos de un hombre? Su mirada era plácida y alegre.

Tatiana y el soldado continuaron mirándose por un momento, pero fue un momento demasiado largo. Los extraños sólo se miraban durante una fracción de segundo antes de desviar la mirada. Tatiana tuvo la sensación de que podía decir su nombre. Se apresuró a desviar la mirada.

–El helado sigue goteando –repitió el soldado, con la mejor intención.

–Ah, helado. No quiero más –replicó apresuradamente, con el rostro arrebolado.

Se levantó y tiró el cucurucho en la papelera con gesto enérgico. Lamentó no tener un pañuelo para limpiarse el vestido manchado.

No acababa de decidir si él tenía más o menos su misma edad: no, parecía mayor. Era un joven que la miraba con los ojos de un hombre. Volvió a sonrojarse, sin desviar la mirada del trozo de acera entre sus zapatos rojos y las botas negras del soldado.

Llegó un autobús. El soldado se volvió para acercarse al vehículo. Tatiana le observó. Incluso su manera de caminar era de otro mundo, el paso era demasiado seguro, la zancada demasiado larga y, no obstante, todo parecía correcto, se veía correcto, lo sentía correcto. Era como encontrar un libro que creías haber perdido. Sí, eso era.

Al cabo de un minuto se abrirían las puertas del autobús, subiría, le diría adiós con un gesto y desaparecería para siempre. «¡No te vayas!», le gritó Tatiana mentalmente.

El soldado acortó el paso a medida que se acercaba al autobús hasta que se detuvo. En el último minuto retrocedió, meneándole la cabeza al conductor, quien hizo un gesto de rabia con las manos, cerró las puertas y puso el vehículo en marcha.

El soldado vino a sentarse en el banco.

El resto del día desapareció de la mente de Tatiana sin siquiera despedirse.

Tatiana y el soldado compartieron el silencio. «¿Cómo podían compartir el silencio? –se preguntó la muchacha–. Acabamos de conocernos. Un momento. No nos conocemos en absoluto. No sabemos nada el uno del otro. Ni siquiera el nombre. ¿Cómo podemos compartir nada?»

Miró a un lado y otro de la calle, nerviosa. De pronto se le ocurrió que él quizás escuchaba los latidos de su corazón. Era imposible que no los escuchara. El ruido había espantado a los cuervos de los árboles detrás del banco. Los pájaros habían huido aterrorizados, batiendo las alas con desesperación. Lo sabía, había sido ella.

Ahora necesitaba que llegara su autobús. Ahora mismo.

Él era un soldado, de acuerdo, pero había visto soldados antes. Era guapo, sí, pero había visto soldados guapos antes. Incluso durante el verano anterior había conocido a algunos soldados guapos. Uno, había olvidado su nombre de la misma manera que ahora se olvidaba de la mayoría de las cosas, le había comprado un helado.

No era el uniforme del soldado lo que la afectaba y tampoco su apariencia. Era la manera como él la había mirado desde el otro lado de la calle, separados por diez metros de pavimento, un autobús y la catenaria del tranvía.

El soldado sacó un paquete de cigarrillos de un bolsillo de la guerrera.

–¿Quieres uno?

–No, no. No fumo.

Él encendió un cigarrillo y guardó el paquete.

–No conozco a nadie que no fume –comentó sin darle importancia.

Su abuelo era la única persona que conocía que no fumaba. No podía continuar en silencio; era demasiado ridículo. Pero cuando abrió la boca para hablar, todas las palabras que quería decir le parecieron demasiado estúpidas, así que cerró la boca y rogó para sus adentros que apareciera el autobús.

No apareció.

–¿Esperas el autobús 22? –preguntó el soldado cuando el silencio se había vuelto insoportable.

–Sí –respondió Tatiana con una voz apenas audible–. Espera, no.

Vio que se acercaba un autobús de tres dígitos. Era el 136.

–Ya viene. Tomo éste –añadió sin pensar. Se levantó, presurosa.

–¿El 136? –murmuró el soldado a sus espaldas.

Tatiana se acercó a la parada, sacó una moneda de cinco kopeks del bolso y subió. Después de pagar el billete, fue hacia la parte trasera del autobús y se sentó justo a tiempo para ver que el soldado subía.

El soldado pasó a su lado y se sentó un asiento más atrás, en el lado opuesto.

Tatiana miró a través de la ventanilla e intentó no pensar en él. ¿Dónde quería ir con el 136? Ah, sí, era el autobús que cogía para ir a la casa de Marina en Polustrovski Prospekt. Iría allí. Bajaría en Polustrovski y llamaría a la puerta de Marina.

Espió al soldado por el rabillo del ojo.

¿Adónde iría él con el 136?

El autobús pasó por delante del parque de Táuride y dio la vuelta en Liteini Prospekt.

Tatiana se arregló los pliegues del vestido y siguió con los dedos el bordado de las rosas. Se agachó entre los asientos para ajustarse las hebillas de los zapatos. Pero por encima de todo rogaba, cada vez que el autobús se detenía, que el soldado no se bajara. «Aquí no –se decía–. Aquí no.» Aquí tampoco. No sabía dónde quería que se bajara; lo único que sabía era que no quería que se bajara allí.

El soldado no se bajó. Tatiana se daba cuenta de que él continuaba sentado tranquilamente, mirando a través de la ventanilla. De vez en cuando se volvía para mirar al frente; entonces Tatiana estaba segura de que la estaba mirando.

Después de cruzar el Neva por el puente Liteini, el autobús continuó su recorrido a través de la ciudad. En las pocas tiendas abiertas había unas colas larguísimas.

Poco a poco las calles se veían cada vez más vacías: las calles iluminadas y desiertas de Leningrado.

Fueron pasando las paradas. Se adentraba cada vez más en la zona norte de Leningrado.

En un momento de lucidez se dio cuenta de que se había saltado hacía mucho la parada de Marina cerca de Polustrovski. Ahora ya no sabía dónde estaba. Inquieta, se removió en el asiento.

¿Adónde iba? No lo sabía, pero no podía bajarse del autobús. En primer lugar, el soldado no había hecho ningún movimiento para tocar la campanilla, y, segundo, ella no sabía dónde estaba. Si se bajaba aquí, tendría que cruzar la calle y tomar el autobús de regreso.

En cualquier caso, ¿qué esperaba? ¿Ver dónde se bajaba y volver otro día con Marina? El pensamiento la hizo estremecer.

Volver para encontrar a su soldado.

Era ridículo. Ahora mismo no deseaba otra cosa que una retirada digna y emprender el regreso a su casa.

Poco a poco fueron bajando los demás pasajeros. Finalmente sólo quedaron Tatiana y el soldado.

El autobús aumentó la velocidad. Tatiana ya no sabía qué hacer. El soldado no se bajaba. «¿En qué me he metido?», se preguntó. Al cabo de un momento decidió bajarse, pero cuando tocó la campanilla, el conductor volvió la cabeza y le dijo:

–¿Quieres bajarte aquí, jovencita? Aquí no hay más que fábricas. ¿Has quedado con alguien?

–Eh, no –tartamudeó.

–Entonces, espera. La próxima es la última parada.

Mortificada, se dejó caer en el asiento.

El autobús entró en una terminal polvorienta.

–Final de trayecto –anunció el conductor.

Tatiana se apeó en la terminal, que no era más que un enorme cobertizo al final de una calle desierta. Tenía que darse la vuelta. Se llevó la mano al pecho para calmar su implacable corazón. ¿Qué debía hacer ahora? No podía hacer otra cosa que tomar el autobús de regreso. Salió de la terminal a paso lento.

Después –y sólo después– de respirar muy profundamente, Tatiana miró finalmente a su derecha, y allí estaba él sonriéndole alegremente. Tenía los dientes muy blancos, algo poco habitual en un ruso. Le devolvió la sonrisa. El alivio debió reflejarse en su rostro. El alivio, la aprensión y la ansiedad; todo eso, y también algo más.

–Está bien, me rindo –dijo el soldado, sin dejar de sonreír–. ¿Adónde vas?

¿Qué podía responderle?

Hablaba con un ligero acento. En un ruso correcto, pero con un ligero acento. Intentó descubrir si el acento y los dientes blancos venían del mismo lugar, y si era así, qué lugar era. ¿Quizá Georgia? ¿Armenia? Tenía que ser algún lugar cercano al mar Negro. Daba toda la impresión de venir de algún lugar donde había agua salada.

–¿Qué has dicho?

–¿Adónde vas? –repitió el soldado, sin abandonar la sonrisa.

Tatiana sintió un pinchazo en el cuello al levantar la cabeza para mirarlo. No era alta, y el soldado la dominaba con su estatura. Incluso con los tacones altos apenas si le llegaba a la base de la garganta. Otra cosa que debía preguntarle, si podía recuperar el habla: la estatura. ¿Los dientes, el acento y la estatura, todos vienen del mismo lugar, camarada?

Se habían detenido como dos tontos en mitad de la calle desierta. No había mucho trajín en los alrededores de la terminal en aquel domingo en el que había comenzado la guerra. En lugar de perder su tiempo en la terminal, la gente hacía cola para comprar comida. Pero ella no. Ella estaba en mitad de la calle como una estúpida.

–Creo que me salté la parada –murmuró Tatiana–. Tengo que volver.

–¿Adónde vas? –insistió él cortésmente, sin apartarse, sin hacer el más mínimo amago de moverse. Permanecía inmóvil. Eclipsaba el sol con su cuerpo.

–¿Adónde? –replicó Tatiana. Tenía todo el pelo alborotado. Ella nunca usaba maquillaje, pero deseó haberse pintado los labios. Algo, cualquier cosa, para no sentirse tan fea y ridícula.

–Salgamos de la calle –dijo el soldado. Llegaron a la acera–. ¿Quieres sentarte? –Le señaló el banco de la parada–. Esperaremos aquí a que venga el autobús. –Se sentaron. Él se sentó muy cerca.

–Es muy curioso –comenzó a decir Tatiana después de muchos carraspeos–. Mi prima Marina vive en Polustrovski Prospekt. Iba a su casa…

–Eso está a varios kilómetros de aquí. Una docena de paradas.

–No puede ser –protestó Tatiana–. Está a un par de paradas de aquí.

El soldado la miró con expresión grave.

–No te preocupes. Irás a la casa de tu prima sin problemas. El autobús vendrá dentro de unos minutos.

–¿Adónde ibas tú?

–¿Yo? Pertenezco a la guarnición. Hoy estoy de servicio. –Le brillaban los ojos.

«Fantástico –pensó Tatiana, y desvió la mirada–. Él está de servicio y yo un poco más y acabo en Murmansk. Vaya estúpida.» De pronto, notó un ardor en las mejillas y que se le iba la cabeza. Se miró los zapatos.

–No he comido nada en todo el día, más que el helado –manifestó con voz débil.

Durante unos segundos le pareció que perdería el conocimiento. Sintió el contacto del brazo del soldado en la espalda y su voz calma y firme que le decía: «No te desmayes. Aguanta». Aguantó.

Tatiana, mareada y confusa, no quería ver cómo él se inclinaba, solícito. Olía a algo agradable y masculino y no a sudor o alcohol como la mayoría de los rusos. ¿Qué era? ¿Jabón? ¿Colonia? Los hombres de la Unión Soviética no usaban colonia. No, era él.

–Lo siento –dijo Tatiana débilmente, mientras intentaba levantarse. Él la ayudó–. Gracias.

–De nada. ¿Estás bien?

–Perfectamente. Sólo un poco hambrienta.

Él continuaba sujetándola. Su mano, que tenía el tamaño de un país pequeño, quizá Polonia, le rodeaba todo el brazo. Tatiana se irguió, con un leve temblor, y él la soltó, dejando un tibio espacio vacío donde había estado su mano.

–En cuanto estés en el autobús, fuera del sol, te sentirás mejor –opinó el soldado con un leve tono de preocupación–. Mira –señaló–. Ahí viene nuestro autobús.

El autobús se detuvo en la parada. El conductor, que era el mismo de antes, los miró enarcando las cejas pero no dijo nada.

Esta vez se sentaron juntos. Tatiana junto a la ventanilla y el soldado con el brazo apoyado en el respaldo del asiento de ella.

Mirarlo desde tan cerca era realmente imposible. No había manera de ocultarse de sus ojos. Pero eran sus ojos lo que Tatiana deseaba ver por encima de todo.

–Por lo general, no suelo desmayarme –comentó Tatiana, mientras miraba a través de la ventanilla.

Era una mentira. Se desmayaba a la primera. Tropezaba con una silla y caía al suelo desmayada. Los maestros de su escuela enviaban a sus padres dos o tres notas al mes en las que informaban de sus desmayos. Ella lo miró.

–Por cierto, ¿cómo te llamas? –preguntó el soldado con una sonrisa irresistible.

–Tatiana –respondió. Se fijó en la sombra de la barba, la línea recta de la nariz, las cejas oscuras y la pequeña cicatriz en la frente. La piel bronceada hacía resaltar la blancura de los dientes.

–Tatiana –repitió él con su voz profunda–. Tatiana –dijo suave y gentilmente–. ¿Tania? ¿Taneshka?

–Tania –contestó y le dio la mano.

Él le cogió la mano antes de decirle su nombre. Su mano blanca y pequeña desapareció en la de él, enorme y morena. Estaba segura de que podía oír los latidos de su corazón a través de sus dedos, de su muñeca, de todas sus venas a flor de piel.

–Me llamo Alexandr. –Ella no retiró la mano–. Tatiana. Un nombre ruso muy bonito.

–También lo es Alexandr –dijo ella, con la mirada baja.

Por fin, a regañadientes, apartó la mano. Las manos grandes de dedos largos y gruesos, con las uñas bien cortadas, estaban limpias. Las uñas bien cortadas en un hombre representaban otra anomalía en la vida soviética de Tatiana.

Volvió a mirar la calle. El cristal de la ventanilla estaba sucio. Se preguntó quién se encargaría de limpiarlo, cuándo y con qué frecuencia. Cualquier cosa para no pensar. Sin embargo, tenía la sensación de que él le estaba pidiendo que no se apartara, como si su mano estuviera a punto de acercarse a su cara para volverla hacia él. Se volvió, sonriente.

–¿Quieres que te cuente un chiste?

–Encantado.

–A un soldado lo llevan al paredón. «Vaya tiempo de perros», le dice a la escolta. «Mira quién va a quejarse –replican los otros–. Imagínate para nosotros, que tenemos que volver.»

Alexandr se echó a reír con unas carcajadas muy sonoras, sin desviar su mirada alegre del rostro de Tatiana, y ella sintió por un instante que se derretía por dentro.

–Es muy gracioso, Tania.

–Gracias. –Tatiana sonrió y después se apresuró a añadir–: Sé otro chiste. «General, ¿qué opina de la batalla que está a punto de empezar?»

–Ese lo sé –la interrumpió Alexandr–. El general responde: «Dios sabe que se perderá».

–«Entonces, ¿qué necesidad hay de combatir?» –prosiguió Tatiana.

–«Para saber quién es el perdedor» –acabó Alexandr.

Ambos sonrieron y luego desviaron las miradas.

–Tienes las cintas desatadas –oyó que él le decía mientras ella miraba a través de la ventanilla.

–¿Qué?

–Las cintas. De la espalda del vestido. Se han desatado. Vuélvete un poco más. Te las ataré.

Se volvió un poco más y sintió cómo sus dedos tiraban de las cintas de satén.

–¿Las quieres muy apretadas?

–Así está bien –respondió ella con voz ronca, sin respirar.

Cayó en la cuenta de que él seguramente le estaba mirando la espalda desnuda hasta la rabadilla, y de pronto fue muy consciente de su cuerpo.

–¿Bajarás en Polustrovski? –le preguntó Alexandr, cuando ella se volvió–. ¿Irás a ver a tu prima Marina? Te lo pregunto porque es la próxima parada. ¿O prefieres que te acompañe a tu casa?

–¿Polustrovski? –Tatiana repitió el nombre de la calle como si lo escuchara por primera vez–. Ah, mi prima. –Se llevó la mano a la frente–. No me creerás, pero no puedo volver a casa. Me espera una buena.

–¿Por qué? ¿Te puedo ayudar?

¿Por qué creía que lo decía de verdad? Además, ¿por qué de pronto se sentía más tranquila y segura, y no tenía miedo de volver a casa?

Le habló del dinero que llevaba y del fracaso de su intento de comprar comida.

–No entiendo por qué mi padre me lo encargó –afirmó Tatiana–. Soy la menos indicada de toda la familia para hacer bien lo que sea.

–No te minusvalores, Tatiana. Además, te ayudaré.

–¿Puedes ayudarme?

Alexandr le dijo que la llevaría a un voentorg, que eran los economatos del ejército reservados para los oficiales, donde podría comprar casi todo lo que necesitaba.

–Pero yo no soy oficial –señaló Tatiana.

–Tú no, pero yo sí.

–¿Eres oficial?

–Sí. Soy el teniente primero Alexandr Belov. ¿Impresionada?

–Escéptica –replicó Tatiana. Alexandr se echó a reír. Tatiana no quería que tuviera edad para ser un teniente primero–. ¿Por qué te dieron una medalla?

–Es la medalla al valor militar –contestó Alexandr, que encogió los hombros con expresión de indiferencia.

–Vaya. –Tatiana le sonrió con admiración–. ¿Qué hiciste tan militar y valiente?

–Poca cosa. ¿Dónde vives, Tania?

–Cerca del parque de Táuride, en la esquina de Gresheski y Quinto Soviet –respondió en el acto–. ¿Sabes dónde está?

–Hago la ronda por toda la ciudad. ¿Vives con tus padres?

–Por supuesto. Con mis padres, mis abuelos, mi hermana y mi hermano mellizo.

–¿Todos en una habitación? –preguntó Alexandr, con voz monótona.

–¡No, tenemos dos! –exclamó Tatiana alegremente–. Además, mis abuelos están en la lista de espera para que les asignen otra habitación cuando esté disponible.

–¿Desde cuándo están en la lista de espera?

–Desde 1924 –respondió Tatiana, y ambos se echaron a reír.

El autobús se detuvo en la parada.

–Nunca he conocido a nadie que tuviera un hermano mellizo –comentó Alexandr, mientras se apeaban del vehículo–. ¿Estáis muy unidos?

–Sí, pero Pasha puede sacar de las casillas a cualquiera. Cree que porque es un chico siempre tiene que ganar.

–¿Crees que no debería ser así?

–No, si puedo evitarlo –manifestó Tatiana, que desvió la mirada para eludir la mirada burlona de Alexandr–. ¿Tú tienes hermanos o hermanas?

–No. Era el único hijo de mis padres. –Parpadeó, vacilante, y después añadió rápidamente–: Hemos dado la vuelta entera, ¿no? Por suerte, no estamos muy lejos del economato. ¿Quieres caminar o prefieres esperar a que venga el autobús?

Tatiana lo miró. ¿Había dicho «era»? ¿Había dicho «era el único hijo de mis padres»?

–Podemos caminar –propuso Tatiana con voz pausada, mientras miraba su rostro pensativamente y sin moverse. Desde la frente despejada a la barbilla cuadrada, sus huesos faciales eran prominentes y claramente visibles para su mirada curiosa. En este momento todos estos elementos parecían haberse petrificado. Como si él estuviese rechinando los dientes–. ¿De dónde eres, Alexandr? –le preguntó, cautelosa–. Tienes un deje muy leve.

–¿De veras? –replicó él. Le miró los pies–. ¿Crees que podrás caminar con esos zapatos?

–Sí. No me pasará nada.

Acaso intentaba cambiar de tema? Uno de los tirantes del vestido se le había deslizado del hombro. Alexandr, con un movimiento inesperado, tendió la mano y con el índice le colocó el tirante en su sitio, rozándole la piel con la yema. Tatiana se ruborizó. Era algo que detestaba. Se ruborizaba por cualquier cosa.

Alexandr la miraba. Su expresión se había relajado. ¿Qué era aquello que veía en sus ojos? Parecía deslumbrado.

–Tania…

–Venga, caminemos –le interrumpió Tatiana, preocupada por lo que quedaba de luz, las ascuas y la voz del soldado. Había algo repugnante en estos sentimientos repentinos que se pegaban a ella como la ropa mojada. Los zapatos le hacían daño, pero no quería que él se diera cuenta–. ¿El economato está muy lejos?

–No, no está lejos. Pero primero debemos pasar por el cuartel. Sólo será un momento. Tengo que firmar la salida. Por cierto, tendré que vendarte los ojos el resto del camino. No puedo permitir que sepas dónde están los cuarteles.

Tatiana no estaba dispuesta a mirar a Alexandr para ver si bromeaba.

–Hemos llegado hasta aquí –dijo, con un tono que pretendía ser despreocupado–, y todavía no hemos hablado de la guerra. –Adoptó una expresión grave–. Alexandr, ¿qué opinas de las acciones de Hitler?

¿Por qué parecía divertirle tanto? ¿Qué había dicho que fuera tan divertido?

–¿De verdad quieres hablar de la guerra?

–Por supuesto. Es un asunto grave.

La mirada de asombro no desapareció de los ojos del soldado.

–No es más que una guerra. Era inevitable. Hace mucho que la esperábamos. Vamos por aquí.

Pasaron por delante del palacio Mijailovski o castillo del Ingeniero, como lo llamaban algunos, y cruzaron el puente del canal Fontanka donde se encontraban los canales Fontanka y Moika. A Tatiana le encantaba el pequeño puente con su arco de piedra y algunas veces lo había cruzado por el parapeto. Pero hoy no, por supuesto. Hoy no podía comportarse como una niña.

Atravesaron el Letniy Sad, el jardín de verano, por el extremo oeste y salieron a la amplia extensión del Marsovo Póle, el Campo de Marte, donde tenían lugar los desfiles militares.

–Tenemos dos opciones –añadió Alexandr–. Entregarle el país a Hitler, o quedarnos y luchar por la Madre Rusia. Pero si nos quedamos, será un combate a muerte. –Señaló a lo lejos–. Los cuarteles están allá, al otro lado del campo.

–¿A muerte? ¿De verdad? –Tatiana lo miró excitada y acortó el paso. Quería quitarse los zapatos, caminar descalza por la hierba–. ¿Te enviarán al frente?

–Iré donde me manden. –Alexandr también acortó el paso y después se detuvo–. Tania, ¿por qué no te quitas los zapatos? Estarás más cómoda.

–Estoy bien –afirmó ella. ¿Cómo sabía que no podía más del dolor de pies? ¿Era tan evidente?

–Venga, quítatelos –insistió el soldado amablemente–. Caminarás mucho mejor descalza por la hierba.

Tenía razón. Se agachó, se desabrochó las hebillas y se quitó los zapatos con un suspiro de alivio. Después lo miró.

–Así está mucho mejor.

–Eres muy bajita –comentó Alexandr, después de una pausa.

–No soy bajita. Tú eres muy alto. –Desvió la mirada, con el rostro rojo como la grana.

–¿Cuántos años tienes, Tania?

–Soy mayor de lo que crees –replicó ella, con un tono que pretendía ser de persona madura.

La brisa cálida de Leningrado le sopló el pelo rubio sobre el rostro. Como tenía los zapatos en una mano, intentó apartarse el pelo con la otra. Lamentó no tener una goma para sujetarse la cola de caballo. De pie delante de ella, Alexandr tendió la mano y le apartó el pelo del rostro. Su mirada pasó del pelo a los ojos y después a la boca, donde se detuvo.

¿Quizá tenía restos de helado en los labios? Sí, debía ser eso. Qué vergüenza. Se lamió los labios, con la intención de limpiarlos.

–¿Qué? ¿Todavía tengo helado…?

–¿Cómo sabes la edad que creo que tienes? –preguntó Alexandr–. Dime, ¿cuántos años tienes?

–Cumpliré diecisiete dentro de muy poco.

–¿Cuándo?

–Mañana.

–Ni siquiera tienes diecisiete –exclamó Alexandr, asombrado.

–¡Los cumpliré mañana! –repitió e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos