TARDE TRÁGICA
Barrio de Belgrano, Buenos Aires, Argentina, agosto de 1935.
Lo primero que hizo Santiago Navarro Soler al llegar a su casa fue desatarse el nudo de la corbata. Antes de cerrar la puerta saludó al guardia que vigilaba la propiedad y sus alrededores durante el turno diurno. Su padre, don Álvaro, vivía con el temor de que algún malhechor lo atacase a él o a algún miembro de su familia. La situación en el país era insostenible. Hacía menos de un mes que se había perpetrado un atentado en contra del santafesino Lisandro de la Torre en medio de una sesión en el Senado. El ministro de Agricultura, Luis Duhau, y el ministro de Hacienda, Federico Pinedo, habían sido acusados por De la Torre de hacer la vista gorda mientras el frigorífico Anglo, uno de los más importantes del país, cometía delitos de fraude y evasión de impuestos. Mientras el senador Lisandro de la Torre ponía al descubierto la red de corrupción que el gobierno de Justo y los ministros habían tejido alrededor del negocio de la carne, Duhau lo había empujado y el senador terminó en el suelo. En medio del tumulto y los gritos, se oyeron disparos. Enzo Bordabehere, senador electo por la provincia de Santa Fe y compañero de Lisandro de la Torre, había sido asesinado. Su agresor: un excomisario, quien trabajaba para el Partido Demócrata y era hombre de confianza del ministro de Agricultura. La muerte llevó a una comisión investigadora a firmar un tratado para regular el comercio de exportación de la carne; sobre todo, la verificación de los precios al mercado exterior. Álvaro Navarro Soler, uno de los principales exportadores de carne del país gracias a su cadena de frigoríficos bautizada con el nombre de NavaSol, apoyó sin ningún titubeo las nuevas normas, y rápidamente se ganó la antipatía de colegas que estaban en contra de ajustar los precios de venta. Muchos de ellos comenzaron a realizar movimientos fraudulentos. Durante el allanamiento del Norman Star, un carguero inglés, la comisión descubrió los libros contables que el frigorífico Anglo se negaba a mostrar, ocultos en cajas de corned beef.
Álvaro Navarro Soler, gracias al soplo de uno de los empleados del frigorífico, avisó al mismísimo Lisandro de la Torre, miembro de la comisión investigadora. La muerte de Bordabehere le hizo pensar en su propia seguridad, por eso tenía vigilada la mansión y el edificio en donde funcionaba su despacho.
Santiago intentaba olvidarse del asunto porque, según él, vivir con miedo no era vivir. Arrojó los libros de estudio en la mesita de arrime y torció la boca en un gesto de fastidio cuando uno de los pesados armatostes de leyes casi voltea el jarrón de porcelana favorito de su hermana Rosario. Lo había conseguido a un muy buen precio con su anticuario de confianza y lo cuidaba como si estuviese bañado en oro. Con un rápido movimiento, alcanzó a evitar la catástrofe. Después de pasarse toda la tarde en la Facultad de Derecho, lo que menos deseaba era someterse a la retahíla de sermones que le tendría reservada su hermana mayor si rompía el dichoso jarrón. Se pasó la mano por el cabello y movió el cuello para aflojar la tensión. Estaba en el segundo año de Abogacía y la carrera se le estaba haciendo cuesta arriba. Pero al menos no era como algunos de sus compañeros, que habían elegido dedicarse al Derecho solo para complacer a sus padres. A él siempre le había interesado la carrera; sobre todo, la veía como un trampolín para saltar de lleno al mundo de la política. Su padre no estaba muy de acuerdo con sus aspiraciones, y le recordaba en todo momento que la vida de los políticos era muy complicada, sobre todo en un país como la Argentina. Don Álvaro Navarro Soler soñaba con que algún día él ocupase su lugar al frente de los negocios. Con Francisco, su hijo mayor, ni siquiera podía contar. Estaba seguro de que no tardaría ni una sola noche en dilapidar su fortuna en una mesa de juego o cerrando un mal negocio. Y Pedro, el benjamín de los Navarro Soler, había elegido un camino totalmente distinto al de sus hermanos.
Santiago se dispuso a subir a su habitación para darse un baño y descansar un rato antes de la cena. Había quedado en salir esa noche con unos amigos y necesitaba recuperar fuerzas para divertirse. Se detuvo al ver que la puerta del despacho de su padre estaba entreabierta. En el gramófono, sonaba un tango de Gardel. Desde su trágica muerte, ese mismo año en Colombia, en un accidente aéreo, sus discos siempre se escuchaban en la mansión. Pasaría a saludarlo, aunque imaginaba que no iba a aprobar que se fuera de juerga cuando al otro día debía madrugar para ir a la facultad.
Empujó la puerta y descubrió que el lugar se encontraba en penumbras. Una de las farolas que alumbraba el jardín echaba un poco de luz a través de la ventana. No era su padre quien estaba allí. Por encima del respaldo de la butaca, distinguió la cabeza de su hermano mayor. El brazo derecho colgaba hacia un lado. Un vaso vacío hacía equilibrio entre sus dedos. Un mal presentimiento lo exhortó a aproximarse al escritorio. Entonces vio la pistola.
—¡Francisco! ¡No lo hagas! —se detuvo abruptamente cuando su hermano se puso el arma en la sien.
—No te acerques, Santiago. No quiero manchar tu ropa con sangre.
Estaba borracho. De nuevo.
—¿Sabés que día es hoy?
Claro que lo sabía. Hacía doce años que su madre había muerto. Doce años desde esa fatídica tarde en la cual Francisco la encontró sumergida en la bañera, con las venas cortadas y el agua teñida de rojo. Una escena demasiado espantosa para un niño de apenas diez años. Esa tragedia, que había enlutado a los Navarro Soler, aún hoy, perturbaba a su hermano mayor. No importaba el tiempo que hubiese transcurrido; para él, cada nuevo aniversario de la muerte de su madre lo llevaba de regreso a ese momento fatal. No era la primera vez que intentaba cometer una locura.
—Francisco, por favor, dame la pistola. —Le hablaba con calma, aunque con firmeza. Debía disuadirlo y evitar que los demás se dieran cuenta. Suponía que Rosario se encontraba en la casa; quizá encerrada en su atelier de pintura. Esperaba que Pedro no hubiese regresado del colegio todavía. Rogó para que su padre estuviese en su habitación, cumpliendo religiosamente con su rutina de dormir la siesta antes de dar un paseo por el jardín que rodeaba a la mansión.
El vaso que Francisco sostenía en su mano izquierda se estrelló contra el suelo. El ruido del vidrio al hacerse añicos se mezcló con la voz del Morocho del Abasto, que seguía inundando el despacho con su canto. Santiago miró hacia la puerta. La había dejado abierta. No pudo hacer nada cuando Rosario, seguida muy de cerca por Pedro, entró para ver qué estaba sucediendo. Su hermana corrió las cortinas para echar un poco más de luz al lugar y se quedó petrificada al ver cómo Francisco blandía la pistola de su padre a escasos centímetros de su cabeza. Miró a Santiago con un gesto suplicante mientras se sujetaba del brazo de Pedro porque se le habían aflojado las piernas.
—No pretendía hacer de este momento un espectáculo —se burló Francisco, moviendo el arma hacia abajo hasta apoyar el cañón en su cuello—. ¡Solo quiero que me dejen en paz! ¡Tengo derecho a elegir el día de mi muerte!
—Francisco, por favor, soltá esa pistola antes de que te lastimes —intervino Pedro sin soltar a su temblorosa hermana. De un manotazo apagó el gramófono.
El mayor de los varones de los Navarro Soler le dedicó una mirada despectiva.
—¿Acaso tenés miedo de que me vaya derechito al infierno, Pedrito? —Se echó a reír con fuerza. El arma se hundía cada vez más en su piel bañada en sudor—. ¿No se supone que tu Dios es omnipresente? ¿Dónde estaba esa tarde cuando mamá decidió cortarse las venas? ¿Por qué se la llevó tan pronto?
Pedro, quien siempre parecía tener la respuesta correcta cuando se trataba de hablar del Creador, permaneció mudo. Su vocación religiosa no tenía fisuras; amaba a Dios por sobre todas las cosas y había sentido el llamado de la fe a una edad muy temprana. Con tan solo quince años, su único deseo era servir al Señor. ¿Qué podría decirle a su hermano para acabar con su tormento? Él no se acordaba casi nada de lo que había ocurrido con su madre. Era muy pequeño y, para protegerlo, le habían ocultado la verdad durante mucho tiempo. No fue hasta muchos años después, cuando Francisco se lo gritó en la cara, que descubrió cómo había muerto en realidad.
—¡El futuro cura no sabe ni qué decir! —se jactó el mayor de los hijos varones de Álvaro Navarro Soler.
Aprovechando que Francisco le prestaba atención a Pedro, Santiago le hizo señas a sus hermanos de que continuasen distrayéndolo.
—Si bajás el arma, podemos hablar… —manifestó Rosario, haciendo un gran esfuerzo para mantenerse calmada. De reojo, observó cómo Santiago rodeaba el escritorio con sigilo sin que Francisco se percatara de sus movimientos.
—¡No quiero hablar! —replicó Francisco volteándose hacia ella.
Era ahora o nunca. Y Santiago lo sabía.
Ignorando las consecuencias de su temerario acto, se arrojó encima del cuerpo de su hermano mayor y colocó su mano alrededor de la suya para quitarle la pistola. Francisco reaccionó y quiso empujarlo. Le costó mucho moverse; el alcohol había menguado sus reflejos. Puso el dedo tembloroso en el gatillo con la clara intención de llevar a cabo su propósito, pero Santiago fue más rápido y terminaron ambos en el suelo. Francisco sí logró disparar el arma. Solo que la bala que estaba destinada para él, se desvió de su trayectoria, impactando en el cuerpo de Rosario. Ella se llevó ambas manos al vientre y en tan solo cuestión de segundos, la seda de su vestido se manchó de sangre. Pedro la recostó en el sofá y apretó con fuerza sobre la herida de bala para detener la hemorragia.
—¡Llamen a una ambulancia! —gritó el aspirante a sacerdote, con el rostro desencajado.
Sus hermanos tardaron en reaccionar. Ninguno de los dos fue capaz de asimilar lo que acababa de ocurrir delante de sus ojos. Francisco se hundió en la butaca al tiempo que negaba con la cabeza. Santiago, recostado contra el estante de los libros, contemplaba horrorizado la pistola que humeaba entre sus manos. En medio del forcejeo, no supo quién había apretado finalmente el gatillo.
Cuando don Álvaro entró al despacho y se enfrentó a semejante escena, ordenó de inmediato que trasladaran a Rosario a su habitación para esperar la llegada de la ambulancia. Aunque había perdido una cantidad importante de sangre, se mantenía consciente.
Francisco trató de ayudar, pero su padre le gritó que en su estado solo estorbaría. Humillado, salió al balcón cerrando la puerta con ímpetu. Nadie lo necesitaba, por lo tanto tampoco nadie se daría cuenta si esa noche no dormía en casa.
Santiago ni siquiera se inmutó cuando don Álvaro se apoderó de la pistola y la guardó en uno de los cajones del escritorio bajo llave.
—Ha sido un accidente… un terrible accidente —dijo, dándole unas palmaditas en el hombro.
Solo en el despacho, abrumado por el miedo de no saber qué podría ocurrirle a su querida Rosario, Santiago se arrodilló en el suelo y lloró hasta quedarse sin lágrimas.
Ni siquiera cuando murió su madre había llorado tanto.

OSCUROS VIENTOS DE CAMBIO
Barrio de Wilmersdorf, Berlín, Alemania, octubre de 1935
La pequeña Isabela, inquieta como de costumbre, balanceaba sus piernas hacia atrás y hacia delante mientras que por encima de la taza de chocolate caliente observaba con atención todo lo que hacía su prima Madeline. Se llevaban exactamente cuatro años y cuatro meses, y eran inseparables. Ambas adoraban las tardes como aquellas en las que salían con sus respectivas madres a disfrutar de una suculenta y deliciosa merienda en el café Kranzler. Las primas no solo llevaban la misma sangre, la de los Eiserman, también compartían la pasión por la música. Isabela tomaba clases de canto y Madeline aprendía a tocar el violín. Eran alumnas destacadas en la Academia de Artes de Berlín y el orgullo de sus familias.
—Isabela, querida, ¿podrías dejar de moverte un poco? —le pidió Aina a su pequeña hija.
La niña se mordió el labio superior, miró de reojo a su prima y, como por arte de magia, se quedó quieta.
Débora Eiserman, la madre de Madeline, recompensó a su sobrina con una porción extra de tarta de ciruelas por su obediencia y bebió un sorbo de té con la elegancia que la caracterizaba. Sin que se diera cuenta, su hija la imitó, levantando levemente el dedo meñique e intercambiando una mirada cómplice con su prima. A Isabela le costó mantener la compostura que acababa de recobrar hacía apenas un instante, pero un movimiento inusual fuera del café atrajo la atención de todos los presentes en el lugar y sus graciosas muecas pasaron inadvertidas.
Poco a poco, una multitud se fue arremolinando en las veredas de vía Kurfürstendamm para enterarse de lo que estaba ocurriendo. Aina y Débora, intuyendo de qué se trataba todo aquello, intercambiaron miradas cargadas de angustia. Se rehusaron moverse a pesar de que las niñas, presas de la curiosidad, insistían en salir a la calle.
—¡Salgamos! —pidió Isabela, tironeando de la manga del vestido de su madre.
Aina Eiserman fue incapaz de moverse. Permaneció en silencio, rogando poder salir de allí sin llamar demasiado la atención. En ese momento pensó que merendar con las niñas fuera de casa había sido un error. Berlín ya no era una ciudad segura para ellos. Se lamentó de no haber escuchado las razones de su suegra ante el pedido de que no salieran. Debió haberse quedado en casa, ayudando a Samuel con las tareas de la escuela. Aunque el mundo ya no era el mismo, no deseaba que los vientos de cambio que soplaban desde la llegada de Hitler al poder ni siquiera rozasen a su familia. Las meriendas en el café Kranzler después de las clases en la academia; los paseos por la plaza Rüdesheimer o las visitas a la sinagoga formaban parte de su rutina. Pero sospechaba que por más que se empeñase, ya no podría evitar que sus vidas cambiaran para siempre.
Madeline se ocupó de entretener a su prima llevándola hacia el rincón en donde se exhibían los dulces. Con sus once años de edad, la única hija de Otto y Débora Eiserman, sabía que algo muy malo estaba sucediendo a pocos metros de allí. Lo percibió en la mano temblorosa de su madre y los ojos vidriosos de su tía Aina. La gente que estaba en el café no tardó en sumarse al gentío. Una señora enfundada en un grueso abrigo de piel dejó la puerta abierta y el griterío se hizo cada vez más fuerte. En un descuido, Isabela había desaparecido. Cuando Madeline se dio media vuelta, la pequeña ya no estaba allí. Le avisó a su madre y a su tía y salieron a buscarla.
Isabela llegó hasta la vereda caminando justo detrás de la señora del abrigo de piel. Iba casi pegada a su voluminosa anatomía por temor a que alguien la empujase. Asomó la cabeza y entonces descubrió el origen de todo aquel extraño tumulto.
Lo primero que llamó su atención no fue el grupo de soldados que encabezaba la marcha. Ya se había acostumbrado a verlos deambular por las calles de Berlín cada vez que salía de su casa, camino a la escuela o a la Academia de Artes. Lo que realmente le causó impresión fue ver cómo tres hombres, que avanzaban con la cabeza gacha, sujetaban enormes carteles entre sus manos. Ella ya sabía leer; no tan bien como su prima Madeline que iba a quinto grado, pero podía juntar las letras sin mayor inconveniente y practicaba lo aprendido, enseñándole el abecedario a Samuel, su hermano menor. Se puso en puntas de pie; sin embargo, desde su posición no alcanzaba a ver qué decían aquellos carteles.
Uno de los soldados que pasó muy cerca de ella, la miró directamente a los ojos y Isabela se encogió hasta hacerse invisible detrás de la mujer del ostentoso abrigo de piel a la que había seguido. De repente, sintió que alguien la sujetaba del brazo y la empujaba hacia atrás. Trastabilló con el borde de una baldosa y estuvo a punto de terminar en el suelo. Su prima alcanzó a evitar la caída.
—¡Vamos! —le ordenó mientras le apretaba la mano con fuerza.
—¡Espera! —Isabela no quería perderse nada de lo que sucedía a su alrededor. No entendía por qué Madeline la quería sacar de allí. ¿Quiénes eran esos hombres? ¿Qué habrían hecho para que los obligasen a desfilar por las calles de Berlín delante de todo el mundo?
—¡No les compren a los judíos! ¡Compren en los negocios alemanes! —vociferaban los soldados de las SA que, a empellones, obligaban a los tres hombres, comerciantes judíos, a seguir avanzando por vía Kurfürstendamm mientras la gente los humillaba con sonoras carcajadas o miradas cargadas de desprecio.
Aprovechando el tumulto que se originó cuando uno de los comerciantes se negó a moverse, Débora y Aina tomaron a las niñas de la mano y zigzagueando entre las farolas del café berlinés en donde servían el chocolate más delicioso de la ciudad, se escabulleron en medio de la multitud. Antes de llegar a la esquina, Isabela miró por encima de su hombro en el preciso instante en que el comerciante que se rehusaba a seguir caminando era golpeado en la cabeza con la culata de un revólver. No supo qué pasó después porque su madre la obligó a voltearse.
Atravesaron las calles céntricas de Berlín a toda prisa. Huir de ese despropósito era lo que guiaba cada uno de sus pasos. Pero la barbarie estaba por todas partes, pisándoles los talones y ya no era posible escapar. De camino a casa, pasaron por la sastrería familiar. La habían establecido los padres de las niñas en pleno barrio de Wilmersdorf, diez años atrás. Les resultó muy extraño que estuviese cerrada. Aina y su cuñada observaban la fachada del negocio con lágrimas en los ojos. Las niñas, tomadas de la mano, se miraron entre ellas.
Alguien había pintado una gran estrella de David amarilla y negra en la vidriera.
A un par de metros de allí, en la puerta principal, la palabra “judíos” en color blanco marcaba el comienzo de la pesadilla.
Parecía que el mundo se hubiese detenido allí, a tan solo escasos metros del centro de Berlín y frente al edificio en donde habían pasado tantos gratos momentos. La familia de Madeline poseía un departamento arriba de la sastrería y era en ese lugar en donde se reunían los Eiserman para celebrar cada semana el sabbat. Las niñas seguían sin poder soltarse. Mientras a su alrededor la gente avanzaba de prisa sin hacerles el menor caso, un silencio sepulcral fue envolviendo a esas cuatro siluetas que se negaban a moverse, temerosas de descubrir qué les aguardaba más allá de aquellos muros.
El trance en el que se habían sumido se rompió cuando Otto Eiserman se asomó por una de las dos ventanas que daba a la calle y les hizo señas de que podían subir. Fue Débora, su esposa, la que reaccionó primero. Abrazó a su hija contra su cuerpo y la mano de Isabela quedó suspendida en el aire cuando Madeline la soltó.
—Será mejor que suban —indicó Débora, temiendo por la seguridad de su cuñada y su sobrina si se marchaban en ese momento. Los disturbios frente al café Kranzler podían replicarse en otros puntos de la ciudad y no quería que corrieran ningún riesgo.
Aina asintió mientras le acariciaba la cabeza a su hija.
—Llamaremos a Eugen desde tu casa para que venga a buscarnos.
—Será lo mejor —concordó su cuñada mirando por encima de su hombro para asegurarse de que, al menos por el momento, se encontraban a salvo.
A medida que ascendían por las escaleras aguzaban el oído, atentas a cualquier movimiento extraño que delatase la presencia de aquellos que se empeñaban en perseguirlos. Débora y Aina depositaron un beso en la mezuza que colgaba del marco de la puerta y que contenía un verso de la Torá escrito a mano por la querida Zila, la matriarca de la familia. Apenas entraron a la vivienda, Débora y su hija fueron envueltas por los fuertes brazos de Otto Eiserman.
—¿Qué ocurrió? —preguntó ella después de separarse de su esposo. Le clavó sus ojos azules. No quería mentiras. Ya no. Aunque no estaba del todo segura, sospechaba que si la tienda continuaba abierta era solo porque Otto y su hermano pagaban para evitar lo que, irremediablemente, acababa de ocurrir.
—Nos obligaron a cerrar el negocio —explicó. Le temblaba la voz y no dejaba de mirar hacia la ventana por la cual se había asomado hacía un par de minutos—. Eugen se marchó por la parte de atrás, gracias a la ayuda de la señora Fischer, que lo escondió en su despensa hasta que los soldados se fueron.
—¿Papá se escondió?
Aina, en el afán de proteger a su niña, le tapó las orejas. Pero Isabela se apartó con un movimiento brusco.
—Isabela, cariño, no es momento para uno de tus berrinches —dijo su madre, haciendo un gran esfuerzo para no perder la paciencia. La obligó a sentarse en el sofá y le agradeció a su cuñada cuando le ofreció unos caramelos.
Madeline se acomodó a su lado, fingiendo que hablaba con ella, pero en realidad estaba atenta a la conversación que sostenían los mayores. A veces envidiaba la inocencia de su prima; sobre todo en situaciones tan difíciles como las que acababan de atravesar. Isabela era ingenua, pero no tonta, y la crueldad que se cernía sobre ellos, por el simple hecho de rezar en una sinagoga, no tardaría en mostrarles su lado más feroz.
Mientras aguardaban a que Eugen viniese a buscarlas y después de que Débora se lo ordenase, las niñas se encerraron en la habitación de Madeline. Entre muñecas, libros y crayones de colores, el mundo de afuera parecía lejano.
—Madeline…
—¿Qué?
Las primas estaban tiradas sobre la alfombra, boca abajo y con las rodillas flexionadas, coloreando unos dibujos.
—¿Es malo ser judío?
Madeline hundió el crayón en el papel, quebrando la punta. No supo qué contestarle. La escena que habían presenciado frente al café Kranzler difícilmente se les olvidaría.
—No lo sé —fue lo único que se le ocurrió.
—Cuando venga papá, le preguntaré a él —resolvió Isabela mientras pintaba de azul oscuro un cielo salpicado de estrellas. De pronto, dejó el crayón a un lado y miró a su prima muy seria—. ¿De qué color son las estrellas?
—Son blancas —dijo Madeline, sospechando la razón de su inquietud. La estrella de David amarilla que habían pintado en la sastrería no era más que un símbolo de odio.
Isabela asintió sin pronunciar una sola palabra y continuó coloreando su dibujo, ajena a la expresión de tristeza que turbaba el semblante de su prima.
Cuando finalmente Eugen Eiserman llegó a la casa de su hermano, Isabela estaba tan cansada que se quedó dormida en sus brazos. Ya iba anocheciendo y decidieron que lo mejor era salir por la puerta principal, sin llamar demasiado la atención. Después de intercambiar un par de opiniones sobre lo que harían con la sastrería al día siguiente, Eugen y su familia se marcharon.
El trayecto en auto les llevó más tiempo de lo habitual. Por pura precaución, Eugen tomó una ruta alternativa. Su esposa y su hija iban en la parte trasera. Isabela dormitaba ahora entre los brazos de su madre. Media hora después, cuando la dejó en su cama, la niña ni siquiera se despertó. Aina la besó en la frente y la arropó con sumo cuidado. Se dirigió a la cama de al lado en donde dormía Samuel y también le prodigó los mismos cuidados. Su hijo menor se había quedado con su suegra mientras Eugen iba por ellas a la casa de su hermano. Tenía dos años menos que Isabela y, aunque vivían peleándose, se adoraban. Al llegar a la puerta, se dio media vuelta y contempló a los niños una última vez antes de apagar la luz. Ignoraba lo que les depararía el destino de ahora en más; pero estaba dispuesta a hacer todo lo que fuese necesario para proteger a sus hijos.

LÍOS DE FALDAS
Buenos Aires, Argentina, abril de 1936
La muchacha, una rubia despampanante que atraía todas las miradas masculinas presentes esa tarde en la Confitería del Molino, no lograba llamar la atención de su acompañante. Ni el primer botón de la blusa abierto, ni el rojo carmín que resaltaba sus labios eran suficientes para que Santiago Navarro Soler apartase la mirada del diario para dedicarse a contemplarla. Se abanicó el rostro con una servilleta mientras dejaba escapar un sonoro suspiro cargado de fastidio. El calor agobiante que venía azotando a Buenos Aires durante las últimas semanas a pesar de que el calendario indicaba que ya se encontraban en otoño, solía poner a los porteños de mal humor. Y Teté González del Pino no era la excepción.
—No me has contestado, Santiago —lo increpó, alzando un poco la voz.
Santiago la miró. Había cierto atisbo de burla en sus ojos oscuros. Llevaba un buen rato preguntándose por qué razón se encontraba allí, compartiendo un café con una mujer que se empeñaba en un compromiso que él no estaba dispuesto a asumir. Teté le gustaba. Lo tenía todo, o casi todo. Belleza, fortuna, doble apellido y una disposición asombrosa a cumplir sus deseos más íntimos. Cuando otros hombres de su edad o de su misma posición social, con novias formales, se veían obligados a buscar placer en un burdel porque no se aguantaban hasta la noche de bodas, él tenía el lujo de llevarse a la cama, a la heredera de una de las familias más acaudaladas de la aristocracia porteña.
—No recuerdo cuál era la pregunta —retrucó él con una sonrisa burlona.
Teté no estaba dispuesta a seguirle el juego. Se acarició la muñeca con el dedo pulgar sin quitarle los ojos de encima.
—La semana que viene es la fiesta de cumpleaños de mi madre, y tanto ella como mi padre me han pedido encarecidamente que no se me olvidara invitarte. —Se acomodó la melena que caía sobre sus hombros en pesados bucles del color de la arena—. Sería un desaire de tu parte no asistir, querido.
Cuando se valía de ese término cariñoso y posesivo, significaba que no toleraría un “no” como respuesta. Sin embargo, se trataba del cumpleaños de su madre. Un evento social en donde él seguramente sería visto como el “novio de la nena”. Y así, se le haría cada vez más difícil escapar de sus garras. Disfrutar de la intimidad con Teté no implicaba dar un paso hacia una relación más formal. Era evidente que ella no lo entendía de esa manera y quizá debía explicárselo antes de que fuese demasiado tarde. Para empezar, no iría a la dichosa fiesta. Argumentaría que debía estudiar para los exámenes finales y la caprichosa heredera no tendría nada que objetar. Estaba a punto de dejárselo en claro cuando la puerta de la confitería se abrió y Armando Quiroz, el prometido de su hermana Rosario, entró al lugar acompañado de una mujer. Él no se había percatado de su presencia. Cuando descubrió que elegía una de las mesas del rincón, la que estaba más apartada de las miradas indiscretas, intuyó que su intención y la de su amiga era pasar desapercibidos. Dejó el ejemplar de La Razón junto a la taza de café vacía y se dispuso a levantarse.
—¿Adónde vas? —Teté le tocó la mano.
—He visto a un compañero de la facultad. Iré a saludarlo —respondió de mala gana.
—¿Quién es? ¿Lo conozco?
Santiago no quería involucrar a Teté González del Pino en asuntos familiares; sin embargo, no se marcharía de El Molino sin antes hablar con Quiroz.
—Esperame acá. —No fue un pedido, sino una orden.
Teté no tuvo más remedio que obedecer. Lo siguió con la mirada hasta que se detuvo frente a una mesa, al fondo del local. Había una pareja sentada, pero desde allí, no alcanzaba a distinguir de quiénes se trataba. Decidió pasar al tocador para volver a pintarse los labios de carmín mientras esperaba su regreso.
*
Santiago, de espaldas a Armando Quiroz, carraspeó para anunciar su presencia.
Cuando el futuro esposo de su hermana se volteó y vio la lividez en su rostro, Santiago sospechó lo peor. Le lanzó una rápida mirada a la joven que estaba sentada frente a él. Era más joven que Rosario, y a juzgar por su apariencia, era evidente que no pertenecía a su mundo de carreras en el hipódromo de Palermo o veladas en el Club del Progreso. Era agraciada, pero algo anodina para su gusto.
—¡Armando, cuñado, qué sorpresa encontrarte por acá! —le dio una fuerte palmada en el hombro con toda la intención de incomodarlo.
Armando Quiroz le sonrió a su acompañante. Ella, roja como un tomate, se quedó callada. Acababa de ser descubierta en falta y parecía que saldría corriendo de la confitería en la primera oportunidad. Miró a su pareja. Era demasiado evidente que estaba al tanto de su situación.
—Lamento interrumpir, pero los vi entrar y sentí curiosidad. —Santiago le dio otro fuerte manotazo en la espalda—. ¿No vas a presentarme a la señorita?
La muchacha, asustada de tener que darle una explicación a aquel hombre, se levantó, tomó su bolso y sin abrir la boca, abandonó la confitería como alma que lleva el diablo.
Santiago ocupó su lugar y le lanzó una mirada asesina a su cuñado.
—Ahora que estamos solos, vas a contarme, sin omitir ningún detalle, qué significa todo esto.
Armando Quiroz, con la garganta reseca, se bebió toda el agua que había en su vaso.
—No es a vos a quien tengo que rendirle cuentas —se atajó—. Sé que debí contarle a Rosario que estaba viéndome con otra mujer, pero después de que rompimos, no creí que fuese necesario…
—¿Qué dijiste?
Permanecieron mirándose durante unos cuantos segundos en silencio.
—Tu hermana y yo decidimos romper nuestro compromiso de mutuo acuerdo —manifestó Quiroz, muy suelto de cuerpo.
El estupor transformó el rostro de Santiago. ¿Qué estaba diciendo ese imbécil?
—Eso no es cierto…
—Por tu reacción, es obvio que en tu familia aún no lo saben.
—¿Cuándo rompieron? —quiso saber.
—Hace poco más de un mes.
—¿Y ya te estás pavoneando por toda Buenos Aires con tu nueva conquista?
Quiroz no respondió a su comentario malintencionado porque en el fondo se sentía culpable de haber engañado a Rosario durante la última etapa de su compromiso. Sin dudas, romper con ella sin tener que revelarle que se estaba viendo con otra mujer, había sido un alivio.
—¿Por qué mi hermana no dijo nada? ¿Cuál fue la razón de que hayan cancelado el compromiso?
—No sé si debería contártelo, Santiago. Si Rosario se quedó callada tendrá sus razones.
—¡Pero nos íbamos a enterar de todos modos! —saltó, perdiendo la compostura.
—Está bien, te lo voy a decir —aceptó Armando Quiroz con la convicción de que tanto Rosario como él habían tomado la decisión correcta.
—Te escucho.
—Rosario me confesó que había ido a un especialista para que confirmase el diagnóstico que le había dado su doctor de cabecera. —Hizo una pausa antes de continuar. Sabía que lo que estaba a punto de contarle le sentaría muy mal—. El disparo que recibió en su vientre, provocó un daño irreparable. Tu hermana nunca podrá llevar adelante un embarazo. Era es la razón por la cual rompimos nuestro compromiso. Rosario me dejó libre para que encontrase a una mujer que sí pueda darme los hijos que tanto soñamos ella y yo.
Santiago ya no lo escuchaba. Tenía la mirada perdida y los ojos vidriosos.
La bala que salió de la pistola que él había manipulado para salvar la vida de Francisco, le había arrebatado a Rosario el sueño de convertirse en madre. Aturdido por una verdad tan dolorosa, caminó con los hombros caídos por los pasillos de la confitería hasta alcanzar la puerta. El ajetreo vespertino y el aire bochornoso de la ciudad le pegaron de lleno en el rostro. Sin un rumbo determinado, se mezcló con la gente hasta perderse entre la multitud.
Cuando Teté González del Pino regresó a su mesa, con el maquillaje casi perfecto y oliendo a perfume francés, su adorado Santiago había desparecido.

EL ÁNGEL AZUL
Barrio de Wilmersdorf, Berlín, Alemania, septiembre de 1938
Eugen Eiserman se llevó el cigarro a la boca y expelió el humo con vehemencia. Aina le había prohibido fumar dentro de la casa y él hacía lo posible por no contradecirla, y así evitar una discusión. Sin embargo, estaba tan nervioso que poco le importaba un enfrentamiento con su esposa. Por enésima vez miró el reloj que colgaba de la pared del salón, solo para comprobar que apenas habían transcurrido un par de minutos desde la última vez que posara sus ojos en el viejo cucú que Aina heredara de su padre. Ella no se encontraba en la casa. Había salido a hacer unas compras de último momento y los niños aún no regresaban de la escuela. Otto no debía tardar en aparecer. Desde que los soldados de las SS boicotearan la sastrería, ellos continuaban con el negocio, vendiendo a escondidas las prendas que habían terminado de confeccionar y aquellas que permanecían acumuladas en el sótano. No solo para evitar que la humedad o las polillas las destruyeran, sino también para mantener a flote la economía de sus familias. El dinero escaseaba cada vez más, y tanto Otto como él habían decidido arriesgarse para no perderlo todo. Llevaban tres años en la clandestinidad, moviéndose en los suburbios y ofertando también su mercancía a la gente del barrio; sobre todo, a los buenos vecinos que no se fijaban ni en su apariencia ni en sus creencias. Arrojó el cigarrillo en el cesto de la basura y eliminó cualquier vestigio de humo con las manos.
—Aina no es tonta, hijo. Ya no debes fumar, te hace daño —lo reprendió su madre, apareciendo de repente en el salón. Se había levantado más temprano de lo habitual y se la veía bastante desmejorada.
Eugen se aproximó a ella y le dio un beso en la frente. Con casi ochenta años, y a pesar de la fragilidad de su apariencia, Zila Eiserman procuraba que todo estuviese en orden en la casa. Ayudaba a su nuera a preparar el almuerzo, le servía la merienda a sus nietos cuando volvían de la escuela y, si hacía falta, también sermoneaba a su único hijo.
—No es un hábito, mamá. Solo fumo cuando estoy ansioso —respondió, ayudándola a sentarse en su sillón favorito para que continuase con sus labores de punto. Estaba tejiendo unas manoplas para Isabela y una bufanda para Samuel.
—¿Estás esperando a tu hermano?
Eugen asintió. No tenía caso ocultárselo. Aunque tanto Otto como él habían decidido mantener en secreto lo que estaban haciendo con la sastrería, resultó imposible moverse en la clandestinidad sin contar con el apoyo de los miembros de su familia. Los niños eran los únicos que habían quedado al margen de lo que ocurría. No solo para protegerlos en caso de que alguien los descubriese; Isabela era demasiado pequeña cuando todo empezó y no sabía cuándo quedarse callada.
—Debemos concretar una entrega en Prenzlauer Berg y se está haciendo tarde —manifestó, inquieto—. Otto sabe muy bien que hay que terminar antes de que anochezca para evadir a las patrullas.
Zila apartó un instante los ojos de su labor de punto y lo miró con severidad.
—No me gusta lo que están haciendo. Sé que la vida no ha sido nada fácil para nosotros desde que Hitler llegó al poder y que se nos cierran muchas puertas por el solo hecho de ser judíos, pero tengo miedo, Eugen. Si esos malditos soldados se enteran de que continúan vendiendo su mercancía a pesar de que la sastrería está cerrada, van a tomar represalias.
—Quédese tranquila, madre. En todo este tiempo nadie sospechó nada…
—No pueden confiar ni en su propia sombra, hijo. —Extendió el brazo hacia él—. Prométeme que no cometerán ninguna tontería. Si algo les ocurriese a ti o a tu hermano mayor, me moriría.
Eugen apretó su pequeña mano con suavidad. Con una sonrisa en los labios, le prometió que todo iba a estar bien. Como si el éxito de esa promesa dependiera solamente de él.
*
La Academia de Artes de Berlín, una de las instituciones educativas más antiguas de toda Europa, se enorgullecía de educar y formar a sus alumnos en diversas disciplinas artísticas. Funcionaba en un edificio de tres plantas conocido como palacio Arnim, en la plaza de París, y era el orgullo de la ciudad. Ni el prestigio de la academia ni el nivel de sus profesores, algunos de ellos verdaderos talentos de la música o de la interpretación, impidieron que, en el mes de febrero de 1933, apenas un mes después de que Hitler y sus huestes asumieran el control de Alemania, un grupo de cuarenta y un miembros de la institución educativa fuesen apartados de sus cargos por cuestiones antisemitas.
Ajenas a esos hechos tan arbitrarios que se sucedían cada vez más a menudo, Isabela y Madeline asistían a sus clases dos veces por semana. Isabela, con su voz angelical, estudiaba canto. Madeline, aficionada a los instrumentos de cuerda, se perfilaba como una virtuosa del violín.
Se encontraban en el pasillo que conducía a la salida cuando un grupo de niños se les acercó. Isabela conocía a uno de ellos. Se llamaba Johann y también estudiaba canto. Tenía un año más que ella, sin embargo Isabela le ganaba por varios centímetros en estatura.
—Isabela, vámonos —la instó su prima, dándole un empujoncito hacia adelante. Intuía que la intención de esos niños era amedrentarlas.
Johann abrió su morral y sacó una especie de tubo de papel. Cuando lo desenrolló, descubrieron que se trataba del póster de una película.
—¡El ángel azul! —exclamó Isabela. Le brillaban los ojos. Cuando intentó apoderarse de la imagen, Johann se lo impidió—. ¿Me dejas ver más de cerca? ¡Por favor, por favor!
El grupo de niños se echó a reír mientras Madeline apuraba a su prima para irse de allí cuanto antes.
—¿Qué estás dispuesta a hacer para que te deje verlo más de cerca? —preguntó Johann jugando con los bordes del póster de la película que se había estrenado en el año 1930 y que los nazis prohibieron tres años más tarde.
Isabela no entendió a qué se refería hasta que el séquito de niños que acompañaban a Johann comenzó a vitorear ¡Beso! ¡Beso! ¡Beso!
Madeline, que sabía de la gran admiración que sentía Isabela por la actriz Marlene Dietrich desde que había visto su foto en una edición especial de la revista Illustrierter Film-Kurier, la creía capaz de cualquier cosa. Hasta de besar a ese imbécil que miraba a su prima con aire burlón.
—Si te doy dos besos, ¿me regalas el póster? —retrucó Isabela, pensando en lo bien que quedaría el cartel de El ángel azul en la pared de su habitación, justo encima de su cama.
—¡Isabela, no caigas en su juego! —le advirtió Madeline, tratando de hacerla entrar en razón antes de que fuese demasiado tarde.
Isabela, quien con casi diez años se sentía mayor, hizo oídos sordos al pedido de su prima.
—Está bien —aceptó Johann—. Dos besos… en la boca, y el póster es tuyo.
Isabela vaciló un instante. No le agradaba la idea de besar a Johann, mucho menos en la boca. Marlene Dietrich, en una actitud provocativa, con poca ropa, luciendo su dorada caballera, parecía sonreírle desde el papel. ¿Qué importaban dos breves besos cuando la recompensa era tan grande? Se acercó a Johann y puso ambas manos en los hombros del niño. Lo último que vio antes de cerrar los ojos, fue su cabello enrulado color zanahoria y las enormes pecas en sus mejillas. Frunció los labios y contuvo la respiración. Se inclinó hacia él y le dio un beso. Como tenía los ojos cerrados, terminó dándoselo casi en el mentón. El segundo fue más rápido y más certero. Isabela se limpió los labios con el dorso de la mano porque tenía la asquerosa sensación de que Johann había abierto la boca y se había encontrado con su húmeda lengua.
—¡Ha besado a una judía! —exclamaron al unísono los demás niños, echándose a reír a carcajadas.
—¡Johann le chupó la boca a una cerda judía! —se burló uno de sus amigos haciendo el ademán de que estaba a punto de vomitar.
Isabela trató de ignorar los agravios y las risotadas, fingir que no le importaban, pero cuando le reclamó a Johann que le entregase su recompensa, tenía los ojos llorosos.
—¡Toma, judía! —Arrojó el cartel de El ángel azul al suelo y la miró de manera despectiva—. ¡Tus besos valen menos que este estúpido papel!
Las primas se quedaron viendo cómo Johann y sus compañeros se marchaban corriendo hacia la salida. Isabela se agachó y levantó el póster. Le alisó con los dedos la arruga que se había formado en uno de los bordes y aceptó el pañuelo que le ofreció Madeline para secarse las lágrimas. Recorrieron los pasillos de la Academia de Artes en silencio. Ninguna de las dos se imaginaba que esa sería la última vez.

EL SUEÑO DEL PADRE
Buenos Aires, Argentina, octubre de 1938
Cuando Santiago llegó a la oficina que su padre tenía en el centro de la ciudad, en plena Avenida de Mayo, a su secretaria se le iluminó el rostro. Lo saludó con una sonrisa en los labios y le comunicó que don Álvaro lo estaba esperando. Él le sonrió y enfiló hacia el despacho. A pesar de que no era necesario, dio tres golpes a la puerta y esperó a que lo autorizara a pasar.
—Hijo, sabés que no me gusta que toques antes de entrar. —Fue lo que dijo su padre antes de darle los buenos días—. Esta oficina algún día será tuya y ya es hora de que comiences a involucrarte un poco más en el negocio.
—Ya lo hago, padre —retrucó él, sentándose en el sofá de cuerina gris que ocupaba una de las paredes del despacho. Evocó las veces en las que, siendo un niño, se quedaba dormido allí mientras esperaba que su padre saliera de alguna reunión en el salón de al lado.
—No me refiero solo a los asuntos legales de los frigoríficos que gestionás mientras terminás la carrera. Sabés que tengo depositada en vos toda mi confianza. Sos el único que puede hacerse cargo de la empresa cuando yo ya no esté.
Santiago soltó un soplido.
—Don Mario Sanabria ha sido durante todos estos años su mano derecha. Nadie mejor que él conoce los tejes y manejes del negocio, padre. Debería considerar seriamente la posibilidad de que ocupe la dirección cuando usted lo disponga. —Si hubiese adivinado que lo había citado para recordarle una vez más lo que se esperaba de él en el futuro, no se habría molestado en acudir a su encuentro. Sus hermanos se habían librado de cualquier responsabilidad y le tocaba a él lidiar con las aspiraciones de su padre. Pedro, siguiendo su firme vocación religiosa, estudiaba Teología en el Seminario Inmaculada Concepción de Buenos Aires. Con Francisco, siempre errático y propenso a la vida ligera, directamente no se podía contar. Y por ende él, el más serio de los hijos de don Álvaro Navarro Soler, el futuro doctor en Leyes, era el candidato perfecto para ponerse al frente de la empresa familiar.
—No dudo de la capacidad de Mario para hacerse con las riendas del negocio; pero mi deseo es que la cadena de frigoríficos que he levantado con tanto esfuerzo, quede en manos de uno de mis hijos. ¿Acaso es pedir demasiado?
—Padre, no quiero discutir con usted sobre ese asunto otra vez —manifestó Santiago en un tono conciliatorio—. ¿Quería verme para algo más?
Don Álvaro entendió, de mala gana, que era mejor cambiar el rumbo de la conversación. Él tampoco necesitaba enfrascarse en un altercado con el único hijo que, hasta el momento, no le había dado ningún disgusto. Rosario, de un día para otro y sin dar ninguna explicación valedera, había roto su compromiso de casi cinco años con un muchacho de buena familia como Armando Quiroz. Pedro, el más pequeño, había renunciado a todos los placeres de la vida para dedicarse de cuerpo y alma a Dios, y Francisco… ¡ay, Francisco! Él era lo opuesto a Pedro. Se la pasaba de fiesta en fiesta, o en el peor de los casos, de burdel en burdel, despilfarrando parte del dinero que había heredado de su madre y echando a perder su vida en noches de naipes, alcohol y mujeres de dudosa reputación. Sin embargo, él todo se lo perdonaba. El año que había pasado haciendo la conscripción no sirvió para templar su carácter. Después del terrible incidente en su casa, en donde había estado a punto de quitarse la vida y su hija Rosario terminase con una bala en su cuerpo, había decidido ser un poco más condescendiente con su hijo mayor; por eso, apañaba su comportamiento licencioso por temor a que volviese a cometer una locura. La terrible experiencia de ver a su madre muerta lo había marcado para siempre, y mientras él estuviese vivo haría hasta lo imposible para protegerlo, aunque eso implicase, muchas veces, hacer la vista gorda o cubrir sus deudas de juego para evitar que algún acreedor de pocas pulgas lo mandase a la cárcel.
—Está bien —manifestó don Álvaro, resignándose a posponer nuevamente sus pretensiones—. No voy a insistir… por ahora.
Santiago siguió cada uno de los movimientos de su padre mientras este se acercaba a la ventana con las manos en los bolsillos del pantalón y la frente arrugada por alguna preocupación. Le gustaba contemplar al vigilante de la garita de tránsito emplazada en la esquina de la Avenida de Mayo y la calle Piedras, mientras trataba de controlar el caos vehicular a esa hora de la tarde. Era uno de sus pasatiempos favoritos cuando lo ganaba la ansiedad. Los resabios de lo que había ocurrido en el Senado con el asesinato de Bordabehere todavía lo tenían inquieto. A pesar de la custodia que no lo dejaba ni a sol ni a sombra durante las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, su mayor temor seguía siendo terminar igual que el senador santafesino.
—¿Qué sucede, padre?
Álvaro Navarro Soler guardó silencio. Había un automóvil estacionado al otro lado de la calle. Llevaba allí desde temprano. ¿Lo estarían espiando? El guardaespaldas lo esperaba abajo para escoltarlo hasta la casa; sin embargo, cualquier detalle fuera de lo ordinario le ponía los nervios de punta. Miró a su hijo. Si a Santiago le incordiaba que no cejara en su propósito de que aceptara ocuparse de todo cuando él ya no estuviese, tampoco le caería bien lo que pensaba decirle.
—El otro día coincidí con González del Pino en el Jockey Club. Me comentó que estabas frecuentando a su hija Teté. ¿Va en serio la cosa? —preguntó, sin hacerse demasiadas ilusiones.
Ahora fue Santiago en que optó por quedarse callado. Era evidente que a su padre no solo le preocupaba a quién dejar en su lugar al frente de los negocios… también lo inquietaba el paso de los años y la ausencia de nietos. Y a él, esa responsabilidad le pesaba demasiado.
—Con Teté solo hemos salido un par de veces —respondió tajante.
—¿No hay ninguna posibilidad entonces de formalizar? —inquirió su padre, escrutándolo concienzudamente.
Santiago negó con la cabeza. Y con ese gesto severo, don Álvaro supo que su hijo, una vez más, daba por zanjado aquel asunto que siempre quedaba en suspenso entre ellos. Regresó al escritorio y se puso a acomodar unas carpetas. Luego llamó a su secretaria y le anunció a Santiago que tenía una reunión impostergable con el gerente de uno de los frigoríficos. Se despidieron con un abrazo hasta la cena de esa noche y al quedarse solo don Álvaro se dejó caer con pesadez en la butaca. La preocupación y las interminables jornadas de trabajo, empezaban a pasarle factura. Un ligero ardor en el pecho lo sorprendió de repente. Se aflojó el nudo de la corbata para respirar mejor. Cerró los ojos y rogó en silencio que esa extraña molestia que ya había padecido en ocasiones anteriores, se le pasara enseguida.

CHOCOLATE Y CARAMELO
Barrio de Wilmersdorf, Berlín, Alemania, noviembre de 1938
Isabela esperó hasta que su hermano saliera de la habitación y cerró la puerta con llave. Lo había convencido de hacer la tarea en la cocina con la excusa de acompañar a la abuela Zila. Samuel, quien sentía verdadera devoción por su adorada bobe, obedeció sin quejarse. Un mohín de tristeza ensombreció su rostro al ver el calendario que su hermano había colgado en la puerta del armario. Era jueves. Y a esa hora, tanto ella como Madeline debían estar en la Academia de Artes. Pero tras el incidente del beso con el tonto de Johann, ya no habían podido regresar a sus clases de canto y de violín. Al día siguiente de tan lamentable suceso que le permitió a ella ganarse el cartel de El ángel azul, el director había mandado a llamar a sus padres. Ella había oído la conversación que su madre y su abuela habían mantenido tras su regreso de la academia, y así se había enterado de que el señor Matthus, ese hombre desgarbado y de voz ridículamente aflautada les había “aconsejado” que lo mejor para la institución, y sobre todo para las niñas, era que buscasen otro sitio para ellas.
Por supuesto, esa orden disfrazada de sugerencia había echado por tierra sus sueños y los de su prima. Podían estudiar en otra academia, pero su padre había decidido que esperarían. ¿Qué debían esperar? Eso ni ella ni Madeline lo sabían. Perder las clases de canto y el constante pedido de su madre de que no saliera a la calle a menos que fuese realmente necesario, la tenían muy angustiada. Solo tenía permitido visitar a sus tíos, y debía hacerlo siempre en compañía de un adulto. Extrañaba mucho a su prima. Ya no se veían casi a diario porque tampoco asistían a la escuela. Sus padres hablaron con ella y con Samuel para explicarles que estudiarían en casa porque el edificio escolar se había incendiado. A Isabela le pareció muy extraño, porque ella misma veía cómo la niña de los vecinos, que iba a la misma escuela, pasaba cada tarde con su uniforme y su morral. Cuando se lo contó a su padre, él no hizo ningún comentario, dejándola con la incertidumbre.
Metió la mano debajo del colchón y sacó unas tijeras. Era la más afilada, la que usaba su bobe para las labores de costura. Se la había quitado esa mañana sin que ella ni su madre se dieran cuenta. Buscó su muñeca favorita, a la que había bautizado Marlene, y la dejó encima de la cama. La contempló un momento en silencio antes de pedirle perdón por lo que estaba a punto de hacer. Tomó las tijeras y con cuidado para no cortarse, empezó a arrancarle el pelo. Era rubio, muy brillante y estaba trenzado en la parte de atrás. Logró recortarlo sin que se dañara demasiado y cuando acabó, sintiéndose culpable, ni siquiera quiso mirar a la pobre de Marlene, con su cabeza rapada. Desarmó la trenza y, con la improvisada peluca en la mano, se dirigió al tocador. Se paró frente al espejo y suspiró hondo. Isabela tenía el cabello corto, formado por bucles de un insípido color amarronado. Se lo acható un poco para poder colocar el pelo de su muñeca encima. Al principio le costó acomodarlo, pero con paciencia pudo hacerlo. Como la cabeza de Marlene era más pequeña que la suya, su cabellera continuaba asomándose por debajo de la peluca. Aun así, Isabela se quedó contenta con el resultado. Se dio media vuelta y clavó sus enormes ojos castaños en el póster de El ángel azul que había colgado en la cabecera de su cama. Ahora sí se parecía a su admirada Marlene Dietrich. Se atusó el pelo rubio y sonrió.
—¡Isabela, hija! ¿Por qué te has encerrado en la habitación? —le gritó su madre desde el otro lado de la puerta, moviendo con insistencia el picaporte para poder entrar.
Isabela se quitó la peluca y la escondió en la cesta en donde guardaban los juguetes. Le abrió a su madre, poniendo cara de inocente.
—Perdona, mame. No quería que Samuel me molestara.
A Aina no le sorprendió la explicación de su hija. Con casi diez años, Isabela renegaba cada vez más del hecho de tener que compartir la habitación con su hermano menor. De inmediato intuyó que le ocultaba algo. Conocía cada uno de sus gestos y cuando estaba en medio de alguna travesura, se le sonrojaban las orejas. Le bastó mirar a su alrededor para descubrir lo que ocurría. Sobre la cama, estaba Marlene. La miró a los ojos buscando una explicación.
—¿Qué has hecho con ella, Isabela? ¡Marlene es tu muñeca favorita!
Isabela estuvo a punto de decir que era su favorita, precisamente porque era la única con el pelo rubio, pero se quedó callada.
—Ven aquí. —Aina la asió de la mano y la condujo hasta el sillón que Samuel movía siempre junto a la ventana para poder leer con la luz del sol que se filtraba a través de los cristales. Se sentó y le hizo señas a su hija de que se acomodase sobre su regazo.
—No te enojes conmigo, mame —musitó Isabela, echando los brazos al cuello de su atribulada madre.
—¿Por qué lo has hecho? Estoy segura de que has tenido una razón muy poderosa para desfigurar a la pobre de Marlene de esa manera.
Por el rabillo del ojo, Isabela miró hacia la cama en donde había arrojado a la muñeca.
—No quise lastimarla —afirmó, frunciendo los labios. Ahora que volvía a verla, le daba una pena terrible lo que había provocado con su pequeña aventura. Ella había obtenido una cabellera dorada como la de la Dietrich, pero su adorada Marlene se había quedado calva y fea.
—¿Querías parecerte a ella? —inquirió Aina, señalando el póster de El ángel azul.
Isabela no contestó.
—Mame… ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro, mi niña. Todas las que quieras. —La besó en la coronilla y la apretó un poco más contra su pecho.
—¿Por qué mi cabello es de un color tan triste y el de Madeline es dorado y brillante como el de Marlene? Mi prima sí se parece a ella… incluso, si la miras bien, nadie diría que es judía.
Aina se sintió abrumada por el planteo que acababa de hacerle su pequeña.
—Madeline es tan judía como tú y como yo, Isabela. Heredó el cabello dorado de su abuela, la madre de Débora. Yo he visto unas fotos de cuando era joven y tu prima es idéntica a ella. —La sujetó de la barbilla para que la mirase a los ojos—. Tú no tienes nada que envidiarle a Madeline, tampoco a Marlene Dietrich. —Le tocó los suaves bucles que le cubrían las orejas—. Tu cabello es muy especial, Isabela. Es del color del chocolate, con unas sutiles pinceladas de caramelo.
Isabela se rio. Nunca había pensado en su cabello de esa manera. Pensaba que el hecho de que fuese marrón, como el de la mayoría de sus pares, la había convertido en un blanco fácil de las burlas de sus compañeros. Pensó en Johann y su grupo de amigos. La habían llamado “cerda judía” Se limpió la boca con el dorso de la mano porque todavía le parecía sentir la humedad de sus labios sobre los suyos.
—Mame…
—¿Sí? —Aina la miró expectante. No sabía con qué le saldría a continuación.
—No le arranqué el pelo a mi muñeca solo para parecerme a Marlene —le confesó, entre sonoros hipidos—. Creí que si el tonto de Johann y sus tontos amigos me viesen con la peluca rubia ya no se atreverían a decir que soy una cerda judía. A Madeline, seguramente porque es rubia, no la llamaron de esa manera tan fea.
Aina le enjugó las lágrimas con la yema de sus dedos.
—Nadie tiene derecho a tratarte así, cariño. No dejes que el odio irracional de aquellos que solapan la violencia enturbie tu alegría. —Se le hizo un nudo en la garganta. No quería siquiera imaginarse por todas las humillaciones por las que seguramente habría atravesado su niña cuando ella no estuvo ahí para protegerla. Se preguntó hasta cuándo iba a poder hacerlo antes de que la maldad de quienes los trataban con tanto desprecio lograse alcanzarla. La acurrucó contra su pecho y mientras le cantaba una canción, se quedaron dormidas.
Un vocerío proveniente de la planta baja, las despertó. Sobresaltada, Aina alzó a su hija en brazos y la acostó en la cama.
—¡Quédate aquí! Le diré a tu hermano que venga a hacerte compañía.
—¿Qué pasa, mamá?
—No es nada, creo que ha llegado tu tío Otto.
El rostro somnoliento de Isabela se iluminó.
—¿Habrá venido Madeline con él?
—No lo sé. Si está aquí, subirá a verte.
Le tiró un beso y salió de la habitación cerrando la puerta.

LA VÍSPERA DEL HORROR
Barrio de Wilmersdorf, Berlín, Alemania, 9 de noviembre de 1938
Otto Eiserman llegó solo a la casa de su hermano. Por la expresión de zozobra en su rostro, supieron que no traía buenas noticias. Lo primero en lo que pensaron Eugen y su esposa, fue que habían descubierto que estaban vendiendo por debajo de la mesa la ropa que aún conservaban en la sastrería, y que los oficiales de policía de la Wehrmacht vendrían de un momento a otro a detenerlos. Pero Otto le dijo que, en ese aspecto, no tenían nada de qué preocuparse. Nadie los había delatado y el negocio seguía en pie; al menos por el momento.
—¿Qué ha sucedido entonces? —quiso saber Eugen, inquieto por la intempestiva aparición de su hermano mayor.
—Ha ocurrido algo terrible y no sé qué consecuencias tendrá para nosotros.
Tanto Aina como Eugen sabía que con ese nosotros se refería a ellos, los judíos. Los hermanos Eiserman se sentaron alrededor de la mesa familiar que ocupaba gran parte de la cocina mientras Aina ponía a calentar el agua para un té. La abuela Zila estaba dormitando en el salón y Samuel se había ido a reunir con su hermana en la habitación.
—Uno de nuestros clientes más asiduos, ya sabes, ese arquitecto austriaco que nos pidió confeccionar el traje de su boda, me ha contado lo que ocurrió hace unos días en la frontera con Polonia. Él estaba de viaje, visitando a sus suegros, y dice que se armó un gran revuelo por allí.
—La situación está cada vez peor —intervino Aina mientras sacaba las tazas de la alacena—. Isabela le destrozó la cabeza a su muñeca favorita para quedarse con su cabello rubio. Pensó que así nadie volvería a llamarla… cerda judía. —Las dos últimas palabras las pronunció con dolor y en voz queda.
Eugen golpeó la mesa con el puño cerrado. Le provocaba náuseas enterarse del episodio en el cual su pequeña había sido insultada por unos niños que, seguramente influenciados por sus padres, no tenían ni la menor idea de lo que ocurría a su alrededor. Miró a su hermano y lo instó a proseguir.
—Según contó el arquitecto, hace poco más de una semana un número importante de judíos de origen polaco fueron obligados a cruzar la frontera, pero Polonia se negó rotundamente a que entrasen.
Eugen y su esposa intercambiaban miradas cargadas de desconcierto.
—¿Qué pasó con esa pobre gente? —preguntó Aina, siguiendo su relato con suma atención.
—Muchos de ellos quedaron varados en medio de la nada, cerca de la ciudad de Zbaszyn. El asunto no terminó ahí —añadió, moviendo la cabeza en un gesto de incredulidad—. Entre la decena de miles de deportados, se encontraban los padres de un judío polaco de apenas diecisiete años que llevaba tiempo viviendo en Francia. Herschel Grynszpan es su nombre, y hace dos días le disparó a un diplomático de la embajada alemana en París, en represalia por lo que los nazis hicieron con sus padres y los demás judíos al expulsarlos de Alemania y dejarlos a su suerte en territorio polaco. Por supuesto, Hitler aprovechó para avivar el fervor antisemita, alegando que Grynszpan era parte de un grupo subversivo de judíos que planeaba ir en contra de los alemanes. El muchacho ni siquiera intentó huir y fue detenido.
—¿Y el diplomático logró salvarse? —Esta vez fue Eugen quien formuló la pregunta.
Otto negó con la cabeza.
—He oído la radio antes de venir hacia aquí. Goebbels, el ministro de Propaganda de Hitler, pronunció un discurso frente a los miembros del partido, instando a destruir nuestras casas, nuestros comercios y nuestras sinagogas. —Se secó el sudor de la frente—. Por eso he venido a advertirles que tengan cuidado. No salgan de la casa si no es realmente necesario. En el camino me he cruzado con varias tropas de camisas pardas… y ellos no son la única amenaza. También algunos civiles fueron copando las calles. Agitadores adeptos al régimen que encontraron la excusa perfecta para acometer contra nosotros.
Eugen apretó la mano de su mujer con fuerza. No hacía falta agregar nada más. El momento que tanto temían, había llegado. Despidieron a Otto entre abrazos, recomendaciones y lágrimas. Regresaron a la cocina, en donde el té se había enfriado. Aina se paró junto a la ventana para comprobar con sus propios ojos lo que su cuñado acababa de relatarles. Eugen se acercó a ella y cerró la cortina. Cualquier movimiento podía delatarlos. Mientras planeaban qué hacer a continuación para poner a salvo a su familia, no se percataron de que, ocultos entre las sombras del pasillo, Isabela y Samuel los estaban espiando. Llevaban un buen rato allí y habían oído todo lo que el tío Otto les había contado a sus padres. Isabela, asustada, abrazó a su hermano menor por la espalda. Él la miró por encima del hombro. No había entendido mucho de lo que se había hablado en la cocina, pero cuando vio que Isabela tenía lágrimas en los ojos, Samuel le acarició el cabello con ternura. Lograron escabullirse hacia su habitación antes de ser descubiertos.
*
Esa noche, nadie tenía apetito. La abuela Zila alegó un malestar estomacal y se retiró a descansar temprano. No habían querido angustiarla con las terribles novedades que hablaban de persecuciones y ataques a todo aquello que tuviese relación con su pueblo. Pero la anciana era demasiado perspicaz y supo de inmediato que la visita de su hijo Otto había causado estragos en su familia. Se encerró en su habitación, ubicada en el ático de la vivienda, y allí se dedicó a orar.
Los niños también se rehusaron a cenar. Isabela sentía un nudo en la garganta que a veces hasta le impedía respirar. Buscaba en la mirada de su madre o los gestos de su padre alguna señal de que nada malo les sucedería. Sin embargo, solo percibió miedo y preocupación. Obedeció cuando Aina le ordenó que se ocupase de acostar a Samuel. Apenas entró en la habitación, descubrió que su madre le había echado llave a la puerta. Se quedó paralizada mientras su hermano se echaba de bruces sobre la alfombra para jugar con sus caballitos de madera. ¿Y si necesitaban usar el excusado? ¿Por qué los habían encerrado? La bola que le atravesaba la garganta pareció agigantarse en su interior. Se dejó caer en la cama, arrebujándose con el edredón cosido por su bobe, y sin saberlo, porque había de por medio una escalera y otra puerta cerrada, ella también se puso a rezar.
*
La mala noticia, el preludio del infierno, llegó a través de una llamada de teléfono. Eran las seis con veinte minutos del día jueves 10 de noviembre. Fue Eugen quien levantó el auricular. Al otro lado de la línea, una acongojada Débora le comunicó que la noche anterior, mientras se encontraban cenando, un grupo de manifestantes con la cara cubierta y palos en las manos, habían destrozado la sastrería.
—¿Dónde está mi hermano? —Pensó en Otto y su carácter reaccionario.
Se hizo un pesado silencio.
—¡Débora, habla!
—Otto se enfrentó a los agitadores, blandiendo una pistola. No estaba dispuesto a permitir que se salieron con la suya. Lo rodearon entre cuatro hombres y uno de ellos logró quitarle el arma. Lo machucaron a culatazos delante de nuestros ojos, Eugen… Nuestro Otto se desangró en los brazos de Madeline porque yo estaba petrificada de miedo.
—¿Qué estás queriendo decir? —Eugen sabía la respuesta, aun así, necesitaba oírla de los labios de su cuñada.
—Tu hermano está muerto, Eugen —manifestó tras un hondo suspiro lastimero—. Ahora mismo lo estoy viendo. Tiene la cabeza en el regazo de mi hija; ella le acaricia el rostro y se ha manchado las manos de sangre… la sangre de su