El andar del lobo

Fragmento

1. CUANDO LA VERDAD TE ABRE LOS OJOS

Circunstancias fortuitas me allanaron el camino a esta historia. Un hecho aleatorio me permitió disponer de un expediente de primera mano. Me legaron un archivo que contenía abundante documentación. Con posterioridad, testigos me apoderaron de datos e impresiones que ciñeron el destino de Wolfgang. El devenir de los hechos desbocó mi curiosidad por entender la ambivalencia moral del hombre. Me sedujo la sugerencia de que las preocupaciones interiores son siempre contradictorias. Necesitaba comprender ¿por qué en el corazón solicitan su sitio el odio y el amor? Me inauguré experiencias insólitas que circunvalan el arquetipo de la raza superior, el desafío del superhombre, el holocausto y la pasión del amor.

Empezaré con el final. Se había muerto un alemán que combatió en la Segunda Guerra Mundial. Un misterio lo rodeaba, pero era ostensible que cargaba la sombra del pasado. No proyectaba la apariencia de un hombre añejo. No fue la vejez la causa de su muerte, murió de una enfermedad. Su nombre nadie podía pronunciarlo, por eso él pedía que lo llamaran Otto. Después de muerto se descubrió que atesoraba un archivo. De más está decir que no tenía familia, por lo menos aquí en el Paraguay. Se sabía que nunca deseó ser perdonado, buscaba ser comprendido. Evitaba el contacto social. Conversaba con los médicos y las enfermeras. No le gustaba hablar de superficialidades, de vez en cuando se le escapaban algunos recuerdos de su Deutschland. Con regularidad recibía la visita de un señor proveniente de la Argentina.

Llegó enfermo y aturdido, a pesar de su patología, se lo notaba un hombre recio que conocía de alcobas, pero que había ejercido el valor en las trincheras. Era de los tipos que requieren al cuerpo más de lo que este está dispuesto a dar.

Debuté en la psicología que penetra en el alma de manera fortuita e involuntaria. Adquirí por interpósita persona las carpetas del manuscrito y un caudal de papeles. Cuando terminé de traducir todas las páginas distinguí la oscuridad de eventos inadmisibles. Captar cuánta verdad contenían esas hojas, en qué circunstancias y por qué se redactaron me consumió más horas de las que sospechaba. Durante un periodo estuve dominado por la curiosidad de glosar el sentido implícito y explícito de las anotaciones. Descubrí que el hombre puede ser más determinado al hacer el mal que al hacer el bien.

Remedié que se trataba de una biografía al servicio de una apología de lo injustificable. La verdad es que eso no me perturbó. La identidad y la trayectoria del difunto me fueron reveladas con la lectura del manuscrito. No obstante, corroboré que su deceso en Asunción del Paraguay no respondía a una desavenencia entre él y su destino. Presumo que se trataba de un hombre, como los otros, que procuraron subordinar, con hechos y no con palabras, al destino. Era de esos individuos que revocan la puja entre el bien y el mal. Apostó al odio como motor de la historia.

Tal vez, el acopio de crueldad nos insta a creer que Dios gobierna con furia. La idea de Dios, si no nos induce a la tolerancia, carece de utilidad práctica. En el carrusel de las especulaciones no hallaremos las razones que condujeron al pueblo más culto de Europa a la más irracional de las experiencias humanas. Alrededor de estas y otras interrogantes comenzaron a girar mis intrigas morales e intelectuales. Decidí que yo mismo debía esclarecer los claroscuros mentales. La curiosidad me dominaba y necesitaba entender por qué habitaban en el corazón sentimientos nobles y ruines. Me rebelé contra la ignorancia en este asunto. Por mi propia cuenta y de mi bolsillo encargué a un profesional la traducción de las anotaciones. Las leí con detenimiento, repetí la lectura en varias ocasiones. Mientras las leía, me trasladaba a la época, me ubicaba en el medio social e intentaba comprender la lascivia y porfiada mentalidad de los protagonistas. Acredité que somos hijos del tiempo. Certifiqué que el cuerpo y el alma no se desarrollan fuera del medio. Que conste que bajo ninguna circunstancia abrí las puertas al relativismo moral. Las lecturas las clausuré con el convencimiento de que el racismo condenaba con antelación al no nacido. Me afané en localizar la razón que explicara la maldad. Me obstiné en entender cómo un hombre que amó honestamente a una mujer pudo haber desvalorizado, obscenamente, la vida.

Al tener en mis manos la biografía deduje que el viejo fallecido era un eslabón en la cadena que encubría la presencia nazi en Sudamérica, pero esto no era lo más significativo.

Leyendo el material, enseguida establecí que las anotaciones expresaban reflexiones, datos históricos y capítulos biográficos de Wolfgang. Consideré que la situación revestía cierta gravedad, me propuse terminar la historia de la vida del personaje. Mi empecinamiento significó enfrentar un dilema ético: ¿correspondía o no devolverles la humanidad e individualidad a los que planificaron y ejecutaron métodos de asesinato en masa? La comprobación de que los combatientes de Hitler eran humanos me provocaba desazón. Yo, sin juicio previo, los condenaba. Me eduqué en valores que adherían a la tradición judeocristiana. En mis años de formación me informaba sobre la brutalidad asesina del nacionalsocialismo. Había tomado conocimiento de la forma cínica con la que desvencijaron el derecho e iniciaron una guerra que terminaría costando cuarenta o cincuenta millones de muertos (más de la mitad civiles), el doble o triple de heridos y otros cincuenta millones de desplazados forzosos o deportados. Me propuse no exagerar en los trazos de los estereotipos, pero me preguntaba: ¿se hace justicia con las víctimas al identificar rasgos sensibles y nobles de los gestores del exterminio? ¿Debían considerarse disciplina eficaz o delirio fatal los pasos acompasados que marchaban con afán genocida?

El lector reconocerá que los personajes de este manuscrito no configuraban el tipo de sujetos que debían convencerse a sí mismos de sus verdades y actuaciones. No se mostraban de manera diferente ante situaciones contrarias. Prescindiendo de la naturaleza de las circunstancias, obraban con el mismo razonamiento y de la misma manera. No representaban la ambigüedad o la vaguedad. A solas o acompañados de personas extrañas, su naturaleza no variaba. Eran hombres determinados a gestionar el terror con tal de realizar su visión de Alemania y el mundo.

Wolfgang vivía alejado de las orillas del utilitarismo y del nihilismo. Lo afiebraba su irrefutable verdad. A quien le interese, se adentrará en la vida del protagonista principal. Este, de puño y letra, escribió sobre las impresiones que calaron en su ser. Como se podrá leer, se trataba de un militante convencido. Mientras elaboraba el material me pasaba por la cabeza si los fanáticos eran personas perversas y honestas al mismo tiempo. Los que accedan a la versión definitiva comprobarán que Wolfgang, como narrador, almacenaba experiencias, observaciones y reflexiones que se colaban en el transcurrir de su existencia y de las que él tomaba nota. En mi condición de biógrafo, me empeñé en sistematizar toda la documentación y traté de proporcionar una coherencia interna. Al final para mí fue más importante la vida de Wolfgang que la cronología de la historia de los germanos o la fluidez sanguinaria de la Segunda Guerra Mundial. Mucho material reunido por el protagonista no lo incorporé al cuerpo de la obra. Decidí no recopilar un libro de historia provechoso en citas, fechas, batallas, estrategias, tácticas y número de muertos. Me impuse dar a luz un relato en donde los detalles bélicos no se impusieran en excesiva abundancia. Valoré y determiné que no podía publicar un compendio con todos los sucesos que componían los hechos y las circunstancias de una época convulsionada y proficua en crueldad. El material perdería agilidad, ganaría en espesura, pero me desviaría de mi propósito. Trabajé un libro para tramitar una solicitud: he procurado entender, a través de las ambiciones de Wolfgang ¿por qué al mundo no le ha sido dado moderarse, ni a los grandes esquivar el abuso de la violencia, ni a las masas evitar ilusionarse con quimeras e idolatrar estatuillas de barro? He tomado en cuenta estas interrogantes para darle forma definitiva al material que el lector tiene en sus manos. He procurado alejarme de la dispersión, no sé si lo he logrado. Me esmeré en proporcionar impulso a la obra; debido a ello he dejado que las reflexiones del protagonista fluyan a través de la realidad europea y a lo largo de su vida. Cerré el circuito existencial de Wolfgang con el relato de sus últimos días en Asunción del Paraguay.

Sugerí al traductor que vertiera al español el contenido de los comentarios de la prensa alemana. Me manifestó que eran artículos laudatorios al esfuerzo bélico alemán. Textualmente sentenció: “Es pura propaganda”. Me decidí por una voz desapasionada, sonará escéptica y neutral, en cambio, la de Wolfgang adquirirá visceralidad y altanera sonoridad. Es natural que así sea, él es el actor principal de su existencia y se las jugó. Asesinó, lo quisieron asesinar y cuando pretendieron encarcelarlo, huyó. Mi situación reúne la comodidad del que deseca los hechos, pero me propuse terminar con el periplo del andar del lobo y contar la historia de la vida de Wolfgang.

2. EL DOGMA DE LA CRUELDAD

En oportunidades he indagado si no he restringido mi vida a un esfuerzo en vano o a un columpio sisífico. He ascendido y descendido, me trataron como héroe y villano. He matado por celos y por instinto de sobrevivencia. A quienes creen que el matar solo se legitima en el ejercicio de la defensa propia, les digo que se confunden. Quienes creen en eso no diferencian el hecho de matar, como acto de afirmación o proceso de selección. En las contiendas, los más dotados siempre sobreviven. La muerte se desiguala con la vida en la dinámica de que la una sucede porque la otra ya sucedió. Lejos de Alemania he oído canturrear que la muerte es vida vivida y la vida es muerte que viene. Si se condena a quienes causan el ocaso de la existencia, entonces condenemos a quienes la comienzan. El ocaso de todo lo que se desarrolla estará en el comienzo. Los ingenuos ignoran que el matar fortalece el deseo de preminencia, se mata por desagravio, despecho y ambición. E inclusive por placer, pero jamás como pasatiempo. Hay que sacarse la máscara al reflexionar sobre la vida y su negación. Los seres humanos internan dentro de sí oscuridades no esclarecidas y lesiones no cicatrizadas. Es un contrasentido pretender enmendar la naturaleza humana. Cuando un sentimiento persiste quiere significar que lo que por derecho propio prevalece no debe ser cohibido por moralejas ni moralinas. Extirpar sentimientos y deseos genuinos amordaza la naturaleza humana. Cuando las pasiones se oxigenan por sus palpitaciones garantizan su espontaneidad, honestidad y perseverancia. No hay designio más torcido que el de transgredir los instintos ni deseo más absurdo que el de espolear al hombre santificado. En el alma humana solicitan su sitio sentimientos encontrados. Dentro de cada uno mora un desdichado, un arrepentido, un vengativo y un componedor. Así como, en el corazón dócil hallaremos crueldad, en el corazón exaltado encontraremos ternura. El mundo de los afectos es una ciénaga espesa, enmarañada y sombría en donde se dilapidan los centelleos de la razón. Los hombres pueden ser fieros y bondadosos, son el veneno y el remedio de lo que intentan conservar o destruir. El hombre es un animal no fijado.

Lo que mengua y detiene la vida es la pereza de no ambicionar obtener el laurel codiciado. El reto consiste en mantener intacto el deseo de superación. El miedo a la incertidumbre es la cobardía de no explorar la verdad. El que se ensaña contra la vida prefiere la contemplación a detonar la dinamita. Excepcionalmente, solo un grupo minoritario llevará a hierro sus palabras hasta las últimas consecuencias. El instinto lobuno purifica la existencia de hojarascas y carroñas. Los mercaderes envilecen el honor para salvaguardar el lucro y disfrazan sus creencias para rescatar el patrimonio. El héroe épico enajenará la vida para encumbrar el honor. La insensibilidad pagará siempre el alto precio de la vulgaridad.

Empezaré diciendo que los personajes convocados incidieron en la realidad que les tocó vivir. Mi existencia no ha sido novelada por un desocupado devenido escritor. No soy un invento de la imaginación calenturienta de un autor sin fama. El perímetro de mi existencia nunca se circunscribió a la respiración: he vivido la vida. Conocí los lados oscuros y luminosos que conlleva el vivir. Estuve en la cumbre, me codeé con grandes personalidades e incluso despertaba admiración y envidia. En el presente, me parapeto en el basural de la historia. Nos han vencido. El relato del vencedor adultera las secuencias de los sucesos, perenniza héroes falsos, difama al superhombre, canoniza verdades bastardas y mancilla el ocaso del vencido. La mejor prueba de la veracidad de mi existencia, de que aún la sangre discurre por el cauce de mis venas, la constituirá la neutralidad de contemplar la historia como un conjunto de mentiras acordadas.

En mis estudios de historia he aprendido que la edad de oro no se sitúa en el pasado. Los que idealizan el pretérito suelen no entender que al querer restaurar el pasado lo matan con cariño. De igual modo, los hombres definen el presente como la posibilidad de disponer del futuro. Me detendré a analizar la huraña utopía del futuro. ¿El futurismo utopista ofrece algo mejor? ¿Qué experiencia he sacado de haber vivido en el alucinante mundo de la utopía? He reparado que el utópico es el desterrado que vive en la constante nostalgia del futuro. La persecución de la utopía me ha servido de ingrediente para incrementar la existencia. En esa prosecución me he adiestrado en todos los crímenes posibles. Para la realización de la utopía he tenido que arrastrarme por las peores de las desgracias. Me emparenté con los fusilamientos masivos y la sobrevivencia en situaciones extremas. Muchas veces en el telar de las falsas ilusiones se han tejido mis desdichas. Todos los tiempos verbales son las mismas cosas. No hay mejor época, cada una tiene sus rasgos arcanos.

He de confesar que me bajaré del podio reservado para los Poncio Pilato, prefiero testimoniar lo que ha sucedido y lo que he experimentado. Me he curtido en el arte de la guerra y no así en la pasividad contemplativa. Refuto el lado fácil de la existencia y reivindico el heroísmo que se reinventa en la acción. He jurado no aclimatarme a los tiempos de posguerra. ¿Para qué negarlo? ¡Mis convicciones son insobornables y no mutan de acuerdo con el auditorio! Desde muy temprano tenía oídos para escuchar cosas inauditas y ojos para leer versos poéticos. La poesía significaba el contrapunto contra la fanática voluntad de la realidad. En el animar de mi intelecto me inauguré con ideas poco convencionales. Pensaba que solo al hombre ennoblecido le es dada la libertad de espíritu. Sin trámites y sin consultar a mis mayores me decanté por la existencia sin Dios, nunca quise deberles ni una vela a los santos. Las ideas cristianas maniataban mis deseos. Encarnaba un hervidero de sensaciones y tenía hambre de experiencias.

Hay que reconocer que la crueldad es el trasfondo de la cultura, y las instituciones, las religiones no aceptan este hecho. La religiosidad es la perpetua resistencia contra la realidad, en los hombres la necedad es precursora de la terquedad. Las verdades desagradables se hacen oír desde la lejanía como un sordo gruñido. No se tolera que circunstancias pasajeras se vuelvan eternas. Los difamadores de la realidad, los que se horrorizan frente a ella nunca tienen el valor de arrancarse los ojos. La niegan como queriendo tapar el sol con un dedo.

¿Estoy arrepentido del compromiso que he asumido? No, ni siento ni pienso que me equivoqué. Además, errar es humano. El único que no se equivoca es el que nunca hace nada. No me fue posible distanciarme de la aridez que olía a muerte. Estoy libre de pecado, lo que hice lo hice cumpliendo con las leyes del destino histórico. Si no alcanzamos la meta, fue por fallas técnicas y malos cálculos, no por la desobediencia a los juicios morales.

Los hombres no escriben el guion del entresijo humano, este se escalona de forma ascendente y descendente de la frivolidad a la comedia y de esta a la tragedia. ¡¿O es que se puede conjeturar que el infierno de Dante, por no tener niños, era más benévolo que Auschwitz en donde sí hubo niños?! Los infiernos no se escalafonan por sus víctimas, tampoco por tener plazas limitadas. No son más benévolos porque no recluyen a menores. Todos los infiernos reúnen siempre la misma naturaleza y el mismo rigor. La condena inapelable y la no absolución de los condenados son las características que los definen. Los nacionalsocialistas hemos hecho lo que se venía haciendo, hemos repetido la historia, como esta se volverá a repetir en el futuro. Es probable que el lector y yo estemos en orillas diferentes, pero por el canal del medio discurre, aguas abajo, la corriente de la historia. El historiador es un profeta que mira para atrás.

¿Qué puedan pensar de mí? No me quita el sueño. No espero que a vuelta de correo estas revelaciones sean rebatidas. Tampoco especularé como un advenedizo que acepta la donación con beneficio de inventario. Asumiré la herencia del Dritte Reich sin este favor. De igual manera no dejaré que me amedrenten quienes quieran tergiversar mis revelaciones, los hechos que referiré no pueden ser desaparecidos por los panegiristas de la masonería y el judaísmo. Despolvaré los archivos que se amontonan en las repisas para refrescar la memoria de los arrepentidos y los traidores, ambas catervas sentirán la necesidad de repudiar su imagen reflejada en la fuente de la verdad.

Sin lugar a duda, seré condenado sin ser escuchado. La humanidad, que se la valora como reconocida y agradecida, juzga los hechos por la eficacia de los métodos y nunca jamás por la generosidad de los resultados. La historia es la crónica del hecho consumado. La filosofía de la historia se reflexiona con hipocresía; en contrario, la filosofía de la naturaleza se la reflexiona sin hipocresía. En la primera hay injerencia de los valores manufacturados por los hombres, en la segunda no hay intervención axiológica.

La infancia es un periodo delicado, en ella se incuban los resentimientos. Me llamo Wolfgang, mi nombre se presta a confusiones. ‘Wolf’ significa lobo y ‘gang’, andar. De ahí que algunos lo traduzcan como el andar del lobo. Tuve un transitar altivo y sin remordimientos. El lobo no zigzaguea ni tampoco repta. Nací en 1909, en el preludio de la gran guerra. Los acontecimientos y las consecuencias de la conflagración infectaron en mí la noción del enfado histórico. Es inadmisible aceptar que hubo dos guerras. Me impacientan los que refieren que se haya tratado de dos guerras diferentes. Asentaré mi punto de vista corroborando que no fueron dos guerras, hubo una guerra que empezó en 1914 y acabó en 1945. Nunca me he arrepentido ni renegaré que de muy joven me enrolé en las filas del nacionalsocialismo. Mi afiliación no se debió a ningún cálculo frío u oportunista, me hice nacionalsocialista por convicción y devoción a Alemania. Desdeñaba la ofensa y el maltrato al que nos habían sometido.

Durante la niñez y juventud se afincó en mí la idea de germanizar el mundo. En la mocedad incubé el pensamiento de que éramos los escogidos para expandir el espíritu y la racionalidad. La raza aria, la Alemania pura, era, después de los persas, griegos y romanos, la gran fuerza civilizadora. En mi caso, interpretaba el mandato de avasallar para civilizar, destruir para construir. En la jerarquía de prioridades se inscribían —en el rango superior— religiones, pueblos y culturas que creíamos debían ser pulverizados, convertidos en polvo de la nada. Los pueblos o las culturas como la hebrea, que animaban los resentimientos del desdichado, representaban la traición y la negación de la misión del pueblo alemán. ¡¿Qué se puede esperar de una cultura en la que a la sombra del sacerdote caminaban el filósofo y el poeta?!

El judaísmo y los judíos debían ser exterminados de la tierra, no por significar una amenaza, sino porque con su lealtad monoteísta infringían el recto proceder del pangermanismo. La dialéctica nos enseñaba que con la desaparición del judío lo que pretendíamos era positivizar lo negativo. Para ellos primero estaban el judaísmo, Judea, Palestina, Yahvé. Ellos, los judíos, nunca serían servidores leales al imperio alemán. Configuraban una minoría de chupasangre que desdeñaban lo germano, había que erradicarlos para desparasitar la cultura y la raza del germen de la decadencia. Los débiles que querían hacer del mundo una pocilga debían asumir las consecuencias de sus pretensiones. En un proyecto civilizatorio los justos nunca pagarán por los pecadores. El judaísmo fue el origen de la religión de los parias y los débiles. Los ignorantes que desconocen que el único reino respetable siempre será el de los hechos consumados menosprecian la razón de la fuerza. Solo la flaqueza o el descuido del vigilante permite el maridaje de la raza con la indecencia.

Muchos dirán que soy un asesino, que aconsejé el fusilamiento a mansalva, instruí cavar fosas comunes, el incendio de ciudades, el exterminio de pueblos enteros, el bombardeo de hospitales, la destrucción de bibliotecas, pero ninguno tendrá el coraje de reconocer que actué posterior a que la historia haya dictado su veredicto. La circunstancia que el juicio moral condena es eximida por la razón histórica. Advierto que no fuimos nosotros quienes decretamos las leyes de la historia, ellas rigen por encima de la discrecionalidad de la voluntad individual. Los individuos somos arlequines del designio histórico. En los momentos históricos dispone la necesidad y nunca jamás la piedad.

El judaísmo con la prédica del primado de los menos propiciaba la castración de los valores de la fuerza y la verdad. Había que volver a las raíces, había que alimentar la virtud desde la colmena germánica. La genealogía de la moral superior empezaba con los persas, y los alemanes encarnábamos el ensamblaje de la fuerza y la belleza. Teníamos que adquirir consciencia de quiénes éramos, solo la guerra postraría las barreras que nos impusieron. Cuando se reflexiona en términos históricos hay que retroceder siempre a las grandes ideas eternas y fijarlas en el presente. Nos domeñaba el sueño gnóstico de que las ideas puras cambian el mundo. Sucedió lo que sucede cuando impera una idea fija: acabó dominando la violencia.

3. LA RELIGIOSIDAD POLÍTICA

Presenté la solicitud de afiliación al Partido Nacional Socialista Obrero Alemán el 22 de junio de 1927. Para ese entonces, sumaba 18 años de vida. El fervor nacionalista y la impaciencia por restañar el honor herido me condujeron a tomar la decisión. Me incorporé al partido que expresaba mis sentimientos, consideraba que el nacionalsocialismo era la mejor manera de servir a Alemania, servirla con lealtad, idealismo, estoicismo, dedicación y, si hacía falta, con la vida. Las veinticuatro horas del día me esmeraría en buscar la manera de castigar a quienes mancillaron nuestro nombre y mutilaron la heredad patria. Alemania se había convertido en mi obsesión y ponerla en el tablero mundial como primera potencia sería mi empeño. La aceptación de mi solicitud no demoró, daba por descontado que mi admisión no hallaría objeciones.

Físicamente encarno el prototipo ario, soy de piel blanca, de ojos azules y rasgados. Alto y de fuerte constitución. El tronco tiene una forma triangular, ancho de hombros y estrecho de caderas. Las extremidades fueron musculadas por la práctica temprana del atletismo. Mi fisonomía no daba pie a que se sospechara de mi pureza racial. La altivez de mis movimientos y la actitud recia y circunspecta me asimilaban al modelo ario. El nacionalsocialismo que profesaba fue precoz y se explicitaba en todos los aspectos de mi vida, con menos de quince años me uniformé como un miembro de la Hitlerjugend (juventudes hitlerianas). Recuerdo con añoranza que me vestí con la camisa parda, pantalón de pana negro, cinturón de cuero con cierre, correa sujeta al hombro, pañoleta y cuchillo. Me aposté en una esquina y ensanchando los pulmones me puse a gritar “Sieg, Heil Hitler”. Cuando lo vi, elevando el antebrazo derecho, sentí una adhesión religiosa hacia él. Mi fe en Hitler se convirtió en mi norte, en él percibí la historia en acción. El Führer personificaba la voluntad al servicio del ideal. Era el movimiento que cancelaba la metafísica y posibilitaba que el idealismo se tradujera en los hechos. La situación de cercanía con el hombre que cambiaría mi vida y el destino europeo me hacían alucinar, me arrojaban al futuro y con la carga de la historia me encorvaba. Se aclararon las ideas que habían sido agrupadas por los sentimientos. En ese instante idolatrado experimenté el pozo infinito de rencor que Mein Kampf había inoculado en mi pecho. Esa obra maestra influyó en mí porque la llevaba en el alma. Esa tarde pude captar en su entera dimensión el eslogan: “Ein Volk, ein Reich, ein Führer”.

Por otro lado, desde el primer año escolar los maestros habían registrado mis inquietudes intelectuales. Me destacaba por el aventajamiento intelectual del que estaba dotado. Bicheaba en todos los asuntos y buscaba la explicación de aquello que me parecía confuso. Quienes me observaban cifraban que preludiaba a un científico o un filósofo. Nadie imaginaría que a la sombra de mi precocidad se forjaba un hombre de acción, alguien que quería orillar la cruda realidad para fundamentar sus decisiones. Crecí con la idea de que en el transcurrir de mi vida iba a tomar decisiones que afectarían a terceras personas. Yo mismo consideraba que no era igual a los demás. Prematuramente se manifestaba que poseía una especial preferencia por la gramática e historia. La gramática alemana como la geometría me sugerían una furiosa simetría, una adorable precisión, la ecuanimidad del orden y la jerarquía rígida. El idioma alemán me confirmó que la estética, la pureza y la perfección son conjugables en una sola resonancia cultural. La gramática alemana me templaba y limaba los pensamientos. En simultáneo, la historia me abría los ojos y hacía entrever la posibilidad de superar el presente amesetado y desmantelar el futuro desesperanzador. Era falsa la declaración de que solo es definible aquello que no tiene historia. El recurso de la guerra es la gran definidora del futuro.

En esa etapa mis maestros me consideraban un versado en la época clásica, renacimiento, romanticismo e idealismo alemán y la era napoleónica. Adornaban mis credenciales académicas mi enfática aversión al liberalismo. Esa ideología me sacaba alergia, siempre la he asociado con la masonería y la usura. En el seno de la sociedad burguesa maduraba la inequidad social, sin pudor se arraigaban la riqueza y la pobreza. Éramos de la certeza de que los capitalistas, con tal de aumentar los dividendos, pretenderían amputar al Estado el rol tuitivo. La balanza se inclinaba a favor de los poderosos. Sin embargo, el nacionalsocialismo disciplinaba a la clase obrera, pero la protegía de los abusos de los explotadores. El Führer declaraba que era fácil partir la torta y que cada quién sabría qué parte le tocaría. Los libero masones sostenían que lo que nos tocaba nos tocaba por pura suerte. Hitler estaba dispuesto a enmendar los excesos del azar y la cuna.

Fuimos nosotros los que, por primera vez, introdujimos entre los feriados la fecha del 1° de Mayo como día no laborable. Con este acto reconocimos todas las luchas reivindicativas de la clase trabajadora y desalentábamos al marxismo, que, como doctrina de un judío, procuraba establecer la dominación judía sobre todos los pueblos. Nuestro compromiso era social y nacional; subrayaba que el pueblo es el Estado y el Estado es el pueblo. Para nosotros el Estado expresaba la síntesis del esfuerzo coordinado y solidario de las masas. El pueblo es el cuerpo del Estado, y el Estado es el espíritu del pueblo. Considerábamos que el Estado era una unidad que expresaba la comunión de todos los intereses, en contrario, el particular podía tener intereses encontrados con el Estado que encarnaba el poder de todos. El individuo formaba parte de un organismo superior, por ello su existencia individual se subordinaba a los intereses superiores y colectivos. Nunca la comunidad política que representaba la síntesis del bien común podía morir o ser decadente como el hombre. El poder débil era sinónimo de desbordes y generador de situaciones de predominio, de oligarquías plutocráticas. Sin la supervisión y la dirección del Estado, los burgueses explotaban a los trabajadores, y sin verticalidad, los sindicatos propiciaban la haraganería. Nuestro credo profesaba que todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado. La armonía social era el presupuesto de la pujanza económica.

De igual modo, mi repudio al marxismo lo había testimoniado en el aula, las barricadas y las grescas callejeras. Impugnaba el cosmopolitismo y la sustitución de la realidad concreta de la nación por el abstracto concepto de clase social. Tanto la propuesta del individualismo como la lucha de clases se proponían fragmentar la democracia y escindir al conductor de su pueblo.

4. UNA FAMILIA PUDIENTE

Mis padres eran apolíticos. Bajo el segundo imperio se curtieron en la obediencia y el principio de la autoridad. Hubo más de una razón para que mi decisión no los entusiasmara. Mi padre combatió en la Primera Guerra Mundial y acobardado hablaba de los horrores del gas venenoso, reclamaba que ni a su peor enemigo le deseaba los padecimientos bélicos. Combatió en los campos de Francia y de las trincheras salió hecho un pacifista. Combatió en la batalla de Verdún del 21 de febrero hasta el 19 de diciembre de 1916. Luchó todos los años de la guerra, en cada ocasión que le tocó enfrentar al enemigo lo hizo con energía y determinación. Integraba la infantería y siempre presumí que en los combates cuerpo a cuerpo tuvo la oportunidad de acabar con nuestros enemigos. No luchaba por algo indefinido o una idea abstracta, peleaba por el destino histórico de Alemania. Sentía en su carne el cuerpo de todos y en sus sentimientos, el alma alemana. Después de volver a casa se convirtió en una tumba, pretendía borrar su pasado bélico. Terminó ileso, pero hecho un pusilánime. No obstante, el intenso compromiso bélico debilitó su fervor nacionalista. Continuó amando a la patria, pero lo hacía con la debilidad del distanciado y el complejo del derrotado. No hacía comentarios de sus vivencias, no quería evacuar las preguntas que le hacía.

En una oportunidad le inquirí si no se sentía orgulloso de haber servido con entrega y valentía. Le espeté por qué no lucía sus condecoraciones. Repuso a mi reclamo que ningún ser humano que haya acabado con la vida de uno o varios hombres puede ostentar con orgullo el coraje de haberlo hecho y añadió que la maquinaria militar era la herramienta trituradora del esplendor de la juventud. La respuesta me dejó un sabor amargo. Esperaba de él otra respuesta, que me dijera que le hubiera gustado aniquilar a todos los franceses. Dilucidé que mi padre simbolizaba a los alemanes que dimitieron de la grandeza. Representaba al grupo de conformistas que preferían las fronteras fijas al espacio vital y arriar la bandera para homenajear un armisticio. Los combates lo hicieron flaquear, con tal de que no corriera sangre, aceptaba vivir constreñido bajo las onerosas exigencias que nos impusieron los vencedores. Mi progenitor se convirtió en un evangelista de los acuerdos diplomáticos, los concordatos y los tratados de paz. Pugnaba por los derechos de la entelequia humanidad en detrimento de los derechos indelegables de las naciones. Lo horripilaba el repiquetear de las balas, los soldados encasquetados, el zumbido del disparo, el barro de las excavaciones y el filo del puñal. Confirmaba que solo una experiencia bastaba para detestar la ferocidad y el pavor de los campos de batalla. Había perdido la valentía, no quería carearse con el rostro perfilado de la guerra. Olvidó que del infierno se regresa a la vida con el corazón endurecido.

También mi madre era una arrepentida de la guerra. A ella la perturbaban la implosión y la debacle del mundo de ayer. El desvencijarse de la sociedad predecible, la estratificación social jerarquizada, la política verticalizada, la economía pujante y el libertinaje de las costumbres sembraban en mi madre la aprensión a la inseguridad. Sin quererlo, desarrolló un espanto instintivo al carácter imprevisible de la vida. No aceptaba la revolución rusa de octubre. El hecho de que una gavilla de intelectuales, aliados con obreros y campesinos, tomaran el poder semejaba a un desconcierto civilizatorio. Más aún, el ocaso del segundo imperio alemán, del austrohúngaro, el otomano y la instalación de repúblicas, insertaron en ella la amenaza que significaba el ascenso de las clases medias, la aparición de las masas y la definición del individuo anodino. Si bien se trataba de un ama de casa, era una mujer instruida que comprendía que las desventuras requieren de paraísos perdidos.

Todavía se pasean por mis retinas las noches en las que mis padres leían los diarios y textos del romanticismo e idealismo. Enriquecían sus lecturas con las obras de Cervantes, Calderón de la Barca, Goethe, Schiller, Heine, Rilke, Victor Hugo, Flaubert, Balzac, Zola, Dostoievski y Tolstoi. Mi madre gozó de los frutos del sistema bismarckiano y de la época en la que nos convertimos en la economía más progresista de Europa.

El Estado que contemplaba y satisfacía las necesidades de los trabajadores fue inaugurado por Bismarck. Sí, eso que se denomina Estado social no es invento de los ingleses o de los franceses. El canciller de hierro, de la unidad de la nación teutona, valoraba que, si no había pan en la mesa, si no había salud y educación, si no había trabajo, no era posible hablar de nación y Estado. Los requerimientos de los necesitados debían ser atendidos por el Estado. Bajo el mandato del Führer, el Estado social alcanzó la perfección. Durante el Dritte Reich se hizo realidad el derecho de que cada habitante obtenga un puesto de trabajo. Lo que instaló Bismarck fue perfeccionado por los nacionalsocialistas. Esta digresión se hizo necesaria para que el lector se dé por enterado de que fue Hitler quien hizo realidad lo que los falsarios socialdemócratas, liberales y demócratas no fueron capaces de hacer. Él dio bienestar al pueblo, cumplió cada una de sus promesas electorales.

Retomando el hilo conductor de la caracterización de mi madre, referiré que su admiración se limitaba al periodo que abarcaba del 18 de enero de 1871 al 9 de noviembre de 1918, día en el cual Guillermo II abandonó sus funciones estatales. El pasado imperial la seducía, no así el Estado nacionalsocialista. Al emperador le perdonó que haya abdicado, en cambio, al Führer no le perdonaba su origen humilde. Hasta que pudo exteriorizar su opinión, calificaba que el Führer representaba la consciencia del resentimiento del hombre de medio pelo, del pauperizado por la gran depresión de 1929, de los frustrados y venidos a menos. Definía que no era un dato menor la circunstancia de que Adolfo Hitler haya sido rechazado en la universidad de arquitectura de Viena, él mismo representaba el odio del hombre que no pudo conciliar un matrimonio y no obtuvo un grado universitario. Mi madre odiaba a Hitler, pero también repudiaba a Weimar, en el fondo creo que en algún momento llegó a creer en Hitler. Nunca fue nacionalsocialista, pero me consta que reprobaba el ejercicio irrestricto de las libertades, las reyertas callejeras, el boicot de los sindicatos, los disturbios, los cabarets y sus espectáculos impúdicos, la fragmentación parlamentaria, la democracia sin demócratas y el flagelo de la inflación. La atemorizaba el caos y añoraba el orden. Pronosticaba, incesantemente, que la dimisión del emperador y la caducidad del imperio desestabilizarían las fuerzas y el orden, se generaría el caos y esto desembocaría en la búsqueda del salvador. Seguía siendo imperdonable el error cometido por los socialdemócratas, comunistas, católicos y republicanos. Pronosticaba que todos terminaríamos pagando el desaguisado de los improvisados. Insistía en que la renuncia del emperador Guillermo II —emperador de Alemania y rey de Prusia— el 9 de noviembre de 1918 acarrearía consecuencias ineluctables y gravosas. Advertía que cuando en la memoria del pueblo no tiene vida el pasado, el futuro es arrastrado por un tenue viento como una hoja caída.

La Constitución de Weimar del 19 de agosto de 1919 —la primera Constitución republicana y democrática— le resultaba una imposición a la idiosincrasia del pueblo. Odiaba la república, repudiaba la democracia, pero no quería que sus hijos fueran convocados al campo de batalla. No toleraba la idea de que la ambición política echara a perder el fruto de su vientre. Mi mamá detestaba la guerra, la poseía una visión uterina de la vida. La lejana posibilidad de un litigio fronterizo la intranquilizaba y la válida pretensión de revisión de un tratado la desquiciaba. Alemania debía quedarse donde estaba, si despertaba, si la ambición nacionalista se expresaba, provocaría que la muerte llamara nuevamente a la puerta de los hogares. No quería enterrar con sus manos lo que su vientre había anidado. La rabia la enceguecía cuando nos pensaba heridos, mutilados o en silla de ruedas.

A mí, sin embargo, me resultaba cobarde que mis padres no contemplaran que sus hijos fungieran de nervio y músculo que restableciera la dignidad alemana.

Ella recusaba la idea de que sus hijos pudieran ser enviados al frente, la desolaba el solo pensar que sus descendientes se alejaran de ella. Intuía que por nuestra edad y por la excelente salud de ambos, éramos candidatos para empuñar las armas y estar en la primera fila del ataque. Sabía que nuestra juventud y fortaleza nos impedirían permanecer en la retaguardia, en el rancho o en la enfermería. A ellos, sencillamente, la primera guerra los agotó y, a pesar de ello, la anarquía de Weimar no los hacía pensar que necesitábamos al hombre providencial. No obstante, todas sus reservas contra la república nunca abogaron a favor de una política agresiva. Tampoco simpatizaban con que una sola persona concentrara toda la potestad del poder en sus manos. Estaban domesticados, necesitaban sentir el orden, pero anhelaban la paz. No adhirieron al nacionalsocialismo, sabían que votar a Hitler significaba la guerra. En cambio, yo me convertí en un fanático del partido, puesto que estaba seguro de que Hitler representaba la guerra y que su liderazgo nos conduciría a la victoria inevitable. Ellos aborrecían la guerra y yo la deseaba. Apostaban a que el músculo reposara, en cambio, yo buscaba hacer trabajar la ambición. Les importaba un bledo el honor de los derrotados si para restaurarlo había que volver a litigar en los campos, en los mares y en los aires. Consideraban que Alemania fue maltratada y humillada, pero que con más belicosidad y peroratas chauvinistas no habría paz duradera. Juzgaban que la cláusula del artículo 231 de la culpabilidad era ignominiosa, pero preferían honrar las imposiciones. Entendían la injusticia de la disposición del tratado que responsabilizaba a Alemania y sus aliados por haber causado todas las pérdidas y daños. Con esta infamia nos obligaban a reparar el perjuicio que no causamos, pero mis padres sentían miedo de lo que denominaban el horror de las bombas y el matadero del frente militar. Pensaron que mi entusiasmo expresaba la inevitabilidad de la beligerancia y la carnicería de los bombardeos.

Mi hermano, un año menor, nunca entendió el porqué de mi resolución. Él era una persona mansa que deseaba tener una profesión, empleo y una familia. Así de simples y planas eran sus ambiciones. No pongo en duda que se trataba de una buena persona, pero era consciente de que no era portador de un destino. Carecía de instinto de grandeza. Se conformaba con lo poco, jamás pretendió lo mucho, su mirada estrechaba sus pareceres y sus inseguridades achicaban los límites. Comparando nuestras vidas, se puede juzgar que él estaba en lo cierto y yo era el equivocado. Sería irreal mirar la vida desde el ángulo de Alfred, después del fracaso de la invasión a la Unión Soviética lo mantuvieron en cautiverio por diez años en Siberia. Fue sometido a un régimen de trabajo forzado y a un adoctrinamiento bolchevique. La adquisición de la nueva ideología solamente le sirvió para justificar su cautiverio y la noción de que de nuevo nosotros éramos los culpables exclusivos de la segunda conflagración. Jamás comprendí que alguien que haya leído Goethe, Schiller y Hölderlin —en sus años escolares— pudiera aceptar las falacias y las falsedades eslavas de la historia. Lastimosamente él se convirtió en un schwein, un traidor de su pasado y su porvenir. Así como al mariscal de campo Friedrich Paulus, a mi hermano le lavaron el cerebro.

5. LA NATURALEZA LOBUNA DEL SER HUMANO

A pesar del tiempo transcurrido y de todos los acontecimientos que he sobrellevado en mi vida, mis opiniones siguen siendo las mismas. El hombre es un animal hostil con el hombre. La potencia puede hacer a la fealdad más fea, la fuerza hace a la maldad del alma más cruel y el odio enfurece la violencia. El impulso por la preeminencia exige sumariar al enemigo. He visto pugnar a los hombres por una mujer y, ahí también, somos capaces de fulminar al oponente con tal de no ceder la hembra, preferentemente la mujer se sentirá amparada y asegurada con el más fuerte. El instinto de conservación y el orgullo justifican hacer de los hombres medios de nuestros fines. No solo superviven los que se adaptan mejor, sino también los que madrugan sus decisiones. La vida es de naturaleza mezquina y áspera. La necesidad rige las leyes de los hombres y de la naturaleza.

El lobo y el hombre poseen el andar sinuoso y la misma disposición y sed de violencia…¡El instinto animal aplana la consciencia! La historia de los pueblos registra una continuidad histórica, morir por la religión del Estado siempre ha sido más gratificante que morir en la decrepitud. La historia le ha dado la razón a quien consignó que el hombre es el lobo del hombre. Este juicio fue dictado con palabras que tienen el peso de una armadura y con la resaca del puñal embebido en sangre.

¿Acaso ha servido alguna vez la razón en los grandes momentos de la vida? La guerra puede ser descripta, pero no explicada. ¿Cómo se explica que se disponga la destrucción del hábitat? En la confrontación la irracionalidad se vigoriza y se incrementa con el odio. Frente al catastrofismo los hombres individualizan su egoísmo. Donde mejor se entienden es en el fango. Las guerras son el hambre y la ambición de los tiempos. El combate es el instante parturiente del vencedor y la sepultura del abatido. Un acto de violencia final pone las cosas en orden. La naturaleza en conflicto consigo se purifica a sí misma en el ciclo infinito de vida. La guerra vehiculiza el ciclo infinito de vida y segrega su descomposición en la gangrena de una pierna, en la mutilación del brazo, en la extirpación del globo ocular, en la respiración menguada, en la mudez del dolor más profundo y en el cuerpo yerto y rígido. La guerra es una danza macabra en la que baila el erotismo de la muerte, que desafía los límites marcados por la malevolencia y el pánico, y que hace de la vida un monumento funerario. Desde dentro, la batalla es desgarradora y cruenta, pero el combatiente alcanzará su esplendor creador, cuando se sabe inmediato a la muerte.

6. DEL PORQUÉ SOY NACIONALSOCIALISTA

Decir la verdad será siempre un acto de valentía. Un hombre que de niño no ha festejado sus cumpleaños tuvo una infancia desangelada. Mis padres comprendieron que yo podría ser alguien importante, entendieron que era diferente a mi hermano Alfred. A este lo entretenían con fantasías infantiles y deleitaban con golosinas, bicicleta y una pelota de fútbol. Yo anhelaba que me agasajaran comprando soldados de plomo, vestimentas y juguetes militares.

Desde pequeño me extasiaban los hechos que refrendaban la marcha inequívoca de una voluntad tozuda y ascendente.

Quien ha visto a Bonaparte cabalgar veía al espíritu de una época sentado en un caballo. Los hombres que apostaron a la inmortalidad siempre me han fascinado. Nunca me dejé apresar por las situaciones que me tocaban vivir. Busqué ser un inquilino honrado de mi tiempo y circunstancias. Crecí con la certeza de que no exponerse a la incertidumbre acabaría empequeñeciendo mi carácter. El mediocre es lacayo de sus situaciones como el emasculado es sirviente de las meretrices; el hacedor interpreta el tiempo histórico para concretar en hechos su weltanschauung. Quien divorcia el espíritu del tiempo será despeñado al abismo y no inscribirá su nombre en el último renglón de la historia. De ahí que, cuando se tiene fe, se hace lo que se cree o uno se convierte en un pelafustán. Así como los hegelianos creían que edificarían el Estado con la razón, de igual forma, los sanguinarios jacobinos guillotinaban en nombre de aquella. En la época que me tocó lidiar, con la aridez de la razón agnóstica y liberal, la civilización se debatía entre las hordas asiáticas que pretendían consumar la sociedad sin clases y nosotros que, basados en el abolengo étnico y la verdad del superhombre, forzábamos que Europa no quedara embargada en el nihilismo propiciador de la flaqueza, lasitud y tedio. Nosotros pretendíamos la comunión de las naciones europeas. Pronosticábamos que dejaríamos de ser el centro de la gravedad. La geopolítica indicaba que se trasladaría a la Norteamérica o Eurasia. La propuesta de Hitler favorecía que los europeos continuáramos compaginando nuestras historias. Considerábamos que éramos una civilización disfrazada de Estado.

Desde siempre he congeniado con la idea de la guerra, me resultaba innata y mágica, intuía sin saberlo que el misticismo hacía que las fuerzas convergieran en el dolor y sacrificio. En lo hondo de la herida nos iguala el padecimiento. Me mantengo en el pensamiento de que el dolor propulsa y robustece la personalidad. ¡Quien ha sido minusvalorado y se rehace en su honor tiene un roble en la voluntad! El camino guiado por la rectitud vital conduce a la guerra deseosa de parir un titán. La paz nunca capturará la quintaesencia de lo humano. La fuerza se

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