La isla de los rebeldes (Serie Ulysses Moore 16)

Pierdomenico Baccalario

Fragmento

cap-1

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¡El viento, el viento, el viento!

Había cesado. Ni siquiera un soplo, una brisa tenue, un hálito suave.

La bahía de Kilmore Cove estaba suspendida en un silencio inverosímil, y Penelope, desde lo alto de la casa que coronaba el acantilado, esperaba que algo rompiera ese hechizo mudo. El sicomoro del jardín descansaba inmóvil a pocos metros de su vista. La luna era grande, severa. El cielo se hundía en la cuna del mar.

En el pueblo había gente. Se veían luces encendidas. ¡Y qué gente! Bucaneros, bandoleros, sicarios. La peor gentuza de los lugares imaginarios, que, sin duda, en ese mismo instante estarían vociferando, buscando pelea o entonando canciones soeces por las calles en algún dialecto exótico.

Pero, entonces ¿por qué no le llegaba ni un solo ruido?

Porque el viento había amainado y descansaba entre las rocas, se dijo Penelope.

Después el suelo crujió despacio a sus espaldas. Y el hechizo se rompió. Sabía que sus invitados dormían en el piso de arriba y que no existía ningún peligro real que pudiese asustarla. Pero, aun así, tenía miedo.

–Amor mío –le susurró Ulysses Moore, acercándose.

Esa palabra, pensó ella. Era justo esa palabra la que la aterrorizaba. Miró la imagen de su marido reflejada en el cristal, sus arrugas profundas, su barba descuidada, su mirada trastornada.

–Así es muy fácil... –dijo ella en voz baja.

–¿Fácil? ¿Qué es fácil?

Penelope seguía con la mirada fija en las luces del pueblo, esperando, pretendiendo oír sus ruidos y sentir el calor de toda aquella gente reunida a su alrededor. Porque tenía frío. Un frío repentino y profundo. Agotador.

–¿Dónde has estado? –murmuró.

–Hemos remolcado la Metis hasta el puerto... y... los chicos han salido de nuevo.

–Eso ya lo sé –respondió ella.

Se apoyó en la cortina al lado de la ventana, la acarició e hizo un esfuerzo para no agarrarse a ella como si fuera una cuerda.

Respiró profundamente.

–¿Dónde estuviste antes de eso?

–Buscándola.

–Tiene gracia, ¿no crees? –preguntó entonces ella girándose hacia el centro de la habitación, sumido en la oscuridad–. La has estado buscando durante meses, sin decir nada a nadie, sin decirme nada... a mí. Y después vuelve sola, sin más, con un nuevo grupo de chicos que vienen a buscarte.

Ulysses cerró los ojos. Después volvió a abrirlos.

–Oye, quizá sea mejor que lo hablemos mañana...

–No –murmuró Penelope–. No lo hablaremos mañana.

–Amor mío, escúchame...

La bofetada de Penelope fue brusca. Repentina. Alcanzó a Ulysses en la mejilla derecha y le giró la cara.

–Así es demasiado fácil... –prosiguió ella–. ¿Cuánto tiempo has estado fuera, eh? ¿Cuánto? ¿Dónde has estado? ¡Quién sabe en qué lugar se habrá escondido esta vez el gran Ulysses Moore! Y mientras, uno tras otro, todos han acabado marchándose, ya fuera para ir en tu busca o desmotivados porque ya no estabas aquí, hasta dejarme completamente sola. ¡Y ahora Rick también ha desaparecido! ¿Y tú? ¿Habías acabado prisionero de los caníbales en la selva amazónica? Ah, ¡qué bien! ¿Y cómo llegaste hasta allí? ¿Habías reparado el Eolo? ¡Magnífico! Pero yo no sabía nada de todo eso. No sabía nada de nada. Y esta vez creía que habías muerto. ¿Lo entiendes? ¡¿Puedes entenderlo?!

Ulysses permanecía con el rostro girado tres cuartos, en la posición en que lo había dejado la bofetada de su mujer.

–Por supuesto que lo entiendes... Y eso me hace aún más daño: que lo entiendas y que finjas no entenderlo. Como si hubiera algo más importante que hacer...

–Penny...

–No –dijo ella–. No me llames así. Penny ya no existe, Ulysses. Penny vivía en Venecia hace treinta años y se enamoró perdidamente de un hombre que le dijo que podía viajar en el tiempo. Que le dijo que la llevaría con él. Y Penny lo creyó. «Juntos», le dijo ese hombre, ese hombre apuesto que venía de quién sabe dónde. Y ella creyó en esa palabra: «Juntos».

Ulysses Moore suspiró.

Penelope miró de reojo fuera de la ventana. Y, como si hubiera percibido que había ocurrido algo importante, se alejó de ella.

–Hasta mañana... –dijo cruzando la habitación–. Todos aseguran que el sofá es comodísimo.

Ulysses le lanzó una mirada desconsolada. Y masculló:

–Puede ser, pero si hubiera una...

Penelope le lanzó desde la escalera una manta de lana que resbaló suavemente hasta sus pies.

Se inclinó a recogerla.

Acto seguido, él también detuvo la mirada en la bahía resplandeciente. El sicomoro del jardín había empezado a moverse, despacio.

El viento soplaba de nuevo.

cap-2

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—¡Uau! –exclamaron los hermanos Brady, atónitos–. ¡Este lugar es... genial!

Sus ojos miraron enloquecidos de derecha a izquierda primero y de arriba abajo después.

Se hallaban en el interior de una nave abandonada de las dimensiones de un campo de baloncesto. Estaba llena de cajas y de muebles viejos, nada que no pudiera desmantelarse en media jornada de trabajo.

–¿Has visto qué chulo, hermano? –preguntó el primero de los gemelos Brady.

–Genial. Genial.

–¿Cómo la has descubierto, Murray?

Murray estaba tan sorprendido como ellos, pero procuraba disimularlo. Parado en la entrada de la nave, admiraba su estructura de hierro, sus vigas blancas, sus ventanales inundados de luz. Y ya se imaginaba, justo en medio, la gran pista de coches del profesor Galippi completamente restaurada.

–¿Está usted seguro, señor Kinkaid?

A su lado había un hombre muy alto de hombros anchos. Un mechón de cabellos grises le caía sobre las mejillas demacradas, propias de alguien que está luchando contra una enfermedad cruel. Se movía con dificultad, pero sonreía ante el entusiasmo de los tres muchachos.

–Está a vuestra disposición –dijo simplemente.

Los gemelos gritaron exultantes desde el centro de la nave.

–¿Has oído, hermano? Es toda nuestra.

–¡Toda nuestra!

Siguieron repitiéndoselo el uno al otro mientras merodeaban entre los objetos que atestaban aquel lugar abandonado, entusiasmándose ante cada cosa que tocaban.

–No sé cómo agradecérselo... –dijo Murray.

–No tienes que hacerlo, Clarke junior. Es lo mínimo que puedo hacer por tu padre.

Murray habría querido preguntarle por qué, pero no tuvo valor. Nunca había llegado a comprender el verdadero motivo por el que su padre seguía en la cárcel. Ni por qué todos sus viejos amigos se referían a él con tanto respeto. O con una cierta

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