Legados de Lorien 6 - El destino de Diez

Pittacus Lore

Fragmento

LA PUERTA DEL APARTAMENTO EMPIEZA A TEMBLAR. Ocurre desde que se mudaron a este piso de Harlem, hace ya tres años, cada vez que el portón metálico de seguridad que hay dos pisos más abajo se cierra de golpe. Entre el estruendo que arma y que las paredes del edificio son finas como una hoja de papel, no hay forma de no estar al tanto de las entradas y salidas de la gente del bloque. La muchacha de quince años y su padrastro, un hombre de cincuenta y siete, bajan el volumen del televisor y aguzan el oído. Ya apenas se miran directamente a los ojos, pero han dejado a un lado sus múltiples diferencias para presenciar juntos la invasión de los alienígenas. El hombre se ha pasado la tarde rezando entre dientes en español, mientras la muchacha veía las noticias de la tele sin decir palabra, asombrada. Todo esto le parece alucinante, como una película, tanto es así que ni siquiera ha empezado a sentir la tenaza del miedo. Ella se pregunta si ese chico rubio tan atractivo que ha tratado de luchar contra el monstruo habrá muerto, y el hombre, si la madre de la chica, una camarera de un pequeño restaurante del centro, habrá sobrevivido al ataque inicial.

El hombre silencia el televisor para poder escuchar mejor lo que ocurre fuera. Uno de los vecinos sube a toda prisa las escaleras y pasa por delante de su puerta sin dejar de gritar:

—¡Están en el edificio! ¡Están en el edificio!

El hombre chasquea la lengua, sin dar crédito.

—A este tío se le va la pinza. Esos paliduchos no van a molestarse en venir a Harlem. Aquí estamos a salvo —dice para tranquilizar a la muchacha.

Vuelve a subir el volumen del televisor. La chica no está tan segura de que lleve razón. Se acerca a la puerta con sigilo y pega el ojo a la mirilla. No hay nadie en el rellano; todo está en penumbra.

La periodista que aparece en la pantalla tiene un aspecto tan deplorable como el edificio que se ve a sus espaldas. El polvo y las cenizas han cubierto por completo su rostro, así como algunos mechones de su cabellera rubia. Ya no lleva carmín en los labios, sino una mancha de sangre seca. Está haciendo un gran esfuerzo por mantener la entereza.

—Como ya hemos dicho, parece que el bombardeo inicial ha terminado —informa con voz temblorosa, mientras el hombre la escucha ensimismado en su apartamento—. Los... los... los mogadorianos se han apoderado de las calles en masa y, al parecer, están... esto... haciendo prisioneros. Aunque hemos visto actos de violencia ante... ante la menor provocación...

La reportera contiene las lágrimas y solloza. A su espalda, cientos de alienígenas paliduchos vestidos con uniformes oscuros marchan por las calles. Algunos vuelven la cabeza y miran directamente a cámara con sus ojos negros y vacíos.

—Dios mío —susurra el hombre.

—Tal como hemos dicho, nos permiten... esto... retransmitir. Parece que los... los invasores quieren que estemos aquí...

El portón de abajo retumba de nuevo. Se oye un crujido metálico y un estruendo ensordecedor: alguien que no disponía de llave lo ha reventado.

—Son ellos —sentencia la muchacha.

—Cállate —le espeta el hombre. Vuelve a bajar el volumen del televisor—. Quiero decir que no hagas ruido. Mierda.

Unos pasos contundentes se acercan escaleras arriba. La muchacha se aparta de un salto de la mirilla cuando oye que derriban una puerta. Los vecinos de abajo empiezan a chillar.

—Escóndete —le ordena su padrastro—. Vamos.

La mano del hombre se cierra con fuerza alrededor del bate de béisbol que ha cogido del armario del recibidor cuando la nave nodriza de los alienígenas ha aparecido en el cielo de la ciudad. Se acerca a esa puerta trémula y pega la espalda a la pared de al lado. Llegan ruidos procedentes de la escalera. Un estruendo ensordecedor: la puerta del piso de sus vecinos se ha salido de sus goznes. Alguien grita palabras duras en un inglés gutural, se oyen chillidos y, al cabo, un sonido parecido al de un rayo comprimido liberado. Ya han visto las armas de los alienígenas en televisión y se han quedado boquiabiertos ante las descargas de energía azul que despiden.

Los pasos se reanudan, pero esta vez se detienen detrás de su frágil puerta. El hombre abre unos ojos como platos mientras agarra el bate con más fuerza. De pronto se da cuenta de que la muchacha no se ha movido. Se ha quedado paralizada.

—¡Espabila, idiota! —le suelta—. ¡Vete!

Y, con un gesto de cabeza, le señala la ventana del salón. Está abierta: fuera le espera la salida de incendios.

La muchacha no soporta que la llame idiota. Sin embargo, por primera vez desde que tiene memoria, hace lo que él le manda. Sale por la ventana, como ha hecho tantas otras veces para escapar a hurtadillas del apartamento. Sabe que no debería marcharse sola. Su padrastro tendría que huir también. Se vuelve para llamarlo y, de pie en la escalera de incendios, esos alienígenas son mucho más desagradables de lo que parecen en televisión. Al ver su aspecto extraño, la muchacha se queda petrificada: no puede apartar la mirada de la piel de color mortecino del primero que cruza la puerta, de esos ojos negros que no pestañean ni una vez, de esos tatuajes insólitos. En total, son cuatro y todos van armados. Es el primero en entrar quien la sorprende al otro lado de la ventana. Se detiene en el quicio de la puerta y la apunta con esa arma extraña.

—Ríndete o muere —le ordena el alienígena.

Al cabo de un segundo, el padrastro de la muchacha le descarga el bate en la cara. Es un golpe poderoso (el hombre se había ganado la vida como mecánico y, después de tantos años trabajando doce horas diarias, tiene una fuerza considerable en los brazos). El bate parte la cabeza del extraterrestre en dos y, al instante, la criatura se desintegra en un montón de cenizas.

Antes de que el padrastro tenga tiempo de volver a llevarse el bate al hombro, el alienígena que tiene más cerca le dispara en el pecho.

El hombre sale volando de espaldas por el apartamento, con los músculos paralizados y la camisa en llamas. Aterriza encima del cristal de la mesa de café, que se hace añicos, y rueda por el suelo de la habitación hasta acabar de cara a la ventana, donde se encuentra con la mirada de la muchacha.

—¡Corre! —consigue gritarle su padrastro—. ¡Corre!

Ella regresa de un salto a la escalera de incendios y, al disponerse a bajar los peldaños, oye el ruido de los disparos. Cuando trata de no pensar en lo que eso significa, un rostro blanquecino asoma por la ventana y la apunta con el arma.

La muchacha suelta la escalera y aterriza en el callejón de abajo mientras el aire crepita a su alrededor. El vello de los brazos se le eriza y entonces se da cuenta de que la escalera de incendios estaba cargada de electricidad. Ella, sin embargo, ha salido ilesa. El alienígena no le ha alcanzado.

Salta por encima de unas bolsas de basura y corre a toda prisa hacia la salida del callejón; cuando la alcanza, asoma la cabeza por la esquina y le echa un vistazo a la calle en la que ha

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