La torre de la soledad

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Antecedentes

ANTECEDENTES

La columna avanzaba a paso lento envuelta en el resplandor del cielo y las arenas; el oasis de Cydamus, con sus aguas límpidas y sus dátiles frescos, era poco más que un recuerdo. Hacía días que lo habían dejado atrás, no sin temor, pero el horizonte meridional continuaba alejándose, vacío, falso y huidizo como los espejismos que danzaban entre las dunas.

A la cabeza, a lomos de su caballo, iba el centurión Fulvio Macro con la espalda erguida, sacando pecho; jamás se quitaba el yelmo recalentado por el sol, para dar a sus hombres ejemplo de disciplina.

Era originario de Ferentino y provenía de una familia de pequeños terratenientes. Él y sus hombres llevaban meses pudriéndose en un reducto de la costa sírtica, víctimas de las alucinaciones de la malaria, bebiendo vino agriado y soñando en vano con Alejandría y sus delicias cuando, de repente, el gobernador de la provincia lo convocó a Cirene y le confió la misión de cruzar el desierto con unos treinta legionarios, un geógrafo griego, un arúspice etrusco y dos guías mauritanos.

Años antes un explorador había descendido por el Nilo en compañía de Cornelio Gallo y había referido a César que, según el testimonio de ciertos traficantes de marfil, en los límites meridionales del gran mar de arena existía un país gobernado por reinas negras, descendientes y herederas de las que en otros tiempos habían levantado las pirámides de Meroe, vacías desde hacía siglos y horadadas como los dientes de los ancianos.

Tenían orden de llegar hasta esas tierras lejanas, establecer relaciones comerciales con la soberana reinante y, si cabía, discutir los términos de una alianza. Fulvio Macro se sintió complacido de que el gobernador hubiese pensado en él para aquella misión, pero su satisfacción duró poco cuando le indicaron en un mapa el itinerario que debía seguir: una pista infernal que cruzaba el desierto por su parte central, la más árida y desolada. Sin embargo, se trataba del único camino y no había alternativas.

Al lado del centurión cabalgaban los guías mauritanos, jinetes incansables, de piel oscura y reseca como el cuero. Detrás iba el arúspice Avile Vipinas, etrusco de Tarquinia. Decían que había vivido mucho tiempo en Roma, en el palacio de César, y que después el emperador lo alejó de su lado porque no soportaba sus presagios. Decían que mientras lo alejaba le citó las palabras de Homero, en la Ilíada:

Profeta de desventuras, jamás de tu boca

salieron palabras que fuesen de mi agrado.

Quizá aquella misión hubiera sido concebida para que el inquietante profeta quedase sepultado eternamente en el mar de arena. Eso murmuraban los soldados que venían detrás, bamboleando la cabeza bajo el calor.

Vipinas ya lo había presagiado; aunque hubiesen partido a comienzos del invierno, el sol quemaría cada vez con mayor fuerza, como en plena canícula.

Cruzaban una extensión aún más desolada, cubierta de guijarros negros como el carbón, y dondequiera que fijaran la mirada solo veían un pedregal infinito sobre el que bailaba trémulo el fantasma del espejismo.

Los guías mauritanos prometieron un pozo para la parada de aquel día de marcha, pero fue otro el motivo por el que se detuvieron antes de la hora de acampar.

El arúspice tiró de las riendas de su caballo, lo condujo a un costado de la pista, descabalgó de un salto y se acercó a una roca. Había visto grabada en la piedra la figura de un escorpión. Con la mano rozó la imagen; en medio de tan vasta soledad era la única forma que no era obra de la naturaleza y, en ese instante, le pareció oír un lamento. Se volvió hacia los hombres que lo miraban inmóviles y no vio más que silencio; se volvió a los cuatro puntos cardinales, el vacío le cortó la respiración e hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.

Con la mano rozó otra vez la imagen y se oyó un lamento profundo, acongojado, que se apagó en una especie de estertor. Era una sensación nítida, inconfundible. Se dio la vuelta y ante él encontró al centurión que lo observaba perplejo.

—¿Tú también lo has oído?

—¿Qué?

—Un lamento... El sonido de... un dolor cruel, sin fin.

El centurión se dirigió hacia sus hombres, que esperaban en la pista parloteando tranquilamente y bebiendo de las cantimploras. Solo los guías mauritanos parecían inquietos, miraban a su alrededor, como si presintieran una amenaza inminente.

—Yo no oigo nada —dijo el centurión negando con la cabeza.

—Pero los animales sí —repuso el arúspice—. Míralos.

Los caballos mostraban extraños síntomas de inquietud: rascaban el suelo con los cascos, bufaban y sacudían el freno haciendo tintinear los adornos de los arreos. Los camellos también agitaban la cabeza soltando una baba verdosa, y el eco de su grito desangelado llenaba el aire.

El miedo veló la mirada de Avile Vipinas cuando ordenó:

—Regresemos. Este lugar está infestado por algún demonio.

El centurión se encogió de hombros y repuso:

—César me dio una orden, Vipinas, no puedo desobedecer. Ya no falta tanto, estoy seguro. En cinco o seis días de camino llegaremos al país de las reinas negras, tierra de inmensos tesoros, de fabulosas riquezas. Debo entregar el mensaje, establecer los términos de un tratado y después regresaremos. Tendremos honores y reconocimiento.

Guardó silencio unos instantes y añadió:

—Estamos muy cansados y atormentados por el calor, y este clima tan árido somete a dura prueba incluso a los animales. Ven, reemprendamos la marcha.

El arúspice se levantó, se sacudió el polvo de las blancas vestiduras y volvió a montar, pero una sombra espesa le nublaba la vista, como un presentimiento angustiante.

Avanzaron al paso varias horas más. De vez en cuando, el geógrafo griego bajaba de su camello, clavaba en el suelo un jalón y medía el largo de su sombra, comprobaba la posición del sol en el horizonte con su dioptra, anotaba todos los datos en un papiro y en el mapa.

Esa tarde el sol se puso en el horizonte sombrío y el cielo no tardó en oscurecerse. Los soldados se disponían a levantar el campamento y preparar la cena cuando el viento comenzó a soplar y, en la penumbra que se cernía sobre aquella extensión vacía, brilló una luz a gran distancia. El único punto luminoso en todo el espacio que la mirada lograba abarcar.

La descubrió uno de los soldados y se lo dijo al comandante. Macro escrutó atentamente la luz palpitante como una estrella en la profundidad del universo, hizo una señal a los dos guardias y le dijo al arúspice:

—Acompáñanos tú también, Vipinas, debe de tratarse de la fogata de un vivaque; quizá haya alguien que pueda darnos información. Te convencerás por ti mismo de que no nos falta mucho para llega

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