Sabor a muerte

P.D. James

Fragmento

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Créditos

Título original: A Taste for Death

Traducción: Esteban Riambau Saurí

1.ª edición: marzo 2006

© P. D. James, 1986

© Ediciones B, S. A., 2016

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-472-5

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Nota de la autora

Cita bibliográfica

PRIMERA PARTE. MUERTE DE UN BARONET

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SEGUNDA PARTE. EL PARIENTE MÁS PRÓXIMO

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TERCERA PARTE. AYUDANDO EN LA INVESTIGACIÓN

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CUARTA PARTE. TRETAS Y DESEOS

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QUINTA PARTE. RH POSITIVO

1

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SEXTA PARTE. CONSECUENCIAS MORTALES

1

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SÉPTIMA PARTE. COLOFÓN

1

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3

NOTAS

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Dedicatoria

A mis hijas Clare y Jane,

y en recuerdo de su padre,

Connor Bantry White

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Nota de la autora

Nota de la autora

Presento mis excusas a los habitantes de Campden Hill Square por mi atrevimiento al erigir allí una casa de sir John Soane y romper con ello la simetría de sus terrazas, y a la Diócesis de Londres por introducir, a modo de aportación a las necesidades pastorales, una basílica de sir Arthur Blomfield, con su campanario, en las orillas del canal Grand Union. Otros lugares descritos son identificables como parte de Londres. Por consiguiente, tiene especial importancia manifestar que todos los acontecimientos descritos en la novela son ficticios, y que todos sus personajes, vivos y muertos, son imaginarios.

Expreso mi agradecimiento al director y empleados del Laboratorio de Ciencia Forense de la Policía Metropolitana, por su generosa ayuda en cuanto a los detalles científicos.

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Cita bibliográfica

Algunos pueden mirar sin mareo

Pero yo jamás aprendería el juego

Digamos pues que sangre y respiración

Hacen que a la muerte se cobre afición.

A. E. Housman

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PRIMERA PARTE. MUERTE DE UN BARONET

PRIMERA PARTE

MUERTE DE UN BARONET

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1

1

Los cadáveres fueron descubiertos a las nueve menos cuarto de la mañana del miércoles, dieciocho de septiembre, por la señorita Emily Wharton, una solterona de sesenta y cinco años perteneciente a la parroquia de Saint Matthew de Paddington, Londres, y por Darren Wilkes, de diez años de edad, sin parroquia en particular, que él supiera. Esta pareja inusual había abandonado el piso de la señorita Wharton en Crowhurst Gardens, poco antes de las ocho y media, para recorrer a pie el medio kilómetro que separaba el canal Grand Union de la iglesia de Saint Matthew. Una vez allí, la señorita Wharton, como hacía todos los miércoles y viernes, tenía que retirar las flores marchitas del jarro situado ante la estatua de la Virgen, quitar las gotas de cera y los restos de cirios de los candelabros de bronce, limpiar el polvo de las dos filas de sillas de la capilla de Nuestra Señora, que era el lugar adecuado para la pequeña congregación esperada en la primera misa de aquella mañana, y tenerlo todo a punto para la llegada del padre Barnes, a las nueve y veinte minutos.

Fue en una misión similar, siete meses antes, cuando conoció a Darren. Éste estaba jugando solo en el camino de sirga, si cabe llamar juego a una ocupación tan inútil como la de arrojar latas de cerveza vacías al canal, y ella se detuvo para darle los buenos días. Tal vez él se sintió sorprendido al verse saludado por una persona adulta que no le reprendió ni le asaltó a preguntas. Cualquiera que fuese la razón, lo cierto es que, tras dedicarle una primera mirada inexpresiva, se sintió atraído por ella, siguiéndola primero discretamente, más tarde describiendo círculos a su alrededor, como hubiera podido hacerlo un perro extraviado, y finalmente trotando a su lado. Cuando llegaron los dos a la iglesia de Saint Matthew, él la siguió al interior del templo con tanta naturalidad como si aquella mañana hubieran emprendido juntos el camino desde el principio.

Aquel primer día, la señorita Wharton pudo constatar que él jamás había estado antes en una iglesia, pero ni entonces ni en ninguna otra de las subsiguientes visitas mostró el niño la menor curiosidad acerca de su finalidad. Recorrió alegremente la sacristía y el cuarto de las campanas mientras ella atendía sus obligaciones, observó con expresión crítica cómo disponía los seis narcisos rodeados de hojas en el jarrón a los pies de la Virgen, y presenció con la total indiferencia propia de la infancia las frecuentes genuflexiones de la señorita Wharton, interpretando sin duda aquellos súbitos movimientos como una manifestación más de los hábitos peculiares de los adultos.

Pero ella le volvió a encontrar en el camino de sirga la semana siguiente, y también la otra. Después de la tercera visita, sin que terciara ninguna invitación, el niño regresó con ella a su casa, y compartió con ella su lata de sopa de tomate y sus filetes de pescado.

El almuerzo, como una comunión ritual, confirmó la curiosa y mutua dependencia que, sin mediar palabra al respecto, les unía. Para entonces, ella sabía ya, con una mezcla de gratitud y ansiedad, que el niño había llegado a serle necesario. En sus visitas a Saint Matthew, él siempre abandonaba la iglesia, misteriosamente presente un momento y desaparecido al siguiente, cuando empezaban a entrar en ella los primeros feligreses. Después de la misa le encontraba matando el tiempo en el camino de sirga, y él se reunía con ella como si en ningún momento se hubieran separado. La señorita Wharton jamás había mencionado su nombre al padre Barnes ni a ninguna otra persona de Saint Matthew y, que ella supiera, tampoco él había mencionado el de ella en su mundo secreto infantil; sabía ahora tan poco sobre él, sus padres y su vida, como el primer día en que se encontraron.

Sin embargo, esto había ocurrido hacía ya siete meses, una fría mañana de mediados de febrero, cuando los arbustos que flanqueaban el camino del canal, separándolo del municipio vecino, eran todavía enmarañados matorrales de espino carente de vida; cuando las ramas de los fresnos estaban cubiertas de brotes negros, tan cerrados que parecía imposible que un día pudiera salir el verde de ellos; y las delgadas y desnudas ramas de los sauces, colgantes sobre el canal, trazaban delicadas plumas en la rápida corriente. Ahora, el verano empezaba ya a mostrar tonos pardos, camino del otoño. La señorita Wharton, cerrando brevemente los ojos mientras caminaba sobre la alfombra de hojas caídas, pensó que todavía podía oler, predominando sobre el olor del parsimonioso curso del agua y de la tierra húmeda, un vestigio de las primeras flores del saúco. Era ese olor el que, en las mañanas estivales, más claramente la llevaba con el pensamiento a los caminos de su infancia en Shropshire. Aborrecía el comienzo del invierno y, mientras caminaba esa mañana, le había parecido olfatear su aliento en el aire. Aunque hacía una semana que no llovía, el camino estaba resbaladizo a causa del fango, que amortiguaba el ruido de los pasos. Caminaban bajo las hojas en un silencio ominoso, e incluso el discreto piar de los gorriones quedaba amortiguado. Sin embargo, a su derecha la orilla del canal todavía mostraba el verdor estival, con hierbas que crecían abundantemente sobre las cubiertas de neumáticos rajadas, los colchones abandonados y los jirones de tela que se pudrían por debajo de ellas, y las inclinadas ramas de los sauces dejaban caer sus delgadas hojas sobre una superficie que parecía demasiado aceitosa y estancada para poder absorberlas.

Eran las nueve menos cuarto y se estaban aproximando a la iglesia, pasando ahora por uno de los bajos túneles que flanqueaban el canal. Darren, que tenía manifiesta predilección por esta parte del camino, lanzó un grito de alegría y se adentró en el túnel, buscando sus ecos y pasando las manos, como pálidas estrellas de mar, a lo largo de las paredes de ladrillo. Ella siguió a aquella silueta saltarina, casi temiendo el momento de atravesar el arco que había de conducirla a aquella oscuridad claustrofóbica y húmeda, con olor a río, y que le permitiría oír, con una intensidad fuera de lo corriente, los lengüetazos del agua del canal junto a las piedras de la orilla, así como el lento goteo del agua desde el techo. Aceleró el paso y, poco rato después, la media luna luminosa en el extremo del túnel se había ensanchado para acogerles de nuevo a la luz diurna, y el niño volvió a su lado, temblando.

—Hace mucho frío, Darren —dijo ella—. ¿No deberías ponerte la capucha?

Él encogió sus delgados hombros y meneó la cabeza. A la señorita Wharton la sorprendía lo poco que llevaba el pequeño como ropa de abrigo, y la indiferencia que demostraba ante el frío. A veces, le parecía que el niño prefería vivir sometido a un escalofrío perpetuo. A lo mejor, abrigarse en una fría mañana de otoño era algo considerado poco viril, y por otra parte tenía muy buen aspecto con su tabardo provisto de capucha. Se sintió aliviada la primera vez que apareció con él; era una prenda de un azul chillón con rayas rojas, cara y evidentemente nueva. Un signo tranquilizador de que la madre a la que ella nunca había visto y de la que él nunca hablaba, trataba de prodigarle los debidos cuidados.

El miércoles era el día que ella destinaba a cambiar las flores, y aquella mañana llevaba un ramito de rosas, envuelto en papel de seda, y otro de pequeños crisantemos blancos. Los tallos estaban húmedos y notaba cómo se filtraba la humedad a través de sus guantes de lana. Las flores estaban todavía en capullo, pero una de ellas empezaba a abrirse y eso le produjo una evocación transitoria del verano, que traía consigo una antigua ansiedad. Darren solía llegar a aquellas citas matinales en la iglesia con un obsequio floral. Le dijo que las flores procedían de la casa de campo del tío Frank, en Brixton. Sin embargo, ¿sería verdad? Y además, estaba aquel salmón ahumado, su obsequio del último viernes, que le entregó directamente poco antes de la hora de la cena. Le explicó que se lo había dado el tío Joe, que era el propietario de un café en el camino de Kilburn. Sin embargo, aquellas lonchas, tan jugosas y deliciosas, así como la bandeja blanca en que estaban depositadas, tenían completa semejanza con todo lo que ella había contemplado, con un anhelo sin la menor esperanza, en Marks and Spencer, con la excepción de que alguien había arrancado la etiqueta. El niño se sentó ante ella, observándola mientras comía, haciendo una mueca extravagante de disgusto cuando ella sugirió que compartieran el manjar, pero mirándola fijamente, con una satisfacción concentrada, casi airada; algo semejante, pensó ella, a la madre que observa a su hijo convaleciente cuando éste toma sus primeros bocados sólidos. Sin embargo, ella se lo comió todo, y, con aquel sabor delicioso todavía presente en su paladar, le había parecido una ingratitud interrogarlo a fondo. Sin embargo, los obsequios se estaban sucediendo cada vez con mayor frecuencia. Si le traía más cosas, sería preciso tener una breve charla con él.

De pronto, el niño lanzó un grito, echó a correr con todas sus fuerzas hacia adelante y de un salto se plantó en la orilla. Allí se quedó balanceándose, temblorosas sus delgadas piernas, con aquellas zapatillas de deporte, blancas y de suela gruesa, que ofrecían un aspecto incongruentemente pesado para aquellas piernecillas huesudas. Solía mostrar esos repentinos brotes de actividad, adelantándose a la carrera para ocultarse entre las matas y saltar después hacia ella, brincando sobre los charcos de agua, buscando botellas rotas y latas de conserva en la cuneta y arrojándolas al agua con una energía desesperada. Ella fingía asustarse cuando él se presentaba pegando un brinco, le aconsejaba que tuviera cuidado cuando trepaba por alguna de las ramas más inclinadas y cuando se colgaba de ella, casi rozando el agua. Sin embargo, en realidad disfrutaba con aquella vitalidad. Resultaba menos preocupante que el letargo que tan a menudo parecía apoderarse de él. Ahora al contemplar su cara, con aquellas muecas de mono, mientras se balanceaba con los dos brazos, retorciendo frenéticamente el cuerpo y mostrando el blanco plateado de su delicada caja torácica bajo la pálida piel, allí donde la chaqueta se separaba de sus pantalones vaqueros, la señorita Wharton experimentó una sensación de cariño tan dolorosa como una lanzada en su corazón. Y con el dolor volvió aquella antigua ansiedad. Cuando el niño se dejó caer junto a ella, le preguntó:

—Darren, ¿estás seguro de que a tu madre no le importa que vengas a Saint Matthew para ayudarme?

—Qué va, ya le dije que no pasa nada.

—Es que vienes a mi casa muy a menudo. A mí me gusta, pero ¿estás seguro de que a ella no le importa?

—Mire, ya se lo he dicho muchas veces. No pasa nada.

—Sin embargo, ¿no sería mejor que fuese a verla, sólo para conocerla y para que sepa con quién estás?

—Ya lo sabe. Además, no está en casa. Ha ido a visitar a mi tío Ron, de Romford.

Otro tío. Ya no sabía ni cómo llevar la cuenta de ellos. Entonces, surgió en ella nueva ansiedad.

—¿Quién cuida de ti, Darren? ¿Quién hay en tu casa?

—Nadie. Duermo con una vecina hasta que ella regresa. Estoy la mar de bien.

—¿Y la escuela de hoy?

—Ya se lo he dicho. No tengo que ir. Es fiesta, ¡hoy es fiesta! ¡Ya se lo he dicho!

Su voz había alcanzado un tono alto, casi histérico. Entonces, al ver que ella no hablaba, se puso a su lado y le explicó con más calma:

—Hoy venden Andrex a cuarenta y ocho peniques la doble ración de panecillos, en Notting Hill. En aquel supermercado nuevo. Si le interesa, puedo conseguirle un par de panecillos.

Ella pensó que el niño debía de pasar mucho tiempo en los supermercados, comprando para su madre, en su camino de regreso a casa al salir de la escuela. Tenía una habilidad especial para encontrar gangas, y siempre le hablaba de ofertas especiales en los artículos más baratos. Contestó:

—Procuraré ir allí yo misma, Darren. Se trata de un precio muy interesante.

—Sí, eso es lo que pensé. Es un buen precio. Es la primera vez que veo venderlos a menos de cincuenta peniques.

Durante casi todo el camino, el objetivo de ambos había estado a la vista: la cúpula de cobre verdoso del campanario de aquella extraordinaria basílica románica de Arthur Blomfield, construida en 1870, junto a aquella indolente arteria urbana acuática, con tanto aplomo como si la hubiera erigido junto al Gran Canal de Venecia. En su primera visita a Saint Matthew, nueve años antes, la señorita Wharton había decidido que convenía admirarla, puesto que era su iglesia parroquial y ofrecía lo que ella describía como privilegios católicos. A partir de entonces, había apartado con firmeza de su mente la arquitectura del edificio, junto con sus recuerdos de arcos normandos, retablos de talla y las familiares torres del estilo inglés primitivo. Creía que se había acostumbrado ya a él, pero todavía se sentía levemente sorprendida cuando veía al padre Barnes acompañar a grupos de visitantes, expertos interesados en la arquitectura victoriana, que no ocultaban su entusiasmo ante el baldaquino, admiraban las pinturas prerrafaelistas en los ocho paneles del púlpito, o plantaban sus trípodes para fotografiar el ábside, y comparaban el templo, con un tono confiado y poco eclesiástico (incluso los expertos debieran aprender a bajar sus voces en la iglesia), con la catedral de Torcello, cerca de Venecia, o con la basílica similar que Blomfield había construido en Jericho, en Oxford.

Y ahora, como siempre, con aquella presencia impresionante, se erguía ante ellos. Atravesaron la verja entre las barandillas del canal y enfilaron el camino de grava que conducía al pórtico de la puerta sur, cuya llave obraba en poder de la señorita Wharton. Esta puerta conducía a la sacristía pequeña, donde ella colgaba su abrigo, y a la cocina, donde limpiaba los jarrones y disponía las flores frescas. Cuando llegaron ante la puerta, ella contempló el pequeño parterre de flores que los jardineros de la parroquia trataban de cultivar, con más optimismo que éxito, en la poco agradecida tierra junto al camino.

—¡Mira, Darren, qué hermosas! ¡Las primeras dalias! No creía que llegaran a florecer. No, no las cojas. Están muy bonitas aquí.

El niño se había agachado y tendía ya la mano hacia las flores, pero al hablar ella se enderezó y se metió la sucia mano en el bolsillo.

—¿No las quiere para la Virgen?

—Para Nuestra Señora tenemos ya las rosas de tu tío.

¡Si al menos fueran de su tío! Pensó que debía preguntárselo. No podía seguir con aquello, ofreciendo a Nuestra Señora flores robadas, si es que eran robadas. Pero ¿y si no lo eran y ella le acusaba injustamente? En ese caso, destruiría todo lo que había entre ellos dos. Y ahora no podía perderlo. Por otra parte, eso podría meterle en la cabeza la idea del robo. Surgieron en su mente aquellas frases recordadas a medias: corrupción de la inocencia, ocasión de pecado. Decidió que le convendría pensar profundamente al respecto. Pero ahora no, todavía no.

Buscó en su bolso su llavero de madera, y trató de introducir la llave en la cerradura. Sin embargo, no pudo conseguirlo. Perpleja, pero todavía tranquila, hizo girar el pomo y la pesada puerta de hierro se abrió. Ya estaba abierta, pues había una llave en la cerradura por el otro lado. El pasillo estaba silencioso y a oscuras, y la puerta de roble que conducía a la sacristía pequeña, a la izquierda, estaba bien cerrada. Por consiguiente, el padre Barnes debía de encontrarse allí. Sin embargo, era extraño que hubiera llegado antes que ella. ¿Y por qué no había dejado encendida la luz del pasillo? Cuando su mano enguantada encontró el interruptor, Darren se escabulló junto a ella, en dirección a la reja de hierro forjado que separaba el pasillo de la nave de la iglesia. Le gustaba encender un cirio cuando llegaba, pasando sus delgados brazos a través de la reja para llegar al candelabro y a la caja de las limosnas. Al iniciar su camino, ella le había entregado, como de costumbre, una moneda de diez peniques, y ahora oyó un leve tintineo mientras el niño metía su vela en el soporte y buscaba las cerillas sujetas por una cadenilla al brazo metálico.

Y fue entonces, en aquel preciso momento, cuando notó el primer indicio de inquietud. Cierta premonición alertó su subconsciente; interiores inquietudes y una vaga sensación de intranquilidad se unieron para convertirse en temor. Había un leve olor, extraño pero al mismo tiempo horriblemente familiar; la sensación de una presencia reciente; el posible significado de aquella puerta exterior sin cerrar, la oscuridad del pasillo... De pronto, supo que allí había algo alarmante, e instintivamente exclamó:

—¡Darren!

El niño se volvió y la miró fijamente, y a continuación, inmediatamente, volvió a su lado.

Poco a poco al principio, y después con un movimiento brusco, ella abrió la puerta. La luz la deslumbró. El largo tubo fluorescente que desfiguraba el techo estaba encendido y su resplandor eclipsaba la suave luz del pasillo. Y pudo ver entonces el horror personificado.

Eran dos, y supo instantáneamente y con absoluta certeza que estaban muertos. La habitación era una especie de caos. Los habían degollado y parecían animales sacrificados en medio de un charco de sangre. Instintivamente, empujó a Darren detrás de ella, pero ya era tarde. Él también lo había visto. No gritó, pero notó que el niño temblaba y profería un leve y patético gruñido, como un cachorro enfadado. Lo empujó hacia el pasillo, cerró la puerta y se apoyó en ella. Notaba perfectamente un frío incontrolable, acompañado por los tumultuosos latidos de su corazón. Parecía como si éste se hubiera hinchado en su pecho, y como si, enorme y caliente, estremeciera su frágil cuerpo con un doloroso tamborileo, como dispuesto a partirla en dos. Y el olor, que al principio había sido insinuante, casi imperceptible, poco más que una tonalidad extraña en el aire, parecía ahora invadir el pasillo con los intensos efluvios de la muerte.

La señorita Wharton oprimió su espalda contra la puerta, agradeciendo el apoyo que le ofrecía aquella sólida madera de roble tallada. Sin embargo, ni esta solidez ni sus ojos estrechamente cerrados podían ahuyentar el horror. Tan vivamente iluminados como si estuvieran en un escenario, seguía viendo los cadáveres, bajo una luz más brillante e intensa que cuando sus ojos horrorizados los habían visto por primera vez. Uno de ellos se había deslizado desde el bajo camastro situado a la derecha de la puerta y yacía en el suelo, mirándola, con la boca abierta y la cabeza casi separada del tronco. Volvía a ver las venas y arterias seccionadas, asomando como tuberías retorcidas a través de los coágulos de sangre. El otro estaba apoyado torpemente, como un muñeco de trapo, en la pared más distante. Su cabeza había caído hacia adelante, y sobre su pecho se había extendido una gran mancha de sangre, como un babero. Todavía llevaba en la cabeza un gorro de lana marrón y azul, pero lo llevaba de través. El ojo derecho quedaba oculto, pero el izquierdo la miraba con una espantosa familiaridad. Así mutilados, le parecía a ella como si todo lo humano se hubiera vaciado junto con la sangre: vida, identidad y dignidad. Ya no parecían dos hombres. Y había sangre en todas partes. Tuvo la sensación de que ella misma se estaba ahogando en sangre. La sangre se agolpaba en sus oídos, la sangre gorgoteaba como un vómito en su garganta, la sangre salpicaba, en forma de glóbulos brillantes, las retinas de sus ojos cerrados. Aquellas imágenes de muerte, que no le era posible disipar, flotaban ante ella en un torbellino de sangre, se disolvían, volvían a formarse y después se disolvían de nuevo, pero siempre entre un mar de sangre. Y entonces oyó la voz de Darren y notó la mano de éste que tiraba de su manga.

—Es mejor que nos larguemos de aquí antes de que llegue la poli. ¡Vamos! Nosotros no hemos visto nada. ¡Nada! No hemos estado aquí.

Había en su voz la nota aguda del miedo. Se aferraba al brazo de ella. A través de la delgada tela de mezclilla, sus dedos mordían, agudos como dientes. Suavemente, ella se soltó. Cuando habló, le sorprendió la tranquilidad que había en su voz.

—No digas tonterías, Darren. Desde luego, nadie sospechará de nosotros. En cambio, huir... eso sí que parecería sospechoso.

Le empujó a lo largo del pasillo.

—Yo me quedo aquí. Tú irás a buscar ayuda. Debemos cerrar la puerta con llave. Yo esperaré aquí mientras vas a buscar al padre Barnes. ¿Sabes dónde está la vicaría? Es el piso de la esquina, en aquella manzana de Harrow Road. Él sabrá lo que hay que hacer. Él avisará a la policía.

—Pero usted no puede quedarse sola aquí. ¿Y si él está todavía aquí? ¿En la iglesia, esperando y vigilando? Es mejor que nos marchemos los dos, ¿vale?

La autoridad que había en aquella voz infantil la desconcertó.

—Pero es que no me parece bien, Darren, dejarlos aquí. Los dos no. Me parece... bueno, desacertado. Yo debería quedarme.

—Tonterías. Usted no puede hacer nada. Están muertos, un par de fiambres. Ya los ha visto.

Hizo un rápido gesto como si pasara la hoja de un cuchillo a través de su garganta, puso los ojos en blanco y carraspeó. El sonido fue horriblemente real, como un vómito sanguinolento en su boca, y ella gritó:

—¡Por favor, Darren, no hagas eso!

Inmediatamente, él se mostró conciliador, con una voz más tranquila. Puso su mano sobre la de ella.

—Será mejor que venga conmigo a ver al padre Barnes.

Ella bajó la vista y le miró, compungida, como si fuera ella la menor de los dos.

—Si lo crees así, Darren.

Él había asumido ya el mando y su cuerpecillo casi vibraba.

—Sí, es lo que yo creo. Venga conmigo.

Estaba excitado. Ella lo oyó en el temblor de su voz, y lo vio en aquellos ojos brillantes. Ya no estaba asustado y, en realidad, ni siquiera trastornado. Había sido una tontería pensar que había que protegerlo contra aquel horror. Aquel brote de temor al pensar en la policía se había desvanecido. La señorita Wharton llegó a preguntarse si, criado entre aquellas impresionantes y fugaces imágenes de violencia, el niño sabría distinguir entre ellas y la realidad. Tal vez fuese una suerte que, protegido por su propia inocencia, no consiguiera hacerlo. Darren apoyó su delgado brazo en los hombros de ella acompañándola hacia la puerta, y ella se apoyó en el niño, notando aquellos duros huesecillos bajo su brazo.

«Qué amable es —pensó—, qué cariñoso, este querido chiquillo.» Le hubiera gustado hablarle de las flores y del salmón, pero ahora no era momento para pensar en ello, desde luego.

Se encontraron en el exterior. El aire, puro y frío, parecía oler tan dulcemente como la brisa marina. Pero cuando, entre los dos, cerraron la pesada puerta, con sus barras de hierro forjado, la señorita Wharton descubrió que no podía introducir la llave en la cerradura. Sus dedos se movían rítmicamente, como presa del espanto. Fue él quien le arrebató la llave y, poniéndose de puntillas, la introdujo en el agujero de la cerradura. Y, entonces, las piernas de ella se doblaron lentamente y se dejó caer poco a poco sobre el escalón, tan inerte como una marioneta. El niño la miró.

—¿No se encuentra bien?

—Creo que no puedo andar, Darren. Enseguida estaré mejor, pero ahora tengo que quedarme aquí. Tú irás a buscar al padre Barnes. Pero... ¡date prisa!

Al ver que él seguía titubeando, añadió:

—El asesino todavía puede encontrarse ahí dentro. Cuando hemos llegado, la puerta no estaba cerrada. Debió de irse después de... Supongo que no se habrá quedado dentro, esperando que lo cojan, ¿verdad que no?

«Es extraño —pensó— que mi mente razone, en tanto que mi cuerpo parece haberse dado por vencido.»

Sin embargo, era verdad. No era posible que él siguiera allí, escondido en la iglesia, cuchillo en mano. A menos que aquellos dos hubieran muerto hacía muy poco. No obstante, la sangre no parecía muy reciente... ¿o tal vez sí? De pronto, sus intestinos ronronearon. «Dios mío —rogó—, no permitas que ocurra nada de esto, al menos ahora. Yo nunca voy al retrete.» No sería capaz de ir, una vez atravesada esa puerta. Pensó en la humillación que ello supondría, en la llegada del padre Barnes, acompañado por la policía. Ya resultaba suficientemente humillante encontrarse tumbada allí, como un montón de ropa vieja.

—Date prisa —repitió—. Yo me encuentro bien. ¡Pero tú date prisa!

El niño salió, disparado. Cuando estuvo lejos, ella siguió allí, luchando contra aquel terrible desconcierto de sus intestinos y contra la necesidad de vomitar. Trató de rezar, pero, extrañamente, parecía como si las palabras se mezclaran todas ellas entre sí. «Descansen en paz las almas de los inocentes, en la misericordia de Cristo.» Pero tal vez no eran ellos los inocentes. Debería haber una plegaria que sirviera para todos los hombres. Para todos los seres asesinados en todo el mundo. Tendría que preguntárselo al padre Barnes. Con toda seguridad, él lo sabría.

Y entonces la asaltó un nuevo y diferente terror. ¿Qué había hecho de su llave? Miró la que tenía en la mano. Tenía atado un gran rectángulo de madera, chamuscado en un extremo, allí donde el padre Barnes lo había acercado demasiado a la llama del gas. Por consiguiente, ésa era la llave del padre, la que guardaba en la vicaría. Debía de ser la que ella había encontrado en la cerradura y le había entregado a Darren para que volviera a cerrar la puerta. Por lo tanto, ¿qué había hecho con la suya? Revolvió frenéticamente su bolso, como si la llave fuera una pista vital y su pérdida equivaliera a un desastre, viendo en su imaginación una legión de ojos acusadores, a la policía que le exigía explicaciones, y el rostro cansado y decepcionado del padre Barnes. Pero sus dedos nerviosos la encontraron en su sitio, entre el monedero y el forro del bolso, y entonces la sacó con un suspiro de alivio. Debía de haberla guardado automáticamente, al descubrir que la puerta ya estaba abierta. Sin embargo, no dejaba de ser extraño que no pudiera recordarlo. Todo era como un vacío entre el momento de su llegada y aquel otro momento en el que había abierto de par en par la puerta de la sacristía pequeña.

Advirtió entonces una sombra que se cernía sobre ella y, al levantar la vista, vio al padre Barnes. Una sensación de alivio inundó su cuerpo. Preguntó:

—¿Ha telefoneado a la policía, padre?

—Todavía no. Creí más procedente verlo todo yo mismo, por si se trataba de una broma del chiquillo.

Por tanto, pasaron junto a ella para entrar en la iglesia y en aquella habitación espantosa. No dejaba de ser extraño que, acurrucada en su rincón, ni siquiera lo hubiese advertido. La impaciencia se agolpó como un vómito en su garganta. Le entraron ganas de gritar: «¡Bueno, ahora ya lo ha visto!» Había pensado que, cuando el sacerdote llegara, todo recuperaría su normalidad. No, no una total normalidad, pero sí que todo tendría más sentido. Existían las palabras adecuadas y él las pronunciaría. Sin embargo, al mirarle, supo que el padre no aportaría ningún consuelo. Observó su cara, desagradablemente moteada por el frío matinal, con barba de más de un día, los dos pelos erizados junto a las comisuras de la boca, el rastro de sangre negruzca en el agujero izquierdo de la nariz, como si hubiera tenido una hemorragia nasal, y los ojos todavía medio pegados por el sueño. Qué absurdo pensar que él le traería fuerzas, que de alguna manera haría soportable aquel horror. El hombre ni siquiera sabía qué había de hacer. Había ocurrido lo mismo con la decoración de Navidad. La señora Noakes siempre se había ocupado del púlpito, ya desde los tiempos del padre Collins. Y entonces Lilly Moore sugirió que eso no era justo, pues deberían turnarse las demás en el púlpito y en la pila bautismal. Él hubiese tenido que tomar una decisión y mantenerse firme. Siempre ocurría lo mismo. Pero vaya momento de pensar en la decoración de Navidad, con la mente llena de muérdago de flores de pascua, rojas como la sangre. Pero ésta no era tan roja, sino más bien de un color pardo rojizo.

Pobre padre Barnes, pensó, disolviéndose su irritación para convertirse en sentimentalismo. Es un fracaso como yo. Somos los dos unos fracasados. Notó a su lado la presencia de Darren, que temblaba. Alguien debería llevarle a su casa. «Oh, Dios mío —pensó—, ¿qué será todo esto para él, para los dos?» El padre Barnes seguía a su lado, dándole vueltas a la llave de la puerta con sus manos sin enguantar. Ella dijo entonces, suavemente:

—Padre, debemos avisar a la policía.

—¿La policía? Desde luego. Sí, hemos de avisar a la policía. Telefonearé desde la vicaría.

Pero seguía titubeando y, obedeciendo a un impulso, ella preguntó:

—¿Los conoce, padre?

—Oh, sí, sí... El vagabundo es Harry Mack. ¡Pobre Harry! A veces dormía en el pórtico.

No era necesario que se lo contara, pues ella ya sabía que a Harry le gustaba dormitar en el pórtico. Había asumido la tarea de limpiarlo después de marcharse él, retirando las migas, las bolsas de papel, las botellas vacías, y a veces cosas incluso peores. Habría debido reconocer a Harry, aquel gorro de lana, la chaqueta... Trató de no pensar en el motivo de no haber sido capaz de hacerlo. Preguntó, con la misma suavidad de antes:

—Y el otro, padre, ¿lo ha reconocido?

Él la miró desde su altura. Ella pudo ver su temor, su desconcierto y, por encima de todo, una especie de asombro ante la enormidad de las complicaciones que iban a surgir. Contestó lentamente, dejando de mirarla:

—El otro es Paul Berowne, sir Paul Berowne. Es..., era ministro de la Corona.

Sabor a muerte-8.html

2

2

Apenas abandonó el despacho del jefe superior de policía y regresó a su oficina, el comandante Adam Dalgliesh telefoneó al inspector jefe John Massingham. El auricular fue descolgado con la primera llamada y la disciplinada impaciencia de Massingham llegó a través de la línea con tanto vigor como su voz Dalgliesh dijo:

—El jefe ha hablado con el Ministerio del Interior. Hemos de ocuparnos de esto, John. De todas maneras, la nueva brigada inaugurará su existencia el próximo lunes, así que sólo nos adelantamos en seis días. Y Paul Berowne puede ser todavía, técnicamente, el diputado por el nordeste de Hardfordshire. Al parecer, el sábado escribió al ministro de Hacienda para solicitar el condado de Chilton, y nadie parece muy seguro de si la dimisión data del día en que se recibió la carta o de la fecha en que el ministro firmó la autorización. Sin embargo, todo esto es puramente técnico. Hemos de asumir el caso.

Pero Massingham no estaba interesado en los detalles del procedimiento para el abandono de un escaño parlamentario, y preguntó:

—¿Están seguros en la división de que el cadáver es el de sir Paul Berowne?

—Uno de los cadáveres. No olvide al vagabundo. Sí, es Berowne. Hubo una comprobación de identidad en el lugar de autos, y, al parecer, el párroco local le conocía. No era la primera vez que Berowne pasaba la noche en la sacristía de la iglesia de Saint Matthew.

—Curioso lugar para ir a dormir.

—O a morir. ¿Ha hablado con la inspectora Miskin?

Una vez empezaran a trabajar juntos, ambos la llamarían Kate, pero ahora Dalgliesh le otorgó su debido rango. Massingham contestó:

—Hoy está libre de servicio, señor, pero conseguí encontrarla en su casa. He pedido a Robins que recoja su equipo y ella se reunirá con nosotros en el lugar de los hechos. También he avisado a los demás.

—De acuerdo, John. Puede sacar el Rover. Nos encontraremos fuera. Cuatro minutos.

Pasó por su mente que tal vez a Massingham no le habría desagradado que Kate Miskin hubiese abandonado ya su casa y hubiese sido imposible entrar en contacto con ella. La nueva brigada había sido organizada en el C1 para investigar delitos graves que, por razones políticas o de otra índole, necesitaran ser manejados con gran sensibilidad. A Dalgliesh le resultaba tan evidente el hecho de que la brigada necesitaría una detective experimentada, que había dedicado sus energías a elegir la más apropiada, en vez de especular sobre si encajaría o no en el equipo. Había seleccionado a Kate Miskin, de veintisiete años de edad, por su hoja de servicios y su actitud durante la entrevista, convencido de que poseía las cualidades que él estaba buscando. Eran también aquellas que más admiraba en un detective: inteligencia, valor, discreción y sentido común. Quedaba por ver qué otras cosas pudiera aportar con su contribución. Él sabía que ella y Massingham habían trabajado juntos, antes de ser nombrado él inspector detective de división y ella sargento. Se rumoreaba que su relación había sido a veces tempestuosa, pero Massingham había aprendido a disciplinar algunos de sus prejuicios desde entonces, ya que no en vano tenía el célebre temperamento Massingham. Y una nueva e incluso iconoclasta influencia, hasta cierta rivalidad saludable, podría resultar más efectiva operativamente que la complicidad francmasona y machista que frecuentemente unía a un equipo de policías todos varones.

Dalgliesh empezó a despejar su escritorio, rápida pero metódicamente, y después comprobó el contenido de la bolsa que se llevaba en casos de asesinato. Le había dicho a Massingham cuatro minutos y estaría allí puntualmente. Se había trasladado ya, como por un acto consciente de su voluntad, a un mundo en el que el tiempo era medido con precisión, los detalles eran observados obsesivamente y los sentidos se mostraban sobrenaturalmente alerta ante los sonidos, los olores, las imágenes, un simple parpadeo o el timbre de una voz. Había tenido que abandonar aquella oficina para ver numerosos cadáveres, en diferentes lugares y distintos estados de descomposición, jóvenes, viejos, patéticos, horripilantes y todos ellos con un solo hecho en común, el de que habían encontrado una muerte violenta a manos de otra persona. Pero este cadáver era diferente. Por primera vez en su carrera, la víctima era alguien a quien él había conocido y apreciado. Se dijo que era inútil especular sobre la diferencia, en caso de haberla, que esto introduciría en la investigación. Sabía ya que la diferencia estaba presente.

El jefe de policía había dicho:

—Tiene la garganta cortada, posiblemente por él mismo. Pero hay un segundo cadáver, el de un vagabundo. Es probable que este caso resulte complicado en más de un sentido.

Su reacción ante la noticia había sido en parte previsible y en parte compleja y perturbadora. Se había producido ese impulso inicial de incredulidad tan lógico cuando uno se entera de la muerte inesperada de cualquier persona conocida, aunque sea casualmente. Habría experimentado lo mismo si le hubieran dicho que Berowne había muerto a causa de un infarto o de un accidente de coche. Sin embargo, a esta primera sensación la había seguido otra de afrenta personal, una vaciedad seguida por una oleada de melancolía, no lo suficiente intensa como para calificarla de dolor, pero más aguda que una mera pena, y le había sorprendido por su misma intensidad. Sin embargo, había tenido la fuerza suficiente para decir:

—No puedo aceptar este caso. Estoy demasiado implicado, demasiado comprometido.

Mientras esperaba el ascensor, se dijo que no estaba más implicado en este caso que en cualquier otro. Berowne había muerto. Su tarea consistía en averiguar cómo y por qué. Su compromiso residía en su trabajo con los vivos, no con los muertos.

Apenas había cruzado las puertas giratorias cuando Massingham llegó por la rampa con el Rover. Al acomodarse a su lado, Dalgliesh preguntó:

—¿Se han puesto en marcha los de las huellas y los fotógrafos?

—Sí, señor.

—¿Y el laboratorio?

—Envían una bióloga cualificada. Se reunirá con nosotros allí.

—¿Ha podido hablar con el doctor Kynaston?

—No, señor, sólo con su ama de llaves. Él ha estado en Nueva Inglaterra, visitando a su hija. Siempre va allí en otoño. Se le esperaba en Heathrow; en el vuelo BA 214, que llega a las siete y veinticinco. Ha aterrizado ya, pero probablemente está atascado en la Westway.

—Siga llamando a su casa hasta que llegue.

—Doc Greeley está disponible, señor. Kynaston estará fatigado a causa del viaje.

—Quiero a Kynaston, fatigado o no.

Massingham dijo:

—Lo mejor de lo mejor para este cadáver.

Algo que había en su voz, una nota de diversión, incluso de desprecio, irritó a Dalgliesh. «Dios mío —pensó—, ¿me mostraré excesivamente sensible ante esta muerte, antes incluso de haber visto al difunto?» Se ciñó el cinturón de seguridad sin decir palabra y el Rover enfiló Broadway, la carretera que había cruzado menos de dos semanas antes, disponiéndose a visitar a sir Paul Berowne.

Con la vista fija al frente, sólo consciente a medias del mundo existente más allá de la claustrofóbica comodidad del coche, y de las manos de Massingham aferradas al volante, del cambio de marchas prácticamente insonoro, del tendido de semáforos de tráfico, permitió deliberadamente que sus pensamientos se despojaran del presente y de toda conjetura acerca de lo que le esperaba, y, mediante un ejercicio mental, recordó, como si algo importante dependiera de la exactitud de sus recuerdos, todos los momentos de aquella última entrevista con el hombre que ahora estaba muerto.

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Era el jueves cinco de septiembre y él se disponía a salir de su despacho y dirigirse a la Escuela de Policía de Bramshill, para iniciar una serie de conferencias ante los mandos superiores, cuando le llegó la llamada desde aquella oficina privada. El secretario particular de Berowne hablaba como suelen hacerlo los de su categoría. Sir Paul agradecería que el comandante Dalgliesh pudiera dedicarle unos minutos. Sería conveniente que viniera enseguida. Dentro de una hora, sir Paul tenía que abandonar su oficina para reunirse con un grupo de sus electores en la Cámara.

Dalgliesh apreciaba a Berowne, pero esta convocatoria era más que inconveniente. No se le esperaba en Bramshill hasta después del almuerzo y había planeado aprovechar su viaje al norte de Hampshire para visitar unas iglesias en Sherborne Saint John y Winchfield, y almorzar en un pub cercano a Stratfield Saye, antes de llegar a Bramshill con el tiempo suficiente para cambiar las cortesías usuales con el comandante antes de iniciar su conferencia a las dos y media. Se le ocurrió pensar que había llegado a la edad en que un hombre espera sus placeres con menos avidez que en la juventud, pero se siente desproporcionadamente enojado cuando sus planes sufren un trastorno. Se habían producido los usuales preliminares largos, fatigosos y ligeramente agrios para la creación de la nueva brigada en el C1, y su mente estaba pensando ya con alivio en la solitaria contemplación de unas efigies de alabastro, unos cristales del siglo XVI y las impresionantes decoraciones de Winchfield. Sin embargo, parecía como si Paul Berowne no quisiera dedicar largo tiempo a su entrevista. Todavía podían resultar posibles sus planes. Salió de su despacho, se puso su abrigo de mezclilla, en previsión de una mañana otoñal incierta, y, cruzando Saint James’s Station, se dirigió al Ministerio.

Al cruzar las puertas giratorias, pensó una vez más en lo mucho que prefería el esplendor gótico del antiguo edificio de Whitehall. Reconocía que debía de ser exasperante e inconveniente para los que trabajaban en él, pero, al fin y al cabo, lo habían construido en una época en que las habitaciones las calentaban estufas de carbón alimentadas por todo un ejército de sirvientes, y en que un par de docenas de notas cuidadosamente escritas a mano por los legendarios excéntricos del Ministerio bastaban para controlar unos acontecimientos que ahora requerían tres divisiones y dos subsecretarios. Sin duda, el nuevo edificio era excelente en su clase, pero si la intención había sido la de expresar una autoridad firme pero atemperada por cierta humanidad, no estaba muy seguro de que el arquitecto lo hubiera conseguido. Parecía más apropiado para una empresa multinacional que para un gran ministerio del Estado. Encontraba a faltar particularmente los enormes retratos al óleo que dignificaban aquella impresionante escalinata de Whitehall, siempre intrigado por las técnicas con las que artistas de diversos talentos aceptaban el reto de dignificar las facciones ordinarias, y a veces más que vulgares, de sus modelos mediante la explotación visual de magníficos ropajes, y grabando en sus caras mofletudas la enérgica solución del poder imperial. Pero al menos habían quitado la fotografía de estudio de una princesa real que, hasta fechas recientes, adornaba el vestíbulo de entrada. Era un retrato que parecía más adecuado para un salón de peluquería del West End.

Fue reconocido con una sonrisa por el conserje de la recepción, pero a pesar de ello sus credenciales fueron cuidadosamente examinadas y se le pidió que esperase al ordenanza que había de escoltarlo, aunque él había asistido a suficientes reuniones en aquel edificio como para estar razonablemente familiarizado con aquellos particulares pasillos del poder. Quedaban ya muy pocos de los antiguos ordenanzas, y durante años el Ministerio había reclutado mujeres. Éstas acompañaban a los visitantes con una competencia jovial y maternal, como si quisieran tranquilizarles en el sentido de que el lugar, si bien podía parecerse a una prisión, era tan acogedor como una clínica, y que los que iban allí lo hacían por su propio bien.

Finalmente, le introdujeron en la oficina exterior. La Cámara todavía observaba las vacaciones estivales y aquella habitación presentaba una quietud poco usual. Una de las máquinas de escribir estaba enfundada y un solo empleado repasaba papeles sin dar muestras de la urgencia que normalmente imperaba en el despacho privado de un ministro. La escena hubiera sido muy distinta unas semanas antes. Pensó, y no por primera vez, que un sistema que requería ministros que dirigieran sus ministerios, cumplieran con sus responsabilidades parlamentarias y emplearan el fin de semana para escuchar las quejas de sus electores, bien podía haber sido planeado para asegurar que las decisiones principales las tomaran hombres y mujeres cansados hasta el punto del abatimiento. Sin duda, ello aseguraba que dependieran todos, intensamente, de sus funcionarios permanentes. Los ministros vigorosos seguían siendo ellos mismos, pero los más débiles degeneraban hasta convertirse en marionetas, aunque por otra parte esto no llegaba a preocuparles necesariamente. Los altos cargos ministeriales eran hábiles en lo que se refería a ocultar, ante sus títeres, incluso la más leve sacudida de las cuerdas y los alambres. Sin embargo, Dalgliesh no había necesitado recurrir a su fuente privada de rumores ministeriales para saber que Paul Berowne no presentaba trazas de esta lacia servidumbre.

Berowne abandonó su mesa y tendió la mano como si aquél fuese su primer encuentro. Tenía una cara severa, incluso algo melancólica, en estado de reposo, pero se transfiguraba cuando sonreía. Ahora sonrió al decir:

—Siento haberle hecho venir tan apresuradamente. Me alegra que hayamos podido localizarlo. No se trata de algo particularmente importante, pero creo que puede llegar a serlo.

Dalgliesh nunca podía mirarle sin recordar el retrato de su antepasado, sir Hugo Berowne, en la National Portrait Gallery. Sir Hugo no se distinguió especialmente, excepto por una obediencia apasionada, aunque infructuosa, a su rey. Su único gesto notable registrado fue el de encargar a Van Dyke la ejecución de su retrato, pero ello bastó para asegurarle, al menos pictóricamente, una transitoria inmortalidad. Hacía ya mucho tiempo que la casa solariega de Hampshire había sido vendida por la familia, cuya fortuna estaba muy mermada, pero el largo y melancólico semblante de sir Hugo, enmarcado por un cuello de exquisitos encajes, todavía contemplaba con arrogante condescendencia al gentío que pasaba por allí, el caballero decididamente monárquico del siglo XVII. La semejanza del actual baronet con él era casi sobrenatural. Tenía la misma cara larga y huesuda, los pómulos altos que descendían a lo largo de las mejillas hasta una barbilla puntiaguda, los mismos ojos separados con un marcado descenso del párpado izquierdo, las mismas manos pálidas y de dedos largos, y la misma mirada fija pero ligeramente irónica.

Dalgliesh observó que la superficie de su mesa de trabajo estaba casi despejada. Era éste un artificio necesario para todo hombre que, abrumado por el trabajo, deseara mantener su cordura. Ello permitía atender un asunto en un momento determinado, concederle plena atención, dilucidarlo y después apartarlo. En aquel preciso momento, indicaba que la única cosa que exigía atención era algo relativamente poco importante, un breve mensaje en una cuartilla de papel blanco. Se la entregó a Dalgliesh, y éste leyó:

«El diputado en el Parlamento por el nordeste de Herfordshire, a pesar de sus tendencias fascistas, es un liberal notorio cuando se trata de los derechos de las mujeres. Sin embargo, tal vez las mujeres debieran prestar atención, puesto que la proximidad de ese elegante baronet puede ser fatal. Su primera esposa murió en un accidente de automóvil; conducía él. Theresa Nolan, que cuidaba a su madre y dormía en su casa, se suicidó después de someterse a un aborto. Fue él quien supo dónde encontrar el cadáver. El cuerpo desnudo de Diana Travers, su empleada doméstica, fue hallado, ahogado, durante la fiesta de cumpleaños de su esposa, celebrada a orillas del Támesis, una fiesta en la que se esperaba que él estuviera presente. Una vez es una tragedia privada, dos veces es mala suerte, tres veces empieza ya a parecer descuido.»

Dalgliesh comentó:

—Está escrito con una máquina eléctrica de bola. No son las más fáciles a efectos de identificación. Y el papel procede de un bloque de tipo comercial corriente, de los que se venden a millares. Poca ayuda podemos encontrar en ello. ¿Tiene alguna idea de quién pueda haber enviado esto?

—Ninguna. Uno llega a acostumbrarse a las cartas usuales de tipo insultante o pornográfico. Constituyen parte de nuestro trabajo.

—Pero esto se acerca a una acusación de asesinato —dijo Dalgliesh—. Si encontramos al remitente, supongo que sus abogados aconsejarán una querella.

—Una querella, sí; así lo creo yo.

Dalgliesh pensó que quien hubiera redactado aquel mensaje era una persona con cierta educación. La puntuación era cuidadosa y la prosa tenía cierto ritmo. Aquella persona, cualquiera que fuese su sexo, se había preocupado por la ordenación de los hechos, y por obtener la mayor cantidad posible de información relevante. Sin duda, estaba por encima de los anónimos usuales y vulgares que llegaban al buzón de un ministro, y precisamente por ello era algo mucho más peligroso.

Devolvió la hoja y dijo:

—Esto no es el original, desde luego. Es una fotocopia. ¿Ha sido usted, señor ministro, la única persona que lo ha recibido, o no lo sabe con certeza?

—Fue enviado a la prensa, al menos a una publicación, la Paternoster Review. Aparece en la edición de hoy. Acabo de verla.

Abrió el cajón de su mesa, sacó la revista y se la entregó a Dalgliesh. La página ocho tenía un doblez, y Dalgliesh la recorrió con la mirada. La revista había estado publicando una serie de artículos sobre miembros jóvenes del Gobierno, y esta vez le tocaba el turno a Berowne. La primera parte del artículo era inofensiva, de hechos concretos, apenas original. Equivalía a una breve revisión de la carrera anterior de Berowne como abogado, con su primer y fallido intento de entrar en el Parlamento, su éxito en las elecciones de 1979, su ascenso fenomenal hasta alcanzar el rango ministerial, y su probable promoción a primer ministro. Mencionaba que vivía con su madre, lady Ursula Berowne, y con su segunda esposa en una de las pocas casas todavía en pie de las construidas por sir John Soane, y que tenía una hija de su primer matrimonio, Sarah Berowne, de veinticuatro años, que se movía en el ala izquierda de la política y a la que se suponía distanciada de su padre. Mostraba una actitud de desagradable sarcasmo respecto a las circunstancias de su segundo matrimonio. Su hermano mayor, el comandante sir Hugo Berowne, había encontrado la muerte en Irlanda del Norte y Paul Berowne se había casado con la prometida de su hermano al cabo de cinco meses del accidente de coche en el que había muerto su esposa. «Tal vez fuese apropiado que, en tan penosos momentos, la prometida y el esposo encontrasen mutuo consuelo, aunque nadie que haya visto a la hermosa Barbara Berowne podría suponer que el matrimonio fuese meramente cuestión de deber fraternal.» La revista seguía pronosticando, con notable percepción pero muy escasa caridad, acerca del futuro político de su personaje, pero gran parte de lo que decía era poco más que simples habladurías propias de las camarillas políticas.

El aguijón se encontraba en el párrafo final, y su origen era inconfundible. «Se sabe que es un hombre al que le gustan las mujeres, y no cabe duda de que muchas de ellas lo juzgan atractivo. Sin embargo, las mujeres que han estado más próximas a él han tenido una curiosa mala suerte. Su primera esposa murió en un accidente de coche, ocurrido mientras conducía él. Una joven enfermera, Theresa Nolan, que cuidaba a su madre, lady Ursula Berowne, se suicidó después de someterse a un aborto y fue Berowne quien descubrió su cadáver. Hace cuatro semanas, una joven que trabajaba para él, Diana Travers, fue hallada ahogada después de una fiesta celebrada en ocasión del cumpleaños de su esposa, una fiesta en la que se esperaba que él estuviera presente. Para un político, la mala suerte es tan perjudicial como la halitosis. Es algo que podría seguir acosándolo en su carrera política. Podría ser el mal olor de la desdicha, más bien que la sospecha de que no sabe lo que realmente quiere, lo que frustrara el pronóstico de que este hombre ha de ser el próximo primer ministro conservador.»

Berowne observó:

—La Paternoster Review no circula por el Ministerio. Tal vez sería mejor que lo hiciera. A juzgar por esto, es posible que nos perdamos cierta diversión, ya que no información. Yo la leía a veces en el club, sobre todo por sus reseñas literarias. ¿Sabe usted algo acerca de la revista?

Dalgliesh pensó que bien hubiera podido hacer esa pregunta a la gente de relaciones públicas de su Ministerio. No dejaba de ser interesante que, al parecer, hubiera optado por no hacerlo. Contestó:

—Hace años que conozco a Conrad Ackroyd. Es el propietario y el editor de la Paternoster. Su padre y su abuelo ya lo eran antes. En aquellos tiempos se imprimía en Paternoster Place, en la City. Ackroyd no gana ni un céntimo con ella. Su padre le dejó bien provisto mediante otras inversiones más ortodoxas, pero supongo que tampoco presenta números rojos. A él le gusta de vez en cuando la murmuración escrita, pero su revista no es un segundo Private Eye. En primer lugar, Ackroyd no tiene los bemoles necesarios para ello. No creo que, en toda la historia de esa publicación, haya corrido jamás el riesgo de encontrarse ante una querella. Por lo tanto, la revista es, desde luego, menos audaz y menos divertida que el Eye, excepto en lo que se refiere a sus reseñas literarias y teatrales. Éstas contienen una perversidad que no deja de ser amena. —Recordó que sólo la revista Paternoster habría podido describir una reposición de la obra de Priestley Llama un inspector, como una obra teatral sobre una joven sumamente cargante que causaba una serie de trastornos a una familia respetable. Añadió—: Los hechos en sí serán exactos, aunque habrá que comprobarlo. Sin embargo, el tono es sorprendentemente maligno para una publicación como Paternoster.

Berowne repuso:

—Sí, claro, los hechos son exactos.

Hizo esta afirmación con calma, casi con tristeza, sin dar ninguna explicación y, al parecer, sin intención de ofrecer ninguna.

Dalgliesh sintió el deseo de preguntar «¿Qué hechos? ¿Los hechos de este periódico o los hechos de la carta original?». Sin embargo, decidió no hacer esta pregunta. No se trataba todavía de un caso para la policía, y todavía menos para él. Por el momento, la iniciativa debía partir de Berowne. Se limitó a decir:

—Recuerdo la investigación sobre la muerte de Theresa Nolan, pero la muerte de Diana Travers, ahogada, es un hecho nuevo para mí.

—No salió en la prensa nacional —explicó Berowne—. Hubo un par de líneas en el periódico local, informando sobre la investigación efectuada. No se hacía mención a mi esposa. Diana Travers no participaba en su fiesta de cumpleaños, pero ambas cenaron en el mismo restaurante, el Black Swan, junto al río, en Cookham. Pareció como si las autoridades adoptaran el lema de aquella compañía de seguros: «¿Por qué convertir en drama una crisis?»

Por consiguiente, se había echado tierra sobre el asunto, al menos en cierto modo, y Berowne lo había sabido. La muerte de una joven que trabajaba para un ministro de la Corona y que se ahogó después de cenar en el mismo restaurante en el que cenaba la esposa del ministro estuviera o no presente éste, hubiera justificado, en circunstancias normales, al menos un corto párrafo en uno de los periódicos nacionales. Dalgliesh preguntó:

—¿Qué desea que haga yo, señor ministro?

Berowne sonrió.

—Pues sepa que no estoy muy seguro. Mantener cierta vigilancia, creo yo. No espero que asuma usted esa tarea personalmente. Evidentemente, ello sería ridículo. Pero si se convierte en un escándalo público, supongo que alguien tendrá que hacerle frente. Llegados a este extremo, yo quería meterle a usted en el asunto.

Pero esto era precisamente lo que no había hecho. Con cualquier otro hombre, Dalgliesh habría señalado este detalle y además con cierta aspereza. El hecho de que no sintiera la menor tentación de hacerlo con Berowne le interesaba. «Habrá informes sobre ambas investigaciones —pensó—. Puedo obtener la mayoría de los datos a partir de fuentes oficiales. Por lo demás, si se ve sometido a una acusación abierta, tendrá que procurar salir limpio de ella.» Y si esto sucedía, el que se convirtiera en una cuestión para él personal y para la nueva brigada que se estaba proponiendo, dependería de la magnitud del escándalo, de la certeza de las sospechas y de aquello a lo que éstas apuntaran. Se preguntó qué esperaba Berowne que hiciera él: ¿Encontrar a un chantajista potencial o investigarlo a él por un doble asesinato? Pero parecía probable que al final se produjera algún tipo de escándalo. Si la carta había sido enviada a la Paternoster Review, era casi seguro que también habría llegado a otros diarios o revistas, posiblemente a algunos de los de ámbito nacional. De momento, era posible que optaran por contener el fuego de sus cañones, pero eso no quería decir que hubieran arrojado la carta a la papelera. Probablemente, la habían estudiado mientras consultaban con sus abogados. Mientras tanto, esperar y vigilar era, probablemente, la opción más prudente. No obstante, en nada podía perjudicar tener una conversación con Conrad Ackroyd. Ackroyd era uno de los chismosos más notables de Londres. Media hora pasada en el elegante y confortable salón de su esposa solía resultar más productiva y muchísimo más amena que unas cuantas horas transcurridas hojeando archivos oficiales.

Berowne dijo:

—Tengo que reunirme con un grupo de electores en la Cámara. Quieren que les enseñe el lugar. Si tiene tiempo, tal vez quiera venir a acompañarnos.

De nuevo, esta petición equivalía a una orden.

Pero cuando abandonaron el edificio, se dirigió sin ninguna explicación hacia la izquierda y bajó la escalinata hacia Birdcage Walk. Ello significaba que harían el camino hasta la Cámara siguiendo el trayecto más largo, o sea bordeando Saint James’s Park. Dalgliesh se preguntó si habría cosas que su acompañante quisiera confiarle y que expresara con mayor facilidad fuera de su despacho. Aquellas cuarenta hectáreas de parque, de una belleza arrebatadora pero austera, atravesadas por senderos tan oportunos como si hubieran sido trazados a propósito para conducir de un centro de poder a otro, debían de haber oído más secretos que cualquier otra parte de Londres, pensó Dalgliesh.

Pero si era ésa la intención de Berowne, estaba destinada a quedar truncada. Apenas habían atravesado Birdcage Walk cuando fueron saludados por un grito estentóreo y Jerome Mapleton trotó hasta llegar a su altura, con su semblante rubicundo y sudoroso, casi perdido el aliento. Era el diputado de un distrito electoral de Londres Sur, un escaño seguro que de todos modos él nunca dejaba vacío, como si temiera que una simple ausencia de una semana pudiera ponerlo en peligro. Veinte años en la Cámara todavía no habían mitigado su extraordinario entusiasmo por su tarea y su conmovedora sorpresa ante el hecho de que él se encontrase realmente allí. Hablador, gregario e insensible, se unía, como impulsado por una fuerza magnética, a cualquier grupo más numeroso o más importante que aquel del que formase parte en el momento. La ley y el orden eran su interés primordial, preocupación que le otorgaba popularidad entre sus prósperos electores de la clase media, agazapados detrás de sus cerraduras de seguridad y de las decorativas rejas de sus ventanas. Adaptando su tema a su audiencia de aquel momento, inició en el acto una charla parlamentaria sobre la comisión recientemente nombrada, dando saltitos entre Berowne y Dalgliesh como una barca pequeña en aguas alborotadas.

—Esa comisión... «La labor policial de una sociedad libre: la próxima década»... ¿No se llama así? ¿O se trata de «La labor policial en una sociedad libre: la próxima década»? ¿No se pasaron la primera sesión para decidir si había que incluir una u otra preposición? ¡Es típico! ¿Verdad que estudian la política en la misma medida que los recursos técnicos? ¿No se trata de un cometido muy importante? ¿No resultará esa comisión más numerosa de lo que normalmente se considera como efectivo? ¿No era la idea original revisar de nuevo la aplicación de la ciencia y la tecnología a la labor policial? Al parecer, la comisión ha ampliado sus términos de referencia.

Dalgliesh repuso:

—La dificultad consiste en que los recursos técnicos y la política no se dejan separar fácilmente, al menos cuando se busca una labor policial práctica.

—Ya lo sé, ya lo sé. Y créame que lo agradezco, mi querido comandante. Por ejemplo, esa propuesta de controlar los movimientos de vehículos en las autopistas. Pueden hacerlo, desde luego, pero la cuestión es si deben hacerlo. Pasa algo parecido con la vigilancia. ¿Pueden ustedes estudiar métodos científicos avanzados, divorciados de la política y la ética de su uso actual? Ésta es la cuestión, mi querido comandante. Usted lo sabe, y todos lo sabemos. Y a este respecto, ¿podemos seguir confiando en la doctrina tradicional según la cual al jefe superior de policía le incumbe decidir la distribución de recursos?

Berowne intervino a su vez:

—Supongo que no se le ocurrirá en ningún momento pronunciar la tremenda herejía de que deberíamos contar con una fuerza nacional de policía.

Hablaba sin interés aparente, con la mirada fija hacia adelante. Era como si estuviera pensando: «Puesto que se nos ha pegado este pelmazo, vamos a plantearle un tema previsible y a escuchar sus previsibles opiniones.»

—No. Pero sería mejor tenerla por voluntad y por intención que por defecto. De iure, señor ministro, no de facto. Bien, no va a faltarle trabajo, comandante, y, dada la filiación del grupo de trabajo, tampoco le resultará aburrido.

Hablaba con una cierta ironía y Dalgliesh sospechó que había tenido ciertas esperanzas de ser también un miembro. Entonces le oyó añadir:

—Supongo que ése es el atractivo que ofrece su trabajo para la clase de hombre como usted.

«¿Qué clase de hombre?», pensó Dalgliesh. El poeta que ya no escribe poesías. El amante que sustituye el compromiso por la técnica. El policía desilusionado de su oficio. Dudaba que Mapleton intentara que sus palabras resultaran ofensivas, pues aquel hombre era tan insensible para el lenguaje como para la gente. Replicó:

—Nunca he estado del todo seguro de dónde reside el atractivo, excepto que el trabajo no resulta aburrido y me concede una vida privada.

Berowne habló entonces con súbita amargura:

—Es un trabajo en el que hay menos hipocresía que en la mayoría. A un político se le exige escuchar patrañas, hablar de patrañas y dejar pasar patrañas. Lo máximo que podemos esperar en este aspecto es que no lleguemos a creerlas realmente.

La voz, más que las palabras, desconcertó a Mapleton, que finalmente decidió considerarlo como una broma y soltó una risita. Después se volvió hacia Dalgliesh.

—¿Y a qué se dedica ahora, comandante? Aparte del grupo de trabajo, desde luego...

—Doy una semana de conferencias en el curso de mandos superiores de Bramshill. Después, he de volver aquí para poner en marcha la nueva brigada.

—Bien, supongo que eso le tendrá muy ocupado. ¿Y qué ocurre si yo asesino al diputado por Chesterfield Oeste, cuando el grupo de trabajo esté reunido?

Lanzó otra risita, divertido ante su propia audacia.

—Espero que resista usted la tentación.

—Sí, lo intentaré. La comisión es demasiado importante para que los intereses de la policía estén representados sólo a tiempo parcial. Y a propósito, hablando de asesinatos, sale hoy, en la Paternoster Review, un párrafo muy curioso sobre usted, Berowne. No demasiado elogioso, diría yo.

—Sí —respondió Berowne secamente—. Ya lo he visto.

Aceleró el paso para que Mapleton, que aún no había recuperado el aliento, tuviera que elegir entre hablar o utilizar sus energías para seguir el paso de sus acompañantes. Cuando llegaron al Ministerio de Hacienda, había decidido, evidentemente, que la recompensa no merecía tanto esfuerzo y, con un saludo casual, desapareció hacia Parliament Street. Pero si Berowne había estado buscando un momento para hacer nuevas confidencias, ese momento se había desvanecido. El semáforo de peatones se había puesto en verde. Ningún peatón, al ver la luz a su favor en Parliament Square, vacila. Berowne le dirigió una mirada apenada, como si quisiera decir: «Ya ve que incluso los semáforos conspiran contra mí», y atravesó la calle con paso vivo. Dalgliesh le vio cruzar Bridge Street, contestar al saludo del policía de guardia y desaparecer en New Palace Yard. Había sido un encuentro breve y poco satisfactorio.

Tenía la sensación de que Berowne se encontraba en un apuro más grave y más sutilmente inquietante que aquellos mensajes anónimos. Regresó a Scotland Yard diciéndose a sí mismo que si Berowne quería hacer alguna confidencia, lo haría en el momento que él juzgara más conveniente.

Pero aquel momento no llegaría nunca. Y había sido a su regreso de Bramshill una semana más tarde cuando, al conectar la radio, oyó la noticia de que Berowne había dimitido de su cargo ministerial. Los detalles fueron escasos. Como única explicación, Berowne dijo que había llegado en su vida el momento de tomar una nueva dirección. La carta del primer ministro, publicada en el Times del día siguiente, había sido convencionalmente elogiosa, pero breve. El gran público británico, al que en su mayoría le hubiera sido difícil nombrar a tres miembros del Gabinete, en este o cualquier otro gobierno, estaba ocupado buscando el sol en uno de los veranos más lluviosos de los últimos años, y aceptó la pérdida de un joven ministro con ecuanimidad. Aquellos chismosos parlamentarios que permanecían en Londres, soportando el aburrimiento de la época de calma, esperaban, expectantes, el escándalo que se produciría, y Dalgliesh esperaba con ellos.

Sin embargo, al parecer no había escándalo y la dimisión de Berowne seguía sumida en el misterio.

Desde Bramshill, Dalgliesh había reclamado ya los informes sobre las investigaciones efectuadas sobre la muerte de Theresa Nolan y Diana Travers. A la vista de los documentos, no había motivo de preocupación. Theresa Nolan, después de pasar por un confinamiento médico por motivos psiquiátricos, había dejado una nota para sus abuelos, que éstos habían confirmado como escrita sin duda por ella y en la que dejaba bien clara su intención de poner fin a sus días. Y Diana Travers, después de beber y comer con exceso, al parecer se había zambullido en el Támesis para nadar hasta la barcaza donde sus compañeros se estaban divirtiendo.

A Dalgliesh le había quedado una sensación de duda en el sentido de que ninguno de los dos casos era tan claro como los informes pretendían demostrar, pero, por otra parte, tampoco había pruebas prima facie de juego sucio en ninguna de las dos muertes. No tenía la menor certeza acerca de qué profundidad había de dar a sus investigaciones, o de si, dada la dimisión de Berowne, había alguna motivación para ellas. Había decidido no hacer nada más de momento y dejar que Berowne diera el primer paso al respecto.

Y ahora Berowne, presunto portador de la muerte, había muerto a su vez, por su propia mano o por la de alguna otra persona. Cualquiera que fuera el secreto que quería confiarle en aquel breve paseo hasta la Cámara, quedaría ignorado para siempre. Pero, si de hecho había sido asesinado, entonces los secretos saldrían a relucir: a través de su cadáver, a través de los íntimos detritos de su vida, a través de las bocas, sinceras, traicioneras, balbuceantes o titubeantes, de su familia, sus enemigos y sus amigos. El asesinato era el principal destructor de la intimidad, como lo era de tantas otras cosas.

Y a Dalgliesh el hecho de que debiera ser él, el hombre ante el cual Berowne había mostrado cierta disposición a la confianza, quien ahora se pusiera en marcha para iniciar ese proceso inexorable de violación, le parecía un giro irónico del destino.

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Casi habían llegado a la iglesia cuando por fin pudo volver sus pensamientos al momento presente. Massingham había observado, en atención a él, un silencio inusual, como si percibiera que su jefe le agradecía este breve intervalo entre el conocimiento y el descubrimiento. Y no le fue necesario preguntar el camino. Como siempre, había trazado el mapa de su ruta antes de partir. Avanzaban por la carretera de Harrow y acababan de pasar ante el complejo del hospital Saint Mary, cuando de pronto apareció ante ellos, a su izquierda, el campanario de Saint Matthew. Con sus pétreos motivos cruzados, sus altos ventanales arqueados y su cúpula de cobre, recordó a Dalgliesh las torres que, en su infancia, había erigido laboriosamente con su juego de construcciones, colocando precariamente una pieza sobre otra, hasta que finalmente se derrumbaban todas, en ruidoso desorden, en el suelo del cuarto de jugar. Éste le ofrecía ahora la misma fragilidad y, mientras lo miraba, casi esperaba ver cómo se inclinaba y se derrumbaba.

Sin decir palabra, Massingham enfiló el siguiente desvío a la izquierda y una estrecha carretera flanqueada en ambos lados por una serie de casitas. Eran todas ellas idénticas, con sus ventanucos de la planta superior, sus porches estrechos y su cuadrada ventana principal, pero era evidente que aquella carretera se adentraba en un mundo. Algunas de las casas todavía mostraban los signos indicativos de una ocupación múltiple; césped cuidado, pintura que se caía y cortinas corridas para mantener los secretos del interior. Pero a estas casas las sucedían otras con mayor colorido, de cierta aspiración social, con puertas recién pintadas, farolillos, alguna que otra maceta colgante con flores, y el jardín delantero pavimentado para permitir el aparcamiento del coche. Al finalizar el camino, la enorme mole de la iglesia, con sus paredes majestuosas de ladrillo ennegrecido por el humo, parecía tan extraña al lugar como distante de la escala que observaba toda aquella serie de pequeñas viviendas unifamiliares.

El gran pórtico del norte, de un tamaño propio para una catedral, estaba cerrado. Junto a él, un mugriento tablero indicaba el nombre y la dirección del párroco y el horario de las misas, pero nada más sugería que aquella puerta se abriera en alguna ocasión. Avanzaron lentamente por un estrecho camino asfaltado, entre el muro sur de la iglesia y la barandilla que bordeaba el canal, pero sin observar ningún signo de vida. Era evidente que la noticia del asesinato todavía no había circulad

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