La joven durmiente y el huso

Neil Gaiman

Fragmento

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imagenra el reino más próximo al de la soberana, a vuelo de pájaro, pero ni tan siquiera los pájaros lo sobrevolaban. Las altas montañas trazaban entre ambos reinos una frontera que disuadía por igual a pájaros y a personas, que consideraban imposible cruzarlas.

Ambiciosos mercaderes de ambos territorios habían contratado a exploradores para que buscaran un paso a través de las montañas que, de existir, haría inmensamente rico al hombre o la mujer que lo controlara. Las sedas de Dorimar podrían llegar a Kanselaire en cuestión de semanas, o meses, en lugar de años. Mas no había tal paso y, en consecuencia, a pesar de que existía una frontera común, nadie transitaba de un reino a otro.

Ni siquiera los enanos, robustos e infatigables —seres de carne y hueso, pero también de magia—, podían escalar aquellas montañas.

Pero eso tampoco suponía un problema para ellos. No necesitaban escalarlas. Las atravesaban por debajo.

Tres enanos, moviéndose con tal agilidad que parecían uno solo, avanzaban por los oscuros túneles excavados bajo las montañas.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —los urgía el que iba en último lugar—. Hemos de comprarle la mejor seda de Dorimar. Si no nos damos prisa, podrían venderla y no nos quedaría más remedio que conformarnos con la segunda mejor.

—¡Ya! ¡Ya lo sabemos! —replicó el que iba en primer lugar—. Y compraremos también un baúl para guardarla, así no se llenará de polvo y llegará impoluta.

El enano que iba en medio no decía nada. Agarraba con fuerza su gema, para asegurarse de que no cayera al suelo y se perdiera, y ponía en ello toda su atención. La gema era un rubí en bruto, tal como lo habían extraído de la roca, del tamaño de un huevo de gallina. Una vez tallado y pulido valdría un imperio, de modo que les resultaría fácil intercambiarlo por la más exquisita seda de Dorimar.

A los enanos no se les habría ocurrido regalar a la joven reina algo que ellos mismos habían extraído de la tierra. Habría resultado demasiado fácil, demasiado vulgar. Según ellos, lo que hace de un regalo algo mágico es la distancia.

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imagena reina se despertó temprano aquella mañana.

—Sólo una semana —dijo en voz alta—. Dentro de una semana seré una mujer casada.

Sonaba increíble y, al mismo tiempo, definitivo. Se preguntaba cómo se sentiría siendo una mujer casada. Si la vida consistía en elegir, aquello supondría el final de la suya. Al cabo de siete días ya no le quedaría elección. Gobernaría a su pueblo. Tendría hijos. Quizá muriera al dar a luz, quizá muriera muy anciana, o en el campo de batalla. Sin embargo, en el camino que llevara a su muerte, cada paso que diera sería ineludible.

Oía a los carpinteros trabajar en los prados que se extendían más allá del castillo; construían una grada para que sus súbditos pudieran asistir al enlace. Cada martillazo sonaba como un latido.

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imagenos tres enanos fueron saliendo por un hoyo en la ribera del río, y treparon hasta el prado: uno, dos y tres. Se subieron a un peñasco de granito, estiraron los brazos, las piernas, saltaron y se estiraron de nuevo. Luego, salieron corriendo en dirección norte, hacia el conjunto de casas bajas que formaban la aldea de Giff; en concreto, hacia la posada.

El posadero era su amigo y, como de costumbre, le llevaban una redoma de vino de Kanselaire —de intenso color rojo, dulce y con cuerpo, no como los desvaídos y agraces vinos de aquella región—. A cambio, él les daría de comer, los orientaría y les brindaría consejo.

El posadero, que tenía un pecho grande como sus barriles, y una barba espesa y anaranjada como la cola de un zorro, estaba en la cantina. La mañana apenas comenzaba, y a esas horas, en otras ocasiones, los enanos habían encontrado la posada vacía, pero ahora habría allí unas treinta personas, y ninguna de ellas parecía muy dichosa.

Los enanos, que esperaban una entrada furtiva y discreta, se vieron convertidos en el centro de todas las miradas.

—Maese Foxen —dijo el enano más alto, dirigiéndose al posadero.

—Muchachos —replicó éste, convencido de que los enanos eran niños pese a que tenían cuatro o quizá cinco veces su edad—. Sé que vosotros conocéis los túneles que hay bajo las montañas. Tenemos que salir de aquí.

—¿Qué sucede? —preguntó el enano más pequeño.

—¡Sueño! —dijo el borrachín que estaba junto a la ventana.

—¡Una plaga! —dijo una mujer ataviada con gran elegancia.

—¡Una maldición! —exclamó un calderero, cuyas ollas entrechocaban mientras él hablaba—. ¡Una maldición se cierne sobre todos nosotros!

—Vamos camino de la capital —dijo el enano más alto, que abultaba como un niño—. ¿Se ha declarado una epidemia?

—No es una epidemia —dijo el borrachín, con una larga barba gris en la que el vino y la cerveza habían dejado manchas amarillas—. Ya os lo he dicho: sueño.

—¿Una epidemia de sueño? ¿Cómo puede ser eso? —preguntó el enano más pequeño, que no llevaba barba.

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