La musa

Jessie Burton

Fragmento

9788415631712-7

1

No todos recibimos lo que nos merecemos. Muchos momentos que cambian el curso de una vida —una conversación con un desconocido a bordo de un barco, por ejemplo— son pura casualidad. Y aun así, nadie te escribe una carta ni te escoge como confesor sin tener una buena razón. Esto es lo que ella me enseñó: que para tener suerte en la vida hay que estar preparado. Hay que poner las piezas en juego.

Cuando me llegó a mí el día, hacía tanto calor que se me habían formado medias lunas bajo las axilas en la blusa que la zapatería proporcionaba a todas las empleadas.

—No importa el número —dijo la mujer, a la vez que se secaba la cara con un pañuelo.

Me dolían los hombros y tenía las puntas de los dedos irritadas. Me quedé mirándola; el sudor le había convertido el color rubio del flequillo en un marrón parecido al pelaje de un ratón mojado. El calor de Londres; nunca tiene por dónde escapar. Yo no lo sabía aún, pero aquella mujer iba a ser la última clienta a la que atendería.

—¿Disculpe?

—He dicho —recalcó ella con un suspiro— que me vale cualquier número.

Ya era casi la hora de cerrar, lo que significaba que tendríamos que pasar la aspiradora por la moqueta para recoger todas las partículas de piel seca: migas de pies, las llamábamos. Cynth siempre decía que con aquellos desechos podríamos haber moldeado un pie entero, un monstruo capaz de ponerse a bailar él solo. A ella le gustaba su empleo en Dolcis Shoes y me había conseguido el mío, pero, transcurrida la primera hora, yo ansiaba el frescor de mi habitación, mis cuadernos baratos, el lápiz que me esperaba junto a la estrecha cama. «Chica, alegra esa cara —me susurraba Cynth—, ¿acaso prefieres trabajar en la funeraria de al lado?»

Me replegué en dirección al almacén, un lugar al que solía escaparme, pues ya me había vuelto inmune a su intenso olor a suelas de caucho. Tenía ganas de meterme allí y gritar en silencio contra aquella pared de cajas.

—¡Espere! ¡Oiga, espere! —gritó la mujer al ver que me iba.

Cuando tuvo la seguridad de contar con toda mi atención, se inclinó y se quitó el gastado zapato de salón que llevaba, dejando al descubierto un pie sin dedos. No tenía ni uno. Era un muñón liso, un bloque de carne que descansaba inocente sobre la desvaída moqueta.

—¿Lo ve? —me dijo en tono resignado, al tiempo que se descalzaba el otro pie y revelaba una situación idéntica—. Relleno las punteras con papel, así que da lo mismo que me traiga un número u otro.

Fue todo un espectáculo y no se me ha borrado de la memoria: la inglesa que me enseñó sus pies sin dedos. En aquel momento quizá me dio asco. Siempre se dice que los jóvenes soportan mal la fealdad, que no han aprendido a disimular la sorpresa. En realidad, yo no era joven, tenía veintiséis años. No sé lo que hice en aquel momento, pero sí recuerdo que se lo conté a Cynth cuando regresábamos al piso que compartíamos frente a Clapham Common y también recuerdo que ella lanzó una exclamación de horror al imaginar aquellos pies sin dedos.

—¡El Monstruo de los Muñones! —exclamó—. ¡Viene a devorarte, Delly! —A continuación, en un tono más optimista y pragmático, añadió—: Al menos puede usar los zapatos que quiera.

A lo mejor aquella mujer era una bruja que anunciaba el cambio que iba a obrarse en mi camino. No lo creo, porque de eso se encargó otra mujer distinta, pero sí da la sensación de que su presencia puso un macabro punto final a ese capítulo de mi vida. ¿Creyó ver una vulnerabilidad similar en mi persona? ¿Ocupábamos ella y yo un espacio en el que no teníamos más remedio que rellenar el hueco con papel? No lo sé. Cabe una minúscula posibilidad de que ella sólo quisiera comprarse unos zapatos nuevos. Y aun así, siempre la recuerdo como salida de un cuento de hadas, porque aquél fue el día en que todo cambió.

A lo largo de los cinco años transcurridos desde que viajé en barco de Puerto España a Inglaterra, había solicitado otros muchos empleos y no me habían contestado de ninguno. Cuando el tren de Southampton entró en la estación de Waterloo, Cynth confundió las chimeneas de las casas con fábricas, una promesa de trabajo abundante. La promesa resultó difícil de cumplir. Yo solía fantasear con dejar Dolcis una vez que me admitieran como encargada de servir el té en un periódico nacional. En mi país, con mi titulación y mi amor propio, nunca se me habría ocurrido servir el té a nadie, pero Cynth me había dicho: «Ese trabajo podría desempeñarlo una rana sorda, tuerta y coja y en cambio a ti no te lo darían, Odelle.»

Cynth, con la que había ido al colegio y con la que había viajado a Inglaterra, estaba perdidamente enamorada de dos cosas: los zapatos y su prometido, Samuel, al que había conocido en nuestra iglesia de Clapham High Street. (Sam resultó ser todo un regalo inesperado, teniendo en cuenta que lo normal era que aquella iglesia estuviera repleta de señoras maduras que nos hablaban de las maravillas de los viejos tiempos.) Como tenía a Samuel, Cynth no se agobiaba por todo, al contrario que yo, y eso podía ser una fuente de tensiones entre nosotras. Yo afirmaba a menudo que ya no podía más, que no era como ella, y Cynth me respondía: «Ah, ¿porque yo soy una pobre tonta y tú mucho más inteligente?»

Había llamado por teléfono a muchos anuncios de trabajos para los que no se requería experiencia y en todos me respondían con gran amabilidad, hasta que acudía personalmente al sitio y, ¡milagro, milagro!, todos los puestos estaban ya ocupados. Aun así, ya fuera debido a una actitud irracional o al deseo de reclamar lo que me correspondía por derecho, continué solicitando empleos. El más reciente —y el mejor que había visto hasta entonces— era un puesto de mecanógrafa en el Instituto de Arte Skelton, un lugar lleno de columnas y pórticos. Incluso había ido a verlo en una ocasión, el sábado libre que me correspondía cada mes. Deambulé todo el día por las salas, de Gainsborough a Chagall, pasando por las aguatintas de William Blake. En el tren de regreso a Clapham, una niña se quedó mirándome fijamente, como si yo fuera un cuadro. De pronto, alargó sus deditos y me tocó el lóbulo de la oreja, al tiempo que preguntaba a su madre:

—¿Está suelto?

Su madre no la reprendió; por su cara, parecía esperar que el propio lóbulo se encargara de dar una maldita respuesta.

Yo no había peleado con los chicos a fin de obtener una licenciatura en Literatura Inglesa en la Universidad de las Indias Occidentales para nada. No había soportado que una niña me pellizcase la oreja en un vagón de tren para nada. En mi país, el mismísimo Consulado Británico me había concedido el primer premio de los Estudiantes de la Commonwealth por mi poema titulado «El lirio araña del Caribe». Lo siento, Cynth, pero no pensaba pasarme el resto de la vida probando zapatos a aquellas Cenicientas sudorosas. Hubo lágrimas, por supuesto, y la mayoría de ellas mojaron mi hundida almohada. La presión del deseo me retorcía las entrañas. Eso me avergonzaba y, sin embargo, me definía. Yo tenía cosas más importantes que hacer y ya llevaba cinco años esperando. Entretanto, escribía poemas vengativos acerca del clima i

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