Efecto dominó

Olivier Norek

Fragmento

cap-0

Prólogo

La psicóloga empujó el cenicero de cristal hacia delante. Aunque los estores estaban bajados tres cuartas partes, un rayo de sol cruzó la habitación e iluminó la danza del humo en suspensión.

—¿Le apetece contarme cómo empezó todo?

El hombre aplastó el cigarrillo con un giro de muñeca y dijo:

—Es una historia que tiene varios principios.

La psicóloga, nerviosa, balanceaba el bolígrafo entre los dedos. Era evidente que el hombre que tenía enfrente la intimidaba.

—Al menos, ¿sabe por qué está aquí?

—Porque he matado a dos personas. ¿Teme que se convierta en un hábito?

—Solo ha matado a una. Y en legítima defensa. Respecto al segundo caso…

Seco e impaciente, el hombre no la dejó terminar.

—Un miembro de mi equipo ha muerto. Es mi responsabilidad. Viene a ser lo mismo.

Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un paquete de tabaco aplastado. La psicóloga movió el bolígrafo entre los dedos con más ímpetu.

—Nadie ha vivido lo que usted. Nadie se atrevería a juzgarlo. Solo me gustaría que lo repasáramos juntos, desde el principio.

—¿Desde el asesinato o desde la fuga de la cárcel?

—Un poco antes.

—Entonces ¿desde el secuestro del crío?

—Ese es un buen principio, y, por favor, no olvide nada.

El hombre se encogió de hombros y encendió otro pitillo.

—No entiendo qué relevancia puede tener, puesto que mi decisión ya está tomada.

—Insisto. Además, sabe que en estas circunstancias esta conversación es obligatoria.

El hombre dio una profunda calada y luego accedió de mala gana.

—Me llamo Coste. Victor Coste. Soy capitán de la Subdirección de la Policía Judicial de Sena-Saint-Denis, departamento 93.

parte-1

PRIMERA PARTE

Entre cuatro paredes

Aquí estás completamente solo. Y si algún día crees tener un amigo... no te fíes de él.

ESCALPELO

cap-1

1

Tres meses antes

Centro penitenciario de Marveil

Módulo 2, celda de ingreso

Loco de amor. Casi adicto. Hasta un límite asfixiante. Así que a la mujer le faltaba el aire. Y cuanto más se alejaba ella, más se hundía él en una mórbida depresión. Demasiada medicación y unos nervios difícilmente controlables.

Una noche, con las maletas en la entrada, la mujer le dijo adiós, pero él se negó a creerlo y se interpuso entre ella y la puerta. Entonces, la mujer le habló del otro hombre y algo en su cerebro se desconectó. Pasó al modo ataque. El hombre la golpeó una primera vez, en el rostro. La impresión hizo que la mujer perdiera el equilibro y apoyara una rodilla en el suelo, espantada ante ese primer gesto de violencia y sangrando por la nariz. Luego, él le miró los labios, pensó que otro los había besado y volvió a empezar, una y otra vez, sentado encima de ella, a darle puñetazos con ambos puños, lanzando la cabeza de izquierda a derecha, igual que un artista furioso lacera la tela.

Los policías escribieron en el atestado que el rostro de la víctima estaba cóncavo, completamente metido hacia dentro. Los médicos de urgencias intentaron salvarle el ojo; no lo consiguieron.

Durante la detención preventiva, al hombre lo vio el psiquiatra, que le dio varias pastillas para tranquilizarlo. Pero de eso hacía más de veinte horas. Nada más desde que fue puesto a disposición judicial y el juez decretó prisión provisional.

El hombre pasó de los calabozos del juzgado a la jaula de un furgón celular y luego a una celda individual del módulo de ingreso de la prisión de Marveil, para quedarse allí las primeras noches.

Antes de que la puerta de madera y metal se cerrara detrás de él, le preguntó al vigilante:

—¿Cómo está ella?

El vigilante era la mitad de joven que él e intentó interpretar el papel de adulto.

—Da un paso atrás para que cierre la puerta.

—¿Va usted a volver? No pueden dejarme sin pastillas.

—Mañana verás al subdirector de tratamiento cuando te evalúe. Preséntale una solicitud para ver al psiquiatra y, si todo va bien, conseguirás la medicación en dos semanas, pero solo si te portas bien, das un paso atrás y cierro la puerta.

—Vale, ¿y para esta noche?

El vigilante apoyó la mano en el espray lacrimógeno que llevaba enganchado al cinturón y el detenido dio un paso atrás.

—Vale, vale. Entonces, solo un cigarrillo y fuego, ¿puede ser? Llevo tres días sin fumar.

—Tú no eres el único aquí. Deja que termine la ronda y volveré.

* * *

Centro penitenciario de Marveil

Videovigilancia, 23.30 h

En los monitores de control, todas las celdas del módulo de ingreso mostraban el mismo cuadro. Los nuevos detenidos estaban sentados en la cama, incapaces de dormir, mirando al vacío e intentando asumir la situación. Fundamentalmente, aceptarla. La esperanza alarga el tiempo y desgasta los nervios. La resignación permite estar en paz. Aceptar la pena es el único modo de soportarla. Sin embargo, esa aceptación puede tardar un tiempo.

En la celda número 6, el detenido se levantó. En la sala de control, los dos vigilantes nocturnos se sentaban a la mesa y se turnaban para calentar la fiambrera en el microondas. El detenido se envolvió con las sábanas y luego con la manta y se sentó en medio de la celda. La fiambrera de uno de los vigilantes giraba en el microondas, recalentando un guiso de la víspera. De entre las sábanas y la manta sintéticas escapó un poco de humo. A la temperatura deseada, el microondas emitió un tintineo. El plato estaba listo. El vigilante agarró la fiambrera, la abrió sin mucha convicción y, al darse cuenta de que la mesita estaba invadida con la comida y las revistas de sus compañeros, se dirigió hacia la silla de las pantallas de control. Dejó los cubiertos, desdobló la servilleta, levantó la mirada y gritó:

—¡Fuego! ¡Joder, hay fuego en la 6!

Las llamas adquirieron tal magnitud que la pantalla se volvió loca y se quedó en blanco.

A todo correr, los dos vigilantes alcanzaron al que estaba de ronda, ya alerta por los gritos. Para entonces, este había desplegado una parte de la manguera de incendios y los tres tiraron de ella hacia la celda 6, al fondo del pasillo. La última, evidentemente.

—¡Tirad, mierda! ¡Tirad!

El que acababa de gritar, a todas luces el jefe de servicio, se dirigió al funcionario de ronda.

—¡Demarco! ¡Ve a abrir la celda, hay que inundarla! ¡Depr

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