Temor a la verdad

Mary Higgins Clark

Fragmento

1

Jueves, 14 de noviembre

A las cuatro de la madrugada, Gus Schmidt se vistió con sigilo en el dormitorio de su modesta casa en Long Island, con la esperanza de no despertar a la que era su esposa desde hacía cincuenta y cinco años. Pero no lo logró.

Lottie Schmidt alargó enseguida el brazo para encender a tientas la lámpara de la mesilla de noche. Aunque le costó abrir los ojos, pegados por el sueño, vio que Gus llevaba puesta una chaqueta gruesa y quiso saber adónde iba.

—Lottie, voy a la fábrica. Ha surgido algo.
—¿Por eso Kate te llamó ayer?

Kate era la hija de Douglas Connelly, el dueño de Mobiliario antiguo de imitación Connelly, el complejo de fabricación de muebles cercano a Long Island City donde Gus había trabajado hasta su jubilación, hacía cinco años.

Lottie, una mujer delgada de setenta y cinco años con el pelo fino y canoso, se puso las gafas y echó un vistazo al reloj.

—Gus, ¿te has vuelto loco? ¿Sabes qué hora es?
—Son las cuatro, y Kate me pidió que me reuniera con ella a las cuatro y media. Sus motivos tendrá, por eso voy.

Lottie se dio cuenta de inmediato de que estaba visiblemente molesto. Lo conocía demasiado bien para hacerle la pregunta en la que ambos estaban pensando.

—Gus, desde hace unos días tengo un mal presentimiento. Ya sé que no te gusta oírme hablar así, pero tengo la sensación de que algo terrible va a ocurrir. No quiero que vayas.

Se observaron unos instantes bajo la tenue luz de la bombilla de sesenta vatios de la mesilla de noche. Aunque Gus respondió con calma, en el fondo estaba asustado. El hecho de que Lottie afirmara tener presagios le molestaba y a la vez le asustaba.

—Lottie, vuelve a dormir —dijo, enojado—. Sea cual sea el problema, estaré de vuelta para el desayuno.

Gus era un hombre más bien reservado, pero algo lo impulsó a acercarse a la cama, agacharse, besar a su esposa en la frente y acariciarle el pelo.

—No te preocupes —le dijo con firmeza.

Estas fueron las últimas palabras que ella le oiría decir.

2

Kate Connelly esperaba que no se le notara lo angustiada que estaba por el encuentro con Gus en el museo de la fábrica de muebles antes del amanecer. Cenó con su padre y su actual novia en el Zone, la cafetería de moda en el Lower East Side de Manhattan. Mientras tomaban unos cócteles, consiguió entablar una breve y superficial conversación con el «último bomboncito» de su padre.

Se llamaba Sandra Starling, una belleza rubia platino de veintitantos años, con grandes ojos color avellana, que explicaba muy seria que había participado en el concurso de Miss Universo, aunque no precisaba en qué lugar había quedado. Confesó que su meta era entrar en el mundo del cine y luego dedicar su vida a conseguir la paz mundial.

Esta es incluso más tonta que la mayoría de las novias que ha tenido, pensó Kate con sarcasmo.

Doug, tal como le había pedido a su hija que lo llamara, mostraba su cara más simpática y encantadora, aunque daba la impresión de que había estado bebiendo más de la cuenta.

Durante la cena, Kate se dio cuenta de que estaba juzgando a su padre como si ella fuera un miembro del jurado de Tienes talento o de Mira quién baila. Es un hombre guapo casi sesentón que se parece al legendario actor Gregory Peck, se dijo. Luego se percató de que poca gente de su edad podría valorar esa comparación. A menos que les guste el cine clásico tanto como a mí, concluyó.

Se preguntó si estaba cometiendo un error al implicar a Gus en el asunto.

—Kate, estaba contándole a Sandra que eres la más inteligente de la familia —comentó su padre.

—Me cuesta verme así —repuso Kate con una sonrisa forzada.

—No seas modesta —la reprendió Doug Connelly—. Kate es auditora de cuentas, Sandra. Trabaja en Way ne & Cruthers, una de las consultorías más importantes del país. —Se echó a reír—. El único problema es que siempre está diciéndome cómo llevar el negocio familiar. —Hizo una pausa—. Mi negocio —añadió—. Eso se le olvida.

—Papá, quiero decir, Doug —dijo Kate en un tono suave aunque sentía cada vez más rabia—. A Sandra no le interesan esas cosas.

—Sandra, mira a mi hija. Es una preciosa mujer de treinta años, ru bia y alta. Ha salido a su madre. Su hermana, Hannah, se parece a mí. Tiene el pelo castaño y rizado, y los ojos azules, como yo, pero viene en envase pequeño. No mide más de un metro sesenta. ¿A que sí, Kate?

Papá ha estado bebiendo antes de venir aquí. Puede ponerse muy desa gradable cuando se le va la mano, pensó Kate. Intentó llevar la conversación lejos del negocio fa miliar.

—Mi hermana está en el mundo de la moda, Sandra —explicó Kate—. Es tres años menor que yo. Cuando éramos niñas, mientras ella hacía vestiditos para sus muñecas, yo fingía ganar dinero contestando a las preguntas de Jeopardy! y La ruleta de la suerte.

¡Oh, Dios!, ¿qué hago si Gus está de acuerdo conmigo?, se preguntó mientras el camarero les servía los entrantes.

Por suerte, la orquesta, que había hecho una pausa, regresó al abarrotado comedor, y la ensordecedora música redujo la conversación al mínimo.

Sandra y ella no quisieron postre, pero entonces, para su desesperación, Kate oyó que su padre pedía una botella del champán más caro de la carta.

Empezó a protestar.
—Papá, no necesitamos...
—Kate, no me seas agarrada —replicó Doug Connelly alzando la voz lo suficiente para que lo oyeran las personas de la mesa de al lado.

Con las mejillas al rojo vivo, Kate dijo en voz baja: —Papá, he quedado con alguien para tomar una copa. Sandra y tú podréis disfrutar del champán a solas.

Sandra estaba rastreando el comedor con la mirada en busca de alguna celebridad. De pronto sonrió ampliamente a un hombre que levantaba la copa en su dirección.

—Ese es Majestic. Su último disco es número uno en las lis tas de éxitos —comentó casi sin aliento. Luego murmuró como de pasada—: Encantada de conocerte, Kate. A lo mejor, si me hago famosa, podrías administrarme el dinero.

Doug Connelly rió.
—Es una idea magnífica. Así tal vez me deje en paz —añadió con entusiasmo—. Era una broma. Estoy orgu lloso de mi cerebrito.

Si tú supieras lo que está planeando tu «cerebrito», pensó Kate.

Debatiéndose entre la rabia y la preocupación, recogió su abrigo del guardarropa, salió a la fría y ventosa noche de noviembre y subió a un taxi.

Su piso, que había comprado hacía un año, estaba en el Upper West Side. Era un apartamento espacioso de dos habitaciones con unas vistas impresionantes al río Hudson. Le encantaba, pero le apenaba pensar que el antiguo dueño, Justin Kramer, un adinerado asesor fiscal de treinta y tantos años, lo había vendido a precio de saldo tras perder su empleo. Cuando firmaron el acuerdo de compraventa, Justin le regaló una simpática sonrisa y una bromelia como la que ella había visto en el piso la primera vez que fue a visitarlo.

—Robby me ha dicho que te gustó mucho mi planta —comentó Justin al tiempo que señalaba al agente inmobiliario que estaba sentado junto a él—. La que viste me la he llevado, pero te regalo una de bienvenida. Ponla en el mismo lugar, en el alféizar de la ventana de la cocina, y crecerá como la mala hierba.

Kate solía pensar en ese regalo cuando entraba en su alegre piso y encendía la luz. Los m

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