La historia de Lisey

Stephen King

Fragmento

I. Lisey y Amanda(Todo sigue igual)

I

Lisey y Amanda
 (Todo sigue igual)

1

Los cónyuges de los escritores famosos son casi invisibles al ojo público; nadie lo sabía mejor que Lisey Landon. Su esposo había ganado el Pulitzer y el Premio Nacional de Literatura pero, en cambio, Lisey tan solo había concedido una entrevista de verdad en toda su vida, concretamente para la conocida revista femenina que publica la columna titulada «Sí, estoy casada con Él». Se pasó más o menos la mitad de las quinientas palabras del artículo explicando que su nombre (una abreviatura de Lisa) rimaba con «Sisi», mientras que la otra mitad se centraba en su receta de rosbif asado a fuego lento. Su hermana Amanda comentó en su momento que la fotografía que acompañaba el artículo la hacía parecer gorda.

Ninguna de las hermanas de Lisey era inmune a los placeres que proporciona meter cizaña («hurgar en la porquería», como siempre decía su padre) o chismorrear sobre los trapos sucios ajenos, pero la única a quien a Lisey le costaba querer era precisamente Amanda. Esta, la mayor (y más peculiar) de las hermanas Debusher, de Lisbon Falls, en la actualidad vivía sola en una casa que le había comprado Lisey, una vivienda pequeña y bien aislada cerca de Castle View, donde Lisey, Darla y Cantata podían tenerla controlada. Lisey se la había comprado hacía siete años, cinco antes de que Scott muriera. Muriera Joven. Muriera de Forma Intempestiva, como suele decirse. A Lisey aún le costaba asimilar que llevaba dos años muerto; tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida y al mismo tiempo de que apenas si había pasado un suspiro.

Cuando Lisey empezó por fin a vaciar el despacho de Scott, un conjunto de estancias grandes y hermosas que en otros tiempos habían constituido el desván de un granero, Amanda se presentó al tercer día, después de que Lisey completara el inventario de todas las ediciones extranjeras (había centenares de ellas), pero antes de que hubiera tenido ocasión de avanzar apenas en la lista de los muebles, con asteriscos junto a las piezas que consideraba su deber conservar. Esperó a que Amanda le preguntara por qué no se daba más prisa, por el amor de Dios, pero Amanda no le hizo pregunta alguna. Mientras Lisey pasaba de la cuestión del mobiliario a la inspección desganada (e interminable) de las cajas de cartón atestadas de correspondencia que se amontonaban en el armario principal, Amanda parecía absorta en las impresionantes pilas de recuerdos alineados a lo largo de la pared sur del estudio. Se dedicó a pasear arriba y abajo ante los objetos dispuestos como una larguísima serpiente, sin hablar apenas, limitándose a tomar notas en un pequeño cuaderno que tenía cerca en todo momento.

Lisey no le preguntó qué buscaba ni qué anotaba en su cuadernillo. Tal como Scott había señalado en más de una ocasión, Lisey poseía lo que sin duda se cifraba entre los talentos humanos más infrecuentes: no se entremetía en los asuntos de los demás, pero al mismo tiempo no le importaba demasiado que los demás se metieran en los suyos. Siempre y cuando no se dedicaran a fabricar explosivos para perpetrar un atentado, y en el caso de Amanda eso no dejaba de constituir una posibilidad. Era la clase de mujer que no podía evitar hurgar, la clase de mujer que tarde o temprano acabaría abriendo la boca.

Su marido se había marchado al sur desde Rumford, donde vivían («como un par de comadrejas atrapadas en una tubería», como dijo Scott tras una visita que juró no repetir jamás) en 1985. Su única hija, a la que habían puesto Intermezzo y a quien todos llamaban Metzie para abreviar, se había ido a Canadá (con un camionero como pretendiente) en 1989. «Uno voló hacia el sur, otro voló hacia el norte, y al tercero no hay quien la verborrea le corte.» Ese era el verso que su padre siempre recitaba cuando eran pequeñas, y la única de las pequeñas de Dandy Dave Debusher incapaz de frenar la verborrea era, sin lugar a dudas, Manda, abandonada primero por su esposo y más tarde por su hija.

Si bien a veces resultaba muy difícil sentir afecto por Amanda, Lisey no quería que viviera sola en Rumford. De hecho, no se fiaba de ella viviendo sola y, aunque nunca habían llegado a expresarlo en voz alta, Lisey estaba segura de que Darla y Cantata eran de la misma opinión. Así pues, había hablado con Scott y había encontrado la casita estilo Cape Cod, que logró adquirir por noventa y siete mil dólares en efectivo. Poco después, Amanda se había instalado en ella y desde entonces la tenía mucho más a mano.

Ahora Scott había muerto, y Lisey había logrado por fin ponerse a vaciar su estudio. Mediado el cuarto día, las ediciones extranjeras ya estaban guardadas en cajas, la correspondencia marcada y clasificada de algún modo, y Lisey ya tenía bastante claro qué muebles conservaría y cuáles descartaría. Así pues, ¿por qué tenía la sensación de haber hecho tan poco? Había sabido desde el principio que aquel proceso no se podía acelerar, por muchas cartas y llamadas impertinentes que hubiera recibido desde la muerte de Scott (además de unas cuantas visitas). Suponía que, en última instancia, las personas interesadas en los escritos inéditos de Scott acabarían saliéndose con la suya, pero no hasta que Lisey estuviera preparada para entregárselos. Al principio no lo tenían claro, pero ahora Lisey creía que casi todos ellos lo habían asimilado.

Existían muchas palabras para describir lo que Scott había dejado. La única que Lisey entendía por completo era memorabilia, «recuerdos», pero había otra, una muy extraña, que sonaba más o menos como incuncabila. Eso era lo que querían los impacientes, los pertinaces, los enfadados… Buscaban los incuncabila de Scott. Y Lisey empezó a pensar en ellos como los Incunks.

2

El sentimiento que la embargaba con mayor intensidad, sobre todo después de la visita de Amanda, era el desaliento, como si hubiera subestimado la tarea que debía realizar o sobrestimado (por mucho) su capacidad de llevarla a cabo hasta su inevitable conclusión… Los muebles guardados en la planta inferior del granero, las alfombras enrolladas y aseguradas con cinta adhesiva, la furgoneta Ryder amarilla en el sendero de la entrada, proyectando su sombra sobre la valla de madera que separaba el jardín de la finca de los Galloway.

Ah, y no olvidemos mencionar el corazón triste que latía en el lugar, los tres ordenadores de escritorio (antes había cuatro, pero el del «rincón de los recuerdos» de Scott ya no estaba, gracias a la propia Lisey). Cada uno era más ligero y rápido que el anterior, pero incluso el más nuevo era un modelo de escritorio voluminoso, y todos ellos seguían funcionando bien. Estaban protegidos por contraseñas que Lisey desconocía. Nunca se las había preguntado a Scott y no tenía idea de la clase de electrorresiduos que dormitaban en los discos duros de los ordenadores. ¿Listas de la compra? ¿Poemas? ¿Escritos eróticos? Estaba segura de que Scott se conectaba a internet, pero no sabía qué páginas visitaba. ¿Amazon? ¿La biografía de Hank Williams? ¿Periódicos alternativos? ¿Pág

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