Una navidad diferente

John Grisham

Fragmento

1

La puerta de embarque estaba repleta de viajeros cansados, la mayoría de pie y arrimados a las paredes porque la escasa dotación de sillas de plástico estaba ocupada desde hacía mucho tiempo. Cada avión que llegaba y partía daba cabida a por lo menos ochenta pasajeros, pero en la puerta solo había asientos para unas pocas docenas.

Parecía que había mil personas esperando el vuelo de las siete de la tarde a Miami. Estaban abrigados y muy cargados, y en general, después de luchar contra el tráfico, los controles y las multitudes de los pasillos, estaban domesticados. Era el domingo después de Acción de Gracias, uno de los días más ajetreados del año para los viajes aéreos, y mientras empujaban y eran empujados hacia el interior de la puerta muchos se preguntaban, y no por primera vez, por qué habían elegido precisamente ese día para volar.

Las razones eran variadas e irrelevantes por el momento. Algunos procuraban sonreír. Otros intentaban leer, pero las apreturas y el ruido lo ponían difícil. Otros se limitaban a mirar fijamente el suelo y esperar. Cerca, un Santa Claus negro y flaco hacía sonar una molesta campana y entonaba monótonas salutaciones navideñas.

Una pequeña familia se acercó, y al ver el número de la puerta y la multitud, se detuvo en el extremo de la sala y comenzó su espera. La hija era joven y guapa. Se llamaba Blair y era evidente que salía de viaje. Sus padres no. Los tres miraron a la muchedumbre y también ellos, en aquel momento, se preguntaron por qué habían elegido aquel día para viajar.

Las lágrimas ya habían terminado, al menos la mayor parte. Blair tenía veintitrés años, recién salida de la universidad con un buen expediente, pero no preparada para ejercer una carrera. Un amigo de la facultad estaba en África con el Peace Corps, y esto había inspirado a Blair a dedicar los dos años siguientes a ayudar a los demás. Su destino era el este de Perú, donde enseñaría a leer a niños analfabetos. Viviría en una chabola sin agua corriente, ni electricidad ni teléfono, y estaba ansiosa por emprender su viaje.

El vuelo la llevaría a Miami, después a Lima, y a continuación tres días en autobús por las montañas, rumbo a otro siglo. Por primera vez en su joven y protegida vida, Blair iba a pasar las Navidades lejos de casa. Su madre le agarró la mano y procuró ser fuerte.

Todos los adioses se habían dicho ya. Por centésima vez se le había preguntado: «¿Estás segura de que esto es lo que quieres?».

Luther, su padre, estudió a la multitud con una mueca de desprecio en la cara. Qué locura, se dijo. Las había dejado en la acera y después había conducido varios kilómetros para aparcar en un solar próximo. Un autobús abarrotado lo había llevado de vuelta a la zona de salidas, y desde allí se había abierto paso a codazos con su mujer y su hija hasta esa puerta. Le entristecía que Blair se marchara y detestaba la hormigueante horda de gente. Estaba de mal humor. Las cosas iban a ponerse peor para Luther.

Los atormentados agentes de la puerta cobraron vida y los pasajeros avanzaron centímetro a centímetro. Se dio el primer aviso, el que pedía que pasaran los que necesitaban más tiempo y los de primera clase. Los codazos y empujones ascendieron al siguiente nivel.

—Será mejor que vayas —dijo Luther a su hija, su única hija.

Se abrazaron de nuevo y reprimieron las lágrimas. Blair sonrió y dijo:

—El año pasará volando. Estaré en casa las próximas Navidades.

Nora, la madre, se mordió el labio, asintió y la besó una vez más.

—Por favor, ten cuidado —dijo porque no podía evitar decirlo.

—Estaré bien.

La soltaron y contemplaron impotentes cómo se unía a una larga cola y se iba paso a paso, lejos de ellos, lejos de casa y de la seguridad y de todo lo que conocía. Mientras entregaba la tarjeta de embarque, Blair se volvió y les sonrió por última vez.

—Bueno —dijo Luther—. Ya basta. Le va a ir bien.

A Nora no se le ocurrió nada que decir mientras veía desaparecer a su hija. Dieron media vuelta y se unieron al tráfico peatonal, una larga y apretada marcha por los corredores, pasando ante el Santa Claus con la molesta campana, ante las tiendecitas repletas de gente.

Estaba lloviendo cuando salieron de la terminal y encontraron la cola para el autobús que iba al aparcamiento, y estaba diluviando cuando el autobús atravesó chapoteando el aparcamiento y los dejó a doscientos metros de su coche. A Luther le costó siete dólares liberarse junto con su automóvil de la codicia de las autoridades del aeropuerto.

Cuando rodaban hacia la ciudad, Nora habló por fin. —¿Estará bien? —preguntó.

Luther había oído esa pregunta tantas veces que su respuesta fue un gruñido automático.

—Claro.
—¿De verdad lo crees?
—Claro.

Lo creyera o no, ¿qué importaba ya? Ella se había ido, ya no podían detenerla.

Agarró el volante con las dos manos y maldijo en silencio el lento tráfico que tenía delante. No sabía si su mujer estaba llorando o no. Luther solo quería llegar a casa y secarse, sentarse delante del fuego y leer una revista.

Estaban a tres kilómetros de casa cuando Nora declaró: —Necesito unas cuantas cosas de la tienda.
—Está lloviendo —dijo él.
—Pero las necesito.
—¿No pueden esperar?
—Tú puedes quedarte en el coche. Solo tardaré un minuto. Ve a Chip’s. Hoy está abierto.

Así que Luther puso rumbo a Chip’s, un sitio que odiaba no solo por sus escandalosos precios y su huraño personal, sino también por su inaccesible situación. Seguía lloviendo, claro, y Nora no podía elegir un Kroger, donde podías aparcar y echar una carrerita. No, quería ir a Chip’s, donde aparcabas y tenías que hacer una caminata.

Solo que algunas veces ni siquiera se podía aparcar. El aparcamiento estaba lleno. Las salidas de incendios estaban repletas. Buscó en vano durante diez minutos, hasta que Nora dijo:

—Déjame en la acera. —Estaba frustrada por la incapacidad de él para encontrar un buen sitio.

Él condujo hasta un espacio cerca de una hamburguesería y pidió:

—Hazme una lista.
—Iré yo —dijo ella, pero solo fingiendo protestar. Luther haría la caminata bajo la lluvia, y los dos lo sabían.

—Hazme una lista.
—Solo chocolate blanco y una libra de pistachos —dijo ella, aliviada.

—¿Eso es todo?
—Sí, y asegúrate de que el chocolate es Logan’s, una tableta de una libra, y los pistachos de Lance Brothers.

—¿Y eso no puede esperar?
—No, Luther, no puede esperar. Voy a hacer el postre para la comida de mañana. Si no quieres ir, cállate y voy yo.

Luther cerró la puerta de golpe. Al tercer paso se metió en un hoyo. El agua fría le mojó el tobillo derecho y se introdujo rápidamente en su zapato. Se quedó inmóvil un segundo, cogiendo aliento, y después siguió andando de puntillas, intentando desesperadamente localizar otros charcos mientras esquivaba el tráfico.

Chip’s creía en los precios altos y los alquileres baratos. Estaba en una callejuela lateral, que no se veía desde ningún sitio. A su lado había una tienda de vinos regentada por un europeo de origen incierto, que aseguraba ser francés pero del que se rumoreaba que era húngaro. Su inglés era espantoso, aunque había aprendido el idioma de estafar en el precio. Probablemente lo había aprendido de su vecino Chip’s. De hecho, todas las tiendas del Distrito, que era como se conocía la zona, se esforzaban por ser exclusivas.

Y todas las tiendas estaban llenas. Otro Santa repicaba estruendosamente con la misma campana a la puerta de la tienda de quesos. «Rudolph, e

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