Invasión

Robin Cook

Fragmento

1

—¡Eh, oye! —dijo Candee Taylor, dando palmadas en la espalda de Jonathan Sellers. Jonathan se dedicaba a besarle el cuello con ahínco—. ¡Aquí control de tierra! ¿Me recibes, Jonathan? —añadió Candee, al tiempo que con los nudillos le daba leves golpes en la cabeza.

Tanto Candee como Jonathan tenían diecisiete años, y eran alumnos de último año en el instituto Anna
C. Scott. Jonathan había sacado el carnet de conducir hacía poco tiempo y, aunque sus padres todavía no le dejaban el coche, había conseguido que Tim Appleton le prestara su Volkswagen. Aún no era fin de semana, pero Candee y Jonathan se las habían arreglado para escurrir el bulto y conducir hasta un acantilado con vistas sobre toda la ciudad. Ambos habían estado esperando con impaciencia su primera visita al lugar de encuentro más frecuentado por las parejas del instituto. Para acabar de caldear el ambiente, que ya lo estaba bastante, por la radio sonaba la KNGA, con su fórmula exclusivamente musical de «40 principales».

—¿Qué pasa? —preguntó Jonathan, palpándose la cabeza dolorida. Candee se había visto obligada a darle fuerte para que le hiciera caso. Jonathan era un chi co delgado, muy alto para su edad. Había experimentado el tirón de la adolescencia sobre todo en sentido vertical, para alegría de su entrenador de baloncesto.

—Quería que vieras una estrella fugaz.

Candee, toda una gimnasta, tenía un cuerpo bastante más desarrollado que el de Jonathan, y suscitaba la admiración de los chicos y la envidia de las chicas. Podría haber salido con cualquiera, pero había escogido a Jonathan por dos cosas, por lo apuesto que era y por su afición a los ordenadores. También a ella le interesaban mucho.

—¿Qué tiene de especial una estrella fugaz? —se quejó Jonathan. Echó un vistazo al cielo y volvió a mirar a Candee.

—Ha cruzado todo el cielo —dijo ella, y, para subrayar sus palabras, pasó el índice de izquierda a derecha del parabrisas—. ¡Alucinante!

En la penumbra del coche, Jonathan adivinaba el movimiento casi imperceptible que la respiración de Candee imprimía a sus pechos. Le pareció más alucinante que cualquier estrella. Justo cuando iba a acercarse para tratar de besarla, la radio pareció enloquecer. El volumen subió al máximo y después se oyó una serie de chasquidos y chirridos ensordecedores. Empezaron a saltar chispas y a salir humo del salpicadero.

—¡Mierda! —exclamaron al unísono Jonathan y Candee, al tiempo que procuraban apartarse del receptor.

Los dos bajaron del coche y volvieron a mirar el interior del vehículo, esperando verlo en llamas; pero no, la lluvia de chispas había llegado a un final tan repentino como su inicio. Puestos en pie, se miraron por encima del coche.

—¿Y ahora qué coño le digo a Tim? —gimió Jonathan.

—¡Mira la antena! —dijo Candee.



A pesar de la oscuridad, Jonathan vio que estaba chamuscada.

Candee la tocó.
—¡Huy! —exclamó—. Está ardiendo.

Un murmullo de voces hizo que Jonathan y Candee mirasen alrededor. Como ellos, otros chicos habían salido de sus coches. Una capa de humo flotaba por encima de todo. Habían saltado los fusibles de todas las radios encendidas, tocaran rap, rock o clásica. Eso al menos fue lo que dijo todo el mundo.

La doctora Sheila Miller vivía en uno de los pocos bloques de pisos de la ciudad. Le gustaba la vista, la brisa del desierto y la proximidad del centro médico de la universidad. Este último factor era el más importante.

A sus treinta y cinco años tenía la sensación de haber vivido dos vidas. De muy joven, en la universidad, se había casado con un compañero del curso preparatorio. ¡Era tanto lo que tenían en común! Ambos creían que la medicina iba a absorber todas sus energías e intereses, y que había que compartir ese sueño. Por desgracia, lo apretado de sus horarios había impuesto a la fuerza una realidad ajena a todo romanticismo. Y aun así su relación podría haber sobrevivido, de no ser por la irritante convicción de George de que su carrera de cirujano era más valiosa que la desarrollada por Sheila, primero en medicina interna y después en urgencias. En lo tocante a responsabilidades domésticas, Sheila había tenido que cargar con todo.

La irrevocable decisión de George de aceptar una beca de dos años en Nueva York había sido la gota que colmó el vaso. El hecho de que esperase que fuera  con él a Nueva York cuando acababan de nombrarla jefa de la sección de urgencias del centro médico de la universidad mostró a Sheila lo poco que se entendían. Hacía tiempo que entre ellos se había desvanecido todo rastro de pasión; así pues, sin discusiones ni violencias, dividieron su colección de CD y revistas médicas y tomaron caminos distintos. A Sheila, la experiencia le había dejado poco más que un tenue resentimiento hacia las prerrogativas masculinas aceptadas sin discusión.

Aquella noche, como casi todas, Sheila se dedicaba a leer revistas especializadas. Al mismo tiempo grababa en vídeo un clásico en blanco y negro que estaban pasando por la tele, para verlo el fin de semana. De resultas de todo ello, el apartamento estaba tranquilo; sólo de vez en cuando se oía el tintineo del móvil colgado en la terraza.

A diferencia de Candee, Sheila no vio la estrella fugaz; sin embargo, en el mismo instante en que Candee y Jonathan asistían estupefactos a la destrucción de la radio del coche de Tim, Sheila presenciaba con igual estupefacción una catástrofe similar en su vídeo. De repente empezó a soltar chispas y zumbar, como si fuera un cohete a punto de salir disparado.

Interrumpida su concentración, Sheila tuvo la suficiente presencia de ánimo para desenchufar el aparato tirando del cable. Por desgracia sirvió de poco. Sólo al desconectar la entrada de la señal cesaron los ruidos, aunque no el humo. Sheila tocó la carcasa con cuidado. Estaba caliente, pero no había riesgo de incendio.

Sheila volvió a sus revistas mascullando entre dientes. Se le ocurrió llevar el vídeo al hospital por la mañana, para ver si uno de los técnicos electrónicos podía arreglarlo. No tenía tiempo de llevarlo hasta la tienda de electrodomésticos donde lo había comprado.



o a poco, Pitt Henderson se había ido arrellanando en su asiento, hasta adoptar una postura casi horizontal. Descansaba sobre el raído diván de su angosto dormitorio, en el tercer piso del bloque de viviendas del campus, frente al televisor en blanco y negro de 14 pulgadas. Se lo habían regalado sus padres para su último cumpleaños. La pantalla era pequeña, pero cogía bien la señal y la imagen no podía ser más nítida.

Pitt era estudiante de último curso, y esperaba licenciarse ese mismo año. Después del preparatorio se había especializado en química. Aunque sus resultados estaban muy cerca de la media, había conseguido una buena posición en la universidad gracias a una perseverancia y empeño manifiestos. Pitt había sido el único de su especialidad en pedir la beca de departamento, y llevaba trabajando en el centro médico de la universidad desde primero, sobre todo en laboratorio. En la actualidad hacía guardias y turnos de despacho en el departamento de urgencias. Año tras año, Pitt había ido aprendiendo a ser lo más servicial posible fuera cual fuese el hospital al que se le asignaba.

Bostezó hasta que se le saltaron las lágrimas, y el partido de la NBA que estaba mirando empezó a desvanecerse entre las brumas del sueño. Pitt era un joven de veintiún años musculoso y fortachón, estrella del béisbol en sus años de instituto, pero que no había logrado meterse en el equipo de la universidad. Había vu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos