La huída (Serie John Puller 3)

David Baldacci

Fragmento

Capítulo 1

1

La prisión parecía más el campus de un centro de formación profesional superior que el lugar donde se encerraba en celdas por diez años o más a hombres que habían cometido delitos mientras vestían el uniforme de su país. No había torres de vigía, pero sí dos verjas de seguridad paralelas de cuatro metros de altura, patrullas armadas y suficientes cámaras de vigilancia para mantener un ojo electrónico prácticamente en cada milímetro del recinto. Situado en el extremo norte de Fort Leavenworth, el Cuartel Disciplinario de Estados Unidos ocupaba junto al río Missouri una hectárea y media de ondulados bosques de Kansas, un montículo de ladrillo y concertinas acunado por una mano verde. Era la única prisión militar de alta seguridad para hombres del país.

La principal prisión militar de Estados Unidos se conocía como la USDB, o DB para abreviar. La penitenciaría federal para civiles de Leavenworth, una de las prisiones ubicadas en los terrenos de Fort Leavenworth, quedaba seis kilómetros al sur. Junto con el Correccional Regional —también para presos militares—, en Leavenworth había una cuarta prisión gestionada por una empresa privada que aumentaba la población total de reclusos hasta unos cinco mil entre las cuatro prisiones. La Oficina de Turismo de Leavenworth, al parecer en un intento por capitalizar cualquier elemento notorio para atraer visitantes a la zona, había incorporado una perspectiva carcelaria en sus folletos publicitarios con la frase «Cumpliendo condena en Leavenworth».[1]

El dinero federal corría a espuertas por aquella parte de Kansas y saltaba la frontera de Missouri como una plaga de langostas verdes, estimulando la economía local y llenando las arcas de negocios que proporcionaban a los soldados chuletas ahumadas, cerveza fría, coches rápidos, prostitutas baratas y prácticamente todo lo que hubiera entremedio.

Dentro de la DB había unos cuatrocientos cincuenta presos. Los reclusos se alojaban en una serie de pabellones a prueba de fuga, que incluía una Unidad Especial de Alojamiento o SHU. La mayoría de los presos estaban allí por delitos sexuales. Casi todos eran jóvenes y sus sentencias, largas.

Aproximadamente diez presos permanecían en celdas de aislamiento en todo momento, mientras que el resto de los reclusos se albergaba con la población general. No había barrotes en las puertas; eran de metal macizo, con un hueco en la parte inferior para pasar las bandejas de comida. Esta abertura también permitía poner grilletes como un nuevo par de zapatos de hierro cuando un preso debía ser trasladado a otro lugar.

A diferencia de otras penitenciarías estatales y federales del país, la disciplina y el respeto se exigían y se daban. No había luchas de poder entre los encarcelados y sus vigilantes. Imperaba la regla de la ley marcial, y la primera respuesta de quienes estaban retenidos allí era «Sí, señor», seguida de cerca por «No, señor».

En la DB había un corredor de la muerte donde en aquel momento aguardaban media docena de asesinos convictos entre los que se contaba el asesino de Fort Hood. También había una sala de ejecuciones. Que alguno de los reclusos del corredor de la muerte llegara a ver la aguja letal sería algo que solo los abogados y los jueces podrían determinar, probablemente después de años y millones de dólares en honorarios de abogados.

Hacía rato que el día había cedido el paso a la noche y las luces de una avioneta civil Piper que despegaba del cercano Aeródromo de Sherman eran casi el único indicio de actividad. Reinaba la tranquilidad, pero un violento frente de tormenta que desde hacía unas horas aparecía en el radar se aproximaba huracanado desde el norte. Otro frente que se había formado en Texas cruzaba disparado el Medio Oeste como un tren de mercancías sin frenos. Pronto se encontraría con su homólogo norteño, con consecuencias asoladoras. Toda la zona ya estaba resguardada y a la expectativa.

Cuando los dos devastadores frentes se toparon tres horas después, la consecuencia fue una tormenta de proporciones demoledoras, con rayos que cortaban el cielo en zigzag, lluvia a cántaros y vientos que parecían no tener límite en su fuerza ni en su magnitud.

El tendido eléctrico fue lo primero que falló porque los árboles al caer partían los cables como si fuesen cordeles. Les siguieron las líneas telefónicas. Después de eso se vinieron abajo más árboles que bloquearon las carreteras. El cercano Aeropuerto Internacional de Kansas City se había cerrado con antelación, todos los aviones estaban vacíos y la terminal, llena de pasajeros resistiendo la tormenta y dando gracias a Dios en silencio por estar en tierra en lugar de volando en semejante vorágine.

Dentro de la DB los guardias hacían sus rondas o sorbían café en la sala de descanso o hablaban en susurros, intercambiando chismes sin importancia para matar el rato durante su turno. Nadie prestaba la menor atención a la tormenta del exterior, puesto que estaban a salvo en el interior de una fortaleza de ladrillo y acero. Eran como un portaaviones enfrentado a vientos huracanados y mar gruesa. Quizá no fuese agradable, pero resistirían.

Ni siquiera cuando falló la corriente eléctrica al estallar los transformadores de la subestación más cercana, sumiendo la prisión en una oscuridad momentánea, nadie se preocupó en demasía. El inmenso generador de emergencia arrancó automáticamente, y esa máquina estaba dentro de una instalación a prueba de bombas con su propia fuente de alimentación subterránea de gas natural que jamás se agotaría. Este sistema secundario arrancaba tan deprisa que el breve corte de fluido solo provocaba parpadeos en los fluorescentes, las cámaras de vigilancia y las pantallas de ordenador.

Los guardias terminaron sus cafés y pasaron a otros chismorreos mientras otros recorrían lentamente corredores, doblaban esquinas y entraban y salían de las galerías, asegurándose de que todo iba bien en el universo de la DB.

Lo que finalmente llamó la atención de todo el mundo fue el silencio sepulcral que se hizo cuando el generador infalible con el abastecimiento infinito de energía, ubicado en la instalación a prueba de bombas, emitió un ruido como el de un gigante al estornudar y, acto seguido, simplemente se paró.

Todas las luces, cámaras y consolas se apagaron de inmediato, aunque algunas cámaras de vigilancia tenían batería de reserva y, por lo tanto, permanecieron conectadas. De pronto el silencio lo rompieron gritos apremiantes y pisadas de hombres corriendo. Los radiotransmisores crepitaron y emitieron. Las linternas fueron arrancadas de los cinturones de cuero y se encendieron. Pero proporcionaban una escasa iluminación.

Y entonces ocurrió lo impensable: se abrieron todas las puertas automáticas de las celdas. Se suponía que aquello no podía ocurrir. El sistema estaba construido de manera que cada vez que se cortaba la corriente, las puertas se cerraban automáticamente. Mala noticia para los reclusos si el fallo eléctrico s

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