Un publicista en apuros

Fragmento

1. UN HIJO DE PUTA SIN CORAZÓN

Tatiana estiró un dedo índice y develó el misterio del gin-tónic. Mi gin-tónic. El que yo había estado buscando desde que había abierto los ojos. El mismo que había estado todo ese tiempo al lado mío, en la mesa de luz.

—Si es un perro te muerde, Javier.

Saqué los centímetros justos de antebrazo para agarrarlo y estiré el edredón por encima de mi cabeza hasta quedar a oscuras. Hágase la noche. Un perro… Jamás en mi puta vida tendría un perro. El mejor amigo de ese hombre de treinta y nueve años en su ph de Palermo, o sea yo, era yo. Para casi todo lo demás, secretarias. Sí, hay gente que sabe contar historias y gente que no, pero el mundo no se divide así. Mucho menos entre los que mandan y los que obedecen. Tener un jefe no explica, tener un jefe es un dato acerca del funcionamiento general de las cosas. Lo que no todos tienen es una secretaria. Esa es la única división significativa: están los que tienen más jefes que secretarias, y estamos los otros, los que tenemos ambición. Dos tragos y el gin-tónic volvió a desaparecer.

—Son las cuatro de la tarde, Javier…

Después del reclamo de Tatiana me destapé. El sol había traído a Bandini hasta el cuarto. Bandini, mi gato, que básicamente dormía y se trasladaba siguiendo la trayectoria de la luz, estaba clavando sus uñas en un sweater mullido de mi novia que estaba tirado en el piso y que planeaba usar de colchón. Tatiana lo empujó con su pie descalzo, hasta que logró que saltara a la cama, y tiró su sweater hecho un bollo arriba de una silla.

—¿No vas a la agencia?

—¿Es una pregunta?

Pero la mía tampoco era una pregunta. No era mi propio empleador para que mi novia me cuestionara si iba o no iba a trabajar. Así y todo, qué linda eras, Tatiana. La tirita del corpiño le ajustaba apenas cerca de las axilas. Abrió la puerta del placard para empezar a vestirse, después metió unos dedos abajo de la bombacha con florcitas y se la acomodó. Buscó un lápiz de un estuche y empezó a delinearse sus labios carnosos frente al espejo. Primero el de abajo. Después acentuó el de arriba como si fuera un corazón. No me contestó.

—Vamos a cenar afuera. Carne roja.

Mi agencia. Una de las agencias publicitarias más importantes de la ciudad, creada por mí hacía cinco años, cuando había encontrado mi verdadera vocación: hacer plata. Una agencia importante en una importante casa antigua en Colegiales que yo había hecho remodelar manteniendo su estilo. Una agencia que ahora estaba en una coyuntura atípica, financieramente complicada, pero coyuntural. Una coyuntura desafortunada para una agencia afortunada que tenía todo lo que hay que tener: pinotea, techos altos, Nespresso, muchísimas Macs, y superficies lisas… espejadas, inoxidables, vacías de porosidad… Mi agencia era un concierto de superficies invitantes… En el casting del arquitecto me había ayudado Marcel, mi dealer de cabecera. Él y yo nos habíamos conocido hacía tres años en las escaleras entubadas del Pompidou. Yo estaba en París filmando un comercial, y a Marcel llegué gracias a la productora rubia, casi anoréxica y muy eficiente que me pusieron desde Buenos Aires. Un año después de eso Marcel vino para acá siguiendo a una rosarina cineasta que lo había enamorado y que escapó de Europa queriendo escapar de la heroína. Para él fue como empezar de cero, y si alguien lo ayudó a que cimentara una cartera estable de buenos pagadores, ese fui yo. Por eso no se negó cuando le pedí que me abriera su agenda y me marcara a todos sus clientes arquitectos. Una agenda que tendría arquitectos, pensé, con los que iba a tener afinidad. Mi razonamiento había sido muy básico. Si no estoy duro, no puedo basurear a mis empleados. Si no puedo basurearlos no hago plata. Y si no hago plata no puedo estar duro. Simple. Por eso, multiplicar las superficies invitantes. Para que en todos los espacios sea fácil y placentero trabajar mientras llevo mi vocación a buen puerto, porque junto a mi vocación yo había descubierto a su aliada fundamental: la cocaína. Que un arquitecto entendiera este razonamiento no era complicado, pero yo quería uno que lo compartiera, un arquitecto que también tuviera que darse un pase antes de sentarse a diseñar y que entendiera, íntimamente, lo crucial, lo absolutamente crucial que es que tu lugar de trabajo sea invitante…

—¿Vamos, Tatiana?

Pero Tatiana se había metido en el baño. Fui a prepararme otro gin-tónic. La cocina parecía decir: pasá, Javier, horrorizate. Una semana de vacaciones de Rosita y la casa al carajo. Ni Tatiana ni yo estábamos hechos para lavar vajilla. Pasé la mano sobre el único sector libre y limpio de la mesada de acero, suave, libre de porosidad… Busqué el Bombay, lo tiré sobre los dos hielos que había puesto antes en el vaso hasta llegar a la mitad exacta de la altura, exprimí una rodaja de limón, y llené lo que faltaba con Paso de los Toros. Prefiero la Schweppes, pero se había acabado y Rosita no estaba. Y si Rosita no está nadie piensa en mí. Volví al cuarto. Tatiana seguía en su retiro higiénico. Siempre limpiándose. Con duchas, con cremas, con perfumes. Siempre absolutamente limpia y, así y todo, siempre con ese olor tan que no se le iba, tan… invitante… Agarré del escritorio un sobre de mi banco, lo abrí y miré el resumen de la tarjeta. Una fortuna digna de un campeón. Lo tiré, el débito automático hacía esos trámites por mí, y mientras miraba la publicidad de unos créditos a tasa fija pensé en los misterios de la mente… La bajada decía: “¡Llevá a tus hijos a Disney!”, y la foto mostraba tres chicos sonrientes con castillos detrás. Para los profesionales del arte de cagarse la vida, pasar una semana con tres adolescentes superexcitados con el ratón Mickey no era suficiente. No. Si además podías quedar endeudado, mejor. Volví a tirarme en la cama con mi segundo gin-tónic. Un hijo… una locura. Bandini, vos que sos un tipo razonable como yo, acercate. Pero no. Si yo te busco, no. Si yo te llamo, no. Ah, Bandini, ¿cuánto tengo que ignorarte para que me necesites? ¿Por qué serás tan nena? Tatiana salió del baño y volvió al espejo.

—Comamos afuera —repetí.

—Esta noche no puedo. Julia está alterada con todo lo del casamiento y me pidió que la acompañara a ver ropa para el civil. Está nerviosa, come como una cerda. Iba a ponerse un vestido que le regaló la suegra pero ahora no le entra. La vieja se lo mandó a traer de una diseñadora yanqui, una imitadora de Vera Wang. Con la guita que tienen, comprarle una imitación…

Me hablaba mientras complejizaba su vestuario con una ristra de accesorios. A veces, dando vueltas por casa, en bata y con un gin-tónic en la mano, me encontraba un par de guantes verdes abajo de la almohada. Más tarde una media a rayas negras y rojas atrás del bidet. O un corpiño azul de encaje, enganchado en una musculosa fucsia… Y a la noche veía todas esas cositas de mi novia, tan distintas entre sí, puestas en ella, armónicas… En el cuerpo de Tatiana, cualquier prenda parece haber sido hecha para la otra y todas haber sido hechas para ella. ¿Cómo hace?

—Porque podría comprarle el original con el vuelto de la peluquería, pero va y le compra una buena imitación… Eso es porque Julia viene de la clase media. Le está pasando un mensaje —pensó—. ¿No pensás?

—Ajá…

—Además de lo espantoso que es el vestido. Pomposo, bien new rich. Pero Julia quiere ponérselo igual, para quedar bien.

—Suena grave, sí. Tenés que ayudarla.

—Vas a venir, ¿no?

Las reuniones sociales que organizaba Julia, la amiga psicofármaco-fan de Tatiana, eran un placer que prefería evitarme. Me senté, busqué el primer papel del día en el cajón de la mesa de luz, y apoyé el vaso para poder armarme una línea con las dos manos. Reuniones sociales no, pero el casamiento era otra cosa. A ese casamiento claro que pensaba ir. Los casamientos de otros son bárbaros, y más si los que se casan son la amiga que no usa corpiño de tu novia y el rey del plástico del Mercosur. Champagne libre, canapés de liebre, y tal vez algo de sexo casual en el baño con alguna de las amigas de la novia. Si tengo suerte, tal vez con mi Tatiana también.

—¿Vas a venir entonces?

—Sos tan linda, Tatiana…

—Si no avisame que le pido a Julia que no me siente en una mesa llena de parejas.

—¿Ah, sí? ¿Hay algún soltero codiciado?

—Bueno…

La cocaína de Marcel era tan buena, tan buena, tan buena, que con sólo un golpecito de mis dedos caía como nieve tornasolada sobre el vidrio de la mesa de luz. Mamá le ponía algodón al árbol navideño. En diciembre la gente pasaba calor, pero en nuestra casa de Olivos nevaba, como nieva en todas las casas del primer mundo. Nieve, plata, las dos tan frías, tan blancas. Nieva en mi agencia, en mi sillón de pana azul… Nieva en mi casa… Soy el Dios de la nieve y hago nevar… A veces, cuando veo la nieve caer, me siento solo. Pero tomo una raya y todo recobra su verdadera dimensión.

—…y el último no sé bien. Creo que es el dueño de un grupo muy influyente. Acero. Medios de comunicación. Algo así, enorme.

—Bueno, te acompaño. Y si alguno se te acerca lo mandás a hablar conmigo.

—Te prometo —primero el tapado entallado azul, después su cartera roja, después los guantes rojos de cuero—. ¿No te pensás levantar?

—¿No pensás darme un rato de paz?

La agencia, la deuda, el casamiento, ¿y quién sabe? ¿Y si el casamiento terminaba siendo una oportunidad para hacer negocios? Algo era seguro: a ese casamiento iba a ir mucha gente indicada. Yo invertí mucho para rodearme de esta gente. Porque la gente indicada es muy recelosa de su intimidad. Paranoica. Y si querés pertenecer tenés que ser un perfeccionista de la paranoia. Como yo. Cuando te ganás la confianza de una persona indicada empezás a frecuentarla, conocés sus círculos, sus personas de confianza, pero hasta ahí. La clave del poder es tener buen timing para el desprecio. Si te mostrás muy amistoso no sos confiable, porque en el pico de la pirámide muy amistoso es sinónimo de arribista, y el arribismo es sarna. Y alcanza con que uno de estos elegidos te castigue para que te castiguen todos. Ahí estás fuera de combate, porque en el pico de la pirámide hay mucha solidaridad. En la base también. Si querés ser alguien, la base es la mejor escuela. El medio, nunca. El medio es el fango. En el medio todos se pisan la cabeza entre todos, complicadísima coreografía del ballet intitulado “Nadie quiere bajar, todos quieren subir”. Anótense esto en la agenda: hay que apuntar arriba y aprender abajo. Por eso yo siempre mantengo el contacto con algún excluido. La cocaína que te venden es ochenta por ciento tiza, diez por ciento coca y diez por ciento oscuro enigma. Pero si sos un drogadicto insolvente eso no te importa, y si sos alguien te importa menos. Les comprás, vas al baño, tirás la basura proleta al inodoro y sacás tu brillantina de importación. Tomás un par de líneas con ellos. Mirás. Escuchás. Retenés. El inframundo es muy formativo. Mi excluida de cabecera, mi proveedora plan B cuando Marcel está inaccesible, se llama Rosmari. Gente desesperada. Si conocés más a la gente más desesperada podés ser una peor persona. Si entendés cómo ser una peor persona crecen formidablemente tus posibilidades de hacer mucha plata. Y si un día tenés mucha plata vas a poder elegir lo que quieras. Por ejemplo, ser una mejor persona.

—Vuelvo tarde —dijo Tatiana, y salió.

Yo necesito mucha plata. Para vivir, porque tengo sentido del gusto. Para amar, porque los treinta tan bien llevados de Tatiana no se llevan solos. Y para seguir viviendo, porque la plata se hace con más plata, y para hacer mucha plata a tiempo de disfrutarla cuando todavía sos joven tenés que correr riesgos. Con mi ex socia, Amanda, me arriesgué. Mientras duró fue demasiado lindo. En los momentos que el sexo nos dejaba libres hacíamos plata. Éramos adolescentes con las billeteras llenas. Ella a escondidas de su novio, yo a escondidas de Tatiana, nos entendíamos en la plata y nos entendíamos en el sexo. Éramos compañeros de adicciones. ¿Qué más se le puede pedir a una relación? Por supuesto, todo terminó mal. Amanda me traicionó y Tatiana se enteró de todo. Un mes de trabajo fino para que mi novia me perdonara, y ahora dejarle pasar sus pequeños gestos de indiferencia con los que se cobra el saldo a favor. Prendí mi computadora y escribí el mail que venía escribiendo, con pequeñas variaciones, hacía ya más de dos meses.

Querida traidora, ¿Dónde mierda estás? Cuando te encuentre, te mato.

Con amor, Javier.

Amanda, mi querida traidora. La que me estafó, desapareció con todo, y me dejó la coyuntura: una deuda grande como para invitarle un almuerzo livianito a Somalia. Una deuda con un plazo de pago que vencía en menos de dos semanas. ¿Y con qué iba a afrontarlo? Ni puta idea. Lo peor es que la extrañaba. La había buscado en Merlo, en La Cumbre, en Pergamino, en toda la geografía intrascendente con la que fantaseaba irse a empezar una vida nueva. Pero eso, parece, también era mentira. Yo igual la recomiendo. Tenerla cerca seis meses o un año, máximo, y aprovecharla. Llegado ese momento, cagarla preventivamente o arriesgarte. El problema es cuando empezás a creerle. Gracias a Amanda, le debía trescientos mil dólares a Ariel Janovsky, un hijo de puta sin corazón.

2. NEGOCIO IMPECABLE

Pasó el día. Pasó la noche. Llegó otro día. Y todo igual.

Busqué el diario, no lo encontré. Prendí la tele y lo único que llegué a ver fue un comercial tristísimo por el día del padre. La apagué. Tatiana salió del baño con olor a sexo, como siempre. Es algo muy raro y muy hermoso. A ella no le gusta. Dice que soy yo, que tengo alucinaciones olfativas, pero después se llena de cremas y perfume para esconder su talento natural. “Para oler bien”. ¿Oler bien? ¿Oler a Lancˆome es oler bien? En otras mujeres puede ser, pero en Tatiana… qué pecado tapar ese olor tan primitivo, tan invitante… Hacerte creer que vas a parecerte a lo que nunca te vas a parecer, esa es la esencia del capitalismo, yo la conozco muy bien, al fin y al cabo es mi trabajo, ¿no? Pero me da mucha bronca que el capitalismo también se lleve el olor de mi novia, me siento indirectamente responsable. Una de las pocas cosas del capitalismo que no me gusta.

—La reputa madre, Javier. ¿Cómo puede ser que siempre estés hecho mierda? Sos un pelotudo, un drogadicto de mierda.

Cuando Tatiana profería más de dos insultos seguidos había que tratarla con cuidado. Para cuidarme a mí.

—Amor, si no puedo relajarme en mi casa, ¿qué me queda?

—Asqueroso de mierda. Tiraste gin-tónic arriba de mis botas.

—Amor, hasta que vuelva Rosita no dejes ropa en el piso.

—Botas no es ropa, forro.

—Es mi culpa… Con tanta mucama te estoy malcriando.

Mi novia quiso que no viera su sonrisa, pero la vi. Tengo la autoestima muy bien. Soy un tipo exitoso. Mi única preocupación actual es la deuda y es coyuntural. Siempre encuentro las soluciones a tiempo, por mí mismo. No es que me hayan criado autosuficiente, es que siempre sentí que estaba para más. Y como tuve que buscarme todo este excedente sin ayuda de nadie, me hice fuerte. Por eso no entiendo que me angustien tanto algunas boludeces. Por ejemplo, que Tatiana nunca en la puta vida responda mis mensajes de texto. Me imagino su celular sonando en su cartera roja mientras ella coge con otro tipo, y cuando termina de coger busca el teléfono y se ríe de mí. No me angustia que esté con otro. Lo que me angustia es no poder saber si está con otro o no. Ella debe saberlo, por eso no responde mis mensajes.

—¿Llamaste a tu papá por el día del padre?

Bandini se acurrucó como una lombriz entre mis piernas y frotó su cabeza en mi piel. Me lo hacía siempre a mí, nunca a Tatiana. Cuando lo acaricié empezó a ronronear. Lo encontré en la calle una tarde que me sentía generoso y lo traje a casa. Nunca voy a arrepentirme lo suficiente de haberle puesto tan honorable nombre a un gato tan homosexual.

—¿Qué decís? Javier, levantate por favor, vamos a llegar tarde.

Feliz día, padre, donde sea que estés. Porque él es tan remoto que decirle papá me resulta obsceno. Padre. Todo lo que me empuja se lo debo a él. Además de las pesadillas, lo único que me quedó suyo, real, es el olor a miel que salía de su pelo. No importaba el clima. Mi padre siempre tenía el pelo inmaculado y húmedo, embalsamado con minuciosidad por las manos de las enfermeras que lo mantenían limpio por fuera mientras se pudría por dentro. De pronto, podía morirse. Lo evoco con amargura y con asco. Todo este asco, vital, sustancial, total… todo este asco que me empuja se lo debo al dulce aroma de mi padre moribundo. Soy un hijo único que tuvo una infancia feliz en una casa inglesa con jardín, mucama, y cocinera los domingos. Una infancia feliz interrumpida para siempre por el primer traidor de mi vida, el traidor fundamental… Asco, enfermedad, letargo… Ahora que lo pienso, soy un niño rico con memorias dignas de un asalariado. Intuyo que así fue como me salvé de ser un niño rico con tristeza.

—Puta madre, Javier. Me das asco.

—Vos a mí no. Quiero estar muchos años con vos. Por lo menos hasta que cumplas treinta y seis.

Cada vez que yo le recordaba que el tiempo no para Tatiana se encerraba en el baño dando un portazo. Esa noche también. A veces la rutina me calma, pero otras veces me gustaría que no fuera todo tan previsible. Si yo ya aprendí a lastimarla cuando hace falta, cuando no queda otra forma de clausurar una discusión, ¿por qué a Tatiana le cuesta tanto? ¿O puede ser que de verdad no quiera lastimarme?

¿Puede ser que de verdad no quiera lastimarme?

—Ey, Tatiana. ¿Qué pasa? Te amo, chiquita. Te amo. Abrime.

Después del sexo y antes de la cena —mientras Tatiana volvía a ducharse, a perfumarse, a ponerse máscaras—, tuve una pesadilla. Un auto se estrellaba contra el puente que atraviesa la avenida Figueroa Alcorta frente a uno de los principales nidos de ratas de la ciudad: la Facultad de Derecho. De pie en las escalinatas, yo, Javier Franco, era el único testigo. El cadáver anónimo caía frente a mí. Mi padre aparecía desde adentro de la facultad y me decía:

—Si vos sentís que tenés la culpa, tenés la culpa.

De alguna forma, tenía razón. Aparecía después una mujer hermosa que sonreía mucho al verme. Era la crueldad. Tenía la boca de Liv Tyler y una ambición enorme condensada en el brillo de su dentadura perfecta, blanquísima, con dos colmillos de cada lado. Y un ojo de vidrio. Desde que me desperté pienso en ese ojo de vidrio. En cómo se parece al ojo izquierdo, azul y casi imperceptiblemente desviado de Tatiana. En el terror que me da despertarme en medio de la noche y encontrarla despierta, mirándome con el ojo malo, ligeramente mal puesto en una cara donde todo lo demás es soberbia. Entonces mi padre se acercaba a la mujer y se la llevaba lejos de mí. Antes de desaparecer me decía:

—Tu madre te mandó a los mejores colegios pero vos aprendiste todo mal.

Y me miraba, lleno de decepción. Con toda esa decepción me desperté. Prendí la tele en el canal del Pastor Amín.

Hay que poner la confianza en la provisión divina. Hermanos, tenemos una tarea muy grande por delante. Tenemos que reconstruir nuestros templos, necesitaremos mucho… Pero Dios ha puesto en mi corazón la seguridad de que lo podremos hacer. Dios nos ha permitido reconstruir ya dos edificios y renovarlos completamente. Él ha sido nuestro proveedor, nuestro respaldo, y nuestro fundamento. Todas estas desgracias también son parte de la gloria de Dios, porque a Dios siempre le gustan los procesos complejos…

Nuestro proveedor, nuestro respaldo… ¿Podría pedirle un préstamo a Dios? Improbable, improbable… Además, quedar endeudado con Dios…

—¿Bajás un poquito la tele, mi amor?

Mientras seguían con la quema de templos de la Iglesia de la Esperanza Universal en Bolivia, intentaban dar un golpe de Estado en Ecuador, y pesaban a un gordo descomunal en un reality show lleno de gordos descomunales obligados a bajar de peso, Tatiana hablaba por teléfono. Estábamos por ir a cenar con Julia y el rey del plástico del Mercosur a un restaurante francés en San Telmo, por insistencia de Tatiana, que creía que el futuro marido de su amiga era un muy buen contacto para mí. El tipo, me había contado Tatiana, tenía a un ecologista radicalizado persiguiéndolo desde hacía meses, que había llegado a denunciarlo en la justicia y en un programa periodístico del canal cultural de la ciudad. Lo acusaba de ser el dueño de una de las empresas más contaminantes de la cuenca Matanza-Riachuelo. El rey del plástico ya había arreglado a la justicia, y el canal cultural de la ciudad, como pasa con los canales culturales de todas las ciudades del mundo, lo miraban siete progres y los mejores amigos de los de la producción. Pero Tatiana decía que el tipo igual quería una campaña de lavado de imagen, porque nunca se sabe cuándo un loco puede volverse peligroso, y que necesitaba un publicista. Un publicista como yo.

—Desde que tiene cáncer le aumentaron el sueldo porque le tienen lástima. Es horrible decirlo, ¿pero qué les cuesta? Son unos meses nada más… El novio además la está ayudando con un negocio, yo les di la idea. Una truchada con unos testamentos. Poca plata, pero por lo menos le alcanza para los tratamientos y eso. No está mal.

—¿De quién hablás?

—Sí, es un buen negocio —dijo Tatiana, que siguió hablando por teléfono, sin responderme—. Vos de la guita podés olvidarte, Julia —y se rió—. Un negocio y retirarse… La vida es demasiado corta para dedicarla a trabajar.

Y volvió a reír. Trabajar. Tatiana trabajaba, máximo, dos días por semana, y la suma total de sus lujos se los pagaba yo. Pero la vida era demasiado corta como para dedicarle dos días de la semana a trabajar. De alguna forma, tenía razón. Con un tono de voz a la vez serio y tierno, Tatiana consoló a Julia, que le lloraba al teléfono porque su futuro marido le había dicho que dejara de comer hasta el casamiento. Siempre lo mismo. Tatiana, al teléfono, diciéndole a la fanática de los antidepresivos: Te quiere, Julia, claro que te quiere… y siguió hablando, y otra vez cambió de tema para terminar de explicarle a Julia lo de los testamentos falsos que yo conocía muy bien. ¿De quién hablaba? Eso yo lo había escuchado en una película, estaba seguro. Era un negocio impecable, pero imposible de llevar a cabo en Argentina hasta que no se desregulara del todo el mercado de las herencias. ¿O lo había leído en un libro? Puede ser. Como sea, yo se lo había contado a Tatiana. Y claramente Tatiana se lo había contado a alguien más, que ahora lo estaba haciendo antes que yo. Debería haberle dicho algo así:

—Por un mes no me la chupes, mi amor. Se te está agrandando mucho la boca, y ya no tenés quince. ¿Mirá si se te cae la cara?

Y ella habría respondido algo así:

—Listo.

Con un desinterés evidente, para no mostrarse ofendida, porque mostrarse ofendida era mostrarse débil y Tatiana y yo teníamos una de esas parejas que avanzan tironeando del cetro. El que está adelante tira y tira hasta que un error de cálculo arrastra al otro hacia adelante. Y el que queda adelante tira y tira hasta que un nuevo error de cálculo hace que el otro pase al frente. Y así caminábamos, mi novia y yo, preocupados por lo importante, por lo que todo el mundo quiere. Dar las órdenes. Algo que, para ser sincero, me salía mucho mejor a mí.

Jesús vivió una vida sin pecados, hermanos míos, recuerden esto cada vez que lo vean en la cruz. Porque está ahí por nosotros, los pecadores. ¡Jesús es un santo! Y su sueño está realmente inspirado por Dios. ¿Cuál es este sueño? Que se realice la oración de Jesucristo. Que haya sólo un rebaño, sólo un corazón. Y sólo un Pastor.

—Puta madre, Javier. ¡Bajá la mierda esa del televisor! —Y a Julia—: No se te ocurra no venir a la cena —Julia había logrado llevar el tema otra vez a sus conflictos de pareja y los ansiolíticos—. Tomamos unos vinos, salir un rato te va a hacer bien.

Sonó mi celular. Atendí.

—¿Hola?

Miré la pantalla, decía “número privado”.

—¿Hola…? —pero nada—. Te escucho respirar, imbécil.

Aburridísimo de esperar a Tatiana, puse el teléfono cerca del televisor para que el anónimo con tiempo al pedo escuchara un poco de todo lo que el Pastor Amín tenía para decirnos acerca de la movida satánica en el subdesarrollo. Dijo que Dios es ternura y está viniendo. Dijo que todavía no habían encontrado a los culpables. Dijo que el demonio comandaba desde el infierno. Y conminó amorosamente a los fieles a juntarse a rezar en la puerta del último templo que se había prendido fuego tres días antes, en una reunión de la juventud creyente. Muchos llegaron a salir, pero habían muerto tres chicos, de entre veinte y veinticinco años. Con estos, sumaban nueve los jóvenes muertos. Quieren destruir el semillero de la fe, dijo Amín, pero Dios tiene un plan indestructible, les guste o no. Eso le gustó al anónimo. Lo escuché reírse, lejos.

—¿En qué puedo ayudarte? —dije.

De verdad que fui amable, pero cortó. Un alma sensible. Tatiana me dio un beso en la frente y fue al baño, otra vez, a ponerse la última cuota de cremas y perfumes antes de salir. Yo retoqué las puntas de la hermosa cruz de merca que había armado en la mesa de luz y preparé un canutito con un billete de dos pesos recién salido de la casa de la moneda. Aspiré profundamente. Mi fe en mí estaba intacta.

3. EL REY DEL PLÁSTICO Y SUS BUENOS AMIGOS

Un hombre se acercó a la mesa y le dio un papel al rey del plástico del Mercosur. ¿Un mensaje? En épocas de telefonía celular, hacerte llamar al restaurante en el que estás cenando… ¿cómo se llama ese gesto? O tal vez, pensé, tal vez el restaurante también fuera propiedad del rey. Se llamaba Federico Grinberg. Llevaba unos gemelos con sus iniciales, FG, que también podrían haber sido las iniciales de Federico el Gnomo. No por su altura —una altura digna para un hombre, apenas más alto que yo—, sino por sus orejas triangulares que se estiraban hacia afuera y hacia arriba, en punta, como la presa de un anzuelo invisible. Tenía el pelo canoso, algunas patas de gallo y una nariz bastante imponente que no terminaba de quedarle mal. Lucía un trozo de cebolla demi-glacé en el mentón, un mentón chiquito, pero con papada.

—Otro —dijo, señalando la botella vacía de Los Trujillos malbec, y antes de que el mozo se fuera le aclaró—. Cualquier cosecha de más de siete años menos la del ’99.

Y así dejaba en claro su devoción por la vulgaridad. Los Trujillos era el vino más caro de la carta, pero no hacía falta ser enólogo para saber que la mejor cepa de esa bodega era el merlot. Me miró a los ojos. Los tenía oscuros y movedizos. ¿Cómo estás, rey? Después le dijo algo al oído a su futura mujer y se excusó avisando que volvía en un minuto.

—Excelente bouillabaisse

Dijo Julia, y abandonó muy rápido el lapsus de sofisticación para seguir empinando el codo. Alcohol y psicofármacos, sus amigos fieles. ¿Y dónde estaba el rey del plástico? Tener comida pegada en la cara tiene un efecto múltiple: te vuelve inofensivo, desagradable e imposible de respetar al mismo tiempo. Yo no iba a decírselo, debería haberlo hecho su mujer, y si no lo hacía debía ser porque lo despreciaba, porque le tenía miedo, o por las dos cosas: sentimientos ambiguos que puede despertarte un rey, pero del plástico. No terminaba de decidir si era estúpido o no, pero saber que era un heredero me inducía a pensar que sí. La fortuna heredada te vuelve un león de zoológico. Sos el rey de la selva siempre y cuando existan empleados que te gestionen la cena. Sos el lomo del novillo, pero arrebatado. Como la comida que nos sirvieron esa noche. La bondiola tiernizada parecía un chicle, el puré de batatas, pasto, y los hongos, algo dificilísimo de lograr, no tenían gusto a nada. Y todo acomodadito en el plato como si recién lo hubiesen descolgado de una galería de arte posmoderno. Ahí volvía el rey. Sonriente. Le brillaban las pupilas dilatadas. ¿Acaso había ido en busca de la inteligencia perdida? Por lo menos la cebollita no la tenía más.

—Contame, Javier. ¿A qué se dedican exactamente?

—Estoy en el mercado de la promoción del consumo. Promocionamos de todo: autos, cánceres de pulmón, maquillaje, democracia…

—Javier es dueño de una de las agencias de publicidad y productoras más importantes del país —dijo Tatiana, calculo que cuidando nuestros intereses.

—Ja, ja ja, ja ja.

Yo lo miré con prudencia. Federico se rió unos segundos más.

—Decime, Javier, ¿en temas de contaminación también?

—No, no contaminamos. Venimos reciclando ideas desde hace años.

—Ja, ja ja, ja ja.

No te digo con elegancia, ¿pero no podés reírte como una persona normal? Por suerte no hacía falta mucho esfuerzo para entender lo que me estaba contando sobre su imperio, el extremista del medioambiente que lo perseguía, la necesidad de blanquear la imagen de su empresa. Etcétera. Y yo necesitaba un poco de aire.

—¿Alguien quiere algo del kiosco?

Tatiana me pellizcó por abajo de la mesa. ¿Qué estaba haciendo mal? Salí del restaurante apurado, sin la campera. Un poco de aire. Qué frío de indigencia hacía esa noche, y qué barrio de mierda es San Telmo. Un mercado de vidas usadas y chauvinismo hippie al aire libre. En una de cada cuatro esquinas, un idiota disfrazado de Gardel baila a la gorra para los turistas. ¿Qué puede esperarse de un barrio obsesionado con el pasado, de esta oda al antiprogreso, a la barbarie? Cada día que pasa en San Telmo cuarenta pelotudos más decoran su casa con la porcelana china de una vieja muerta y un póster del general Perón. La Historia es pasado, amigos. Y el pasado es una película que hay que ver, sí, pero en dvd y con un buen home theater.

—¿Javier?

Mi gerente financiero nunca me llamaba por teléfono. Disfrutábamos de la conversación en vivo, pero por teléfono preferíamos los mensajes de texto. Imaginé, entonces, que tenía algo importante para decirme. No me equivocaba.

—Janovsky está muerto.

Lo dijo así. No dijo “murió Janovsky”, o “me avisaron que se murió Janovsky”. Dijo “Janovsky está muerto”, y me pareció que había estado toda su vida esperando el momento de pronunciar una línea tan cinematográfica. Era, además de una gran línea, una gran noticia. A él no le afectaba directamente, porque tenía un sueldo fijo, pero sabía muy bien que ningún sueldo fijo es eterno si las cosas no van bien. Esa noticia era la noticia que iba a cambiar mi humor y mi destino. Si Janovsky estaba muerto, mi deuda también estaba muerta. Si mi deuda estaba muerta, mi coyuntura desafortunada también estaba muerta, y yo… Yo era un hombre libre otra vez. Me emocioné tanto que tuve miedo de que todo fuera error.

—¿Estás seguro?

—Lo estoy viendo en la tele, apareció ahorcado en su casa. Lo encontró la mucama. Parece que dejó una nota de despedida. Buenísimo, ¿no? Igual me da lástima.

Me metí en un bar con tele, pedí un gin-tónic con Bombay y que cambiaran el fútbol por el noticiero.

—No tenemos eso.

El que atendía la barra me señaló el estante atrás suyo, lleno de botellas, todas de cincuenta pesos para abajo. A ver, chicas, ¿cuál de todas ustedes está menos cerca del querosén? Elegí un whisky. Otra vez, pedí que cambiaran el fútbol por las noticias.

—Es Boca, flaco.

Le di unos billetes. Puso Crónica, el canal de noticias cien por ciento sangre. Era cierto. Ariel Janovsky, abogado porteño de cincuenta y dos años, había sido encontrado muerto esa mañana en su casona del Bajo Belgrano. Un policía explicaba que la nota “estaba siendo analizada” y que, aunque el caso todavía no estaba cerrado, todo parecía indicar que no habría “dobleces en el asunto”. Me tomé de un trago la medida de whisky, aspiré de un tirón una raya en el baño, y caminé rapidísimo hasta el restaurante. No sé si era el hombre más feliz de la Tierra, pero sí de todo San Telmo.

—¿Qué te pasó? ¿No te anda el celular?

—No lo escuché.

Era verdad. No lo había escuchado. Y además no me había dado cuenta de que hubiera pasado tanto tiempo. Miré la hora. Inútil, porque tampoco recordaba bien a qué hora había salido a la calle. Pero eran las once y media, no podía haber pasado mucho tiempo. Federico estaba pidiendo la cuenta. ¿De pronto tanta ansiedad? ¿O es que si me voy yo no tienen de qué hablar? Miré a Tatiana: el efecto vidrioso en sus ojos no era tristeza. La conozco bien. Estaba avergonzada, su ego lastimado. Estaba furiosa.

—Pelotudo de mierda.

Se paró casi llorando camino al baño y Julia la siguió. Qué escena, no había necesidad. Me puse mal. No me gusta que discutamos, ¿pero qué iba a hacer? ¿Salir corriendo atrás de ella? Era patético. Era muy patético y, sobre todo, poco aconsejable. Lo mejor era esperar, tranquilo, en la mesa, a que volviera. Esperar que un poco de agua fría en las manos y de maquillaje en la cara la recompusieran, le devolvieran la fe en sí misma y le hicieran creer que es fuerte, que está conmigo porque me quiere y porque le conviene, que cuando no le convenga va a dejarme y que voy a ser yo el que va a quedarse llorando, arrepentido de haberla dejado ir. Porque ella, dice ella, es mucho mejor que yo, y cuando quiera puede dejarme. Pobre Tatiana. La amo y quiero cuidarla. Pero no puedo correr atrás de todos sus caprichos. Ni siquiera se le ocurrió preguntarme por qué había tardado tanto. No sabe que acaba de pasar algo maravilloso, algo que nos va a hacer muy bien a los dos, como empresa.

—Mujeres…

Me había olvidado de él, pero Federico seguía frente a mí, mirándome con determinación. Escarbadientes en mano, le entraba con furia precisa y contenida a los restos de comida francesa entre sus dientes como si fuera parte del protocolo.

—Mujeres…

Repetí, irónico. Federico sonrió, dejó el escarbadientes sucio en el plato, se limpió las manos en la servilleta y acercó su silla a la mía. Chequeó que nuestras mujeres no estuvieran volviendo del baño y me habló casi al oído, demasiado cerca para mi gusto.

—Hagamos algo. Que las chicas se vayan a casa, o donde quieran, y vos y yo nos vamos a seguir la reunión a otro lado. Te cuento mejor qué necesito, me contás mejor qué hacen, y nos damos un paseo. Conozco muchos lugares que a esta hora se ponen bien.

No estaba mal la propuesta. Yo no quería enfiestarme con nadie, pero lo de Janovsky me había dado ánimos. Iba a hacerle un gran bien a mi autoestima: en una misma noche había saldado una deuda y estaba a punto de cerrar un negocio importante, con un cliente nuevo. Sin embargo, quería tomar recaudos. El sexo es un consumo que me gusta íntimo. No me divierte pasearme en prostíbulos con empresarios. No me siento en mi eje.

—¿En qué estás pensando? —dije.

—Nada muy especial. Alguna sustancia, y algunos whiskies en lo de Janovsky. Tiene un buen bar por el barrio de las embajadas, sólo para invitados. Primero pegamos, tengo ganas de algo… distinto. Y después charlamos, tranquis. Tengo que definir urgente lo del video y me gustaría que lo hicieras vos, tu empresa… Yo pensaba que todos los publicistas eran unos pelotudos —se rió—, pero vos me caíste fenómeno. Mucho mejor de lo que esperaba.

Venía todo más o menos bien, hasta que habló. Podía haberle dejado pasar todas. La parte de la “sustancia”, la de “pegar”, la de “charlar tranquis”. Incluso la parte de los publicistas. Pero había dicho Janovsky y me sentí inquieto. Janovsky era un apellido raro. Podía ser otro Janovsky. ¿Pero y si era el mismo? ¿Y dónde carajo estaba Tatiana?

—Lo conocés a Janovsky, vos, ¿no? —dijo, y agitó el resto de vino que le quedaba en la copa—. Es amigo. Un muy buen amigo.

¿Qué mierda era todo eso? Estuve a punto de pararme de la mesa y salir corriendo al baño con Tatiana. Pero no podía actuar así. Tenía que tranquilizarme. No pasaba nada. Sí, sí pasaba. Pasaba una coincidencia. Y si yo no decía nada de la deuda y de que Janovsky estaba muerto, iba a estar todo bien. Y si decía algo también, claro. Porque, de hecho, yo no tenía nada que ver con la muerte de su amigo. Estaba aliviado, sí. Y su muerte me favorecía, sí. Pero era lógico, ¿no? Lo que no era lógico era que Federico supiera que yo conocía a Janovsky. Y se me ocurría una sola forma de que lo supiera: Tatiana. Lo que no era para nada lógico, siguiendo esta lógica, era que Tatiana le hubiese hablado a Federico de Janovsky. ¿A cuento de qué? ¿O fue a llorarle porque teníamos una deuda? Limosnear es una palabra que me hace temblar de miedo. Igual que suplicar. La náusea, una náusea sutil pero perceptible, empezó a subirme despacio hasta la boca. Imaginaba a Tatiana de espaldas, acodada sobre un escritorio, mientras Federico se la cogía sin protección para meterle bien en el culo el virus de la dependencia.

—¿Janovsky? —dije.

—Sí, Ariel. El abogado.

—No, creo que no. No me suena.

Federico arqueó una de las cejas. Lo hizo rápidamente, aunque no tanto como para que no llegara a verlo. Cuando recompuso el gesto ya no sonreía como antes.

—Qué raro.

Tuve un déjà vu. De chico me enseñaron que antes de actuar hay que reflexionar, y que la reflexión es un músculo. Para reflexionar necesitás las mismas dos cosas que para mentir: seguridad y buena memoria. Reflexionar es poner en duda. Mentir, dar certeza. Poner en duda y dar certeza son ocupaciones reservadas para los fuertes. Cuando reflexionás, abrís. Metés suspenso. Especulás. Y especulás sobre la base de una especulación: la posibilidad de que otras cosas sean posibles. Y cuanto más puedas estirar el hilo, más lejos podés llegar en la especulación sobre las consecuencias de lo que estás a punto de hacer. Reflexionar es un flash forward de un flash forward de un flash forward. Como en ese momento. La reflexión me dijo: no mientas. Pero yo la escuché en el preciso instante en que mentía. Entonces en ese momento, que todavía la escuchaba, la escuché por segunda vez: no mientas. Y cuando el déjà vu terminó volví a la mesa y vi que Federico seguía frente a mí, sin perderme de vista. Los dos sabíamos que yo había mentido, aunque ninguno de los

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