Los litigantes

John Grisham

Fragmento

1

El despacho de abogados Finley & Figg se definía a sí mismo como un «bufete-boutique». Ese inapropiado apelativo se empleaba siempre que era posible en las conversaciones rutinarias e incluso aparecía impreso en los distintos proyectos ideados por los socios para captar clientes. Utilizado con propiedad, habría denotado que Finley & Figg era algo más que el típico despacho formado por una simple pareja de abogados: «boutique» en el sentido de reducido, talentoso y experto en algún área especializada; «boutique» en el sentido de exquisito y distinguido, según la acepción más francesa de la palabra; «bou tique» en el sentido de un bufete satisfecho de ser pequeño, selectivo y próspero.

Sin embargo, salvo por el tamaño, no era nada de lo anterior. La especialidad de Finley & Figg consistía en tramitar casos de lesiones lo más rápidamente posible, una rutina cotidiana que requería poco talento, nula creatividad y que nunca sería considerada exquisita ni distinguida. Los beneficios resultaban tan esquivos como la categoría. El bufete era pequeño porque no tenía capacidad para crecer. Y si era selectivo, se debía exclusivamente a que nadie deseaba trabajar en él, ni siquiera los dos individuos que eran sus propietarios. También la ubicación delataba una monótona existencia entre las categorías inferiores de la profesión. Con un salón de masajes vietnamita a su izquierda y un taller de reparaciones de cortacéspedes a la derecha, saltaba a la vista incluso para el ojo menos experto que Finley & Figg no era un negocio próspero. Al otro lado de la calle había otro bufete-boutique —la odiada competencia— y más despachos de abogados a la vuelta de la esquina. De hecho, todo el barrio rebosaba abogados, algunos de los cuales trabajaban por su cuenta, otros en pequeños bufetes y unos cuantos más en sus propios bufetes-boutique.

F&F estaba en Preston Avenue, una bulliciosa calle llena de antiguos chalets reconvertidos y destinados a todo tipo de actividades comerciales. Los había dedicados al comercio minorista (licorerías, lavanderías, salones de masaje); a los servicios profesionales (despachos de abogados, clínicas dentales, talleres de reparación de segadoras) y de restauración (enchiladas mexicanas, baklavas turcas y pizzas para llevar). Oscar Finley había ganado el edificio en un pleito veinte años atrás. No obstante, lo que a la dirección le faltaba en cuanto a prestigio lo compensaba con la ubicación: dos números más abajo se hallaba el cruce de Preston, Beech y la Treinta y ocho, una caótica convergencia de asfalto y vehículos que garantizaba, como mínimo, un accidente espectacular por semana; con frecuencia, más. F&F cubría sus gastos generales con las colisiones que ocurrían a menos de cien metros de su puerta. Otros bufetes —boutiques o no— merodeaban por los alrededores con la esperanza de encontrar algún chalet disponible, desde donde sus hambrientos abogados pudieran oír el chirrido de los neumáticos y el crujido del metal.

Con solo dos letrados y socios, era obligatorio que uno de ellos fuera el «sénior» y el otro el «júnior». El sénior era Oscar Finley, de sesenta y dos años, que había sobrevivido treinta como exponente de la ley de los puños que imperaba en las calles del sudoeste de Chicago. Oscar había sido policía de a pie, pero unos cuantos cráneos rotos lo obligaron a dejarlo. Estuvo a punto de acabar en la cárcel, pero en vez de eso tuvo una re velación y se matriculó en la facultad para estudiar derecho. Al ver que ningún bufete lo contrataba, montó un pequeño despacho y se de dicó a demandar a todo el que pasara por allí. Treinta y dos años más tarde, le costaba creer que hubiera malgastado todo ese tiempo poniendo demandas por recibos vencidos, parachoques abollados y resbalones, y tramitando divorcios rápidos. Seguía casado con su primera esposa, una mujer aterradora a la que todos los días deseaba presentarle una demanda de divorcio, cosa que no podía permitirse. Tras treinta y dos años ejerciendo la abogacía, Oscar Finley no podía permitirse casi nada.

Su socio júnior —y Oscar era propenso a decir cosas como «haré que mi socio júnior se encargue del asunto» cuando intentaba impresionar a jueces, colegas y, en especial, a clientes potenciales— era Wally Figg, de cuarenta y cinco años. Wally se veía a sí mismo como un abogado duro, y sus airados anuncios prometían toda clase de comportamientos agresivos: «¡Luchamos por sus derechos!», «¡Las compañías de seguros nos temen!» o «¡Nosotros vamos en serio!». Esos anuncios se podían ver en los bancos del parque, en los autobuses, en taxis, en los programas de fútbol de los institutos e incluso en los postes telefónicos, aunque eso violara unas cuantas ordenanzas municipales. Había dos medios cruciales donde no aparecían: la televisión y las vallas publicitarias. Wally y Oscar seguían discutiendo sobre el asunto. Oscar se negaba a gastar tanto dinero —ambos medios eran tremendamente caros—, pero Wally no dejaba de insistir. Su sueño era ver algún día en televisión su sonriente rostro y su reluciente cabeza abominando de las compañías de seguros, al tiempo que prometía jugosas indemnizaciones a los accidentados que fueran lo bastante inteligentes para llamar a su número de teléfono gratuito.

Sin embargo, Oscar no estaba dispuesto a pagar ni siquiera por una valla publicitaria. A seis manzanas de la oficina, en la esquina de Beech con la Treinta y dos, muy por encima del denso tráfico y en lo alto de un edificio de pisos de cuatro plantas, se levantaba el mejor cartel publicitario de toda el área metropolitana de Chicago. A pesar de que en esos momentos exhibía publicidad de lencería barata (aunque con un anuncio muy bonito, según reconocía el propio Wally), aquella valla llevaba su nombre escrito en ella. Aun así, Oscar seguía negándose.

Si el título de Wally era de la prestigiosa facultad de derecho de la Universidad de Chicago, Oscar se había sacado el suyo en un centro ya desaparecido que en su día había ofrecido clases nocturnas. Ambos habían tenido que presentarse tres veces al examen. Wally llevaba cuatro divorcios a la espalda, mientras que Oscar seguía soñando con el suyo. Wally deseaba un gran caso, con muchos millones de dólares en concepto de honorarios. Oscar solo anhelaba dos cosas: el divorcio y la jubilación.

Cómo aquellos dos hombres habían llegado a ser socios en un chalet reconvertido de Preston Avenue era otra historia. Cómo sobrevivían sin estrangularse mutuamente era un misterio cotidiano.

Su árbitro era Rochelle Gibson, una mujer negra y fornida, con un carácter y una sabiduría ganados a pulso en las calles de las que provenía. La señora Gibson se encontraba en primera línea: atendía el teléfono, la recepción, a los clientes potenciales que llegaban llenos de esperanza y a los descontentos que se marchaban hechos una furia, el mecanografiado ocasional (sus jefes habían aprendido que si querían algo escrito a máquina les resultaba mucho más sencillo hacerlo ellos mismos), el perro del bufete y, lo más importante, las constantes discusiones ent

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos