La hermandad

John Grisham

Fragmento

cap-1

1

Para la elaboración de la lista de causas pendientes de juicio, el bufón de la corte vestía su habitual atuendo, que consistía en un gastado y descolorido pijama y unas zapatillas de rizo de color lavanda, sin calcetines. No era el único recluso que desarrollaba sus actividades cotidianas en pijama, pero ningún otro se atrevía a calzar unas zapatillas de color lavanda. Se llamaba T. Karl y en otros tiempos había sido propietario de unos bancos en Boston.

Sin embargo, ni el pijama ni las zapatillas resultaban en absoluto tan inquietantes como la peluca, la cual presentaba una crencha en el centro, y se derramaba sobre las orejas en varias capas de apretados bucles que se enroscaban en tres direcciones y le caían pesadamente sobre los hombros. Era de un color gris brillante, casi blanco, y seguía el antiguo modelo de las pelucas de los magistrados ingleses de varios siglos atrás. Un amigo que estaba en la calle la había encontrado en una tienda de disfraces de segunda mano de Manhattan, en el Village.

T. Karl la lucía con gran orgullo en el tribunal y, por curioso que resultara, este elemento se había convertido en parte del espectáculo. En cualquier caso, los demás reclusos se mantenían a cierta distancia de T. Karl, con peluca o sin ella.

Erguido detrás de la desvencijada mesa plegable de la cafetería de la prisión, golpeó el tablero con un mallete de plástico que le servía de martillo, carraspeó para aclararse la chillona voz y anunció con gran dignidad:

—Silencio, silencio, silencio. El Tribunal Federal de Florida inicia la sesión. En pie, por favor.

Nadie se movió o, por lo menos, nadie hizo ademán de levantarse. Treinta reclusos permanecían repantigados en distintas actitudes de descanso en unas sillas de plástico de la cafetería, algunos mirando al bufón de la corte judicial y otros charlando animadamente como si aquel hombre no existiera.

—Que cuantos piden justicia se acerquen un poco más y se jodan —añadió T. Karl.

Ni una sola carcajada. Meses atrás, cuando T. Karl pronunció por primera vez estas palabras, tuvo su gracia. Ahora ya formaban parte del ritual. Se sentó cuidadosamente para que todos apreciaran con absoluta claridad cómo se iban derramando los rizos de la peluca sobre sus hombros, y después abrió un grueso volumen encuadernado en cuero rojo que hacía las veces de registro oficial del tribunal. Se tomaba su trabajo muy en serio.

Entraron tres hombres procedentes de la cocina. Dos de ellos iban calzados. Uno mordisqueaba una galleta salada. El que iba descalzo también llevaba las piernas desnudas hasta las rodillas, por lo que se le veían unos larguiruchos palillos asomando por debajo de la túnica. Tenía las piernas suaves y lampiñas, muy bronceadas por el sol. Lucía un tatuaje de gran tamaño en la pantorrilla izquierda. Era de California.

Los tres llevaban unas viejas túnicas de coro eclesial de color verde claro con ribetes dorados, que procedían de la misma tienda que la peluca de T. Karl y eran un regalo navideño de este. Así conservaba su puesto de oficial de la sala.

Entre el público se oyeron unos susurros y murmullos de desprecio cuando los jueces iniciaron su majestuoso avance sobre el pavimento embaldosado con toda la magnificencia de sus galas, mientras las túnicas ondeaban a su alrededor. Los personajes ocuparon sus puestos detrás de una mesa plegable alargada cerca de T. Karl, aunque no demasiado, y se enfrentaron con la asamblea semanal. El bajito y gordinflón se sentó en medio. Se llamaba Joe Roy Spicer y, a falta de alguien mejor, representaba el papel de presidente del tribunal. En su vida anterior, Spicer había sido juez de paz en Mississippi, legalmente elegido por los habitantes de su pequeño condado, pero había sido destituido del cargo tras haber sido sorprendido por los agentes federales quedándose con una parte de los beneficios del bingo de un club de la asociación benéfica masónica de los Shriners.*

—Siéntense, por favor —indicó, aunque no había nadie en pie.

Los jueces modificaron la posición de las sillas plegables y ahuecaron sus túnicas hasta conseguir que estas cayeran debidamente a su alrededor. El director adjunto permanecía de pie a un lado, ignorado por los reclusos. Lo acompañaba un guardia uniformado. La Hermandad se reunía semanalmente con permiso de las autoridades de la cárcel. Atendía casos, mediaba en las disputas, resolvía pequeñas diferencias entre los muchachos y, en términos generales, actuaba como un factor estabilizador entre la población reclusa.

Spicer examinó la lista, una pulcra hoja de papel impresa redactada manualmente por T. Karl.

—El tribunal inicia su sesión —declaró.

A su derecha se sentaba el californiano, el honorable Finn Yarber, de sesenta años, con una pena de siete años por delito de fraude fiscal, de la que había cumplido dos. Una venganza, proclamaba él a los cuatro vientos. Una cruzada de un gobernador republicano que había conseguido unir a los votantes en una campaña orientada a la destitución del magistrado del Tribunal Supremo de California. La piedra angular de la campaña había sido la oposición de Yarber a la pena de muerte y a la arbitrariedad que había demostrado en los aplazamientos de todas las ejecuciones. La gente quería sangre, Yarber se la negó, los republicanos organizaron un escándalo mayúsculo y la destitución fue un éxito aplastante. Lo echaron a la calle, donde pasó algún tiempo dando tumbos hasta que, al final, los inspectores de Hacienda empezaron a hacer preguntas. Su currículo: licenciado por la Universidad de Stanford, procesado en Sacramento, condenado en San Francisco y posteriormente recluido en una prisión federal de Florida. A pesar de los dos años de encierro, Finn no había logrado superar su amargura. Seguía creyendo en su inocencia y soñaba con aplastar a sus enemigos. Sin embargo, los sueños se estaban desvaneciendo. Se pasaba mucho rato solo en la pista de atletismo, protestando por su destino y soñando con otra vida.

—El primer caso: Schneiter contra Magruder —anunció Spicer como si estuviera a punto de empezar un importante juicio antimonopolio.

—Schneiter no está —informó Beech.

—¿Dónde se ha metido?

—En la enfermería. Otra vez cálculos en la vesícula. Lo acabo de dejar allí.

Hatlee Beech era el tercer miembro del tribunal. Se pasaba casi todo el día en la enfermería por culpa de las almorranas, las jaquecas o las amigdalitis. Beech, de cincuenta y seis años, era el más joven de los tres y, como le faltaban todavía nueve años de condena, estaba convencido de que acabaría sus días entre rejas. Había sido juez federal en el este de Texas, un implacable conservador con profundos conocimientos de las Sagradas Escrituras, muy aficionado a utilizar citas bíblicas en los juicios. Había tenido aspiraciones políticas, una espléndida familia y dinero procedente de los negocios petrolíferos de la familia de su mujer. Había tenido también un problema con la bebida, un vicio secreto hasta que un día arrolló a dos excursionistas en Yellowstone. Ambos resultaron muertos. El vehículo que conducía pertenecía a una señora con quien no estaba casado. La encontraron desnuda en el asiento delantero y tan borracha que apenas podía tenerse en pie.

Lo condenaron a doce años de prisión.

Joe Roy Spicer, Finn Yarber, Hatlee Beech. El Tribunal Inferior del Norte

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos