Caso abierto (Reportero Samuel Hamilton 6)

William C. Gordon

Fragmento

1 Buscando pistas

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Buscando pistas

Samuel volvía de unas largas vacaciones cuando dos niños fueron asesinados en menos de seis semanas en el mismo callejón de South of Market. Los dos eran alumnos del exclusivo colegio privado Towne.

Como reportero especializado en casos criminales en el periódico de la tarde, Samuel había saltado a la fama al resolver el asesinato de un amigo con el que solía salir de copas por Chinatown. Desde entonces había ayudado al teniente Bruno Bernardi, jefe de la brigada de homicidios de la policía de San Francisco, identificando a numerosos autores de sonados casos de asesinato. Sus crónicas siempre copaban la primera plana.

Tras repasar los dos casos de asesinato con Bernardi, se dirigió al depósito de pruebas y le entregó al arrugado funcionario una nota del teniente que le permitía el acceso.

—Otra vez tú, Hamilton —dijo el hombrecito con una sonrisa—. ¿Te puedo dar un consejo?

—Claro.

—En tu lugar, yo hablaría primero con el forense, fue su equipo el que reunió las pruebas.

—No es mala idea, voy a buscarlo. Nos vemos luego.

Samuel se dirigió a la puerta de al lado y pidió hablar con él, mientras el funcionario se alejaba por el pasillo para confirmar que el mensaje provenía de Bernardi.

Poco después, Barney McLeod se acercó lentamente y se fijó en Samuel.

—¿Qué puedo hacer por ti, sabueso?

—Necesito hablar contigo sobre los dos secuestros que han acabado en asesinato.

—Te ha puesto a trabajar en ellos, ¿verdad?

Era patólogo de formación y tras muchos años en la profesión se había labrado una reputación en todo el país gracias a su sagacidad y a su talento como forense. Alto y anguloso, le llamaban afectuosamente Cara de Tortuga por su mirada melancólica y porque su cabeza parecía salirse del cuerpo como la de una tortuga.

—Sí, alguien tiene que ocuparse del trabajo sucio. Ahora que estás aquí, Barney, ¿podemos charlar sobre estos casos?

—Claro, vamos a mi despacho.

Se giró y recorrió el pasillo de vuelta precediendo a Samuel hasta su despacho, donde se sentó pesadamente frente a un escritorio organizado con esmero. Un esqueleto humano, uno de verdad, presidía la sala en una esquina, y de la pared de detrás colgaban fotografías de sospechosos y criminales. Varios archivos estaban apilados en la parte derecha del escritorio y, justo enfrente de él, había uno abierto por una página marcada con papel secante.

—¿Puedes hacerme un resumen de lo que sabemos de los dos casos? —preguntó Samuel.

—Claro —dijo Cara de Tortuga—. Los dos niños fueron asesinados con seis semanas de diferencia y con la misma pistola, del calibre 38. Si damos con el arma, tenemos a nuestro asesino. Todo apunta a que la misma persona, probablemente un hombre, dejó dos mensajes bastante incoherentes en que pedía rescates, aunque probablemente tenía la intención de matar a los chicos desde el momento en que los secuestró.

—¿Por qué lo dices?

—Porque no dejó tiempo para que nadie hiciese nada. Recibimos los mensajes los días en que los niños fueron secuestrados y al día siguiente aparecieron muertos en el mismo callejón de South of Market. Iban al colegio Towne, en Pacific Heights. Ya te puedes imaginar cómo se ha avivado el interés de la gente por estos casos. Los niños ricos es lo que tienen.

—¿Tenemos huellas dactilares o alguna otra prueba?

—Aunque creemos que se usó la misma pistola en ambos casos, solo tenemos una bala, la otra atravesó la cabeza del niño y no la hemos encontrado. O está incrustada en algún lugar del callejón, o se desintegró en el impacto.

—¿Tu equipo la ha buscado? —preguntó Samuel.

—Sí, pero no han tenido suerte. Se lo comenté a Bernardi, quizá haya sacado algo en claro.

—No me ha dicho nada, así que lo dudo.

—El hecho de que tengamos esa bala demuestra que el asesino cometió un error —dijo Cara de Tortuga.

—¿A qué te refieres?

—Después de registrar el callejón todo apunta a que ese tipo sabía lo que hacía, pero dejar una bala que podamos vincular con una pistola es un error de principiantes.

—En fin, son buenas noticias. Dijiste que se trataba de un calibre 38. ¿Es una pistola muy común?

—Desde luego. Más potente que una del 22 y no tan letal como una del 45, pero mortal en manos expertas. La policía usa las del 45. Sinceramente, no podemos afirmar que quienquiera que haya usado esa pistola sea un tirador experto. Unos dicen que porque dejó que una bala se alojara en uno de los cuerpos se trata de un pardillo, pero quizá quiere que sepamos que usa una del 38 y que va en serio.

—En pocas palabras: arrogancia o estupidez —zanjó Samuel.

—Yo diría que arrogancia. No me parece un error involuntario. En mi opinión te enfrentas a un tipo que sabe exactamente lo que hace.

—¿Recuerdas algo más que pueda ser importante?

—Para serte sincero, me pareció que los dos cuerpos estaban demasiado limpios. Solo ha dejado las pistas que quería que encontrásemos sin que le impliquen.

—¿Y qué hay de la bala del 38?

—¿Tienes idea de cuántas 38 hay en este estado? Miles. Será casi imposible dar con esa pistola. Que no te quepa la menor duda de que no está registrada y créeme que a estas alturas ya ha desaparecido, así que nadie se va a tomar la molestia de investigar quién tiene una licencia para llevar una de esas en este estado. Si arrestan al asesino por cualquier otro delito y todavía tiene el arma, entonces es otra historia. Deberías echarle otro vistazo a las pruebas, quizá se nos escapa algo. ¿Por qué no te traes al técnico de Bernardi? Es bastante bueno. A menos que se nos haya pasado algo por alto, es posible que nunca sepamos quién se los cargó.

—Para eso estoy aquí. Tu colega me ha dicho que hable contigo antes de revisar las pruebas en homicidios. Espero que un par de ojos más ayuden. Si descubro algo le pediré a Phillip McIntosh que se pase por aquí. Es el especialista forense de Bernardi.

Samuel se puso en pie y volvió al depósito de pruebas.

—Estoy listo para examinar todo lo que tengas —le dijo al funcionario— ¿Me vas a hacer compañía?

—Sabes que es el procedimiento; además, me gustaría estar presente cuando des con esa pista que resuelva los casos.

El hombrecito se dirigió al final del depósito, donde sobre los estantes se amontonaban cajas con pruebas de casos criminales abiertos. Sacó dos con etiquetas diferentes.

Cogieron una cada uno y recorrieron el pasillo hasta la sala de reuniones, en la que extendieron el contenido de cada caja sobre dos mesas. Sus lúgubres miradas repasaron calcetines, pantalones, calzoncillos sucios, camisetas salpicadas de sangr

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