La última milla (Amos Decker 2)

David Baldacci

Fragmento

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1

Mars, Melvin.

Ahí dentro, en cualquier lugar, en cualquier momento, te llamaban por tu nombre y él respondía inmediatamente en cuanto oía el suyo.

Incluso en el baño. Como si estuviera en el Ejército, aunque nunca se hubiera alistado. Lo habían llevado allí contra su voluntad.

—¿Mars, Melvin?

—Sí, señor. Aquí, señor. Cagando, señor.

«Porque ¿en qué otro lugar podría estar sino aquí, señor?»

No sabía por qué lo hacían así y nunca se había atrevido a preguntarlo. La respuesta, al fin y al cabo, no le habría importado, y podría haberle acarreado un bastonazo de un guardia contra la sien.

Tenía otras cosas de las que preocuparse allí, en la Penitenciaría del estado de Texas, en Huntsville. La llamaban la Unidad Paredes por los muros de ladrillo rojo de la prisión. Inaugurada en 1849, era la cárcel más antigua del estado.

También albergaba la cámara de ejecución.

Mars era oficialmente el prisionero 7-4-7, como el avión. Los guardias del corredor de la muerte de donde lo habían traído lo llamaban Jumbo por eso. No era un tipo enorme, pero tampoco un alfeñique. La mayoría lo respetaban, aunque fuera porque no les quedaba más remedio. Un metro sesenta y pico por si acaso.

Sabía su estatura exacta porque lo habían medido precisamente en la NFL. Allí se lo habían medido casi todo. Mientras pasaba por el proceso había establecido paralelismos con los esclavos en la plaza del mercado mientras los potenciales dueños examinaban la mercancía. Bueno, a diferencia de sus antepasados esclavos, al menos él iba a tener un montón de pasta para afrontar la ruina de su cuerpo cuando sus días de jugador se acabaran.

Todavía pesaba ciento cuatro kilos. No estaba gordo, era una roca.

Toda una hazaña teniendo en cuenta la comida que servían allí, procesada en grandes fábricas, cargada de grasas, sal y químicos que seguramente usaban para fabricar cualquier cosa, desde cemento hasta alfombras.

«Matándome suavemente con vuestra comida de porquería.»

Llevaba en aquel sitio casi tanto como había estado fuera de él.

Y el tiempo no había pasado rápido. No parecían veinte años sino doscientos.

Sin embargo, ya daba igual. Pronto acabaría. Había llegado el día.

Su última, última apelación.

Denegada.

Estaba muerto.

Lo habían trasladado a la cárcel de Huntsville desde el corredor de la muerte de la Unidad Allan B. Polunsky de Livingston, Texas, situada a poco más de noventa y seis kilómetros más al este, en previsión de esta ocasión, en la que el estado conseguiría a su hombre después de dos largas décadas de espera. En la cara pálida de su abogado había una expresión de desolación cuando le había dado la noticia. Y eso que él se despertaría al día siguiente.

«Yo no.»

No tardaría en oír un repiqueteo de tacones acercándose.

El ruido de los fornidos guardias llevando los brillantes grilletes.

El solemne alcaide que al día siguiente habría olvidado cómo se llamaba.

El piadoso hombre de Dios con la Biblia, leyendo en voz alta los versículos porque se supone que debes tener algo espiritual a lo que agarrarte cuando sales. No de la cárcel. De la vida.

Texas ha ejecutado más reclusos que ningún otro estado, más de quinientos solo en los últimos treinta años. Durante casi un siglo, desde 1819, por ahorcamiento. Luego usaron la silla eléctrica, conocida como la Vieja Chispas, y trescientos sesenta y un reclusos fueron electrocutados a lo largo de cuatro décadas. Ahora en Texas usan la inyección letal para mandarte al más allá.

En cualquier caso estabas muerto.

Legalmente, las ejecuciones no podían empezar antes de las seis de la mañana. Le habían dicho a Mars que irían a buscarlo a medianoche. Bueno, nada de salir arrastrándose, pensó. Estaba preparado para un día de mierda muy largo.

El Muerto Andante, lo habían llamado.

—Adiós muy buenas —les había oído decir a los guardias tantas veces que había perdido la cuenta.

No quería mirar atrás. No hacia el epicentro de todo aquello.

Pero ¿cómo no iba a hacerlo?

Así que, mientras el final se acercaba, empezó a pensar en ellos.

En los asesinatos de Roy y Lucinda Mars, su padre blanco y su madre negra.

Entonces esa mezcla era rara, diferente, incluso exótica, desde luego en el oeste de Texas. Ahora era de lo más común. Todos los chicos que entraban parecían hechos de trocitos de cincuenta tipos distintos de humanidad.

Un gamberro al que acababan de encerrar era hijo de padres birraciales, hijos a su vez de parejas no tradicionales. De modo que el nuevo, un idiota que se había cargado al dependiente de una tienda por una bolsa de Twizzlers, era una mezcolanza de negro, marrón y blanco con un poco de chino añadido. Además, era musulmán, aunque Mars nunca lo había visto arrodillarse para rezar cinco veces al día como a algunos de allí dentro. Se llamaba Anwar y era originario de Colorado.

Y había empezado a decir a todos que quería convertirse en Alexis.

Mars se sentó en el banco de la celda y miró la hora. Había llegado la hora de hacerlo. Sería la última vez que lo haría, de hecho.

Llevaba un mono blanco con las letras «C» y «M» impresas en negro en la espalda. «Corredor de la muerte.» Mars lo comparaba con el cascabeleo de una serpiente que advertía a la gente para que no se acercara.

Se tumbó en el suelo fresco de cemento e hizo doscientas flexiones, primero con los puños cerrados, luego apoyándose en las yemas de los dedos y por último desde la posición del perro boca abajo, tocando ligeramente con la coronilla de la calva el hormigón cada vez. Después realizó trescientas sentadillas en series de seis, «cargas de repetición», las llamaba. A continuación practicó yoga y Pilates para la fuerza, el equilibrio, la amplitud de movimientos y, lo más importante, la flexibilidad. Podía llevarse los dedos de los pies a la frente con las piernas estiradas, una verdadera proeza para un hombre tan musculoso como él.

Lo siguiente fueron las mil repeticiones para la musculatura del torso y del vientre, hasta que los abdominales le ardieron como si le hubieran echado ácido en ellos. Por eso tenía los oblicuos duros como la piedra y el ombligo tan tirante que parecía más un lunar que el punto donde le habían anudado el cordón umbilical al nacer. Continuó con plyomania, empujando las cuatro paredes y el suelo en una serie de maniobras, muchas de ellas de su invención.

Era como Spiderman o Fred Astaire bailando por el techo. Tenía un montón de horas para idear tales cosas en la cárcel. Llevaba una vida muy estructurada, pero que también le proporcionaba bastante tiempo libre. Muchos reclusos se quedaban sentados sin hacer nada. No había clases, ni rehabilitación de ningún tipo.

El lema extraoficial de la cárcel era claro:

La rehabilitación es de cobardes.

Por último, Mars corrió sin moverse del sitio hasta que perdió la noción del tiempo, levantando mucho las rodillas

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