Ramsés El Maldito - La pasión de Cleopatra

Anne Rice
Christopher Rice

Fragmento

3600 a.C.: Jericó

3600 a.C.: Jericó

—Nos están siguiendo, mi reina.

Hacía siglos que no era reina, pero sus dos leales sirvientes seguían refiriéndose a ella como tal. Ambos hombres la flanqueaban mientras se aproximaban a pie a la gran ciudad de piedra de Jericó.

Eran los únicos miembros de su guardia real que se habían negado a participar en la insurrección contra ella. Ahora, miles de años después de haberla liberado de la tumba en la que la había metido su traicionero primer ministro, estos antiguos guerreros de un reino perdido seguían siendo sus fieles compañeros y protectores.

Su compañía era lo más importante. Ella conocía una soledad que nunca podría describir por completo a otro ser, una soledad que hacía tiempo que había aceptado pero que temía que un día la destruyera.

Había muy poca cosa de la que precisara ser protegida. Ella era inmortal, y ellos también.

—Seguid caminando —ordenó en voz baja—. No os detengáis.

Sus hombres obedecieron. Estaban lo bastante cerca de la ciudad para oler las especias del mercado que estaba justo detrás de la muralla de piedra.

La mujer sobrepasaba en estatura a la mayoría, pero sus dos sirvientes eran con mucho más altos que ella. A su derecha caminaba Enamon, con su orgullosa aunque torcida nariz, rota en una antigua batalla entre tribus extinguidas tiempo atrás. Aktamu iba a su izquierda, con una redonda cara de niño fuera de lugar encima de un cuerpo esbelto y musculoso. Hoy iban disfrazados de comerciantes de Kush, con faldas de piel de leopardo que bailaban sobre sus largas piernas, con anchas bandas doradas sobre sus musculados pechos desnudos. Las túnicas azules que la envolvían le permitían mover con libertad los delicados brazos. El bastón que utilizaba era una farsa dedicada a los mortales: ella no se cansaba ni necesitaba reposar como estos.

En aquel momento, el camino estaba despejado de carros en ambas direcciones, de ahí que no fue sorprendente que alguien reparase en ellos desde delante de las puertas de la ciudad; no obstante, cuando Bektaten oyó a Enamon diciéndolo se dio cuenta de que aquella atención se prolongaba de una manera sospechosa.

Volvió la vista atrás y vio al espía.

Tenía la piel varios tonos más clara que la suya, del mismo color que quienes habitaban la ciudad que tenían enfrente. Estaba a una buena distancia en la ladera yerma de su izquierda, envuelto en túnicas en el claroscuro de la frágil sombra de un olivo. No intentó esconderse. Su postura y posición eran una advertencia, alguna clase de amenaza. Y sus ojos eran tan azules como los de los hombres con quienes había viajado durante siglos.

Tan azules como los suyos.

Eran ojos transformados por el elixir que había descubierto mil años antes. Un descubrimiento que había causado la caída de su reino.

«¿Es él? ¿Es Saqnos?»

Los recuerdos de la traición del primer ministro nunca se desvanecerían, por más tiempo que pisara la tierra. El asalto que había orquestado en sus habitaciones con miembros de su propia guardia, sus exigencias para que le entregara la fórmula que había descubierto casi por casualidad, la que había permitido que una bandada de pájaros sobrevolara el palacio en círculos infinitos sin cansarse jamás.

Saqnos, el apuesto y atento Saqnos. Bektaten nunca había presenciado algo semejante a la transformación que había sufrido tantos siglos atrás. Y las cosas empeoraron cuando Saqnos vio que sus ojos, antes castaños, se habían vuelto de un azul asombroso.

Que en esta tierra hubiera una sustancia capaz de suprimir la muerte, y que ella la hubiese consumido sin consultarlo con él, fueron los hechos que lo enloquecieron, volviéndolo sediento de poder.

Si se la hubiese pedido sin más, si no la hubiese traicionado, ¿se la habría entregado de buena gana?

No había manera de saberlo ahora.

Con las lanzas de sus propios hombres alzadas contra ella, se había negado.

Pese a la fuerza tremenda que le había dado la transformación, la guardia real contaba con suficientes hombres para subyugarla, de modo que la arrastraron a la tumba de roca que Saqnos tenía preparada para ella. Y durante esta humillación, el arquitecto de su caída saqueó sus aposentos e incluso su cámara privada en busca de cuantas ampollas de elixir pudo encontrar. Las distribuyó de inmediato entre sus soldados. Pero no encontró la valiosísima fórmula en sí, pues ella se había encargado de esparcir los ingredientes entre sus otros tónicos y polvos.

Fue entonces cuando el plan de Saqnos se fue al garete.

Tras descubrir que les había sido concedida la vida eterna, tras darse cuenta de que los habían vuelto inmunes a la mayoría de heridas fatales, aquellos soldados antaño leales depusieron las armas y abandonaron a su nuevo caudillo. ¿Qué necesidad tenían de tener un gobernante? ¿Qué necesidad tenían de disponer del refugio de un reino cuando podían explorar el mundo perpetuamente sin miedo al frío, al hambre o a la picadura del áspid?

«Saqnos...»

Pero el hombre que ahora los vigilaba no era él.

—Una vez dentro de las murallas, preparad el anillo —dijo Bektaten a media voz.

Visitaban con frecuencia aquel lugar. Los tomaban por comerciantes de la tierra de Kush y ellos nunca sacaron a nadie de ese error. Sus bolsas iban siempre repletas de flores y especias, que en su mayoría había arrancado ella misma en picos altos y peligrosos, tan azotados por vientos fuertes y lluvias torrenciales que ningún mortal podía alcanzarlos. Los demás visitantes del mercado no estaban al corriente de este particular.

Aquellos viajes a Jericó la llenaban de alegría, pues interrumpían sus largos vagabundeos. Los vastos e imponentes paisajes que su inmortalidad le permitía visitar hablaban sus propios idiomas; había cierta música en el susurro del viento a través del follaje de junglas donde no moraban humanos, una armonía en los vientos encontrados que barrían las cimas de los montes. Pero los idiomas que se hablaban en Jericó, y sus cuentos de amores, muertes y ciudades recién nacidas eran una música sin la que ella no podría resistir. Y después de unos días recogiendo esas historias, de escuchar a mortales contando sus cuentos, regresaría a su campamento y las anotaría en sus diarios de papiro encuadernados en piel, toscos libros que había hecho con sus propias manos y guardado a lo largo de siglos de existencia, y que había jurado preservar para siempre.

Bektaten no permitiría que su amor por aquel lugar lo estropeara la súbita aparición de inmortales desconocidos, inmortales que no había creado ella.

Inmortales como el que los estaba siguiendo desde un promontorio de roca. O como el que estaba apostado junto a las puertas de la ciudad, observándolos sin miedo con una mirada penetrante.

«Nos están dando caza —pensó Bektaten—. Alguien ha oído decir que unos negros muy altos de ojos

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