El paciente

Juan Gómez-Jurado

Fragmento

Capítulo 1
1

Todo comenzó con Jamaal Carter. Si no le hubiese salvado, las cosas podrían haber sido muy distintas.

Cuando sonó el busca me froté los ojos con furia. El sonido me había sobresaltado, y me desperté de mal humor. Desde luego que el entorno no ayudaba. La sala de descanso de cirujanos de la segunda planta olía a sudor, a pies y a sexo. Los residentes siempre andan más calientes que la freidora de un McDonald’s en hora punta; no me extrañaría nada que un par de ellos hubiesen estado botando en la litera de arriba mientras yo roncaba.

Tengo el sueño pesado. Rachel siempre bromeaba diciendo que para levantarme había que usar una grúa. Pero esa regla no se aplica para el busca: el maldito trasto consigue despertarme al segundo bip. Es la consecuencia de siete años como residente. Si no respondías al busca a la primera, el jefe de residentes se hacía un tambor con tu culo. Y si no conseguías un hueco para echar una cabezada durante las guardias de treinta y seis horas, tampoco sobrevivías. Así que los cirujanos terminamos desarrollando una gran capacidad para quedarnos dormidos y una respuesta pavloviana al sonido del busca. Llevo cuatro años como médico de plantilla y mis guardias se han reducido a la mitad, pero el condicionamiento continúa.

Palpé bajo la almohada hasta dar con el trasto. En la pantalla LED figuraba el 342, el número de la planta de neurocirugía. Miré el reloj cada vez más enfadado. Tan sólo faltaban veintitrés minutos para que terminase mi turno, y la mañana había sido movida, con un accidente de tráfico que había comenzado en Dupont Circle y terminado en la mesa de mi quirófano. Me había pasado tres horas recomponiendo el cráneo de un agregado cultural inglés. El tipo no llevaba aquí ni dos días y ya había descubierto por la vía difícil que en Washington se sale de las rotondas por el lado contrario al que se sale en Londres.

Las enfermeras sabían que estaba descansando, así que si alguien me había mandado aquella alerta debía de ser algo grave. Llamé al 342, pero comunicaba, así que decidí acudir a ver qué sucedía. Me remojé la cara en la pila del lavabo que había al fondo sin encender la luz. En aquellos días procuraba mirarme al espejo lo menos posible.

Salí al pasillo. Eran las seis menos veinte, y el sol se ponía ya tras las copas de los árboles en Rock Creek Park. La luz entraba a través de las enormes vidrieras y formaba rectángulos anaranjados en el corredor. El año anterior hubiese disfrutado de la hermosa vista, incluso mientras corría hacia el ascensor. Pero ahora ya no despegaba la mirada del suelo. El hombre en el que me había convertido no admiraba paisajes.

En el ascensor me encontré con Jerry Gonzales, uno de los enfermeros asignados a mi servicio, transportando una camilla. Me sonrió con timidez y yo le saludé con la cabeza. Era un hombre robusto, y tuvo que echarse a un lado para que entrase. Si hay algo que dos varones heterosexuales odian es rozarse en un ascensor, y más si, como nosotros, llevan muchas horas sin ducharse.

—Oiga, doctor Evans, gracias por el libro que me prestó el otro día. Lo tengo en la taquilla, luego se lo devuelvo.

—Da igual, Jerry, puedes quedártelo —dije agitando la mano para restarle importancia—. Yo ya no leo mucho.

Hubo un silencio incómodo. En otro tiempo hubiésemos intercambiado pullas o chascarrillos ingeniosos. Pero eso era antes.

Casi pude oír cómo se tragaba las palabras que quería decir. Mejor: no soporto la compasión.

—¿Le ha tocado el pandillero? —dijo al fin.

—¿Por eso me han llamado?

—Ha habido un tiroteo en Barry Farm. Las noticias llevan un buen rato hablando de eso —dijo señalándose la oreja, donde viajaban eternamente unos auriculares—. Hay siete muertos y un montón de heridos. Una guerra de bandas.

—¿Y por qué no los llevan al MedStar?

Jerry se encogió de hombros y se hizo a un lado para dejarme pasar.

Salí del ascensor en la cuarta planta, donde está el servicio de neurocirugía. El Saint Claire es un hospital pequeño, privado y extremadamente caro. Ni siquiera muchos de los habitantes de Washington han oído hablar de él. Situado en el linde sur de Rock Creek Park, cerca del puente Taft, es un lugar tremendamente esnob. Sus principales clientes son los residentes de Kalorama, buena parte de ellos extranjeros y altos funcionarios de las embajadas; gente sin seguro médico cuyos gobiernos pagan a regañadientes las enormes facturas. No es muy accesible en ningún sentido, ni es probable que hayas visto el Saint Claire al pasar por la zona. Para llegar al enorme edificio victoriano de ladrillo rojo y ventanas blancas tienes que ir a propósito.

Para mi disgusto, la política del hospital tampoco cree en el servicio público: a los accionistas les gusta mantener los gastos bajos y los ingresos altos. Pero afortunadamente, al igual que todo hospital de Estados Unidos, el Saint Claire está obligado a atender cualquier urgencia que llegue a su puerta. Y así es como me encontré con Jamaal Carter.

Estaba en el centro del pasillo, frente al puesto de las enfermeras. Un policía y dos paramédicos, con los uniformes empapados en sangre, lo escoltaban. Allá donde había tocado las zonas reflectantes de la ropa, el fluido vital había formado manchas negras y ominosas. Los paramédicos tenían el rostro desencajado y hablaban entre ellos en voz baja. Considerando la clase de mierda con la que tenían que lidiar cada día, tenían que venir de algo muy muy gordo.

Una de las residentes de urgencias estaba junto a la camilla con cara de circunstancias. Debía de ser nueva, no la conocía.

—¿Eres el neurocirujano? —me preguntó al verme llegar.

—No, soy el fontanero, pero me han prestado esta bata tan chula para que no se me manche el mono.

Me miró desconcertada durante un instante, y tuve que guiñarle un ojo para que supiera que hablaba en broma. Se rio, nerviosa. Siempre viene bien rebajar un poco la tensión a los chavales. Los internos suelen tratarlos como si fuesen caca de perro pegada al zapato, así que cualquier mínimo gesto humano es para ellos como un vaso de agua en pleno desierto.

Señaló al chico de la camilla.

—Varón, dieciséis años, Glasgow 15, herida por arma de fuego. Tiene 10/6, pulso 89. Está estable, pero el proyectil se ha alojado junto a la T5.

Le eché un vistazo al TAC que me alargó la residente para ver la situación exacta de la bala. No pintaba bien. Me incliné sobre él. El pandillero estaba boca abajo. Iba vestido con unos pantalones de rapero y una cazadora azul de los Wizards. Alguien la había desgarrado con unas tijeras para atender una herida superficial en el brazo derecho, cubierto de tatuajes. El otro brazo estaba esposado a la camilla.

A la cazadora le faltaba buena parte de la espalda. Allí donde debía de estar el escudo del equipo alguien había recortado un enorme espacio de tela, y en su lugar h

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