El Instituto

Stephen King

Fragmento

cap-2

 

1

Treinta minutos después de la hora prevista de despegue, el avión de la compañía Delta en que Tim Jamieson debería haber abandonado Tampa con destino a las luces brillantes y los altos edificios de Nueva York seguía estacionado ante la puerta de embarque. Cuando un empleado de Delta y una mujer rubia con una placa del servicio de seguridad entraron en la cabina, se oyeron premonitorios murmullos de insatisfacción entre los pasajeros hacinados en la clase turista.

—Escúchenme con atención, por favor —pidió el tipo de Delta alzando la voz.

—¿Va para largo el retraso? —preguntó alguien—. No nos dore la píldora.

—El retraso debería ser breve, y el capitán desea garantizarles que el avión tomará tierra más o menos a la hora prevista. No obstante, tiene que embarcar un agente federal, así que necesitamos que alguien le ceda su plaza.

Se elevó un gruñido de queja colectivo, y Tim vio que varias personas preparaban sus móviles por si acaso. Ya se habían producido conflictos en circunstancias similares.

—Delta Air Lines está autorizada a ofrecer un pasaje gratuito a Nueva York en el próximo vuelo, que saldrá mañana temprano, a las siete menos cuarto…

Se elevó otro gruñido.

—Paso —dijo alguien.

El empleado de Delta prosiguió, sin inmutarse.

—La persona en cuestión recibirá un vale por una noche de hotel, más cuatrocientos dólares. Oigan, no es mal trato. ¿Quién se presta?

No hubo voluntarios. La rubia de seguridad se limitó a observar en silencio la atestada cabina de clase turista con mirada omnisciente, pero en cierto modo sin vida.

—Ochocientos —propuso el tipo de Delta—. Más el vale de hotel y el pasaje gratis.

—Este tío parece el presentador de un concurso de la tele —refunfuñó un hombre sentado en la fila de delante de la de Tim.

Seguía sin haber voluntarios.

—¿Mil cuatrocientos?

Y nadie todavía. A Tim le pareció curioso, pero no del todo sorprendente. Y no solo porque tomar un vuelo a las siete menos cuarto implicara levantarse antes que Dios. Sus compañeros de viaje en la clase turista eran sobre todo familias de regreso a casa después de visitar distintas atracciones de Florida, parejas que lucían quemaduras playeras, y hombres corpulentos, rubicundos y aparentemente cabreados que casi con toda probabilidad viajaban a la Gran Manzana por negocios cuyo valor superaba con creces los mil cuatrocientos pavos.

Desde el fondo del avión alguien exclamó:

—¡Súmale un Mustang descapotable y un viaje a Aruba para dos, y puedes quedarte con nuestros asientos!

La ocurrencia arrancó carcajadas, aunque no demasiado cordiales.

El auxiliar de embarque miró a la rubia de la placa, pero si esperaba ayuda por su parte, no la recibió. La mujer continuó observando, sin mover más que los ojos. El hombre suspiró y dijo:

—Mil seiscientos.

De pronto Tim Jamieson decidió que quería salir de aquel puto avión y viajar al norte en autostop. Aunque ni siquiera se le hubiese pasado por la cabeza hasta ese momento, descubrió que podía imaginárselo, y con absoluta claridad. Allí estaba él, plantado en el arcén de la Interestatal 301 con el pulgar extendido, en algún lugar del centro del condado de Hernando. Hacía calor; bullían las moscas de San Marcos; en una valla publicitaria se anunciaba un abogado de resbalones y caídas; «Take It on the Run», de REO Speedwagon, sonaba a todo volumen desde un estéreo portátil colocado en el peldaño de hormigón de una caravana cercana, donde un hombre descamisado lavaba su coche; y al cabo de un rato pasaría un granjero cualquiera y lo recogería en una camioneta con un Jesucristo magnético en el salpicadero y un cargamento de melones en la caja posterior, hecha de tablas. Y lo mejor no sería siquiera llevar dinero en el bolsillo. Lo mejor sería estar allí plantado, solo, a kilómetros de esa puta lata de sardinas en la que pugnaban los olores a perfume, sudor y laca.

Con todo, lo segundo mejor sería estrujar la teta del gobierno para sacar unos dólares más.

Se irguió cuan alto era (una estatura totalmente normal, poco más de un metro setenta y cinco), se reacomodó las gafas en lo alto del puente de la nariz y levantó la mano.

—Que sean dos mil, más la devolución del billete en efectivo, y el asiento es suyo.

2

Resultó que el vale era para un hotel de mala muerte situado cerca del final de la pista con mayor tráfico del Aeropuerto Internacional de Tampa. Tim se quedó dormido al arrullo de los aviones, despertó con más de lo mismo y bajó a ingerir un huevo duro y dos tortitas gomosas en el bufet de desayuno. Aunque distaba mucho de ser una exquisitez gastronómica, Tim comió con apetito y luego regresó a su habitación a esperar hasta que se hicieran las nueve, hora en que abrían los bancos.

Cobró sin problemas aquel dinero caído del cielo, porque el banco estaba informado de su visita y había aceptado el cheque de antemano; no tenía intención de quedarse esperando en aquel hotel de mala muerte hasta que autorizasen el pago. Cogió sus dos mil en billetes de veinte y cincuenta, dobló el fajo y se lo guardó en el bolsillo delantero izquierdo, recogió la bolsa de lona que había dejado con el guardia de seguridad del banco y pidió un Uber para que lo llevara a Ellenton. Allí pagó al conductor, caminó hasta el indicador de la 301-N más cercano y extendió el pulgar. Al cabo de quince minutos, paró un viejo con una gorra publicitaria de Case. En la caja de la camioneta no había melones, ni tablas en los laterales, pero por lo demás se ajustaba bastante a la escena que había visualizado la noche anterior.

—¿Adónde va, amigo? —preguntó el viejo.

—Bueno —dijo Tim—, a la larga a Nueva York. Supongo.

El viejo escupió el jugo del tabaco por la ventanilla.

—¿Y cómo se le ocurre ir allí a un hombre en su sano juicio? —Lo pronunció zano juicio.

—No lo sé —contestó Tim, aunque sí lo sabía; un antiguo compañero suyo de la policía le había contado que en la Gran Manzana abundaba el trabajo en el sector de la seguridad privada, incluidas algunas empresas que concederían más valor a su experiencia que a la absurda cagada que había puesto fin a su carrera policial en Florida—. Solo espero llegar a Georgia esta noche. Quizá me guste más aquello.

—Eso ya es otra cosa —dijo el viejo—. Georgia no está mal, sobre todo si le gustan los melocotones. A mí me dan cagalera. No le molesta que ponga música, ¿verdad?

—Para nada.

—Le advierto de que la pongo muy alta. Soy un poco duro de oído.

—Con estar en carretera, me doy por satisfecho.

Fue Waylon Jennings en lugar de REO Speedwagon, pero a Tim no le importó. Shooter Jennings y Marty Stuart siguieron a Waylon. Los dos ocupantes de la Dodge Ram embarrada escucharon y observaron la carretera que se desplegaba ante ellos. Recorridos ciento diez kilómetros, el viejo paró, se despidió de Tim inclinando ligeramente la gorra de Case y le deseó un día eztupendo.

Tim no llegó a Georgia esa noche —la pasó en un motel, también de mala muerte, próximo a un tenderete a pie de carretera en el que vendían zumo de naranja—, pero sí al día siguiente. En la localidad

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