Cónclave

Robert Harris

Fragmento

cap1

1

Sede vacante

El cardenal Lomeli salió del apartamento que ocupaba en el palacio del Santo Oficio poco antes de las dos de la madrugada y recorrió aprisa los soportales penumbrosos del Vaticano en dirección a los aposentos del Papa.

Por el camino rezaba: «Señor, aún tiene mucho por hacer, mientras que yo ya he terminado la labor con que debía servirte. A él lo quieren todos, mientras que de mí nadie se acuerda. Déjalo vivir, Señor. Déjalo vivir. Llévame a mí en su lugar».

Salvó a duras penas la pendiente adoquinada que conducía a la plaza de Santa Marta. El aire de Roma fluía apacible y neblinoso, aunque Lomeli percibía ya en él los primeros soplos fríos del otoño. Lloviznaba. Por teléfono el prefecto de la Casa Pontificia parecía tan aterrado que el cardenal esperaba encontrarse con un escenario de caos total. En realidad, en la plaza reinaba una inusitada atmósfera de calma, quebrada tan solo por una ambulancia solitaria que había aparcada a una distancia discreta, con su contorno recortado contra el iluminado flanco sur de San Pedro. La luz del habitáculo estaba encendida, los limpiaparabrisas se balanceaban de un lado a otro, y él se encontraba lo bastante cerca para distinguir las caras del conductor y su auxiliar. Al ver que el conductor estaba hablando por un teléfono móvil, Lomeli pensó conmocionado que no habían acudido a trasladar al hospital a un enfermo, sino a llevarse un cadáver.

Al llegar a la incongruente entrada de cristal cilindrado de la casa de Santa Marta, el guardia suizo lo saludó llevándose una mano protegida por un guante blanco al casco coronado por un penacho rojo.

—Eminencia.

Lomeli señaló el vehículo con la cabeza y le dijo:

—¿Te importaría cerciorarte de que ese hombre no esté llamando a la prensa?

La atmósfera austera y aséptica de la residencia semejaba la de una clínica privada. En el vestíbulo, donde dominaban los mármoles blancos, un grupo de sacerdotes, tres de ellos en bata, aguardaban consternados, como si hubiera saltado la alarma antiincendios y no supieran muy bien cómo proceder. Lomeli titubeó en el umbral y, al sentir algo en la mano izquierda, vio que estaba apretando su solideo rojo. No recordaba haberlo cogido. Lo desplegó y se cubrió la coronilla con él. Notó el cabello húmedo al tacto. Un obispo africano intentó detenerlo según avanzaba hacia el ascensor, pero Lomeli se limitó a saludarlo con la cabeza y siguió adelante.

El aparato tardaba demasiado en llegar. Debería haber subido por las escaleras. Pero estaba exhausto. Percibía las miradas de los demás clavadas en su espalda. Debería decirles algo. El ascensor llegó. Las puertas se abrieron. Dio media vuelta y levantó la mano para bendecirlos.

—Recen —dijo.

Pulsó el botón de la segunda planta, las puertas se cerraron y el compartimento emprendió el ascenso.

«Si es Tu voluntad llamarlo a Tu lado y dejarme atrás a mí, concédeme entonces la fortaleza para ser la roca en la que los demás se apoyen.»

En el espejo, bajo la luz ambarina, su rostro cadavérico aparecía lívido y moteado. Buscaba con desesperación una señal, los posos de sus fuerzas. Cuando el ascensor se detuvo de una sacudida, su estómago parecía querer seguir subiendo, obligándolo a asirse a la barandilla metálica para recuperar el equilibrio. Recordó la ocasión en que montó con el Santo Padre en ese mismo ascensor, en los comienzos de su papado, y dos ancianos monseñores entraron tras ellos. Sin pensárselo dos veces, se arrodillaron, asombrados por haberse encontrado cara a cara con el representante de Cristo en la Tierra, ante lo cual él se rio y les dijo: «No os preocupéis, levantaos, no soy más que un viejo pecador, igual que vosotros».

El cardenal elevó la barbilla. La máscara que llevaba en público. Las puertas se abrieron. Una gruesa cortina de trajes oscuros se escindió para dejarlo pasar. Oyó a un agente susurrarle a su manga:

—El decano está aquí.

En el otro extremo del rellano, frente a la entrada de los aposentos papales, tres monjas, miembros de la compañía de Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, esperaban cogidas de las manos, incapaces de contener el llanto. El arzobispo Woźniak, prefecto de la Casa Pontificia, se acercó a recibirlo. Sus gafas con montura de acero ocultaban unos ojos grises llorosos e hinchados. Levantó las manos y le dijo impotente:

—Eminencia…

Lomeli tomó entre sus manos las mejillas del arzobispo y se las apretó con delicadeza. Percibió la aspereza de la barba que empezaba a asomar de la cara de aquel hombre más joven.

—Janusz, su presencia le hacía muy feliz.

A continuación, otro escolta (o tal vez un empleado de la funeraria —en ambas profesiones se utilizaban trajes muy parecidos—) o, en cualquier caso, otra persona vestida de negro abrió la puerta que daba a los aposentos.

El pequeño cuarto de estar y el dormitorio que quedaba al otro extremo, aún más reducido, estaban atestados. Lomeli elaboró una lista con los nombres de la decena larga de personas que había presentes, sin contar el personal de seguridad: dos médicos; dos secretarios privados; el maestro de celebraciones litúrgicas pontificias, el arzobispo Mandorff; al menos cuatro sacerdotes de la Cámara Apostólica; Woźniak; y, por supuesto, los cuatro cardenales veteranos de la Iglesia católica: el secretario de Estado, Aldo Bellini; el camarlengo o chambelán de la Santa Sede, Joseph Tremblay; el cardenal penitenciario mayor o «confesor principal», Joshua Adeyemi; y él mismo, el decano del Colegio Cardenalicio. En su vanidad, había dado por hecho que él era el primero a quien habían avisado; en realidad, como acababa de comprobar, era el último.

Accedió al dormitorio detrás de Woźniak. Era la primera vez que entraba. Hasta ahora las inmensas puertas de doble hoja siempre habían estado cerradas. El renacentista lecho papal, con un crucifijo sobre él, se encontraba orientado hacia el cuarto de estar. El pesado armazón cuadrado de roble pulido ocupaba casi toda la estancia, en medio de la cual parecía demasiado grande. Era el único toque de magnificencia que podía apreciarse en los aposentos. Bellini y Tremblay estaban arrodillados junto a la cama con la cabeza gacha. Lomeli tuvo que sortear las piernas de ambos para situarse al lado de los almohadones sobre los que el Papa se hallaba ligeramente recostado, oculto el cuerpo por el cubrecama blanco, las manos plegadas sobre el pecho, por encima de la plana cruz pectoral de hierro que llevaba colgada del cuello.

Lomeli no estaba acostumbrado a ver al santo Padre sin las gafas. Estas descansaban plegadas sobre la mesita de noche, junto a un maltrecho despertador de viaje. La montura le había dejado una marca rojiza a ambos lados del puente de la nariz. A menudo la expresión de los muertos, según la experiencia de Lomeli, se antojaba laxa y bobalicona. Pero la de este parecía atenta, casi jovial, como si lo hubieran interrumpido en mitad de una frase. Al inclinarse para besarle la frente, reparó en una leve mancha blanca de dentífrico junto a la comisura izquierda de la boca, y asimismo percibió el olor de la menta y de algún champú floral. ¿No estaría a punto de decir algo?

—¿Por qué le ha llamado, santidad —susurró—, cuando aún deseaba hacer tanta

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