En tierra de nadie (Serie John Puller 4)

David Baldacci

Fragmento

Capítulo 1

1

Paul Rogers estaba aguardando a que lo mataran.

Llevaba diez años haciéndolo.

Ahora le quedaban veinticuatro horas más antes de morir.

O de vivir.

Rogers medía metro ochenta y cinco e inclinaba la balanza hasta los ochenta y dos kilos, casi ninguno de grasa. A la mayoría de la gente que solo miraba su cuerpo esculpido le sorprendería enterarse de que tenía más de cincuenta años de edad. Del cuello hacia abajo parecía un mapa anatómico, cada músculo duro y bien definido al juntarse con su vecino.

Sin embargo, del cuello hacia arriba los años habían dejado claras huellas en sus rasgos, y suponerle cincuenta años habría sido un gesto amable. Tenía el pelo abundante pero casi todo gris, y el rostro, aunque había estado tras los barrotes y apartado del sol durante una década, áspero y curtido, con profundas grietas en torno a los ojos y la boca, y la frente ancha surcada de arrugas.

Llevaba una barba rebelde a juego con el color del pelo. En realidad, el vello facial allí no estaba permitido, pero le constaba que nadie tenía agallas para obligarlo a afeitarse.

Era como una serpiente de cascabel, sin la ventaja de un sonido de advertencia, que probablemente te mordería si te acercabas demasiado.

Los ojos acechantes bajo las cejas hirsutas tal vez fueran su rasgo más distintivo: un pálido azul acuoso que transmitía una sensación de profundidad insondable y, al mismo tiempo, ausencia de vida.

Faltaban veinticuatro horas. No era buena señal.

Se oyeron dos pares de tacones caminando al unísono.

La puerta deslizante se abrió y apareció la pareja de celadores.

—Muy bien, Rogers —dijo el celador veterano—. Andando.

Rogers se levantó y miró a ambos hombres; su rostro reflejaba confusión.

—Sé que tenía que ser mañana pero, según parece, el secretario judicial se equivocó al poner la fecha en la orden y era demasiado complicado intentar cambiarla —aclaró el funcionario—. De modo que voilà, hoy es tu gran día.

Rogers dio un paso al frente y alargó las manos para que pudieran esposarlo.

El celador veterano negó con la cabeza.

—Te han concedido la libertad condicional, Rogers. Te marchas como un hombre libre. No más cadenas.

No obstante, mientras decía esto, agarró con un poco más de fuerza la empuñadura de su porra y una vena le palpitó en la sien.

Los dos celadores condujeron a Rogers por un largo pasillo. En ambos lados había puertas de celdas con rejas. Los hombres de detrás de los barrotes habían estado hablando pero cuando apareció Rogers se callaron de golpe. Los presos lo observaron pasar enmudecidos, después los murmullos se reanudaron.

Tras entrar en un cuarto pequeño le dieron una muda completa, relucientes zapatos de cordones, su anillo, su reloj y trescientos dólares en efectivo. Treinta pavos por cada año que había estado interno; tal era la magnánima política del estado.

Y, quizá más importante que cualquier otra cosa, un billete de autobús que lo llevaría hasta la ciudad más cercana.

Se quitó el mono de recluso y se puso los calzoncillos y la ropa nueva. Tuvo que apretar el cinturón en torno a su estrecha cintura para sujetarse los pantalones, pero en cambio la chaqueta le tiraba en los anchos hombros. Se calzó los zapatos nuevos. Eran un número más pequeños de la cuenta y le apretaban en los dedos de los largos pies. Después se abrochó el reloj, ajustó la hora sirviéndose del que había colgado en la pared, metió el dinero en la chaqueta y se puso el anillo, presionándolo sobre el nudoso nudillo.

Lo condujeron a la entrada principal de la prisión y le entregaron un paquete de documentos que resumía sus obligaciones y responsabilidades como persona en libertad bajo palabra. Estas incluían reuniones periódicas con su agente de la condicional y rigurosas restricciones en sus movimientos y relaciones con otras personas durante el tiempo que durase la observancia de buena conducta. No estaba autorizado a abandonar la zona ni podía acercarse a sabiendas a menos de treinta metros de alguien que tuviera antecedentes penales. No podía tomar drogas y tampoco poseer o portar un arma.

Los pistones hidráulicos cobraron vida y la puerta metálica se abrió, revelando el mundo exterior a Rogers por primera vez en una década.

Cruzó el umbral mientras el otro celador decía:

—Buena suerte, y no dejes que vuelva a verte por aquí.

Acto seguido los pistones se accionaron de nuevo y la maciza puerta se cerró a su espalda con el susurro que emitió la maquinaria hidráulica al detenerse.

El celador veterano negó con la cabeza mientras el joven miraba fijamente la hoja de la puerta.

—Si tuviera que apostar, diría que no tardará en volver a estar preso —comentó el celador veterano.

—¿Y eso por qué?

—Paul Rogers ha dicho apenas unas cinco palabras desde que llegó aquí. Pero a veces la expresión de su cara... —El celador se estremeció—. Como bien sabes, tenemos a unos cuantos tipos duros en este lugar. Pero ninguno me ha dado tanto miedo como Rogers. Su mirada era tan vacía que parecía un auténtico zombie. Fue propuesto para obtener la libertad condicional dos veces pero no se la concedieron. Me dijeron que los de la junta de la condicional se cagaron de miedo por la forma en que los miraba. Digo yo que a la tercera va la vencida.

—¿Por qué lo encarcelaron?

—Por asesinato.

—¿Y solo le cayeron diez años?

—Circunstancias atenuantes, supongo.

—¿Los demás reclusos trataron de intimidarlo? —preguntó el celador más joven.

—¡Intimidarlo! ¿Alguna vez has visto a ese tío entrenando en el patio? Es más viejo que yo y más fuerte que el más hijoputa que tenemos aquí. Y creo que solo dormía una hora por noche. Si hacía la ronda a las dos de la madrugada, lo encontraba en su celda con la mirada perdida o hablando para sí y frotándose el cogote. Es un tipo muy raro. —Hizo una pausa—. Aunque cuando llegó, dos de los reclusos más duros se pusieron en plan macho alfa con él.

—¿Qué ocurrió?

—Digamos que ya no son machos alfa. Uno terminó lisiado y el otro va en silla de ruedas sin parar de babear porque Rogers le produjo daños cerebrales permanentes. Le agrietó el cráneo de un golpe. Lo vi con mis propios ojos.

—¿Cómo se las apañó para conseguir un arma aquí dentro?

—¿Un arma? ¡Lo hizo con las manos!

—¡Joder!

El celador veterano asintió con la cabeza pensativamente.

—Así se forjó una reputación. Nadie volvió a molestarlo después de eso. Los presos respetan a los machos alfa. Ya has visto cómo se han callado todos cuando hemos pasado por el pasillo. Aquí dentro era una leyenda cada vez más grande y maligna sin que levantara un dedo. Aunque debo decir a

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