Trece runas

Michael Peinkofer

Fragmento

1

Archivo de la abadía de Dryburgh, Kelso, mayo de 1822

En la antigua sala reinaba un silencio absoluto, un silencio de siglos pasados que inspiraba respeto y cautivaba a todo aquel que entraba en la biblioteca de la abadía de Dryburgh.

La abadía propiamente dicha ya no existía; en el año 1544 los ingleses, bajo el mando de Somerset, habían arrasado sus venerables muros. Sin embargo, algunos arrojados monjes de la orden premonstratense habían conseguido salvar la mayor parte de la biblioteca del monasterio y la habían trasladado a un lugar desconocido. Hacía unos cien años, los libros habían sido descubiertos de nuevo, y el primer duque de Roxburghe, conocido mecenas del arte y la cultura, se había preocupado de que la biblioteca de Dryburgh encontrara un nuevo alojamiento en las inmediaciones de Kelso: en un antiguo almacén de grano construido en ladrillo, bajo cuyo alto techo se encontraban depositados desde entonces los innumerables infolios, volúmenes y rollos de escritura salvados de la destrucción.

Aquí se conservaban los conocimientos acumulados durante siglos: copias y traducciones de antiguos registros que habían sobrevivido a las épocas oscuras, crónicas y anales medievales en los que se habían fijado los hechos de los monarcas. En la biblioteca de Kelso, sobre el pergamino y el papel quebradizo maltratados por el tiempo, la historia aún permanecía viva, y quien se sumergía en ella en este lugar se sentía penetrado por el hálito del pasado.

Ese era precisamente el motivo de que a Jonathan Milton le gustara tanto la biblioteca. Ya desde muchacho, el pasado había ejercido una atracción particular sobre él, y se había interesado mucho más por las historias que su abuelo le contaba sobre la antigua Escocia y los clanes de las Highlands que por las guerras y los déspotas de sus propios días. Jonathan estaba convencido de que los hombres podían aprender de la historia, pero para eso debían tomar conciencia del pasado. Y un lugar como la biblioteca de Dryburgh, que estaba impregnada de él, invitaba realmente a hacerlo.

Para el joven, que cursaba estudios de historia en la Universidad de Edimburgo, poder trabajar en este lugar era como un regalo. Su corazón palpitó con fuerza mientras cogía el grueso infolio del estante, y sin preocuparse por la nube de polvo que se levantó haciéndole toser, apretó el libro, que debía de pesar unos quince kilos, contra su cuerpo como una preciosa posesión. Luego cogió la palmatoria y bajó por la estrecha escalera de caracol hasta el piso inferior, donde se encontraban las mesas de lectura.

Con cuidado depositó el infolio sobre la maciza mesa de roble y se sentó para examinarlo. Jonathan estaba ansioso por conocer qué tesoros de otros tiempos descubriría.

Se decía que muchos de los escritos de la biblioteca no habían sido aún revisados y catalogados. Los pocos monjes que el monasterio había destinado para que se encargaran de los fondos no daban abasto, de modo que en los estantes cubiertos de polvo y de gruesas telarañas aún podían descansar algunas perlas ocultas. Solo la idea de descubrir una de estas joyas hacía que el corazón de Jonathan se acelerara.

Sin embargo, él no estaba allí para enriquecer las ciencias de la historia con nuevos conocimientos. Su auténtica tarea consistía en realizar algunas sencillas indagaciones, una actividad bastante aburrida, aunque debía reconocer que estaba bien pagada. Además, Jonathan tenía el honor de trabajar para sir Walter Scott, un hombre que constituía un ejemplo luminoso para muchos jóvenes escoceses.

No era solo que sir Walter, que residía en la cercana mansión de Abbotsford, fuera un novelista de éxito cuyas obras se leían tanto en los aposentos de los artesanos como en los salones de las casas señoriales, sino que era también un escocés de cuerpo entero. A su intercesión y su influencia ante la Corona británica debía agradecerse que muchos usos y costumbres escoceses, que a través de los siglos habían sido objeto de mofa, progresivamente volvieran a tolerarse. Más aún, en algunos círculos de la sociedad británica podía decirse que lo escocés estaba de moda, y recientemente incluso se consideraba elegante adornarse con el kilt y el tartán.

Para alimentar con nuevo material la casa editorial que sir Walter, junto con su amigo James Ballantyne, había fundado en Edimburgo, el escritor trabajaba literalmente día y noche, y generalmente en varias novelas al mismo tiempo. Para ayudarlo en su trabajo, Scott traía de Edimburgo a jóvenes estudiantes que se alojaban en su propiedad rural e investigaban algunos detalles históricos. La biblioteca de Dryburgh, que se encontraba en Kelso, a unos veinte kilómetros de la residencia de Scott, ofrecía unas condiciones ideales para ello.

A través de un amigo de su padre, con el que sir Walter había estudiado en sus años de juventud en la Universidad de Edimburgo, Jonathan había conseguido aquel puesto de meritorio. Y el enjuto joven, que llevaba el cabello anudado en una corta trenza, se consolaba sin dificultad a pesar de la naturaleza más bien tediosa de su trabajo —centrado en áridas investigaciones más que en la búsqueda de crónicas desaparecidas y antiguos palimpsestos—, pensando en que gracias a él tenía la posibilidad de pasar el tiempo en este lugar donde convivían el pasado y el presente. A veces, Jonathan permanecía allí sentado hasta avanzada la noche y perdía por completo la noción del tiempo, enfrascado en el examen de viejas cartas y documentos.

Eso hacía también esa noche.

Durante todo el día, había investigado y recogido material: asientos en anales, relatos de gobernantes, crónicas conventuales y otros apuntes que podían ser de utilidad para sir Walter en la redacción de su última novela.

Jonathan había copiado concienzudamente todos los datos y hechos significativos en el libro de notas que sir Walter le había dado. Pero una vez hecho el trabajo, volvió a dedicarse a sus propios estudios y se dirigió a la parte de la biblioteca que despertaba realmente su interés: las recopilaciones de escritos encuadernadas en cuero antiguo que se encontraban almacenadas en el piso superior y que en buena parte todavía no habían sido examinadas.

Como había podido constatar, entre ellas se encontraban pergaminos de los siglos XII y XIII: documentos, cartas y fragmentos de una época cuya investigación se había apoyado principalmente hasta ese momento en fuentes inglesas. Si conseguía dar con una fuente escocesa aún desconocida, aquello constituiría un hallazgo científico, y su nombre estaría en boca de todos en Edimburgo…

Animado por esta ambición, el joven estudiante invertía cada minuto libre en investigar por su cuenta en los fondos de la biblioteca. Estaba seguro de que ni sir Walter ni el abad Andrew, el administrador del archivo, tendrían inconveniente alguno en que lo hiciera, siempre que llevara a cabo su tarea puntualmente y de forma concienzuda.

A la luz de la vela, que sumergía la mesa en una luz cálida y vacilante, Jonathan estudiaba ahora una recopilación de textos con una antigüedad de siglos —fragmentos de anales que habían redactado los monjes del monasterio de Melrose, pero también documentos y cartas, relaciones de impuestos y otros escritos de este tipo—. El latín en que se habían conservado estos fragmentos ya no era la lengua culta de un César o un Cicerón, como el que se estudiaba actualmente en las escuelas; la mayoría de los redactores habían utilizado una lengua que recordaba solo vagamente a la de los clásicos. La ventaja era que Jonathan no tenía ninguna dificultad en traducirla.

El pergamino de los fragmentos era acartonado y quebradizo, y en muchos lugares la tinta era casi

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