El rey de los bajos fondos (Reportero Samuel Hamilton 2)

William C. Gordon

Fragmento

1

EL VERTEDERO

La segunda semana de diciembre de 1961 fue la más fría que había registrado el Servicio Meteorológico en la bahía de San Francisco en casi cincuenta años, aunque había sido un invierno seco, con poca lluvia. Esa mañana, la neblina se arrastraba desde la entrada de la bahía —

el Golden Gate— y alcanzaba el puente Richmond-San Rafael. Todavía estaba oscuro cuando el teléfono sobresaltó al agente, que cabeceaba en su puesto. Era la última hora del turno de noche y, por lo tanto, la más pesada.

—Departamento de Policía de Richmond. Despacho. Habla el agente Malcolm.

—¡Aquí hay un hombre colgado del portón! — gritó histérica una voz al otro lado de la línea.

El agente Malcolm estaba sentado ante tres emisoras, frente a un gran transmisor de radio lleno de sintonizadores y agujas vacilantes. Las otras dos emisoras solo se usaban en caso de emergencia o de mucho trabajo y a esas horas estaban vacías. El hombre despertó rápidamente y se concentró en lo que acababa de oír, consciente de que los detalles que obtuviera en ese momento podían ser importantes en el futuro. Encendió la grabadora.

—Cálmese, cálmese. — Con mano temblorosa sacó un bloc de notas del cajón superior de su puesto y escribió la fecha y hora, luego carraspeó, nervioso, tirando del cuello abierto de su camisa, que para entonces ya estaba bastante arrugada—. ¿Puede identificarse, señor?

—Soy un camionero. Me dirigía a... — respondió la agitada voz.

—Espere, por favor, deme su nombre completo.
—Mi nombre no importa nada. Mejor mande a alguien aquí.

—¿Dónde está usted?
—En el vertedero de Point Molate, en Richmond — gritó y, sin más, colgó.

—¿Oiga? — chilló el agente inútilmente.

Malcolm cogió el micrófono de la radio que tenía frente a él y empezó a transmitir.

—Llamando a todos los patrulleros disponibles. Hay un posible 187 en el vertedero de Point Molate. Necesito... —

Contó con los dedos y comprendió que era responsable de una ciudad de más de cien mil habitantes y esa mañana había solo seis patrulleros disponibles—. Tres coches en la escena. Cambio.

—Patrullero cinco en Point Richmond respondiendo. Estoy muy cerca — contestó una voz en la radio.

—Patrullero doce, en el centro de Richmond respondiendo — dijo otra voz.

—Patrullero veintisiete, llegando por el oeste del bulevar Cutting — añadió un tercero.

Point Molate era un promontorio que asomaba por la bahía de San Francisco cerca del puente Richmond-San Rafael, al que se accedía por una calle desde el bulevar Cutting, justo antes de entrar en el puente. Allí había un vertedero de productos químicos. Un pesado portón de acero con un arco encima de casi siete metros de altura, ambos pintados de blanco, controlaban la entrada, y cerca había una caseta de vigilancia, del mismo color, que a esa hora se encontraba vacía. El portón estaba abierto y del arco colgaba el cuerpo de un hombre, con una cuerda al cuello. Tenía las manos atadas por la espalda, los tobillos amarrados y no cabía duda de que estaba muerto.

Eso es lo que vio el primer patrullero que llegó al lugar. El conductor enfocó el cuerpo con su reflector.

—¿Tiene un arma? Hay dos bultos en el traje — le dijo a su compañero.

—No lo sé. Espero que no sea una bomba o algo así. No lo sabremos hasta que lo bajemos y no podemos hacerlo a menos que digamos que intentábamos salvarle la vida.

Los dos agentes negaron con la cabeza, impresionados, y uno de ellos desvió el reflector al suelo para evitar el morboso espectáculo. Descendieron del coche, pero se mantuvieron a cierta distancia del portón. El conductor introdujo la mano en el coche para dirigir de nuevo el reflector hacia la escena. Un rayo amarillo de luz rompió la oscuridad del amanecer.

—¿Has visto alguna vez esa clase de nudo? —

le preguntó al otro.

—Desde aquí, no sabría decírtelo, pero me parece algo raro...

—No hay duda: tenemos un cadáver. Mejor que pidamos refuerzos — dijo el otro agente.

—Patrullero cinco llamando a la central. ¿Me escucha? Cambio — llamó por el receptor manual de radio.

—Le recibo —

replicó el agente Malcolm, ahora cargado de adrenalina y sentado al borde de su silla giratoria—. ¿Cuál es la situación? Cambio.

—Este tío está frío. Necesitamos con urgencia un detective y un forense. Todavía no amanece, pero si despeja la niebla y tenemos algo de sol, el cuerpo se nos va a madurar bien pronto. No he visto nubes en los cerros del este, así que eso es lo más probable. Cambio.

—Ahora mismo. — El agente desconectó el micrófono, cogió el teléfono y llamó a la oficina de detectives.

—Soy el detective Bernardi —

respondió una nueva voz—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Tenemos un 187 en el vertedero químico de Point Molate. El patrullero cinco pide un detective ya.

—¿Puede darme detalles? — preguntó Bernardi.

El detective escuchó atentamente mientras el agente Malcolm le contaba lo del hombre ahorcado en el arco de la entrada. Colgó el teléfono, se puso de pie, le dio otro mordisco a su donut y bebió un sorbo de su café caliente; después se lamió las migas de los labios y, en un gesto automático, se ajustó el arma en la pistolera del hombro y comprobó que tenía las esposas. Se sentó y marcó el número del laboratorio criminal.

—Mac al habla — contestaron del laboratorio.
—Mac, soy Bruno. Tengo un 187 y necesito un técnico. ¿Estás disponible?

—En diez minutos. Tengo que terminar el informe sobre lo que me diste la semana pasada.

—Vale — dijo Bernardi—. Te espero.

Enseguida llamó a la central.
—Póngame con el agente a cargo en el lugar del crimen. —Sí, señor — respondió el agente Malcolm—. Patrullero cinco, aquí central. Cambio.

Para entonces los otros vehículos disponibles habían llegado a Point Molate y cinco agentes se habían dispersado para bloquear el acceso a la entrada del vertedero. Algunos obreros comenzaban a llegar para el turno de la mañana y el grupo iba creciendo al otro lado del portón, empujando para ver mejor el cuerpo, que se balanceaba en la brisa matutina, mientras el cielo del amanecer empezaba a aclarar. Los policías los mantenían alejados de la escena.

—Al habla el patrullero cinco. Cambio.
—Espere, el detective Bernardi desea hablarle — dijo Malcolm—. Adelante, el patrullero cinco está en línea.

—Soy Bernardi. ¿Qué ha pasado?

El agente del patrullero cinco describió la escena, incluso el problema para controlar a la gente que empezaba a surgir, mientras Bernardi tomaba notas.

—No permita que la contaminen. Que nadie entre o salga. Tome el nombre de las personas que lleguen y después dispérselos. Estaremos allí en diez minutos.

—Sí, señor — respondió el agente—. Cambio y fuera.

El detective llamó entonces a la oficina del forense. —Soy Bernardi, de Homicidios, Richmond. Necesitamos un vehículo forense en el vertedero de químicos en Point Molate. Estamos trabajando en un 187. Me encontraré allí con el técnico en media hora.

Entretanto habían llegado seis agentes a la escena y varios obreros, todos mexicanos. Los agentes estaban apuntando los nombres y direcciones, y separaban los trabajadores para que cuando llegara el detective Bernardi, pudiera interrogarlos individualmente, antes de que se comunicaran entre sí.

El agente del patrullero cinco movió su reflector hacia el suelo, debajo del cuerpo, para ver si podía identificar huellas en el ár

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos