La luz del diablo (Inspector Sejer 4)

Karin Fossum

Fragmento

cap

Edificio del Juzgado. 4 de septiembre. 16.00 h.

Jacob Skarre miró el reloj. Había acabado su turno, pero sacó con cuidado un libro de su bolsillo interior y leyó el poema de la primera página. «Como jugar en realidad virtual —pensó—. ¡Chas! Y estás en otro paisaje.» La puerta estaba abierta, y de repente se percató de que alguien lo observaba. La mujer quedaba fuera de su entorno, pero la magnífica visión periférica de Skarre la captó. No era más que otra conciencia que tocaba la suya. Una vibración ligerísima, casi imperceptible, que al final lo alcanzó. Cerró el libro.

—¿Puedo ayudarla en algo?

La mujer no se movió, seguía observándolo con una extraña mirada. Skarre contempló ese rostro tenso y de repente le resultó conocido. La mujer ya no era joven, estaría rozando los sesenta, llevaba un vestido y unas botas oscuras. Un pañuelo al cuello. Parte de la razón de por qué lo llevaba se veía debajo de su barbilla, en contraste con lo que la mujer probablemente tuviera de rapidez y elegancia. Caballos de carreras con vistosos jinetes sobre un fondo azul. Su cara era ancha y con los rasgos muy marcados, echada hacia delante por la prominente barbilla. Las cejas eran oscuras y casi continuas. Contra la tripa apretaba un bolso. Pero sobre todo destacaban sus ojos. Dentro del pálido rostro había un par de luminosos ojos que miraban tan fijamente a Skarre que él no podía apartar su vista de ellos. Entonces se acordó. «Una curiosa coincidencia», pensó expectante. Estaba como atornillado en ese silencio interrogante. Cada segundo saldría algo importante de la boca de esa mujer.

—Se trata de una persona desaparecida —dijo ella.

Su voz era tosca. Una herramienta oxidada y crujiente que se estaba poniendo en marcha tras un largo descanso. Detrás de la frente blanca ardía un fuego. Skarre vio el fulgor en el iris de su ojo. No quería sacar conclusiones anticipadas, pero la mujer estaba obviamente obsesionada por algo. Poco a poco fue cayendo en la cuenta del tipo de caso de que se trataba. Repasó mentalmente los informes del día, pero no recordaba que hubiera pacientes desaparecidos de instituciones psiquiátricas en su zona. La mujer respiraba con dificultad, como si le hubiese costado mucho llegar. Pero había tomado la decisión, era como si algo definitivo la empujara. Skarre se preguntó cómo había conseguido sortear la recepción y la mirada de halcón de la señora Brenningen y llegar hasta su despacho sin que nadie la hubiese parado.

—¿A quién busca? —preguntó con amabilidad.

La mujer seguía mirándolo fijamente. Él la miró con la misma intensidad para ver si ella desviaba los ojos. De repente parecía confundida.

—Sé dónde está.

Skarre se sorprendió.

—¿Lo sabe? Entonces ¿no está desaparecido?

—No creo que le quede mucho tiempo —contestó la mujer. Sus finos labios empezaron a temblar.

—¿Quién? —preguntó Skarre. Y añadió, porque de repente lo intuyó—: ¿Se refiere a su marido?

—Sí. Mi marido.

Asintió firmemente con la cabeza. Seguía erguida e inmóvil, con el bolso apretado contra la tripa. Skarre se reclinó en el sillón.

—Su marido está enfermo y usted está preocupada por él. ¿Es mayor?

Era una pregunta inadecuada. La vida es vida mientras haya vida y signifique algo para alguien. Quizá todo. Se arrepintió, cogió un bolígrafo de la mesa y empezó a darle vueltas.

—Es casi un niño —contestó ella con tristeza.

La respuesta le extrañó. ¿De qué hablaba realmente? Su marido estaba enfermo, quizá moribundo. «Y senil», pensó. De vuelta a la infancia. Al mismo tiempo, tenía una extraña sensación de que la mujer intentaba contarle algo diferente. El abrigo tenía bolitas por la parte del pecho, y el botón del medio se había cosido con descuido, lo que hacía que la tela se arrugara ligeramente. «¿Por qué me estoy fijando en esas cosas?», pensó.

—¿Vive usted lejos de aquí? —Skarre miró el reloj. ¿Tendría dinero para un taxi?

La mujer se enderezó.

—Calle de Prins Oscar, número 17. —Lo pronunció con consonantes afiladas—. No era mi intención molestar —añadió.

Skarre se levantó.

—¿Necesita ayuda para volver a su casa?

Ella seguía mirando fijamente sus ojos azules, como si fuera algo que quisiera llevarse consigo. Un calor, el recuerdo de algo vivo, como el joven inspector. A Skarre le ocurrió de repente algo extraño, eso que pasa de vez en cuando, que el cuerpo funciona a su antojo. Bajó la vista y se miró los brazos. Los pelos rubios se estaban erizando. Al mismo tiempo, la mujer se dio lentamente la vuelta, disponiéndose a salir. Acto seguido desapareció por el pasillo. Skarre se quedó mirándola desde la puerta. Su manera de andar era breve y angulosa, como si intentara ocultar algo. Él volvió a su mesa. Eran las 16.03. Por curiosidad, anotó algunas frases en una libreta:

«Mujer de unos sesenta años se persona en el despacho a las 16.00 h. Parece confundida. Dice que está buscando a su marido, al que no cree que le quede mucho tiempo. Lleva un abrigo marrón y un pañuelo azul al cuello. Bolso marrón, botas negras. Posiblemente trastornada. Se marcha al cabo de unos momentos. Rechaza la ayuda para volver a su casa».

Se quedó pensando. Sería solo un alma desorientada, de las muchas que andaban por ahí. Por fin dobló la hoja y se la metió en el bolsillo de la camisa. Ese episodio no pintaba nada en el Informe diario.

«¿Alguien ha visto a Andreas?»

Estas palabras podían leerse en el periódico más importante de la ciudad. Así suelen expresarse los periódicos, en un tono informal, dirigiéndose a nosotros, como si nos habláramos de tú y nos conociéramos de toda la vida. Rompamos las barreras formales y empleemos un tono directo, desenfadado, en esta sociedad tan enérgica y tan decidida. Por este motivo, aunque de hecho haya poca gente que lo conociera, que le hablara de tú, hagamos caso omiso y preguntemos: ¿Alguien ha visto a Andreas?

Y luego su foto. Un chico guapo, de dieciocho años, con la cara fina y el pelo rebelde. Digo guapo, soy lo bastante generosa como para usar esa palabra. Tan guapo que todo le resultaba demasiado fácil. Iba por el mundo tomándose las cosas con naturalidad. Es una conducta bien conocida. A nadie le viene bien tener ese aspecto. Como intemporal, como imposible de determinar. Un chico encantador. Cuesta un poco emplear esa palabra, y sin embargo encantador.

El 1 de septiembre por la tarde salió de su casa, en la calle Cappelen. No dijo adónde se dirigía. «¿Adónde vas?» «Voy a salir» Es lo que suelen contestar los de su edad. Una especie de tacañería sin límites. Se creen algo completamente excepcional. Y la madre no tuvo luces suficientes para presionarle. Quizá aprovechara la mala voluntad del hijo para alimentar su propio martirio. Su hijo estaba a punto de dejarla sola y eso era

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