Las esferas del poder (Reportero Samuel Hamilton 5)

William C. Gordon

Fragmento

cap-1

1

¿UN ACCIDENTE?

Era finales de septiembre de 1963, el día era fresco y el cielo despejado lucía un azul intenso en el que se perdía la mirada.

La mañana se presentaba ajetreada en la Conklin Chemical.

Chad Conklin, el dueño, silbaba alegremente en su oficina mientras repasaba las entregas del día con Sambaguita Poliscarpio, su director de operaciones filipino. Chad tenía la piel bronceada y su esbelto metro noventa contrastaba con su diminuto interlocutor. Su planta química estaba ubicada en una privilegiada zona del South of Market, cerca de Third Street y frente a la centelleante bahía de San Francisco.

Los dos hombres miraron por la ventana.

—El tanque contenedor tiene que estar limpio para la llegada del cargamento de productos químicos del mediodía —le dijo a Sambaguita—. Tendremos que hacer la mezcla y preparar el envío para pasado mañana.

Sambaguita negó con la cabeza.

—No creo que esté listo en tan poco tiempo, jefe. Una de las mezclas no salió del todo bien y el fondo del tanque está cubierto de lodo químico. Habrá que inclinarlo con la grúa y usar una máquina con un tubo suficientemente largo para eliminar el residuo. Demasiado trabajo, jefe.

—No, ni hablar —contestó Chad—. Manda a un hombre ahí abajo con la plataforma de la grúa y que en un par de horas vacíe esa porquería con cubos y pala.

—No sé, jefe. Ese residuo es bastante tóxico. No creo que un hombre pueda hacerlo.

—Maldita sea, pues envía a dos hombres —le ordenó en tono jocoso y siguió planificando la importante entrega del mediodía.

Sin dejar de menear la cabeza, Sambaguita salió fuera y levantó la mirada valorando los cuatro metros y medio de altura que medía el tanque. Se acercó al operador de la grúa y le dijo:

—Súbeme en la plataforma, le echaré una ojeada al interior.

El operador bajó la plataforma, Sambaguita se subió en ella, fue elevado hasta la parte superior del contenedor y, enfocando su linterna hacia la apertura de un metro de ancho, vio los tres palmos de lodo en el fondo. Se sentó en la plataforma, calculando que serían necesarios dos hombres para limpiar aquello y que llenarían por lo menos diez cubos de lodo cada uno. Una vez retirada esa porquería, tendrían que limpiar y drenar el tanque. En ese momento le alcanzó el hedor del residuo y apenas diez segundos después los vapores tóxicos le produjeron tal mareo que empezó a preocuparse seriamente por la seguridad de sus hombres.

—De acuerdo, bájame —ordenó.

Cuando la plataforma se posó en el suelo volvió rápidamente a la oficina. Chad estaba ocupado hablando con el contable, pero Sambaguita le interrumpió.

—Es demasiado peligroso enviar a alguien allí abajo. Los gases lo matarán.

Chad se levantó y desde su imponente altura bajó la mirada hacia Sambaguita Poliscarpio.

—¡Joder, te he dado una orden! Quiero que el tanque esté listo para el mediodía. Ahora mueve el culo y manda a dos hombres ahí. Y no quiero a dos inútiles, envía a los mejores para que hagan el trabajo como Dios manda.

—Insisto, jefe, es una mala idea. No hay ventilación.

—Y una mierda, yo me hago responsable —dijo Chad enojado, saliendo de la oficina.

—Sánchez, ven aquí —gritó Chad.

Roberto Sánchez era un inmigrante sin papeles de Jalisco, México. Su figura era pequeña y delgada, su bello rostro lucía unos angulosos pómulos indígenas y unos ojos despiertos de color marrón. Era un excelente mecánico. Él solo mantenía en perfecto estado la complicada maquinaria de la Conklin Chemical, en ocasiones sirviéndose únicamente de alambre y cinta adhesiva. Dejó de limpiar los tubos de un contenedor y se plantó obedientemente delante de Chad. Él también era diminuto comparado con su jefe. Este lo miró desde arriba.

—¿Ves ese tanque de ahí? Escoge a un hombre y métete dentro con cubos, lo quiero limpio para el mediodía. ¿Comprende, amigo? —le preguntó en español.

—Sí, señor, comprendo —respondió Roberto, escuchando atentamente. Siempre procuraba escuchar con atención a su jefe y obedecer sus órdenes pues él y su familia dependían de ese trabajo.

—Poliscarpio, coge dos máscaras de oxígeno del cobertizo —ordenó Chad.

Sambaguita se dirigió al cobertizo y echó una rápida ojeada a las máscaras alineadas en uno de los muros. Solo había cinco para los veinticinco empleados, todas por estrenar. Se ajustaban a la cabeza con una tira de cuero y un tubo las unía a unas botellas de oxígeno parecidas a las que usaban los submarinistas. Miró las fechas de caducidad y vio que hacía tiempo que habían vencido.

—Ninguna sirve —le gritó a Chad.

—Déjame ver —replicó su jefe, corriendo hacia allí.

Cogió una máscara, se la puso y oyó un leve zumbido al activar el oxígeno. Decidió que funcionaba.

—No te preocupes, Sambaguita. En la Marina usábamos estos chismes y te puedo asegurar que duran una eternidad.

Le dio dos máscaras a Roberto. Este le había pedido a Carlos Sánchez, su hermano, que lo acompañara.

—Os las ponéis en el tanque —dijo Chad.

—Sí, señor —contestaron Roberto y Carlos.

Se encaminaron con todo su equipo hacia la plataforma de la grúa. Se calzaron las botas y los guantes de goma, amontonaron varios cubos, unos dentro de otros, se situaron en el centro de la plataforma y se agarraron al cable que colgaba de la grúa. Cuando alcanzaron la parte superior del contenedor, cuyo diámetro era de algo más de un metro, Carlos le hizo señas al operador para que los desplazara hacia el centro de la apertura.

Roberto y Carlos se colocaron las máscaras, descendieron lentamente hasta el fondo, bajaron de la plataforma y empezaron a retirar el lodo con las palas. De vez en cuando sus miradas se cruzaban y sus rostros revelaban un gesto de ansiedad. Las máscaras estaban tan ceñidas que apenas podían hablar, pero Carlos, entre palada y palada, se señalaba la suya con desesperación.

A medida que iban llenando los cubos, los dejaban en la plataforma. Una vez llena, tiraban de la cuerda, señal tras la cual la plataforma se elevaba lentamente hacia el exterior y volvía a bajar vacía. Carlos le indicó con gestos a Roberto que tenían que trabajar más rápido para salir cuanto antes de allí.

Estaban llenando por segunda vez la plataforma de cubos cuando de pronto Carlos se tambaleó. Roberto lo agarró, pero no pudo evitar que se precipitase de cara al lodo. Sacó a su hermano de la masa química y tiró con fuerza de la cuerda. El operador de la grúa elevó la plataforma pensando que estaba cargada, pero apareció vacía ante su atónita mirada. Mientras tanto, Roberto tiraba frenéticamente de la cuerda intentando mantener a Carlos alejado del lodo.

Cuando Sambaguita vio la plataforma vacía y la confusión en el rostro del operador, supo que había ocurrido algo.

—Súbeme, deprisa —le gritó al operador.

La plataforma bajó rápidamente, Sambaguita cogió una máscara y se elevó hasta la apertura del tanque. Antes de colocársela, le gritó a un trabajador:

—Llama a una ambulancia y a los bomberos, diles que es una emergencia.

Desde arriba contempló la terrible escena: Roberto tratando desesperadamente de sostener

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