Patria

Robert Harris

Fragmento

PRIMERA PARTE

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Martes, 14 de abril de 1964

Yo te juro, Adolf Hitler, como Führer y Canciller
del Reic h de Alemania, lealtad y valentía.

Te juro a ti y a los superiores a quienes tú nombres obediencia hasta la muerte. Dios me ayude.

Juramento de los SS





ensas nubes habían cubierto Berlín durante toda la noche, y todavía se extendían en lo que hacía las

Dveces de amanecer. En el extrarradio occidental de la ciudad, columnas de lluvia, como humo, barrían la superficie del lago Havel.

El cielo y el agua se unían en una masa gris, rota solo por la oscura línea de la orilla opuesta. Allí nada se movía. No se veía luz ninguna.

Xavier March, investigador de homicidios de la Kriminalpolizei de Berlín, la Kripo, salió de su Volkswagen y alzó el rostro a la lluvia. Era un experto en ella. Conocía su olor, su sabor. Era lluvia báltica, del norte, fría y cargada del aroma y la sal del mar. Por un instante retrocedió veinte años y se encontró en la torreta de un submarino, saliendo de Wilhelmshaven, las luces apagadas, en dirección a la oscuridad.

Comprobó su reloj. Eran poco más de las siete de la mañana.

Aparcados en la carretera ante él había otros tres coches. Los ocupantes de dos de ellos dormían en los asientos de los conductores. El tercero era un coche patrulla de la Ordnungspolizei, la Orpo, como la llamaban todos los alemanes. Estaba vacío. A través de su ventanilla abierta, claramente en el aire húmedo, llegaban los chasquidos de la radio, reforzados por un diálogo entrecortado. La luz giratoria de su techo  iluminaba el bosque junto a la carretera: azul-negro, azul-negro, azul-negro.

March buscó a los patrulleros de la Orpo, y los vio junto al lago, a cubierto bajo un goteante abedul. En el barro, a sus pies, brillaba algo pálido. En un tronco cercano estaba sentado un joven con un chándal negro y las insignias de la SS en el bolsillo de su pecho. Estaba encogido, echado hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, las manos en las sienes: la viva imagen de la tristeza.

March dio una última calada al cigarrillo y lo tiró. El cigarrillo chisporroteó y murió en la carretera mojada.

Al acercarse, uno de los policías levantó el brazo. —¡Heil Hitler!

March le ignoró y avanzó por la orilla fangosa para inspeccionar el cadáver.

Era el cuerpo de un anciano, frío, gordo, sin pelo y sorprendentemente blanco. Desde lejos, podría haber sido una estatua de alabastro que hubieran arrojado al lodo. Manchado de arena, el cadáver estaba tendido de espaldas, con medio cuerpo fuera del agua, los brazos extendidos, la cabeza echada hacia atrás. Tenía un ojo cerrado, mientras el otro contemplaba bizco el cielo sucio.

—¿Su nombre, Unterwachtmeister? —March tenía la voz suave. Sin apartar los ojos del cadáver, se dirigió al hombre de la Orpo que le había saludado.

—Ratka, Herr Sturmbannführer.

Sturmbannführer era un título de la SS, equivalente en el rango de la Wehrmacht a mayor, y Ratka, a pesar de estar agotado y empapado, parecía ansioso por mostrar respeto. March conocía a los de su clase sin siquiera mirarlos: tres solicitudes pidiendo el traslado a la Kripo, todas rechazadas; una esposa servicial que había producido un equipo de fútbol entero de niños para el Führer; ingresos de doscientos Reichmarks al mes. Una vida vivida en la esperanza.

—Bien, Ratka —dijo March, de nuevo con aquella voz suave—. ¿Cuándo fue descubierto?

 —Hace algo más de una hora, señor. Estábamos al final de nuestro turno, patrullando en Nikolasee. Recibimos la llamada. Prioridad Uno. Llegamos en cinco minutos.

—¿Quién lo encontró?

Ratka señaló con el pulgar por encima de su hombro.

El joven del chándal se puso en pie. No podía tener más de dieciocho años. Tenía el pelo tan corto que el cuero cabelludo sonrosado asomaba a través de su pelo castaño claro. March advirtió cómo evitaba mirar el cadáver.

—¿Su nombre?
—SS-Schütze Hermann Jost, señor. —Hablaba con acento sajón, nervioso, inseguro, ansioso por complacer—. De la academia de formación de Sepp Dietrich en Schlachtensee. —March la conocía: una monstruosidad de hormigón y asfalto construida en los años cincuenta, justo al sur del Havel—. Corro por aquí casi todas las mañanas. Todavía estaba oscuro. Al principio, creí que era un cisne —añadió, indefenso.

Ratka hizo una mueca de desdén. ¡Un cadete de la SS asustado de un viejo muerto! No era extraño que la guerra en los Urales se prolongara eternamente.

—¿Vio a alguien más, Jost? —March hablaba en tono amable, como si fuera tío del muchacho.

—A nadie, señor. Hay una cabina telefónica en la zona de recreo, medio kilómetro más atrás. Llamé, vine aquí y esperé a que llegara la policía. No había ni un alma en la carretera.

March miró de nuevo el cadáver. Estaba muy gordo. Tal vez ciento diez kilos.

—Vamos a sacarlo del agua. —Se volvió hacia la carretera—. Es hora de despertar a nuestras bellas durmientes.

Ratka, agitándose de un lado a otro en medio de la lluvia, sonrió.

Ahora llovía con más fuerza, y el lado de Kladow del lago había desaparecido virtualmente. El agua golpeaba las hojas de los árboles y tamborileaba en los techos de los coches. La lluvia despertaba un fuerte olor a corrupción: tierra rica y ve getación podrida. March tenía el pelo pegado a la cabeza, y el agua le corría por la nuca. No lo advirtió. Para él, cada caso, por rutinario que fuera, contenía (al menos al principio) la promesa de la aventura.

Tenía cuarenta y dos años, y era delgado, el pelo cano y unos ojos fríos y grises que hacían juego con el cielo. Durante la guerra, el Ministerio de Propaganda había inventado un nombre para los hombres de los submarinos: los «lobos grises», y también habría sido un buen nombre para March, en cierto sentido, pues era un detective decidido. Pero no era un lobo por naturaleza, no corría con la manada, confiaba más en su cerebro que en sus músculos, y por eso sus colegas lo llamaban «el zorro».

¡Tiempo de submarinos!

Abrió la puerta del Skoda blanco, y el olor a aire rancio y caliente del coche lo asaltó.

—¡Es de día, Spiedel! —Y sacudió el huesudo hombro del fotógrafo de la policía—. Hora de mojarse.

Spiedel se despertó sobresaltado. Miró a March con mala cara.

La ventanilla del conductor del otro Skoda se bajó mientras March se acercaba.

—Muy bien, March. Muy bien. —Era el cirujano de la SS August Eisler, patólogo de la Kripo, y en su voz había un asomo de dignidad herida—. Ahorre su humor de barracón para quienes sepan apreciarlo.

Se reunieron al borde del agua, todos menos el doctor Eisler, que permaneció aparte, bajo un viejo paraguas negro que no se ofreció a compartir. Spiedel enroscó una bombilla para el flash de su cámara y colocó con cuidado su pie derecho en un terrón de barro. Maldijo cuando el lago le lamió el zapato.

—¡Mierda!

El flash destelló, congelando la escena por un instante: las caras blancas, los hilos plateados de la lluvia, la oscuridad del  bosque. Un cisne se acercó de entre los juncos para ver qué sucedía, y empezó a dar vueltas a unos cuantos metros de distancia.

—Protege su nido —dijo el joven de la SS.
—Quiero o

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