El club de los psicópatas

John Katzenbach

Fragmento

Un lunes, 12:47 p.m., hora central europea…

El joven oficial a cargo de reconstruir los accidentes de tránsito en la pequeña ciudad francesa de Cressy-sur-Marne sentía un intenso odio hacia su trabajo, pero lo disimulaba con su acostumbrado comportamiento apacible. Era la primera misión que le asignaban desde que se unió a la fuerza, diecisiete meses atrás, y pensó que sería una manera rápida de impulsarse y dar el salto a otra división más interesante y agitada. Armas. Persecuciones automovilísticas. Esposas y enérgicos interrogatorios a criminales. Pero no. Ese era un empleo sin futuro, carente de todo, excepto: «Este vehículo viajaba en los carriles que van hacia el norte e ignoró un letrero de alto total. Chocó con el camión que pasaba hacia el este en la carretera 9. La medición de las marcas de derrape y la evaluación de las declaraciones de los testigos indican que el vehículo culpable se desplazaba a una velocidad mayor que la marcada en los postes…», etcétera, etcétera, etcétera ad nauseam.

Un accidente igual al siguiente.

Y cuando una colisión tenía como consecuencia heridas serias o fatalidades, lo cual habría sido más interesante, la investigación de seguimiento siempre se la asignaban a un oficial veterano.

Esta práctica lo frustraba en extremo.

Había pasado toda la mañana en el sitio de la colisión más reciente, equipado con una cinta métrica, tomando fotografías y tratando de no oír la indignación y las acusaciones que acompañaban a casi todos los siniestros viales: «¡Fue tu culpa!», «¡No, no lo fue! Si hubieras prestado atención…». Se preguntaba todo el tiempo cuándo podría hacer su transferencia de la división de tránsito a algo más emocionante, como narcóticos u homicidio, incluso robo u ofensas sexuales: cualquier sitio donde ya no tuviera que escuchar a gente mentir sobre luces rojas, luces verdes, señales de alto, rotondas y quién tenía la preferencia de paso. Para cuando recolectó todas las declaraciones y mediciones, y regresó a su escritorio, se le había ido medio día. Los otros miembros de la unidad salieron a almorzar, por lo que se encontraba solo en el pequeño laberinto de escritorios.

Encendió su computadora. Inició sesión.

Tenía la intención de subir sus fotografías y empezar a hacer los diagramas: la parte preliminar del reporte que se enviaría a las compañías de seguros.

Sin embargo, la bienvenida se la dio una fotografía del tamaño de la pantalla.

Estuvo a punto de caerse de la silla.

Un cadáver.

A todo color.

Sujetó con fuerza los bordes de su escritorio y se inclinó hacia el frente.

Una mujer joven. Más o menos de su edad.

Vio que le habían cortado la garganta.

Tenía los ojos abiertos. Mirando hacia el cielo. En blanco. Fríos. Una violenta muerte había remplazado el miedo en su rostro.

Joven.

Cabello oscuro. Ojos negros. Profundas manchas de sangre café rodeaban su cabeza hundida en la tierra arenosa.

Desnuda.

Le habían arrancado del cuerpo la ropa en tiras que luego dejaron en un montón junto a su torso.

Parecía estar en un campo terregoso. No podía ubicar el lugar. No se parecía a ningún sitio conocido.

En la parte inferior de la fotografía había algo escrito.

Se quedó mirando.

Árabe. Cirílico. Sánscrito. Y varios caracteres japoneses o chinos. Todos unidos formando una combinación de palabras indescifrables. Nada de francés. Ni siquiera algo de alemán o español que hubiera podido traducir con lo que recordaba de sus días en la escuela y de las clases de idiomas.

El joven oficial de tránsito observó la fotografía con detenimiento.

«Debe ser falsa —pensó—. Alguien me está jugando una broma, pero no es primero de abril.»

Parecía real.

Su primer reflejo fue tirarla al cesto de la basura. Eliminarla de su computadora. Retomar su trabajo.

No lo hizo. Con los ojos aún fijos en la imagen, abrió una ventana nueva en la pantalla e inició un programa de traducción. Modificó el teclado para pasarlo al árabe y tecleó los símbolos con dificultad. El resultado fue:

¿No desearías…

Pasó a cirílico; fue difícil en ese teclado, no estaba seguro de haber hecho el cambio de la manera correcta. La traducción apareció:

saber quién…

De inmediato cambió a sánscrito.

mató a la chica…

Le tomó algunos minutos descifrar que las palabras finales estaban en caracteres de chino mandarín. La traducción era:

y dónde murió?

El joven oficial tenía la boca seca. Sintió que su respiración se volvía más superficial. Nunca había sentido miedo en su trabajo y, en realidad, no creía estar espantado sino genuinamente perturbado.

Volvió a observar la fotografía. Era hábil en la informática, no un experto, pero sabía lo suficiente para no tardar en encontrar la dirección IP donde se había originado la imagen. Cuando vio que se había generado a través de la sección de comentarios de una influyente agencia italiana de relaciones públicas dedicada a varias causas e individuos, que incluían desde políticos africanos destituidos hasta obstinadas empresas petroleras que trataban de evitar su responsabilidad financiera por derrames marítimos; por segunda vez pensó que estaba siendo objeto de una elaborada broma.

No le parecía lógico.

Volvió a ver la imagen.

Estaba a punto de moverla a la papelera de la computadora. Movió el cursor sobre ella, pero se detuvo. Bajó las manos poco a poco. «No seas estúpido. Alguien necesita enterarse de esto», pensó. Así que, en lugar de tirarla, levantó el auricular del teléfono sobre su escritorio y llamó a un detective de Crímenes Graves por la línea interna de las oficinas. Era un detective al que solamente había visto una o dos veces, pero esperaba que lo recordara.

—Sargento —le dijo al hombre que contestó su llamada, tratando de ocultar las dudas y el nerviosismo que contendían en su voz—, tengo algo que creo que usted debería ver.

Capítulo 1

1

Ese mismo lunes. Unas horas más tarde en una sala privada de chat electrónico…

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