Pobres corazones

Melina Torres

Fragmento

LUNES

Dos pescadores empujaban la ansiedad con un mate amargo demasiado lavado. Atrás, el río escondía un deseo, una angustia y una deuda.

Más allá, unos hermanitos apuraban la mañana con un desayuno escaso mientras miraban, impávidos, las dos torres de enfrente incrustadas sin pudor en el paisaje y que desentonaban como implante nuevo en una dentadura gastada.

Frente al río, una vista robada y de postal: barrio Nuevo Rosario. Llamémosle “barrio” por poner un nombre a ese lugar donde duermen los edificios más fastuosos de la ciudad.

La cuestión es que ahí estaba Silvana Aguirre, con cara de perro malo, tratando de entender la lógica de un portero eléctrico sin timbres: tan solo un teclado con letras y números, mientras un sereno la escrutaba desde una casilla de seguridad. Aguirre tecleó lo que Gambartes le había dicho: “Pietro Castillo 4”. Supuso que el doble apellido pertenecía al dueño de la casa y el 4 al cuarto piso, que sin duda ocupaba toda la planta. Todo eso pensó en el ascensor —vidriado y mirando al Paraná— y cuando se abrió la puerta confirmó que estaba en lo cierto. Sin saludar, dijo:

—¿Gambartes, por qué mierda me mandaste a llamar si esto es un robo?

—Esperá, Aguirre, no te adelantes —le respondió el uniformado, haciendo un gesto con la mano derecha.

Como si no lo hubiera escuchado, Aguirre continuó:

—¿No sabés que estoy en el Departamento de Criminología? Tiene que haber unas gotas de sangre para que los que trabajan conmigo muevan un poco el culo.

Esa era Aguirre en acción, mal hablada, malhumorada e intransigente, salvo que le prometieran un asado a la estaca. Hacía ocho años que trabajaba para la Dirección Provincial de Análisis Criminal de Santa Fe. Había llegado al puesto por un concurso abierto que ganó con una tesis dedicada a la intervención policial ante el delito de trata de personas, que sentó precedente dentro del Ministerio de Seguridad de la provincia.

—Mirá, Aguirre: te llamé porque la sirvienta pidió por vos.

Escuchar sirvienta no hizo sino aumentar la cólera de Aguirre.

—A ver, Manco pelotudo —subió el tono de voz—, tampoco te enteraste de que estamos en el siglo veintiuno y que esa palabra quedó exactamente donde quedó tu reputación.

Era cierto, Gambartes se había ganado el apodo a fuerza de manotear favores pero nadie, excepto Aguirre, se lo decía abiertamente.

A regañadientes, Gambartes le explicó que allí vivía un matrimonio. La mucama había robado joyas y dinero en efectivo y fue descubierta por el dueño de la propiedad, quien rápidamente llamó a la policía para hacer la denuncia:

—Las alhajas y el dinero se encontraban en el bolso de la doméstica —explicó Gambartes—. Pero dijo que solo iba a asumir su culpa si vos le tomabas declaración y que no habla con nadie más.

—Aaah, bueno —cruzó los brazos—, y como a esta mujer se le ocurre esa genialidad vos no tenés otra opción que llamarme. ¡Dejame de joder, Gambartes!

—Esperá que siga —intervino—. Si tuvieras buenos modales te iría mejor, Aguirre.

—¡Esto es lo último, Gambartes! Vos —lo apuntó con el dedo medio— me llamaste por un robo del orto y encima me estás dando clases de educación. Me voy a la mierda.

Giró en dirección a la puerta del ascensor.

—Aguirre, pará un poco, la sirvienta quiere denunciar “un caso de violencia de género” —dijo Gambartes dibujando un par de comillas en el aire—, por eso quería que te llamaran.

—Goool, Gambartes —Aguirre aplaudió—, aprendiste a decir violencia de género, capaz hasta te aprendiste la tabla del dos. No me la digas, dejá. Me puede dar un infarto.

—Te juro que la vieja es una desquiciada y se calmó solo cuando le aseguré que venías. ¡Cómo te gusta tocarme los huevos, Aguirre! —dijo Gambartes y señaló con ambas manos en dirección a sus testículos.

—Mirá, es vox pópuli que a mí lo que menos me gusta es tocar los huevos y, si me imagino los tuyos, me dan arcadas —contestó Aguirre en tono amistoso.

Gambartes hizo una mueca de risa.

—Dale, Aguirre, vamos, con vos es siempre lo mismo —agregó mientras la llevaba hasta la cocina, donde se encontraba la presunta ladrona.

Atravesaron un hall de entrada que tenía el tamaño de un monoambiente y que estaba apenas iluminado por una hilera de leds que apuntaban directamente a un cuadro de Milo Lockett de cuatro metros por tres. Los ventanales de la cocina tenían una vista privilegiada a las islas entrerrianas del otro lado del río Paraná y las alacenas, superficies y paredes mostraban una blancura de revista de decoración. Sentada en una silla de diseño escandinavo esperaba una señora de unos setenta años, con cara de cansancio y preocupación. Tenía las manos arrugadas y pecosas y las uñas pintadas de rojo carmín. Alrededor, custodiándola, dos jóvenes policías chequeaban sus teléfonos celulares. Al llegar Aguirre, levantaron la vista y los guardaron, pero a uno de ellos el pitido de la recepción de mensajes le seguía sonando y, mientras intentaba apagarlo, se le puso roja toda la cara. Aguirre dio una mirada rápida a su alrededor, la cocina combinaba la clásica versión con hornallas a gas y una placa de vidrio con hornallas eléctricas. Sobre el mármol blanco descansaba una cafetera idéntica a las de los bares, pero de menor tamaño, con una botonera que decía, cappuccino, espresso, latte. En la pared había un imán horizontal desde donde colgaban distintos tipos de cuchillos ubicados obsesivamente por tamaño, de mayor a menor. Pero fue la heladera color gris plomo, sin un solo imán de rotiserías o pedidos a domicilio, lo que más le llamó la atención. Casi tan grande como el baño de su oficina, en la parte inferior el freezer se abría como un cajón y en la de arriba tenía un dispenser de agua con una botonera que marcaba los grados. Seguro esa heladera tendría la alarma sensor de puerta abierta como había visto en una propaganda y podía hacer distintos tipos de hielo: en cubitos o para tragos.

—Decime que esta señora es el cerebro de una banda de narcocriminales. ¿Gambartes, estás seguro de lo que estás haciendo? —dijo mientras achinaba la mirada.

De algún lugar del lujoso departamento se escuchaba a un hombre, a los gritos, hablando por teléfono.

—Ah, ya entiendo. Le tocaron el culo a un pez gordo, y vos te querés ganar la medalla de honor —dijo Aguirre.

Los policías a cargo de Gambartes no podían creer el modo de manejarse de Aguirre, en cambio la mucama daba señales de satisfacción y aprobación con la cara mientras hacía tamborilear los dedos sobre la mesa.

Cuando Gambartes se decidía a explicarle los detalles del llamado a la seccional, apareció en la cocina un hombre de un poco más de cuarenta años, con una impecable camisa blanca, pantalón de vestir color caqui y una huella de perfume importado de esos que aún no tienen imitación en el mercado negro. Casi como

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