Agatha Raisin y la jardinera asesinada (Agatha Raisin 3)

M.C. Beaton

Fragmento

Capítulo 1

1

El húmedo y templado invierno daba paso a la primavera cuando Agatha Raisin regresó a su casa en Carsely. Condujo despacio, tomándose su tiempo tras las largas vacaciones. Estaba convencida de que se lo había pasado estupendamente lejos de aquel pueblo de mala muerte. Había estado en Nueva York, en las Bermudas y en Montreal. Desde allí se había dirigido a París, luego a Italia y Grecia y había acabado en Turquía. Aunque era rica, no estaba acostumbrada a gastar tal cantidad de dinero en sí misma y se sentía confusamente culpable. En el pasado casi siempre había comprado el paquete más caro de vacaciones organizadas y había viajado en grupo. En esta ocasión, había ido sola. El pueblo de Carsely le había proporcionado, o eso pensaba ella, la seguridad necesaria para hacer amigos, pero tenía la sensación de haberse pasado varias semanas en una nebulosa de habitaciones de hotel y excursiones solitarias a lugares turísticos.

Aunque no pensaba admitir que se había sentido sola, igual que no pensaba admitir que su prolongada ausencia tuviera nada que ver con su vecino, James Lacey.

Tras finalizar lo que ella llamaba con cariño «mi último caso», había estado bebiendo demasiado en el pub local con una de las mujeres del pueblo, y al volver a casa le había dirigido un gesto grosero a James, que estaba delante de la suya.

Al día siguiente, sobria y arrepentida, se había disculpado con humildad ante su atractivo vecino soltero, y sus disculpas habían sido aceptadas en silencio. Pero la amistad se había enfriado hasta convertirse en una cordial relación entre conocidos. Él le dirigía unas breves palabras si se encontraban en el pub o en la tienda, pero ya no pasaba por su casa para tomar café, y si él estaba trabajando en el jardín y la veía llegar por la calle, se metía rápidamente en su casa. De manera que Agatha se había llevado su dolorido corazón de viaje. Y sin saber cómo, alejada de la amable influencia del pueblo de Carsely, su antigua personalidad se había reafirmado, o sea, su carácter quisquilloso, agresivo y sentencioso. Sus gatos viajaban en una cesta sobre el asiento trasero. Se había detenido a recogerlos en la residencia para felinos de camino a casa. A pesar de que seguía casada, de que hacía años que no veía a su marido (ni ganas) y aunque prácticamente se había olvidado de su existencia, se sentía como la solterona del pueblo, con gatos y todo.

La población de Carsely yacía silenciosa en la tenue luz vespertina. El humo se elevaba de las chimeneas. Agatha tomó la amplia calle principal, que prácticamente abarcaba todo Carsely, salvo por unas cuantas calles que nacían de ella y un barrio de viviendas de protección oficial en las afueras, y giró con brusquedad hacia Lilac Lane, donde se alzaba su casita con techo de paja. James Lacey vivía en la casa de al lado; el humo salía de su chimenea. A Agatha le dio un vuelco el corazón. Se moría de ganas de pararse delante de su puerta y gritar: «¡Estoy en casa!», pero sabía que él saldría, la miraría con aire grave y diría algo educado como: «Me alegro de que hayas regresado», y luego volvería adentro.

Con la cesta de sus gatos, Boswell y Hodge, a cuestas, entró en la casa. Flotaba en el aire un intenso olor a quitamanchas y desinfectante; su hacendosa asistenta, Doris Simpson, había tenido libertad de acción durante su ausencia. Les dio de comer a los gatos y los dejó salir al jardín, sacó del coche las maletas y una serie de paquetes pequeños, regalos para las damas de Carsely, y metió la ropa sucia en una canasta.

A la esposa del vicario, la señora Bloxby, le había comprado un fular de seda muy bonito en Estambul. Deseosa de compañía humana, Agatha decidió dar un paseo hasta la vicaría para dárselo.

El sol se había puesto y la vicaría estaba oscura y tranquila. De repente, Agatha sintió una punzada de temor: pese a que solía dedicarle al pueblo pensamientos feroces, era incapaz de imaginárselo sin la presencia de la amable esposa del vicario. ¿Y si éste había sido trasladado a otra parroquia mientras ella había estado fuera?

Agatha era una mujer fornida de mediana edad, con el rostro redondo y un poco pendenciero, pequeños ojos de oso y cabello castaño y bien cuidado. Llevaba un corte de pelo simple y geométrico que había adoptado en la época dorada de Mary Quant y que desde entonces apenas había cambiado. Tenía bonitas piernas y vestía ropa cara, y nadie que la hubiera visto en el umbral de la vicaría habría percibido el tímido anhelo de una cara amiga que ocultaba bajo la coraza que había construido a lo largo de los años para protegerse del mundo.

Llamó a la puerta y oyó con un sentimiento de dicha unos pasos que se aproximaban desde el interior. La puerta se abrió y allí estaba la señora Bloxby sonriendo. La esposa del vicario era una mujer de rostro agradable. Su pelo castaño, recogido en la nuca en un moño pasado de moda, estaba salpicado de vetas grisáceas.

—Pase, señora Raisin —dijo con esa sonrisa suya tan especial que le iluminaba todo el rostro—. Estaba a punto de tomar el té.

Agatha, que en los últimos tiempos había olvidado lo que se sentía al caerle bien a alguien, le tendió el paquete envuelto y le dijo en tono huraño:

—Esto es para usted.

—Vaya, ¡qué amable! Pero pase.

La mujer del vicario la condujo a la salita y encendió un par de lámparas. Con la sensación de haber vuelto a casa, Agatha se hundió en los cojines de plumas del sofá mientras la señora Bloxby echaba un tronco a las brasas para avivar el fuego.

La señora Bloxby desenvolvió el paquete y, al ver el fular de seda de relucientes tonos dorados, rojos y azules, exclamó con deleite:

—¡Qué exótico! Me lo pondré para ir a la iglesia el domingo y seré la envidia de la parroquia. Creo que hay té y bollos. —Salió de la estancia y Agatha la oyó llamar al vicario—: Querido, la señora Raisin ha vuelto.

Agatha oyó que respondían en voz baja.

Al cabo de unos diez minutos, la señora Bloxby regresó con una bandeja de té y bollos.

—Alf no puede unirse a nosotras. Está trabajando en un sermón.

Agatha pensó con amargura que el vicario siempre se las apañaba para estar ocupado cuando ella iba de visita.

—Bueno —dijo la señora Bloxby—, hábleme de sus viajes.

Agatha presumió de los sitios en los que había estado y evocó, o eso esperaba, la imagen de una sofisticada y cosmopolita viajera. Y luego, meneando un bollo de mantequilla en el aire, dijo en tono pomposo:

—Supongo que por aquí no habrán pasado muchas cosas.

—Bueno, aquí también tenemos nuestras pequeñas emociones —contestó la mujer del vicario—. Hay una recién llegada, una persona valiosísima para el pueblo, la señora Mary Fortune. Ha comprado la casa de la pobre señora Josephs y le ha hecho muchas mejoras. Es una gran jardinera.

—El jardín de la señora Josephs no era gran cosa —observó Agatha.

—Hay bastante espacio en la parte delantera, y la señora Fortune lo ha arreglado y ha hec

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