UNO
CorrÃa y corrÃa, tropezaba y echaba a correr otra vez.
Llevaba un brazo en alto para protegerse de las ramas que le azotaban la cara. No vio la raÃz, tropezó y cayó con las palmas abiertas sobre el musgo y el barro. Su rifle de asalto salió disparado, rebotó y rodó hasta desaparecer de su vista. Desesperado y con los ojos muy abiertos, Laurent Lepage recorrió con la mirada el lecho del bosque y hurgó con las manos entre las hojas muertas y medio podridas.
OÃa pisadas a su espalda, botas que retumbaban contra el suelo. Casi podÃa notar cómo hacÃan vibrar la tierra a medida que se acercaban más y más, mientras él, a cuatro patas, rebuscaba entre las hojas.
—¡Vamos, vamos! — suplicó.
Y entonces sus manos sucias y ensangrentadas aferraron el cañón del rifle; se puso en pie y echó a correr. Iba agachado, respiraba entrecortadamente.
TenÃa la sensación de llevar semanas corriendo; meses, la vida entera. Y aunque cruzaba el bosque a toda prisa esquivando los árboles, sabÃa que aquella carrera no tardarÃa en llegar a su fin.
Aun asÃ, seguÃa adelante llevado por un acuciante deseo de sobrevivir, por una acuciante necesidad de ocultar lo que habÃa descubierto. Si no lograba ponerlo a salvo, quizá, al menos, podrÃa asegurarse de que sus perseguidores no lo encontraran.
PodrÃa ocultarlo, ahÃ, en ese bosque, y asà el león dormirÃa esa noche por fin.
Bang. Bang, bang, bang. Los troncos estallaron en pedazos en torno a él, acribillados por las balas.
Se echó al suelo, rodó sobre sà mismo y se agazapó tras un tocón apoyándose en la madera podrida.
Aquel tocón no lo protegÃa en absoluto.
En esos últimos instantes no pensó en sus padres ni en la casa en el pueblecito de Quebec; no pensó en su cachorrito, que ya no era un cachorrito, sino un perro adulto; ni en sus amigos, con los que jugaba en la plaza del pueblo en verano y se deslizaba vertiginosamente colina abajo en trineo durante los meses de invierno mientras la vieja poeta chiflada los amenazaba blandiendo el puño; tampoco en el chocolate caliente al final del dÃa, ante la chimenea del bistrot.
Sólo pensó en matar a quienes se pusieran en su punto de mira, y en ganar, quizá, algo de tiempo... de modo que tal vez, sólo tal vez, pudiera esconder la cinta.
Y asÃ, tal vez, sólo tal vez, la gente del pueblo estarÃa a salvo, y la gente de otros pueblos estarÃa a salvo.
HabÃa cierto consuelo en saber que todo aquello tendrÃa algún sentido: su sacrificio serÃa por un bien mayor, por aquellos a quienes querÃa y por el lugar que amaba.
Levantó el arma, apuntó y apretó el gatillo.
— Bang — dijo notando cómo se le clavaba en el hombro el rifle de asalto —. Bang, bang, bang, bang, bang.
La primera lÃnea de sus perseguidores cayó.
Dio un salto y rodó hasta quedar detrás de un árbol enorme; se apoyó con tanta fuerza contra el tronco que la áspera corteza le magulló la espalda. Incluso llegó a preguntarse si no lo derribarÃa sin querer. Se llevó el rifle al pecho y lo abrazó. Su corazón bombeaba con fuerza; lo sentÃa latir en los oÃdos amenazando con ahogar todos los demás sonidos.
Como el de las pisadas que se acercaban muy deprisa.
Laurent trató de serenarse, de controlar la respiración, los temblores.
HabÃa pasado por eso antes, se recordó, y siempre habÃa logrado escapar, siempre. Ese dÃa también escaparÃa: volverÃa a casa y una vez allà se tomarÃa una bebida caliente con una pasta y se darÃa un baño.
Y el agua no sólo limpiarÃa todas las cosas horribles que habÃa hecho, sino también las que estaba a punto de hacer.
Su mano descendió hasta el bolsillo de su chaqueta desgarrada y llena de barro. Los dedos, con los nudillos en carne viva y sangrando, palparon el interior, y ahà estaba: la cinta, a salvo.
O al menos tan a salvo como él.
Sus sentidos, aguzados y alerta, captaban instintivamente el aroma almizclado del lecho del bosque, los rayos del sol... captaban incluso el frenético correteo de las ardillas listadas en las ramas que se alzaban por encima de él.
Aunque seguÃa sin oÃr las pisadas.
¿Los habrÃa matado o herido a todos? ¿ConseguirÃa volver a casa al fin y al cabo?
Pero entonces lo oyó: el crujido revelador de una ramita al partirse, no muy lejos de él.
HabÃan dejado de correr y ahora se acercaban con sigilo a su posición, rodeándolo.
Laurent intentó diferenciar las pisadas, trató de calcular el número de los enemigos por el ruido que hacÃan, pero no pudo. Y, en cualquier caso, sabÃa que daba igual: esta vez no habrÃa escapatoria.
Y entonces notó un gusto extraño en la boca, un sabor amargo.
Era el sabor del terror.
Inspiró profundamente. En los instantes que le quedaban, aferrando el rifle de asalto, Laurent Lepage se miró los sucios dedos y los vio rosados y limpios, asiendo hamburguesas, poutine, mazorcas de maÃz, y aquellos dulces y absurdos pets de sÅ“urs en la feria del condado.
Y sosteniendo al cachorro, Harvest, que llevaba el nombre del álbum favorito de su padre.
Y entonces, al final, mientras abrazaba el rifle, empezó a tararear una melodÃa que su padre le cantaba todas las noches al irse a dormir.
—«Viejo, mira mi vida: veinticuatro años, y vendrán muchos más...»
Soltó el rifle y sacó la cinta. Se le habÃa acabado el tiempo: habÃa fracasado y ahora tenÃa que esconderla donde pudiera. Se dejó caer de rodillas y encontró una espesa maraña de viejas vides, secas y leñosas. Sin preocuparse ya por los ruidos que se acercaban más y más, se puso a separar las ramas enredadas: eran más gruesas y pesadas de lo que le habÃan parecido, y sintió una punzada de pánico.
¿HabÃa decidido esconderla allà demasiado tarde?
Arrancó, desgarró y hurgó con dedos y uñas hasta que apareció una pequeña abertura. Hundió la mano en ella y dejó caer la cinta.
Era muy posible que quienes la necesitaban no la encontraran nunca, aunque tampoco la encontrarÃan quienes estaban a punto de matar por ella.
—«Pero ahora por fin estoy solo», siguió canturreando en susurros, «rodando de vuelta a casa, hacia ti».
Un destello entre la maraña de ramas llamó su atención.
Ahà dentro habÃa algo, algo que no habÃa crecido allÃ, que alguien habÃa dejado entre aquellos troncos y ramas; otras manos habÃan estado allà antes que las suyas.
Olvidando a sus perseguidores, se inclinó un poco más, empujó con ambas manos y luego tiró con fuerza para que el hueco se hiciera un poco más grande. Las enmarañadas ramas siguieron aferradas entre sÃ: llevaban lustros, décadas, miles de años creciendo juntas... y ocultando un escondite.
Laurent siguió forcejeando y arrancando hasta que un rayo de luz atravesó las copas de los árboles e iluminó el sotobosque, y por fin pudo ver lo que habÃ